martes, 24 de mayo de 2011

Cuando el FONCA nos alcanza: día cuatro


1


-Mi… mi… mi… –digo, la voz temblorosa, aguantando las ganas de vomitar, de desvanecerme, en dos pies de puro milagro, las extremidades de mantequilla, ante de poco más de 100 artistas de todas las disciplinas imaginadas. Soy una máquina de código Morse. Soy el rey Jorge VI de Inglaterra-. Mi proyecto… de… de… de novela es…

A continuación, un par de consejos frecuentes que no sirven para nada: uno, el orador promedio te dirá que un truco efectivo para la elocuencia y/o controlar los nervios es mirar un punto fijo, al frente, de preferencia ubicar a la gordita risueña que sobresalga de entre toda la gente como una boya en mitad del mar; dos, el merolico que en su vida se ha parado delante de un salón repleto de espectadores sugerirá la mala y gastada puntada de que imagines a todo el auditorio desnudo, como si la multitudinaria flacidez de carnes de los presentes pudiera menguar el pánico escénico y/o convertirte en el Spencer Tunick de nervios de acero de la palabra.

Las palmas de mis manos gotean. Soy una maraca humana: el Parkinson que mató a mi abuelo es cosa de niños. De haber sabido que un día tendría que estar de pie, solo, sobre un escenario, micrófono por delante, escrutado por la crema y nata de intelectuales jóvenes del país, jamás le hubiera vendido mi alma al Diablo por obtener los $8,532.20 pesos al mes que me paga el gobierno federal, alias, el CONACULTA, para sobrevivir y/o salir del anonimato artístico. El infierno es un paseo por Disneylandia en comparación a esto.

Creo que voy a desmayarme. A desfallecer.


2


-¿Puedes ir más despacio? –dijo la chica de la novela decimonónica.

No debí tomar tantas cubas con el judicial. La cabeza me daba vueltas. Mi plan fue tomar tanto como pudiera, llegar borracho a la última sesión de trabajo. ¿Me quitarían la beca por ser un escritor mediocre? Poco me importaba. El alcohol me daba licencia para ser Superman, que como todos sabemos, es el superhéroe más fuerte de todos y no le tema a nadie. Mucho menos a Batman y sus Superamigos, que me miraban sin parpadear, boquiabiertos desde el otro extremo de la mesa, meneando las cabezas de forma reprobatoria al tiempo que tachoneaban y hacían apuntes en los juegos de copias del avance de mi novela que les entregué antes de ingresar al aula de trabajo.

-Disculpa que te vuelva a interrumpir –dijo la chica de la novela decimonónica-, casi no entiendo lo que dices.

Bebí un sorbo de mi botellita de agua. Fingí seguridad en mí mismo. Inflé la S inexistente en mi pecho de acero y retomé la lectura con el aplomo que solo poseen los intelectuales cuando se les concede la palabra, como si las hojas que sostenía entre manos no fueran kryptonita pura.


3


-Mi proyecto… de… de… de novela es… –digo, más concentrado en contraer una contra otra mis imberbes nalguitas de bebé que en bajar la mirada y leer la hoja que revolotea como un ave enloquecida entre mis manos encharcadas en sudor frío, donde unos apuntes escarabuteados con mi letra chueca, horrenda, de niño rural aprendiendo a escribir, se encaraman vocales y consonantes unas sobre otras dando la impresión de querer salir disparadas por una de las ventanas del auditorio.

Las últimas 48 horas he ido al baño en promedio una vez cada dos horas. Es decir, siendo las matemáticas una ciencia precisa, exacta, nos da un total de 24 cagadas. El lector escatológico pensará que eso es imposible, que el intestino no pude digerir o procesar la comida a tal velocidad, siempre y cuando (y este es mi caso), se padezca una infección gastrointestinal, traducción: diarrea.

Soy conciente que no es de buen gusto (menos cuando uno es etiquetado de intelectual) hablar o escribir sobre la mierda, pero en mi caso, es más que necesario hacerlo. Así como las personas alérgicas a los perros ven su sistema inmunológico colapsar ante la presencia canina, llevándolos a una serie interminable de estornudos, irritación y flujo nasal, en lo que a mí respecta, verme rodeado de eruditos (la cantidad más grande en la que me he visto envuelto jamás: más de un centenar) provoca en mi sistema digestivo una explosión pirotécnica, un tronadero, chillido de tripas, transformación de la materia fecal de estado sólido al líquido, y por si esto no fuera suficiente, hinchamiento del área abdominal producto de un sinnúmeros de gases que a toda costa buscan salir huyendo, expedidos por la cavidad anal, que sin embargo, por decencia, supervivencia, para evitar el escarnio público, clausuro con Peptobismol, Treda, Imodium, Kaopectate, Loperamida, entre otros medicamentos, cual tranca de fortaleza medieval hasta lo humanamente posible, o sea, dos horas.


4


-¿Puedes ponerte de cuclillas y sonreír a la cámara?

Minutos antes de ingresar al auditorio a presentar mi proyecto ante todos los intelectuales, dos hombres (uno con una cámara de video y otro con una cámara fotográfica) me llamaron por mi nombre y me pidieron que los acompañara.

-Necesitamos que nos hables de tu proyecto –dijo el sujeto de la cámara de video-, pero antes, tenemos que hacerte una sesión fotográfica.

Me convertí en Bicho. Mi hermanita modelo, ex reina de belleza. El hombre con cámara fotográfica, bajo el pretexto que era obligatoria la sesión de fotos para tener un registro de los becarios, me pidió que me sentara en unas escaleras, que abriera las piernas, que arqueara la espalda, que mirara fijamente a un punto imaginario sobre la cámara.

-Pon cara de intelectual –me ordenó.

Me imaginé en la solapa de una novela. Mi rostro en blanco y negro. Sobre la nariz la montura de unos lentes de pasta ancha. Saco de parches y suéter de cuello de tortuga. Bucky, Taquito y Mía tendidos a mis pies. Una pipa en la boca.

-Perfecto –dijo el fotógrafo-, tienes madera para esto.

-Ahora vamos a grabar el video –dijo el otro hombre.

Me ordenaron ponerme de cuclillas, recargar la espalda en una pared y presentarme ante la cámara.

-¿Qué digo? –pregunté, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no cagarme en las patas.

-Tu nombre y la disciplina a la que perteneces.

-¿Y luego?

-Luego platícanos de qué es tu proyecto.

-Pensé que eso tendría que hacerlo delante de todos los becarios.

-Sí, también lo harás, pero antes hay que registrarlo en video.

Sudé frío.

-¿Qué pasa?

-¿Puedo sentarme? No aguanto las rodillas.

-Sí, adelante.

Me dijeron que tenía tres minutos para explicar de qué trataba mi novela.

-¿Eso es todo?

-Sí.

-Qué vergüenza de proyecto –susurró el fotógrafo al oído del camarógrafo.


5


¿Alguna vez vieron el capítulo en donde Charlie Brown (un terremoto humano) por primera vez vence sus miedos y se arma de valor e invita a bailar a la niña pelirroja? No importa. Tampoco Charlie Brown recuerda nada, por más que a la mañana siguiente sus amigos lo felicitaran y le palmotearan la espalda por haber sido el alma de la fiesta.

Con esto no quiero decir que mi presentación en el auditorio, delante de los más de 100 artistas haya sido un éxito. De hecho no recuerdo nada. Mi último recuerdo es el de mi cuerpo tambaleante, las manos temblorosas, mi voz quebrándose delante de un micrófono, leyendo un papel donde decía lo siguiente: “Cuando deseas alcanzar u obtener algo en la vida, el Universo conspira para que lo logres.”


