“Nunca es tarde para no hacer nada.”
- Jacques Prévert
Todo lo que sé, lo aprendí de mi alma máter, el Instituto Tecnológico de Mérida (ITM), un microcosmo de México: sindicatos, huelgas, acosos sexuales, vendedores ambulantes, perros sarnosos, planillas estudiantiles, sociedades de alumnos, corrupción y cualquier otro cáncer social que pueda existir en un país tercermundista que se dé a respetar.
More...El ITM era tan genial (bueno, es tan genial, pues dudo que haya cambiado desde mi graduación), que en un mismo salón de clase podías estar flanqueado, a un lado, por el sobrino de Carlos Slim, y al otro, del hijo del campesino más pobre del Estado; y por si esto no fuera suficiente, cuando una persona foránea te preguntaba dónde estudiabas, podías responder inflamando el pecho de orgullo que en el Tec, y de esta forma lo engañabas haciéndole creer que estabas matriculado en algún campus del Tecnológico de Monterrey, de esos que hay regados por todo el país cuan largo y ancho es.
Una de mis grandes enseñanzas de vida para triunfar en la vida fue en el programa de Jóvenes Emprendedores que cursé en la licenciatura de administración de empresas, en el penúltimo semestre. Tiempos en los que uno daba por sentado que ya era un “lic”, gracias a que los bien intencionados catedráticos te ponían por trabajo de final de semestre la gran responsabilidad de crear una empresa. Pero no cualquier empresa, sino una hecha y derecha, con todo lo que debe llevar una organización à la primer mundo: acciones, estudios de mercado, análisis de marketing, análisis financiero, puntos de venta y todas esas cosas que en el papel lo van a convertir a uno en alguien más emprendedor y rico que Bill Gates. Claro que todo eso es sólo en papel, porque del dicho al hecho, hay varios mexicanos en el trecho.
El profesor dijo que los equipos de trabajo (futuras corporaciones), debían estar conformados por doce personas (ni uno más, ni uno menos). En mi caso, yo pertenecía a una corporación integrada por tres personas, es decir, tres directores generales, contándome a mí como uno de ellos. Sentados en un oscuro aposento (el cual era uno de los rincones del fondo del aula, lugar que por indefinidas fuerzas cósmicas ocupábamos desde el primer semestre de la carrera), en un hermetismo equiparable al del cuerpo de inteligencia de la CIA, fraguábamos lo que teóricamente sería la corporación más rentable desde la invención de Microsoft.
Las tuercas de nuestra gran maquinaria se iban engrasando poco a poco, no así las del resto de nuestros compañeros, que para su mala fortuna y poca creatividad, invertían todo su tiempo creando empresas enfocadas en el consumo alimenticio: paletas, frituras, dulcecitos y todo tipo de comida chatarra que al parecer habría de convertirse en la competencia directa del hombre gordo del puesto de kibes que todas las mañanas se paraba frente la puerta principal de la universidad a deleitar a todo aquel miembro del cuerpo estudiantil y docente que quisiera elevar sus niveles de colesterol.
Sobra decir, que aquellos compañeros emprendedores eran unos pobres ingenuos, pues ninguna generación del ITM había podido robarle mercado al kibero, alias el gurú de la mercadotecnia, quien aplicaba un método infalible de venta: “el volado”. Traducción: apostar pagar el importe del kibe al doble o llevártelo gratis dependiendo si la moneda arrojada al aire al caer al suelo caía con la cara en águila o con la cara en sol; está de sobra aclarar que la inmensa mayoría de los clientes perdían la apuesta, y ahí es cuando venía la segunda ronda de apuestas que consistía en el infalible “doble o nada”, donde también sobra mencionar que el kibero tampoco perdía, sin embargo, al estudiantado le gustaba las emociones fuertes y terminaba apostando y pagando un dineral por no comer ni un solo kibe.
En el aula de los emprendedores el tiempo apremiaba, y nadie lograba ponerse de acuerdo. Gritos de protesta estallaban en todos los rincones del salón de clase, la Cámara de Diputados no era nada en comparación al bochornoso espectáculo de desorganización suscitado entre mis compañeros: integrantes cambiaban de un equipo a otro con la misma facilidad con la que los políticos cambian de partido, todo en pro de que su idea de comida chatarra fuese aprobada a como diese lugar. En vista del desastre inminente, el profesor optó por la sana medida (muy salomónica y mexicana) de decirnos que conformásemos los equipos de trabajo con el número de integrantes que nos diera la regalada gana.
