viernes, 19 de junio de 2009

Una deliciosa mentira


“Toda mentira de importancia necesita un detalle circunstancial para ser creída.”
- Prosper Mérimée


Esta semana continuaremos con las mentiras deliciosas. Y no vaya usted a creer que esta columna se ha convertido en una glorificación de la mentira, no señor, es solo que hay días en los que vale la pena ir al baúl de los recuerdos, abrirlo y sacar una de ellas, desempolvarla y luego admirarla con cariño y orgullo como quien mira, luego de salvar el pellejo hace muchos años, una medalla ganada en la guerra, con coraje, justicia y honor.

More...Era el último día de clase en mi primer semestre en la universidad. Y cuando digo último me refiero literalmente a mi último día en la universidad porque tenía claro que me echarían de la escuela si no aprobaba el examen que tenía sobre mi pupitre. Faltaban tres cuartos de hora para que el maestro de matemáticas recogiera el examen y el mío estaba en blanco. Es decir, no había resuelto ni un sólo problema matemático. Cuando era niño y esto me ocurría, llenaba con los primeros números que me venían a la cabeza los resultados de las operaciones; con este método ingenuamente creía que la maestra se apiadaría de mí, pues al menos no había dejado en blanco la hoja.

Miré mi reloj y supe que tenía que actuar. Ignoraba la situación de mis demás compañeros, pero la mía era gravísima. Al estudiar en una universidad pública sólo tenía derecho a reprobar dos materias el primer semestre (cuota que ya tenía cubierta sin contar la materia de matemáticas). De reprobar más de la cantidad estipulada sería expulsado de la institución.

El maestro de matemáticas era un sujeto sin cuello, barrigón, moreno y feo como una cucaracha. Durante todo el semestre su mayor placer era contarnos historias de él y de su familia, en especial una en la que su hijo mayor anhelaba con todas sus fuerzas entrar al corporativo de una empresa transnacional. Pocas veces nos enseñaba algo de matemáticas, hecho que nos daba gran placer a la mayoría de los alumnos pues odiábamos las matemáticas. Otros maestros y alumnos de semestres avanzados decían que el maestro de matemáticas era un corrupto. Sin embargo, el maestro era tan feo e intimidaba tanto con su voz ronca que ni uno de nosotros se atrevió nunca si quiera a sugerirle una oferta monetaria para aprobar sus exámenes. Quizás por ello el maestro cada día parecía estar de peor humor y complicaba más y más sus exámenes. Un día el examen fue tan complicado que la mayoría hubiera reprobado de no ser porque un amigo de otro salón me dio las respuestas del examen, y yo que era un perfecto imbécil me apiadé de mis compañeros y les pasé un papelito con ellas.

Al día siguiente el maestro nos miró furioso (era evidente que todo el salón, sin excepción, habíamos sacado 10) y escribió en la pizarra los problemas del examen que habíamos presentado. Con mirada virulenta señaló al azar a un par de alumnos para que los resolvieran pero estos, temblando de miedo, ni siquiera se atrevieron a salir de sus asientos.

-Están fritos -dijo el maestro relamiéndose el labio superior e hizo una anotación en una carpeta donde guardaba la lista de asistencia con nuestros nombres.

Luego señaló con el dedo a Bibiana para que pasara al frente, y para mi sorpresa (y para la de todos, porque Bibiana no sabía sumar dos más dos) con mucho garbo y tiento pasó al frente, tomó la tiza y cuando estaba apunto de escribir sabrá Dios que barbaridad en la pizarra el profesor la detuvo.

-¡¿Cómo?! -exclamó Bibiana.

-Lo que oíste, tienes diez -dijo el maestro.

No pude reprimir una corrosiva envidia por mi amiga, aunque en su lugar, yo me hubiera quedado en mi asiento, muerto de miedo como los otros dos pobres diablos recién sentenciados.

-Tú -dijo el profesor señalando con su rechoncho y moreno dedo acusador.

Sin dar crédito me convertí en el protagonista de una terrible pesadilla al ver que el rechoncho y moreno dedo acusador del maestro me señalaba.

-¿Yo? -atiné a balbucear congelado del terror en mi asiento.

-Sí, tú -dijo el maestro disfrutando la escena y cuando vio que intentaba ponerme de pie para ir a la pizarra, con un gesto despótico de la mano me dijo que me quedara sentado.

El maestro señaló otro problema que estaba escrito en la pizarra y me pidió que le diera la respuesta desde mi asiento. Entorné los ojos como si mi cerebro estuviera trabajando en un complejo acertijo, pero la realidad era que mi mente estaba en blanco. Sólo un milagro podía salvarme luego de que aquel dictador tropical me dijera con voz burlona que la ecuación era tan simple que hasta un niño podría resolverla. Y el milagro ocurrió. Justo a mis espaldas.

-Treinta mil quinientos -susurró una voz milagrosa.

Y acto seguido, repetí en voz alta:

-Treinta mil quinientos.

El profesor estalló en risa meneando su enorme vientre de sapo de pantano y luego de decir que estaba frito (y que la respuesta era cinco) escribió algo en la hoja de su carpeta.

-Peor es nada -me susurró a las espaldas mi amigo Isidro, el estudiante más flojo de la clase e hijo de uno de los profesores más respetados de la universidad.