6


La cena de clausura es en el restaurante del hotel. La mayoría de los becados, me incluyo, lucimos ojerosos, cansados. No he dormido nada en los últimos dos días. Mi compañero de habitación, el malandro, saca dos botellas de ron y las pone sobre la mesa. Se escuchan aplausos. Algunos artistas de las mesas contiguas se relamen. Preguntan donde compraron las botellas. El malandro, como si se tratara de un secreto inconfesable, se hace tonto. Escapa al baño. El judicial escribe en una servilleta una dirección. Digan que van de parte de Yadira, dice. Varios intelectuales abandonan el restaurante. Termina la cena. La administración del hotel nos invita a retirarnos. Si deseamos tomar tenemos que hacerlo en nuestras habitaciones.

No tenemos hielo, tampoco aguas, menos refrescos. El judicial y yo somos enviados por los poetas a comprar al minisuper de la esquina. Para no ir todo el trayecto en silencio, le digo al judicial que me encantaría leer alguno de sus libros, claro, si es que ha publicado algo.

-Son ciento setenta pesos.

El judicial saca de una maletita un libro y me lo entrega. Quedo pasmado. Si algún día ocurre el milagro de que publiquen mi novela, ¿acaso tendré que cargar con varias copias de ella para no morir de hambre? Abro la cartera y con remordimiento le entrego el dinero. Sé que no voy a leer el libro. No importa que sea la primera vez que pago por uno. Años atrás, antes de que saliera huyendo de Campeche, cuando me invitaban a encuentros de escritores, irremediablemente regresaba a casa con sobre equipaje, con la maleta llena de libros de ediciones de ínfima calidad de escritores ávidos de que alguien los leyera, mismos que no dudaba en tirar a la basura o regalar a mis sobrinitos para que dibujaran sobre ellos.

-Gracias, no veo el momento para leerlo –digo.

Regresamos al hotel. Atravesamos el lobby. En recepción dos chicos de medios alternativos se cortan las palmas de las manos con una navaja de afeitar ante los ojos atónitos del recepcionista mientras otros dos meten de contrabando a una banda norteña integrada por sombrerudos armados con un contrabajo, acordeón y batería.

-¡Ahuevo! –grita el judicial.

Una habitación del hotel Panorama, a ojo de buen cubero, tiene capacidad para 50 personas, máximo 60 personas de pie, respirándose las nucas los unos a los otros. Sin embargo, mis cálculos de cubero fallan. La habitación 414 rebosa de gente, desafía las leyes de física donde dos cuerpos no pueden ocupar un mismo espacio. La banda norteña se acomoda, como puede, entre poco más de un centenar de personas.

-¡El mono de alambre! ¡El mono de alambre! –grita el judicial rebotando como un macaco de zoológico.

La banda se arranca con la canción solicitada. El judicial se sobreexcita. Trepa a una de las dos camas individuales inundadas de gente que se aferran del techo para no caer. El judicial continúa con su ritual de dar brincos. Algunos borrachos salen volando de la cama. La banda no cesa de tocar pese a que una marejada de cuerpos los aprisiona contra la pared. El judicial canta de principio a fin El mono de alambre, canción que hasta estos instantes desconocía su existencia. No así el resto de los becarios que cantan a grito pelado junto con el judicial.

-Esta cancioncita ya me está gustando, qué chingen su madre los que están cantando, vamos a bailar, vamos a bailar, el mono de alambre, el que no lo baile, el que no lo baile, qué chingue a su madre

El aire es cada vez más denso. Una cortina de humo impide ver más allá de un metro de distancia. El judicial pide otra canción. Y luego otra. Y otra más. Es un concierto infinito. Llega más y más gente. Algunos cargando cajas con botellas de todo tipo de alcohol. Finalmente el encuentro de intelectuales se asemeja a todas esas historias que me contaron mis amigos escritores. Odio mi vida, preferiría estar en otra insufrible sesión de trabajo, o mejor aún, dormido en mi habitación. Tengo que escapar. No puedo moverme. Los de medios alternativos y los de fotografía se contorsionan como odaliscas sobre las camas. Ni Shakira mueve las caderas de forma tan provocativa. El judicial sigue dando brincos. Abre su cartera y lanza billetes para que la banda toque más canciones. Siento los pies húmedos, encharcados. Bajo la mirada: mis manos cargan una bolsa de agua. Los hielos se han derretido. Pienso en los poetas. Nadie les ha avisado que la fiesta es en el 414. Los parpados me pesan. Siento que llevo una eternidad enredado entre brazos y piernas. Tengo un churro de mota en la boca. ¿Cuándo apareció allí? No importa. Inhalo. Exhalo. Debo avisarles a los poetas que la fiesta es en el 414. Soy una serpiente. Repto sobra la alfombra. Entre piernas. Veo una luz. Aparezco en el pasillo. Estoy bañado en sudor. He nacido. He vuelto a la vida.

-¿Qué es la truenología? –me interroga un sujeto inmenso, gordo, vestido con una gabardina negra y con un sombrero del luchador The Undertaker.

Juro no volver a fumar mota en mi vida. Mi cabeza es un globo aerostático que quiere irse flotando fuera de mi cuerpo.

-Lo opuesto al truenismo –me ilumina el sujeto descomunal y entra al cuarto partiendo plaza, como un Mesías.

Cesa la música dentro de la habitación. Todos miran al sujeto de gabardina y sombrero. Éste levanta la voz y dice:

-Soy el Rey Trueno. El que está siempre arriba, nunca abajo.

Se escucha un estallido de aplausos. De gritos. La música vuelve a reinar en la habitación 414. Atravieso el pasillo. Todos los cuadros que decoran las paredes están pintarrajeados con marcador negro: “EL REY TRUENO, SIEMPRE ARRIBA, NUNCA ABAJO”.


7


Una decena de intentos después logro abrir la puerta de mi habitación.

-Se derritió el hielo –digo.

-Eso veo –dice el sicario de Sinaloa con cara de sorpresa.

Bajo la mirada: la alfombra está húmeda, mis manos siguen cargando una bolsa de agua.

-Cuatrocientos catorce –digo, la voz pastosa-. El mono de alambre.

-Gracias –dice el malandro.

Permanezco de pie. Mi cama está invadida de poetas. Todo el cuarto está infestado de poetas. Se han multiplicado como gremlins y eso que no les he echado agua encima. Jack Sparrow está sentado en una silla en mitad de la habitación. Está en posición de flor de loto. Sus discípulos lo escuchan atentos. Sin parpadear. No entiendo ni una sola de sus palabras. Parece hablar en un idioma piratesco u otra lengua inentendible para mis monolingües oídos. Me concentro. Las ráfagas de aire que entran por las ventanas abiertas parecen menguar los efectos atolondrantes de la mota. Hablan de métrica. De estilos. Se están emborrachando con ron seco y hablan de poesía.

-Chumacero sí le daba sus chingadazos a Villaurrutia –dice el malandro.

-¿Y qué me dices de Jorge Cuesta? –interviene un poeta idéntico al puerquito Porky que zigzaguea con un vaso lleno ron (sin hielo y sin refresco).

Mi peor pesadilla se hace realidad: estoy atrapado en una sesión extra de trabajo. ¿Quién dijo que los poetas eran unos haraganes? Aparecen nombres como José Gorostiza, Carlos Pellicer, Octavio Paz, Jaime Sabines y un sinnúmero de apellidos que en mi vida había escuchado nombrar. Se enumeran infinidad de premios literarios con nombres de personas que asumo son poetas encumbrados, inmortales. Sigo de pie. Paralizado por una sobredosis de mota. Soy un tronco hueco, seco, muerto. Decenas de poetas braman justicia literaria. Exigen que los poetas mexicanos sean reconocidos internacionalmente, que les dejemos de chupar los huevos a los poetas extranjeros.

-Viene hasta un puto nicaragüense y le mamamos los huevos –dice un poeta acapulqueño idéntico a Jorge Campos.

Desearía estar muerto.

-¡Cuidado! –grita el malandro.

El gordito idéntico a Porky se enreda en las cortinas, lo envuelven y jalan hacia el vacío.


8


Una hora y media más y habré sobrevivido a mi primer encuentro de intelectuales del FONCA. Mi organismo intuye que está medianamente a salvo: desde hace algunos minutos mis tripas han dejado de chillar.

-Señor, abróchese su cinturón de seguridad –me dice la aeromoza.

Fracaso. ¿Quién demonios diseña los cinturones de seguridad de los aviones? No logro enganchar la hebilla con la punta metálica de la correa. Soy un niño, un menor de edad con retraso mental.

-¿Le puede ayudar, señor? –dice la aeromoza.

Mi compañero de asiento toma el extremo de la correa donde está la punta metálica, y en un solo movimiento, la engancha con la hebilla de mi cinturón de seguridad. Clic.

-Gracias –digo ruborizado.

Las manos empiezan a sudarme. La ciudad más grande del mundo se convierte en millones de lucecitas multicolores. Pienso en Bicho, alguna de ellas le debe de estar dando cobijo. Brillo. No pude verla. Un casting le impidió irme a ver al aeropuerto. Tin. Suena una campanita. Una voz en off nos informa los metros de altura a los que hemos ascendido en pocos segundos, nos da instrucciones a seguir en caso de una posible emergencia. No entiendo para qué. Estoy seguro, al menos en mi caso, que si llegara a ocurrir alguna emergencia, sé que no podré hacer nada, ni siquiera ponerme la mascarilla de oxígeno, quedaría paralizado por el terror, lloraría de arrepentimiento por haber desperdiciado mi vida, me odiaría por ser un escritor mediocre y sin el talento suficiente para inmortalizar mi nombre como lo hizo el genial Jorge Ibargüengoitia, quien dicho sea de paso, murió en un avionazo.

Cada que me subo a un avión pienso en Jorge Ibargüengoitia. Soy un cobarde, si en estos momentos apareciera un duende y me ofreciera el cerebro y el talento de Ibargüengoitia a cambio de morir calcinado en la pista de aterrizaje, sin duda me inclinaría por mi actual anonimato y nula magia en las letras con tal de que el piloto logre aterrizar el avión con éxito en la ciudad de Mérida.

Una turbulencia me hace salir de mis fantasías. Aprieto los puños empapados en sudor. Abro el libro que me vendió el judicial. Me maldigo por haber tirado 170 pesos a la basura. Otra turbulencia. Clavo la mirada en la primera hoja del libro para distraer el miedo. El personaje del cuento es una calca del judicial, es decir, se describe a sí mismo como un tapir malnutrido. La historia trata de un gordo cocainómano que es obligado a robarle a su madre invidente para poder hacerse la liposucción y no darle asco a su mujer a la hora de coger. De haber sabido que el judicial en realidad era un hechicero de la literatura y no un mercachifle, le hubiera pedido que me escribiera una dedicatoria bonita en el libro.

Otra turbulencia. Miro por la ventana y veo una silueta humana. El joven de mirada patibularia me observa, de pie, sobre el ala del avión. Pego un grito. Le grito a la aeromoza que el joven de mirada patibularia va a derribar el avión. Nadie parece hacerme caso. Grito pero de mi garganta no sale nada más que el silencio.

-Ya llegamos.

Abro los ojos.

-¿Se encuentra bien, señor? –la aeromoza me mira consternada.

Sin responderle, miro por la ventana. Estamos en tierra firme. No hay nadie en el ala del avión. Tampoco adentro, salvo la aeromoza y yo.

-Sí, todo bien –digo.

Corro por los pasillos del aeropuerto. Soy Jerry Maguire. Juro no regresar a otro encuentro, poco me importa que me quiten la beca. Prefiero morir de hambre. Salgo al estacionamiento. Mi chica me espera dentro del coche de mamá. La beso. Estoy en casa.

-¿Les gustó la novela? –pregunta.

-No tienes idea –miento.

miércoles, 18 de mayo de 2011

Cuando el FONCA nos alcanza: día tres


1


El segundo día de sesiones de trabajo se divide en dos: mañana y tarde. No así mi diarrea, infatigable, constante. No me da cuartel. Nada más llego al Centro de las Artes, finjo ser un amante de la arquitectura penitenciaria: recorro cada uno de los rincones de los 7 edificios que circundan el faro que está en la explanada central. Elijo el baño más escondido, recóndito, ubicado en la segunda planta, en una sala en remodelación, con el cartel de “NO PASAR” pegado en la puerta. Paso, allano la habitación, alivio mis intestinos podridos. Descargo la pirotecnia intestinal. Un concierto ruidoso, asqueroso. Un aguacero pútrido es expulsado de mi cavidad anal enrojecida, lacerada por el roce constante, incesante con el papel higiénico. Por primera vez en todo el encuentro soy libre: dejo atrás la discreción, los modales, la decencia. Me sujeto con fuerza del bacín, lo abrazo, mis manos sudorosas, temblorosas, se deslizan por la fresca y ovalada porcelana hasta hacer contacto con el suelo. Gimo, gruño, respiro con alivio.

En la sesión de la mañana leen sus avances de novela las dos chicas educadas. Mascadas alrededor del cuello. Salen airosas, ambas. Aunque hay apuntes de nuestro asesor. Una máquina de la corrección de estilo. Un radar para localizar repetición de palabras, gerundios, infinitivos. Palabras redundantes, innecesarias. Muletillas. Una biblioteca humana. ¿A qué hora escribe este hombre? Nuestro asesor da citas, referencias de autores, novelas, libros de ensayos. No importa que una chica haya leído una novela decimonónica y la otra una novela enloquecida, alucinante, de ciencia ficción, donde el protagonista, un suicida matemático, homosexual y perseguido por el servicio de inteligencia británico, es sorprendido por la aparición de un inusual compañero: Joseph Merrick, alias, El Hombre Elefante.

Por mi parte, me limito ha hacer lo que siempre hago cuando asisto a encuentros de intelectuales: sobrevivir, es decir, menear la cabeza de arriba a bajo, frotarme el mentón con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, ladear la cara, fruncir de vez en cuando los labios, o sea, poner cara de escritor complacido, que ha leído de pe a pa todos los títulos de esos libros que en mi vida he escuchado, menos leído.

-¿Alguna sugerencia para sus compañeras? –dice el asesor.

Se activa mi mecanismo de autodestrucción. Mis tripas chillan. Un retortijón me hace apretar el culo para no cagarme en mis pantalones como un niño. El señor Allen da sus acotaciones, todas acertadas, inteligentes, recomienda leer más libros que en mi vida he escuchado. El joven de mirada patibularia es conciso, cada uno de sus apuntes precisos, un ninja de la crítica, cada comentario certero, no se ve en la vulgaridad de desperdiciar energías y saliva dándole vueltas a los errores encontrados. Carlos Salcido, astuto, toma los apuntes de nuestros dos compañeros que han hablado y hace una mezcla con ambos. Dice lo mismo, lo antes dicho, pero con otras palabras. Suena bonito. Profundo.

-¿Quieres aportar algo más? –me pregunta el asesor.

Trago saliva. Mi espalda se empapa. ¿Qué puedo decir? Soy la Paula Abdul de la mesa.