Al final del semestre la mayoría del salón había reprobado matemáticas. Así que cuando el maestro dijo que nos haría un examen final como muestra de su magnanimidad para que algunos pocos se salvaran, muchos nos ilusionamos aunque en el fondo sabíamos que sólo estábamos postergando lo inevitable: todos reprobaríamos pues nadie entendía nada de la materia.

-Maestro, tengo un problema -le dije al maestro que se sorprendió al verme de pie delante de su escritorio el día del examen final.

A lo largo de mi vida escolar crecí rodeado de buenas y malas compañías, y de estas últimas aprendí algo: mientras menos hables mejor. Mis palabras fueron firmes.

-Mi abuelo esta moribundo y yo he estado a su cuidado -mentí y en el fondo de mi ser le pedí disculpas a mi moribundo abuelo para que cuando muriese no me jalara los pies en las noches, ya que nunca cuidaba demasiado de él.

El maestro me observó con ojos imperturbables. Mi examen estaba en blanco y sólo un niño ingenuo podría creer que una excusa como la del abuelito moribundo podía salvarte el pellejo, así que se lo solté directo, justo frente a su cara de batracio de aguas puercas:

-Mi tío, el hijo de mi moribundo abuelo (al que yo cuido), es el director de recursos humanos del corporativo al que su hijo quiere entrar a trabajar, si me diera una tarjeta o su teléfono… yo podría ayudarle.

Esas fueron mis palabras textuales y no me avergüenzo de ellas. El mundo es un lugar sucio y a la suciedad la combates con suciedad, sobre todo cuando se da la combinación entre dos personas que saben que no tienen nada que perder (a esas alturas comprendí que no tenía nada que perder) y mucho por ganar. El maestro me pidió mi apellido y al buscarlo en la hoja de su carpeta se sorprendió al descubrir que a un costado de mi nombre aparecía un travieso asterisco.

-¿Qué será ese asterisco? -susurró rascándose la cabezota.

-Una tarea que le entregué tarde –inventé sin vacilar.

El maestro dudó un segundo y luego sacó una tarjeta de su cartera y me la entregó.

-Te agradecería mucho si me hicieras ese favor -dijo.

-Délo por hecho -dije yo estrechando su regordeta y sucia mano.

Esa misma tarde el maestro tenía que entregar calificaciones a la dirección, así fue que ante la mirada atónita de mis compañeros (ni Einstein hubiera terminado tan rápido el examen) abandoné el salón con la conciencia tranquila y con la certeza de que nadie, ni el más corrupto y vil de los maestros, me impediría graduarme de esa espantosa pero brutalmente educativa universidad donde me matriculé para intentar ser alguien en la vida.


9 comentarios:

Rodrigo Solís dijo...

Algunos comentarios:

Neto Citadino dijo...
No todos estamos bien en todas las materias, no se, cuestión de oientación cerebral.
Lo que no me explico, es que sigan generaciones de alumnos sufriendo por alguna materia.
En vez de seguir con el mismo método debe existir uno alterno, es decir, medio grupo reporbado es culpa del profe.
Saludos.
9 de junio de 2008 11:51 AM

Lus dijo...
Al menos no mataste a tu abuelo 5 veces en la carrera para justificar tus faltas, ni te hechaste cebollas en los ojos para aprobar cocina....jajajaja
9 de junio de 2008 06:52 PM

Eduardo Huchin dijo...
Lo mejor es que puedes hablar de ambos bandos: como alumno que ofrece un favor al profesor y como maestro a quien sin duda quién sabe qué tantas barbaridades le ofrecieron y qué tantos pretextos tuvo a bien escuchar.
10 de junio de 2008 05:32 PM

Damaris dijo...
Rodrigo.
Hoy empecé leyendo éste, y me encantó.
“una deliciosa mentira”. Me sacó una sonrisa, después de unas largas horas de trabajo.
Felicitaciones!!!
PD: más adelante seguiré leyendo las demás!!!:
Saludos
República Dominicana
17 de junio de 2008 06:45 PM

Yorch dijo...

Rodro... Por mas que lo pienso e independientemente del contexto, eso de "deliciosas mentiras" me suena demasiado gay...

Rodrigo Solís dijo...

Yorch: todos somos libres de sentirnos gays leyendo o no leyendo ciertas palabras.

Eduardo Huchin dijo...

Ahora un ejemplo de mentira no deliciosa: la del tipo que escribió la contratapa de aquel libro de Pelevin y que decía que era un genio.

Rodrigo Solís dijo...

Eduardo: jajaja ese tipo nos timó. En especial a mí, que no sólo me quitó mi tiempo sino valiosos pesos de encima.

Analítica (Venezuela) dijo...

Publicado en:

http://www.analitica.com/va/sociedad/articulos/2638028.asp

TV Radio Rivera (Quintana Roo) dijo...

Publicado en:

http://www.tvradioriviera.com/noticias/opinion_29/pildorita-felicidad-deliciosa-mentira-rodrigo-solis_1878

Rhema (Campeche) dijo...

Publicado en:

Rhema No. 69 Agosto 2009
http://www.wobook.com/WBmP6KY2Ph5E-4-fullscreen-ad

MILENIO NOVEDADES (Yucatán) dijo...

Publicado en:

MILENIO NOVEDADES 8 JUN 08