2


La sesión de trabajo de la tarde es igual de intensa e interminable que en la mañana. Todos mis amigos escritores que han obtenido la beca del FONCA mintieron. ¿Dónde está la fiesta, el desmadre? Tengo el culo como un mandril de tanto cagar y estar sentado escuchando lecturas infinitas. Por más que intento concentrarme en lo que leen mis compañeros, de seguir con la mirada las fotocopias de los avances de sus novelas, solo puedo pensar en el terrorífico momento en que llegará mi turno. Puedo ver las caras de horror que pondrán todos. En especial el asesor. Se dará cuenta, apenas pasada la primera hoja de mi lectura, que soy un impostor. Alguien jugando a escribir. Que fue un error darme la beca. Dinero dilapidado, tirado a la basura por los contribuyentes para mantener a un tipo que cree que por chismorrear y hacer públicos en sus blogs sus dislates, delirios de grandeza, su relación calenturienta con su novia de nombre imposible, está haciendo literatura.

-¿Y cuál es tu opinión? –me pregunta el asesor.

El señor Allen mi mira fijamente. ¿Se habrá dado cuenta que no presté atención a ni una de sus letras, que fue una pantomima eso de cambiar las hojas, subrayar palabras al zar, asentir con mirada de persona culta?

-Es una apuesta arriesgada… –digo impostando voz de gente seria, conocedora, soy Randy Jackson- lo que pueda decir, está de más, ya se dijo todo. Me gustó mucho la novela. Va por buen camino, espero con ansias poder leerla completa.

Bingo. El señor Allen infla el pecho. El asesor dice que tomemos un receso para estirar las piernas y tomar café. Estiro las piernas, desde luego, no hacia la máquina de café sino a la segunda planta donde está la habitación prohibida. Descargo mis heces acuosas a propulsión a chorro. Me siento un hombre libre, al menos por unos minutos.

Continuamos con la sesión de trabajo. El joven de mirada patibularia nos advierte que su avance solo consiste en 8 páginas. Perfecto, no voy a ser el único al que le quiten la beca. Igual y las 80 hojas a doble espacio, letra número 14, tipo Georgia que tengo preparadas para leer mañana hacen cambiar de opinión al asesor y me mantiene la beca.

-Adelante –dice el asesor-, te escuchamos.

Ni con un diccionario a mano sería capaz de poder seguir la lectura. Son las 8 páginas más densas que jamás le he escuchado leer a alguien. ¿Cuál será mi apunte, acotación, aportación a una obra inentendible? Empiezo a sudar copiosamente. El salón es un horno de leña.

¿Qué diría Paula Abdul en una situación semejante?

-No entendí un carajo –me sincero por error (incluida una mala palabra), como la flatulencia que se escapa de los intestinos sin permiso, sin querer, en el momento menos oportuno, cuando conoces a tus suegros en una cena privada, íntima.

El joven de mirada patibularia no cambia su expresión al escuchar mi crítica. Se me eriza la piel. Solo los locos permanecen con la mirada fija, inerte, cuando son insultados, agredidos, agraviado su honor.

-La verdad yo tampoco entendí mucho –se suma Carlos Salcido; tomo nota mental de invitarle una cerveza en la noche, sin embargo, astuto, agrega-: pero me encantó. Manejas una métrica y unos recursos literarios alucinantes.

-Sí –apunta el señor Allen-, es como si estuviéramos viendo componer una partitura a Tchaikovsky.

-Eso –digo, en un desesperado intento de salvar el pellejo-, me sentí como si estuviera viendo una película rusa sin subtítulos.

El joven de mirada patibularia entrecierra los ojos. Se digna a mirarme. Un escalofrío me recorre la columna vertebral de arriba a abajo. Soy hombre muerto: un cadáver respirando.


3


Media noche. La puerta de la habitación 517 repiquetea al compás de unos nudillos desesperados. Me envuelvo entre las sabanas. Detengo mi mano a medio camino del interruptor de luz. Apagarlo sería delatarme, la confirmación de que estoy dentro del cuarto. Me maldigo por ser un ermitaño, por rehusarme a salir de juerga con mis compañeros.

-No seas mayate –me reprochó el judicial.

-No he dormido nada –me excusé, bajo ningún concepto pensaba dormir otra noche en la cárcel-. Y además, mañana a primera hora me toca leer mis avances.

-¿Y? –el judicial me rodeó con el brazo- Te chingas unas rayas y como nuevo, papá.

-Mejor mañana –fingí un bostezo-, el último día me reviento hasta morir.

Los repiqueteos se intensifican. Puedo ver una sombra opacando el haz de luz que se extiende horizontal en la rendija de la puerta. Me deslizo con cautela sobre la alfombra. Miro a través de la mirilla de la puerta: un gran ojo sin parpado me observa. El miedo me dobla las rodillas. Me reduce al tamaño de un hobbit: soy Frodo. Cierro los ojos, oprimo los puños y rezo para que Sauron, el Enemigo Sin Nombre, no me haya visto.

Escucho unos jadeos.

Luego el silencio.

Repto hasta el baño. Un concierto de flatulencias es la mejor terapia para combatir el miedo, además, una excusa perfecta para no abrirle la puerta a nadie.


4


Un golpe seco contra la puerta de la habitación 517. Despierto aterrado. Miro mi celular. No es tan tarde: la una y media. Otro golpe seco se impacta contra la puerta. Abrazo las sábanas. El joven de mirada patibularia ha llegado por mí. Aporrea su cráneo una y otra vez. A toda costa quiere tumbar la puerta y asesinarme. No existe nada más peligroso que un escritor ofendido. Salgo de la cama. Corro hacia las ventanas. Son enormes. Las abro. Las cortinas cobran vida al contacto con el viento, me envuelven. Estoy en el quinto piso, no hay escapatoria. Soy Juan Escutia. La puerta se abre.

-¿Qué haces despierto? –pregunta el malandro, en las manos lleva un arsenal de botellas.

-…

-Ey, vengan, aquí, en el quinientos diecisiete –grita.

Una estampida de borrachos toma la habitación. Reconozco algunos rostros (ahora estragados por el alcohol) de las sesiones interdisciplinarias, donde los artistas, sobre el escenario, delante de un micrófono tenían que presentar su proyecto ante todos los becarios, explicar en qué consistía, justificar por qué les dieron la beca, maravillarlos con sus ideas creativas, innovadoras.

-No te perdiste de nada –me dice el sicario de Sinaloa-, todos los bares cerraron temprano.

Suspiro de alivio, no he desperdiciado otro momento crucial en mi ermitaña y aburrida vida. Escucho un golpe. Bajo la mirada: un cuerpo inerte yace tendido en la alfombra. Es el joven con peinado de James Dean y el copete cano de Tongolele. Se escuchan aplausos, gritos. Los intrusos alcoholizados saltan, esquivan al obstáculo humano para recargar sus espaldas peligrosamente sobre el filo de las ventanas abiertas. Al parecer los precipicios tienen en los borrachos el mismo poder hipnótico que el mar.

-Que alguien me sirva un trago –dice un tipo idéntico a Rasputín, quien horas atrás, al subirse a la tarima para presentar su proyecto, se puso una bolsa de papel estraza en la cabeza y dijo: “no, pues mi proyecto consiste en no hacer nada”.

Diligente, le sirvo una cuba, no vaya a ser que le quiten la beca.

-Que sean dos –me ordena una chica panzona; ella explicó que estaba en la disciplina de cuento, y que sus cuentos eran cortos, muy cortos, porque le chocaban los cuentos largos, y porque tenía un bebé de tres meses que no le dejaba mucho tiempo libre para leer, menos para escribir. Por eso sus cuentos eran escritos en 140 caracteres. Traducción: cada twit que subía a su Twitter era un cuento.

Termino siendo el mesero de la fiesta. Una fiesta patética donde uno por uno los borrachos van cayendo como moscas sobre el piso. Y mi cama no es la excepción. Entre las sabanas está un pintor con barba de náufrago, roncando, idéntico a las pinturas que nos presentó en el auditorio horas atrás donde retrataba con un realismo impresionante a personas dormidas. Narcolépticas. Antes que cayera fulminado, intenté sonsacarle la verdad, que me confesara si utilizó Photoshop u otra técnica tramposa para lograr que sus pinturas parecieran hechas por una cámara fotográfica. No lo logré. El naufrago aseguró que todos los pintores usaban Photoshop en sus presentaciones, salvo él.


5


Despunta el alba. La habitación es un reflejo distorsionado del video Come Undone de Robbie Williams: botellas de alcohol regadas, quebradas, marcas de cigarro y vómito seco en la alfombra, todo, todo igualito al video, salvo los cuerpos sexys de los modelos.

Me resigno a dormir parado. O mejor dicho, a morir de pie.

-Sírvele una al mayate ese –dice el judicial que hace una entrada triunfal en el cuarto, rebotando en las paredes como una pelota de pinball.

En una esquina, como si fuera una lámpara o un accesorio decorativo de la habitación, descubro la figura del joven de mirada patibularia. Sus ojos están inyectados de sangre, flamígeros, sin párpados. ¿Cuánto tiempo lleva ahí observándome sin que me percatara de su presencia? Poco importa. Soy un diligente mesero. Sigo las órdenes del judicial: sirvo tres cubas. Las cubas más cargadas, más fuertes que he servido jamás.

-Gracias mayate –el judicial hace una mueca de asco al sorber la cuba.

Extendiendo la mano para entregarle el vaso al joven de mirada patibularia y me topo con las cortinas largas y blancas meciéndose con el viento.

viernes, 13 de mayo de 2011

Cuando el FONCA nos alcanza: día dos


1


Aborrezco los encuentros de intelectuales por muchos motivos puntuales y/o incontables razones específicas, naturalmente no los enumeraré por respeto, pues podría llenar de cien a doscientas cuartillas, o (a quién quiero engañar) 422 hojas, tal cual fue el caso de mi opera prima rechazada por todas las editoriales de primera, segunda y tercera división, cuartillas y cuartillas cargadas de veneno, encono, algo insufrible, realmente aburrido e innecesario de leer. Así que me limitaré a mencionar el primerísimo lugar que encabeza la lista de cosas que detesto de los encuentros: nada más pisar la sede, epicentro o base de operaciones de lecturas y/o exposiciones artísticas, me vienen unas ganas locas de cagar.

Es inevitable. Infranqueable. Insalvable. Ineludible. Inexorable. ¿Por qué tantos sinónimos sacados del Word? Para que quede clara, precisa, puntual, mi alergia hacia los intelectuales, que como ya mencioné un millón de veces (y perdonarán el cliché) van disfrazados irremediablemente con bombines, boinas, sombreros de ala ancha (ala chica, sombreros de Indiana Jones, etcétera), bufandas, caftanes, sacos con parches en los codos, suéteres de cuello de tortuga (no importa que sea primavera), mallones, lentes de pasta ancha, peinados a lo Tim Burton y/o Helena Bonham Carter.

El Centro de las Artes San Luis Potosí (anoto la dirección, es lo único que vale la pena de la ciudad: Calzada de Guadalupe #705, Colonia Julián Carrillo) resultó ser una ex penitenciaría.

-Mayate, ¿así son los fuertes de Campeche? –pregunta el judicial.

-Sí –miento.

Atravesamos los altísimos muros y la puerta de madera del ahora centro artístico de la ciudad.

-A su derecha podrán ver la que fuera la celda de Francisco I. Madero –dice el guía de turistas señalando un cuarto pequeñito donde puede verse un busto de bronce encerrado tras un paño de cristal.

El guía explica que en 1910 o una fecha de principios del siglo pasado (lo siento, no es que no me interese la historia del país, mi atención está enfocada en mantener cerrada a cal y canto mi compuerta trasera para evitar el horror) el general Porfirio Díaz ordenó apresar a Francisco I. Madero por conato de rebelión, ultraje y otros delitos que no alcanzo a escuchar. Y ese es todo el tour informativo que recibimos hasta que llegamos a la explanada central donde se irgue justo en medio de la plaza un faro de unos diez metros de altura.

-Muy bien chicos –dice una de las coordinadoras del encuentro-, cada disciplina siga a su asesor, en la carpeta que les entregué en el camión viene especificado el salón donde se llevarán acabo sus sesiones de trabajo.

El sicario del cartel de Sinaloa y el malandro siguen a un Jack Sparrow (dientes podridos, amarillentos y de oro, barba tupida, saco y sombrero piratescos) que a lo lejos agita una mano cual náufrago en un isla al divisar un bote, para luego, al tener a sus pupilos bien formados, avanzar con dificultad, rengueando sobre la pierna izquierda hasta internarse en uno de los 7 edificios que rodean el faro de la explanada.

-Nos vemos, mayates –el judicial se despide de Carlos Salcido versión Alemania 2006 con un extraño saludo pandilleríl, para luego seguir a un joven no tan joven con el peinado de James Dean y el copete cano de Tongolele.

El judicial y James Dean Tongolele siguen a un Slash región 4, que a su vez sigue a dos chicas (una con barriga de embarazo, otra con un turbante en la cabeza) que siguen los pasos del que parece ser su asesor: un hombre con la mirada de Dexter, es decir, de psicópata homicida, pero mexicano, que da mucho más miedo que cualquier asesino serial gringo.

-¿Son de novela? –pregunta un sujeto de dos metros de altura, pelo blanco, gafas inmensas, el hermano mayor y basquetbolista de Woody Allen.

Por primera vez me siento Gulliver en Brobdingang.

-Sí –grito para asegurarme de que mi respuesta llegue a los oídos de Woody Allen.

-No mames, ¿somos todos los de novela? –dice.

Al escucharlo, mi cerebro hace corto circuito: ¿Qué clase de asesor habla como un chavo?

-Ellas también están en novela –apunta Salcido 2006.

Un par de chicas con mascadas en el cuello, bastante amables y educadas, nos saludan.

-¿Novela? –susurra con timidez un chico de mirada patibularia que aparece como Batman a nuestras espaldas.

Las chicas menean de arriba abajo las cabezas.

-Ahora sí somos todos –dice Woody Allen revisando la carpeta que tiene entre manos-, o al menos eso es lo que dice el programa.

-No –lo corrijo-, el programa dice que somos seis.

El señor Allen, las dos chicas educadas, el joven de mirada patibularia y Salcido versión Alemania 2006, contrariados por mi comentario se cuentan con la mirada.

-Por eso, somos seis –dice el gigante Allen.

Llega un señor regordete con un sombrero de Gilligan en la cabeza. Nos saluda. Esboza una ancha sonrisa. Permanezco en silencio. Prefiero quedar como un perfecto imbécil que no aprendió a sumar con manzanas y peras en el kinder a confesar que he confundido al octogenario señor Allen con nuestro asesor. ¿Qué acaso la beca no se llama Jóvenes Creadores, es decir, para artistas menores de 35 años?


2


Mis amigos campechanos, en especial Juanito (el caricaturista profético), me había dicho en incontables ocasiones en el café Las Puertas que me urgía ganar la beca Jóvenes Creadores más que a ningún otro artista en todo el Estado, antes que fuera demasiado tarde, que mi reloj biológico caducara, más que para evitar la indigencia y/o dejar de ser un mantenido, para foguearme con escritores de verdad, aprender de ellos, salir de la ciudad amurallada donde todo son zalamerías y palmadas en la espalda, debía ser un Hugo Sánchez, un Rafa Márquez, dar el brinco y aprender de los mejores, es decir, presentar mi trabajo para que fuera escrutado, diseccionado, milímetro a milímetro, quirúrgicamente.

Tres horas duró la operación de Carlos Salcido 2006. El primer conejillo de indias en subir a la plancha. No por voluntad propia sino por ser en orden alfabético la revisión de los avances de las novelas.

-¿Cómo te fue mayate? –pregunta el judicial, cerveza en mano.

-No tan de la chingada –dice Carlos Salcido levantando la voz para hacerse escuchar sobre la canción Bailando del grupo Paradisio.

-Lo que está de la chingada es este puto pueblo –dice el judicial-. Pinche música de mayates. ¿Qué clase de cantina es esta?

-La única que abre después de las diez y media –dice el joven director de una revista cultural local, encogiéndose de hombros a manera de disculpa a nombre de toda la ciudad.

-No seas puto, quédate a chupar –dice el malandro, mi compañero de habitación desde el otro extremo de la mesa.

-Quédense ustedes, pinches mayates –se pone de pie el judicial-, pinche pueblo bicicletero atrapado en los noventas.

Varios parroquianos de otras mesas paran oreja. Uno que otro toma con fuerza el cuello de la botella de su cerveza, esperando el momento justo para reventársela en la cabeza al judicial xenófobo.

-Voy a ver qué encuentro por ahí –el judicial deja cincuenta pesos sobre la mesa. Sale del bar.

Salcido 2006 hace lo mismo. Es mi oportunidad de escapar, de irme derechito a dormir al hotel.

-Como se ve que son bien pinches putos los de Torreón –grita el malandro y se escuchan algunos aplausos en las mesas vecinas.

Dudo, mis nalgas quedan a medio camino entre la silla y quedar completamente erguidas. Qué chingados, pienso.

-¿Qué? ¿Tú también te vas? –el malandro me mira con ojos atravesados al verme de pie, sacando cincuenta pesos y poniéndolos sobre la mesa.

-Sí –digo con poca determinación-, soy alérgico a esta música.

Dos poetas me mal miran e interrumpen su inspirado tarareo de los coros: bailando bailando amigos adiós, adiós, el silencio loco…


3


Antes de salir a la calle, hago una escala técnica. Mi culo es un aspersor de mierda. El baño del bar nunca volverá a ser el mismo. Avanzo dos cuadras. Trato de orientarme en el Centro Histórico de la ciudad. Es inútil: mi GPS interno está descompuesto. Siempre lo ha estado. Me desoriento hasta dentro de mi propia casa. Por más que intento memorizar los números y nombres de las calles, la amnesia siempre sale avante. Estoy perdido. Y ni alma en pena a quién preguntar por la dirección del hotel. Atravieso la Plaza de Las Armas, camino junto a una catedral de color rosa, el Palacio de Gobierno y sigo adelante sin rumbo fijo hasta llegar a la calle Ignacio Aldana donde observo a la distancia dos figuras conocidas: una regordeta y otra con los pelos de mango chupado: el judicial y Carlos Salcido platican con dos mujeres montadas en unos tacones de enormes plataformas.

-¿Entonces cuánto, morra? –pregunta el judicial.

Ha llegado la hora de mi acto: mimetizarme en la espesura de la noche. Transformarme en una sombra más. En una farola al pie de la tienda Telas La Parisina, del otro lado de la banqueta.

-Aquí a la vuelta, en el hotel Panorama –dice el judicial, acariciando la mano de una de las chicas.

Perfecto. Solo tengo que seguirlos. Ellos me guiarán al hotel. Eso sí, debo ser sigiloso, no quiero verme envuelto en un escándalo de prostitución si me ven los organizadores del encuentro. La beca lo es todo para mí: los alfileres que sostienen mi relación con Selva, el oxígeno que inflama de vez en cuando el pecho de orgullo de mamá, las cachetadas con guante blanco que asesto a mis enemigos que me tildan de escritor sin talento, mi credibilidad como intelectual.

Avanzamos una cuadra hasta llegar a la calle Venustiano Carranza. Doblamos a la izquierda. En los portales de un centro joyero, el judicial quiere comprobar la mercancía antes de tiempo.

-Tranquilo, guapo –la mujer retira la mano traviesa del cliente que se le mete debajo de la falda de nylon.

-Si no estamos en la iglesia –se queja el judicial y vuelve a la carga-. No seas apretada.

-Te digo que te esperes –la mujer retira de nuevo la mano pizpireta con un pellizcón-. Nos pueden ver.

-Pinche pueblo mocho –el judicial se soba la mano-, odio todas las pinches ciudades coloniales, son un asco: Querétaro, San Luis, Guanajuato, Zacatecas…

-Ora puto, con mi ciudad no te metas –dice la otra mujer que viene como escolta y hasta este momento tan silenciosa como Carlos Salcido.

Mi GPS milagrosamente empieza a funcionar. Puedo ver el hotel en mi mente, a una cuadra más adelante, pasando la cafetería La Parroquia (imagino nombre en honor a la Parroquia que está enfrente de nosotros, cruzando la Plaza de los Fundadores). El judicial suelta una retahíla de mentadas de madre, las mujeres también. Carlos Salcido intenta detener al judicial que se ha ido a las manos contra las chicas; ellas, con furia y agilidad que nunca antes le había visto a alguna fémina, arremeten contra mis dos compañeros del FONCA.

-Mayate, no te quedes ahí parado –me grita el judicial esquivando puñetazos, mordidas y arañazos.

Me han descubierto. No tengo más opción que salir de mi escondite. Cruzo la calle con la incertidumbre más grande de mi vida: ¿acaso debo engrosar todavía más la estadística de hombres que golpean a mujeres? Imagino a Denise Dresser, a Carmen Aristegui y otras mujeres famosas con los ojos amoratados. No hay tiempo para cavilaciones. En fracciones de segundo estoy esquivando taconazos y golpes contra la pared del estanquillo Aguas frescas La Michoacana. ¿Me veré muy puto si emprendo la graciosa huída? Carlos Salcido me roba la respuesta, al calor de la trifulca, logra escapar por piernas internándose en los portales de la Plaza de Juárez. Unas luces de colores centellan a nuestro alrededor. Rompen la noche y me hacen comprenderlo todo.

-Muy bien, pinches putos –truena una voz-, ya estuvo bueno.

Un par oficiales entran en acción: toman a las mujeres de los cabellos (en realidad pelucas) y les asestan sonoras cachetadas. Las vestidas caen al suelo sin oponer mucha resistencia, y a pesar de lo aparatosa y ruidosa escena, podría decirse que aquello no califica de brutalidad policiaca.

-Ay, malditas desgraciadas, más, más –exigen las vestidas con evidente placer, de rodillas, como si estuvieran dispuestas a cumplir una manta: arrastrarse hasta la Parroquia de enfrente para que el barbón de la cruz lave todos sus pecados tal como lo hizo con María Magdalena y otras putas.


4


Somos remitidos a los separos. Al llegar a la comisaría, el judicial saca dinero de su cartera. Perfecto. Me alegra vivir en un país donde este tipo de desaguisados se solucionan aceitando la mugrosa mano de la ley.

-¿A dónde cree que va? –me detiene un policía-. Usted viene conmigo.

Intento protestar, exigir justicia, argumentar que yo solo estaba pasando por ahí, pero el policía me hace manita de puerco y me mete en una celda. No pego un ojo en toda la noche. Mi compañero es un borracho colosal, descamisado, los labios hinchados, bañados en sangre que no cesa de gruñir, bufar y golpearse el pecho como King Kong. Finjo ser un insecto, una mancha de moho en la pared, el barniz escarapelado de los barrotes de la celda. No respiro, no muevo un solo músculo del cuerpo hasta que un tac, tac, tac, de unos tacones con plataformas interminables me sacan de mis fatídicas tribulaciones: dos pares de piernas desnudas, largas y musculosas atraviesan el pasillo.

Despunta el alba. Un policía abre la puerta de mi celda. Doy gracias a Dios de que King Kong no haya horadado mi enrojecido culo.

-Vámonos mayate –dice el judicial, rozagante, el pelo engominado, recién bañado, oloroso, como si en vez de dormir en una lúgubre mazmorra lo hubieran hospedado en un spa o penthouse.

viernes, 6 de mayo de 2011

Cuando el FONCA nos alcanza: día uno


1


El avión hace contacto con la pista de aterrizaje y la piel se me pone rasposa, escamosa, reseca, espolvoreada de una fina capa arena. La Biblia tenía razón: polvo somos y en polvo nos convertiremos. Los labios se me cuartean: son dos páramos de tierra agrietados. Sabía que no debí abandonar mi cuarto, menos mi ciudad. Una locura alejarme del nivel del mar.

-Doscientos cuarenta pesos, joven –dice el taxista.

No llevo ni media hora en el DF y ya me han atracado. Soy un provinciano asustadizo. Ermitaño. Nada más pisar el aeropuerto internacional de la ciudad de México, aterrorizado, me dejé guiar hacia una camioneta Suburban por los mercachifles enfundados en trajes sastre que me gritaban “sígame joven, sígame”.

-Quédese con el cambio –digo, disimulando el pánico que siento, emulando a las películas y series de televisión gringas cuando los actores entregan billetes al chofer, en mi caso, un billete de doscientos pesos y uno de cincuenta.

El conductor me agradece, baja mis maletas de la cajuela. Yo le agradezco en silencio que me haya llevado sano y salvo hasta el hotel donde me han reservado una habitación para pernoctar antes de partir a la ciudad de San Luis Potosí, sede del primer encuentro de intelectuales, en vez de amordazarme, encajuelarme, darme una buena paliza y sacarme todos los órganos y venderlos en el mercado de Tepito.

Sobre la calle Río Lerma, en la colonia Cuauhtémoc, un par de jóvenes de bigotitos y barbas ralas se bajan de un microbús y arrastran unas maletas con rueditas, ambos llevan sobre la cabeza sombreros de fieltro como si fueran parte del elenco de la serie televisiva Mad Men. No me lo tienen que decir, son poetas. Y a juzgar por la mirada desdeñosa que me restriegan sin disimulo, me odian: ¿Quién se ha creído este provinciano para llegar en camioneta, Paris Hilton?

-Su compañero de habitación está arriba –dice el recepcionista y me entrega la tarjeta de mi cuarto-. Habitación trescientos ocho.

-Gracias –digo y me sorprende ver a un gordinflón vestido de pingüino a mis espaldas.

-Caballero, le llevo sus maletas –dice. No es una pregunta.

Qué remedio, pienso. Atravieso el pequeño lobby del hotel donde muchas gafas de pasta ancha escrutan mi andar acartonado, escoltado por la servil ave regordeta.

El pingüino abre la puerta.

-Servido, caballero –dice.

Reviso mis bolsillos. No logro palpar ni una sola moneda. Sabía que no debí dejarle propina al taxista del camionetón. Abro la cartera: rezo para que aparezca al menos un Benito Juárez. No hay suerte. Me saluda un Moctezuma y dos Sor Juanas Inés de la Cruz. Dinero que me prestó mi chica para que no diera la impresión de ser un mendigo, un muerto de hambre. Una gota de sudor resbala por mi patilla. El pingüino se impacienta, menea las aletas, aguza la mirada. Salta los ojos. Se relame no el pico, sino una bemba carnosa. En una segunda búsqueda exhaustiva, tengo suerte (entre comillas). En un compartimiento de la cartera encuentro a un solitario Morelos.

-Gracias, caballero –dice el pingüino, sonriente, los cincuenta pesos más fáciles que ha ganado en su vida.

Entro a la habitación.

Sentado en una de las dos camas individuales del cuarto, un sicario del cartel de Sinaloa me observa.

Miro la puerta, con disimulo, para comprobar si el pingüino no se ha equivocado de cuarto, llevándome a una trampa mortal. En fracciones de segundo imagino al sicario de Sinaloa ordenándome que abra mis maletas. Su rostro de desilusión al ver una laptop vieja, calcetines, bóxers y varias mudas de ropa cual si hubiera emprendido un viaje a Europa. ¿Dónde está la mercancía, pendejo?, me pregunta a los gritos. Yo solo vine a un encuentro de artistas, se lo juro, digo yo, temblando, al borde de las lágrimas.

-Hola –dice el sicario de Sinaloa-. Poesía, ¿y tú?

-Novela –atino a decir, trago saliva, aliviado, comprendiendo que las apariencias siempre suelen engañarnos. No todos los poetas parecen integrantes del grupo Camila.


2


El poeta sicario, un pan de Dios, me invita a recorrer la ciudad con unos amigos. Declino su amable oferta. Le explico que ya tengo planes: ver a mi hermanita Bicho, alias, la ex reina de belleza, que ahora vive en la capital en busca de fama, fortuna y reflectores.

-Nos vemos al rato entonces –se despide el poeta sicario.

Suena mi celular. Es Bicho. Contesto. Me dice que llegará una hora, máximo dos horas tarde a visitarme. La han contratado de edecán para Iniciativa México.

-Perdón, dodi –se disculpa, triste, la voz apagada.

-No te preocupes –finjo no estar desilusionado para evitar bajarle más el ánimo-. Nos vemos al rato. Y si se te hace muy tarde, ni loca vengas, no quiero que estés agarrando taxis en mitad de la noche.

-Te amo –Bicho me manda un beso.

Enciendo la televisión. En pantalla, Iniciativa México. Cambio de canal. Iniciativa México. Vuelvo a cambar de canal. Iniciativa México. Salgo de la cama, golpeo el televisor. Iniciativa México. Llego a la conclusión que la contaminación ha dañado la señal. Apago y enciendo el televisor: Iniciativa México. Las cadeneas de televisión abierta, es decir, el duopolio encargado de lobotomizar a la nación, se han hermanado para mostrarle al teleauditorio que existe esperanza, que se puede vencer al narcotráfico, la corrupción, la crisis económica, la pobreza, el analfabetismo, todos los males habidos y por haber, el cáncer que está carcomiendo, pudriendo, terminando de matar al país.

Perfumados, bien vestidos, observo a encumbrados escritores, periodistas, intelectuales, políticos, empresarios, e inclusive, leyendas del deporte. Imagino a Carlos Slim, Emilio Azcárraga y Ricardo Salinas Pliego riendo desde las alturas, dioses del Olimpo jugando con el futuro, el destino de millones de personas que no son más que hormigas para ellos. Que aplastan, machacan a su antojo. En una fracción de segundo, me parece ver a Bicho, de pie, entre varias hormiguitas que se creen seres humanos libres. Se me estruja el corazón. Cierro los ojos. Le rezo a la Santísima Trinidad: San Carlos, San Emilio, San Ricardo, liberen a mi hermanita, por favor, déjenla salir temprano.

El celular me despierta. Caí profundamente dormido sin percatarme. Es un mensaje de texto de Bicho: “Te molesta si no nos vemos? Acaba de terminar el evento y tengo clases de actuación mañana a las 7. TQM”. Miro el televisor. Infomerciales. Productos que prometen hacerte bajar de peso de manera milagrosa. Cepillos electrónicos para combatir la calvicie (tomo nota mental del número). Una conductora en los huesos pega de gritos, arenga al público a mandar mensajes de texto desde sus celulares para salir de la pobreza. “No hay problema, descansa. Nos vemos cuando regrese de San Luis”, tecleo en mi celular y oprimo el botón enviar. Programo la alarma y caigo dormido.


3


Seis de la mañana. Suena el despertador del celular. Con la velocidad de una mangosta logro apagarlo. No está en mis planes despertar al sicario de Sinaloa que lleva adentro el poeta. Me tallo los ojos. Mi compañero de habitación no está en su cama. Arrastro los pies con sigilo. Pego la oreja en la puerta del baño. Silencio. Doy unos golpecitos de señorita, casi inaudibles. Muevo la manija de la puerta. Aprieto los dientes, rezo por no encontrar al poeta componiendo octavas reales en el trono. Nada. El baño es solo para mí.

Me cepillo los dientes. Me enjuago la cara. Debo darme prisa. A las siete en punto de la mañana hay que estar en el Auditorio Nacional: según el mail que me envió la coordinación del encuentro, los autobuses estarán estacionados en la bahía de la entrada principal sobre Paseo de la Reforma; quien no llegue puntual a la cita tendrá que ver por sus propios medios cómo llegar a la ciudad de San Luis Potosí.

-Bueno días, caballero –dice el pingüino con ojos ilusionados, brillantes-. ¿Desea un taxi?

-Por favor –digo.

El pingüino sale a la puerta del hotel, dispuesto a que le regalen otros cincuenta pesos por levantar la mano. El DF nunca duerme, descubro al ver los primeros rayos de sol filtrarse entre los edificios y ser recibido por un bullicioso tráfico en la calle y transeúntes dándose empellones los unos a los otros que hacen crispar cada uno de mis sentidos.

-Ey, roomie –dice una voz a mi costado.

Volteo por instinto de supervivencia. El poeta sicario de Sinaloa, los ojos vidriosos que delatan una borrachera infinita, viene escoltado por dos personajes de aspecto no menos peligroso: un judicial (asumo sería un eufemismo describirlo como un gordo moreno malencarado de lentes oscuros) y un malandro (tatuajes en los brazos, aretes en ambas orejas, barba y cabello largo hasta debajo de los hombros).

-Cancela el taxi –ordena el poeta sicario-, aquí en el Ángel nos sale más barato.


4


-Habría que preguntarle a los de arquitectura por qué hicieron tan pinche jodido el Auditorio –dice el malandro.

-Por mayates –apunta el judicial-, por eso.

Bajamos del taxi (taxi que nos tomó detener cerca de cuarto de hora, una decena de taxistas fingió demencia al vernos en la banqueta haciendo la parada). Al sicario de Sinaloa le sale lo poeta y paga él solito el taxi, o mejor dicho, le sale lo sicario al poeta para poder darse el lujo de pagarle al taxista con un billete de cien pesos.

-¿Cuánto es? –pregunto.

-Nada –dice el sicario poeta, acto seguido, atraviesa los tres carriles de ida (incluido el camellón con arbolitos, pista de caminata y plantitas de colores) y los tres carriles de vuelta del Paseo de la Reforma, esquivando coches, motocicletas y microbuses como la ranita del videojuego Frogger.

-¡Pinche mayate! –grita el judicial, y haciendo gala de movimientos insospechados en un sujeto con el cuerpo de un tapir malnutrido, elude de igual forma el tráfico que se precipita a toda velocidad cual circuito de Nascar.

-Cruza, wey –me ordena el malandro y sigue la misma ruta del poeta sicario y del judicial, éste último, perece será embestido en cualquier momento.

Media hora después, con los nervios como cuerdas de violín, abordo el último camión que está en movimiento rumbo a la ciudad de San Luis Potosí.


5


-Siéntate aquí mayate –ordena el judicial que levanta su regordeta mano morena desde uno de los asientos del fondo del camión.

Sigo la pezuña que me guía como un faro entre las miradas hoscas y artificiales de los lentes de pasta ancha que me flanquean por ambos costados.

-Gracias –digo y tomé asiento.

-Por nada, mayate –me palmotea el muslo.

Tal como supuse, la mayoría de los intelectuales se conocen. Son viejos camaradas de la artisteada, del performance, de las letras, de la movida. De años y años de encuentros y de becas medrando y mamando del gobierno. O tal vez no, pero lo que sí es seguro es que todos platican con una naturalidad asombrosa como si se conocieran de toda la vida. Yo no. Yo, en cambio, siempre he sido un bicho raro, poco sociable, incluso cuando por accidente o mera necesidad me veo obligado a salir a la calle o a algún centro comercial y tengo la mala fortuna de toparme con alguien conocido, vecino o amigo que estudió conmigo en el colegio, me mimetizo en las paredes para pasar inadvertido. Me convierto en un fantasma. En un ser translúcido. Nada es más terrorífico que toparte con alguien que no has visto en años y verte en la penosa necesidad de ponerlo al día, es decir, resumirle en dos minutos tu biografía, que en mi caso, es bastante penosa: nada, aquí, sigo viviendo en casa de mamá como en la primaria. El mismo fenómeno ocurre cuando entablo conversación con un perfecto extraño, al agotarse el tema del clima, vienen las incomodas preguntas personales.

-Estoy en novela –respondo.

-Ya decía yo que tenías cara de mayate –el judicial palmotea de nuevo mi muslo.

-Machín, yo también –del asiento de adelante aparece una cabeza con peinado mohawk, Carlos Salcido look Alemania 2006.

-Puro mayate hay en novela.

-¿Y tú en qué disciplina estás? –le pregunto al judicial.

-En cuento –responde-, donde están los más mayates de todos.


6


El trayecto es interminable: montañas, cactus y tierra arenosa repetidos hasta el infinito. Llevamos cinco horas de camino pero dan la impresión de haber sido diez, con todo y que intentamos matar el tiempo, a Dios gracias, no con disertaciones cultísimas a la literatura sino con pláticas sobre fútbol, terreno donde me desenvuelvo como pez en el agua.

-El Cuchillo Herrera sacó el año pasado un libro –nos ilumina el malandro.

-No mames –dice incrédulo el sicario de Sinaloa.

-Te lo juro –el malandro se besa los dedos índice y pulgar de la mano en forma de cruz.

-Ojalá su asesor de poesía fuera El Chuchillo –apunta el judicial-, para que se les quite lo mayates.

Mi celular suena. Es un mensaje de texto de Selva, mi chica: “Puta madre, hasta Eva Longoria acaba de publicar un libro, si no publicas mi novela antes de que acabe el año, te dejo”.

Una de las coordinadoras del encuentro interrumpe mi pasmo y/o la conversación al pasar por el pasillo del camión repartiendo unas carpetas color manila.

-Muchachos –dice-, ahí viene toda la información sobre el encuentro, quién es su tutor, los horarios de las sesiones, los horarios de las sesiones interdisciplinarias, y quién es su compañero de cuarto.

-Gracias –dice el judicial al recibir su carpeta y se levanta los lentes oscuros para dejar al descubierto sus ojillos de tapir libidinoso que miran sin disimulo (menos recato) las nalgas de la coordinadora.

Abro mi carpeta. A toda velocidad voy a la sección de relación de habitaciones. ¿Quién será Nacho Gaudí?, me pregunto en silencio.

-Uy, quién quiera que sea Rodrigo Solís –dice el malandro frotándose las manos-, que se vaya armando con coca porque no va a dormir en todo el encuentro.