Por fortuna la corporación a la que pertenecía estaba más que lista para salir al mercado, excepto por un pequeño detalle: financiamiento. Pequeño obstáculo que estábamos seguros de sortear, pues como era bien sabido toda gran idea siempre es respaldada por algún millonario capitalista interesado en incrementar sus utilidades.
Éramos el equipo ideal. El más inteligente de nosotros tres, era un joven apasionado y maniático de los números, él se encargaría del engorroso menester de llevar a buen puerto la contabilidad y el papeleo legal de la corporación, en pocas palabras, en sus manos estaba que no nos metieran en la cárcel, o lo que es lo mismo, dependíamos de su inteligencia para evitar que el profesor nos pusiera un espantoso NA (No Aprobatorio).
El otro socio o “director general” (así le gustaba que lo llamáramos), de números, aspectos legales o cualquier otra responsabilidad que se asemejara a manejar una compañía, sabía lo mismo que pudiese saber un niño de kinder acerca de física cuántica. De responsabilidades administrativas no sabía ni coma, pero eso sí, nuestro socio tenía a su favor que era guapísimo (al menos eso decía él mismo de su persona cuando veía su rostro reflejado en los cristales del salón de clase), belleza que le había granjeado ser Top Model de panfletos publicitarios que te regalan en las esquinas con semáforo.
Y finalmente, yo era el tercer socio, un tipo carente de todo talento numérico, legal, corporativo y pasareríl; lo que me dejaba con mucho tiempo libre para meditar y escribir banalidades acerca de mi mismo y del ser humano en general, talento que me convertía en el candidato perfecto para ocupar el puesto vacante de Director General de Creatividad.
Los tres flamantes directores irradiábamos tanta seguridad en nosotros mismos que pronto se corrió el rumor en la escuela que a nuestra corporación le auguraba un tremendo éxito, así fue que no se hicieron esperar las largas filas de compañeros que intentaban ingresar su currículo para laborar con nosotros, muy a pesar de que a ciencia cierta ninguno de ellos tuviera la más remota idea de qué producto o qué servicio vendería nuestra corporación.
Fue el discípulo adelantado de Versace (sin duda, el más extrovertido de los tres, y por tal motivo, vocero oficial y Director General de la corporación), quien se animó a decir a la multitud que se aglutinaba alrededor nuestro que lo que realmente requeríamos en esos momentos eran los servicios de alguien que tuviera los conocimientos y la valentía suficiente para hacerse cargo de la Dirección General de Recursos Humanos (RH). La función del Director de RH (que en realidad resultó ser directora, ya que fue una mujer a la que elegimos por cargar con dos bellas y poderosas razones por delante), era la de seleccionar al candidato idóneo para cada puesto de la corporación. Traducción: contratar muchos obreros.
La tetona directora de RH en cuestión de minutos contrató a un equipo de trabajo conformado por dieciséis personas (todos ellos sus mejores amigos). Conformado el equipo de trabajo, nosotros, los tres emprendedores directores de la corporación nos dimos a la tarea de ir en busca de empresarios que quisieran invertir en nuestro proyecto, mismo proyecto que fue rechazado por cada uno de los empresarios que visitamos (en realidad sólo visitamos a un empresario).
Con la moral baja y las manos vacías por no haber podido explicar con elocuencia de qué se trataba nuestro proyecto, regresamos con los obreros a informarles la mala noticia. Noticia que para nada fue de su agrado, provocando que en cuestión de minutos nos topáramos con un sindicato, y luego, rodaron las cabezas de los altos mandos (nuestras cabezas) y el líder sindical terminó convirtiendo nuestra corporación en una empresa dedicada a la venta de dulcecitos de amaranto.
Los tres directores fuimos degradados al puesto de obreros, o lo que es lo mismo a cocineros de dulcecitos de amaranto. Y nuestra promoción de ventas era la siguiente: si encuentras en tu dulcecito de amaranto un cabello humano (o de alguna otra especie viva), te regalamos otro dulcecito de amaranto.
La compañía quebró a la semana, sin embargo, todos nos graduamos con honores.
6 comentarios:
jajaja
Grandiosa salida con un kurchenko especial con los brazos en alto...
Cuando vea un cabello rizado en mi palanqueta de amaranto ya sé a quién reclamarle.
a mi me tocó ser la directora de arte (comunicólogos con complejo de cineastas) de una fabulosa -y ficticia- empresa de "comunicación integral empresarial" : terminé diseñando stickers, logo y manual de operaciones para una paletería pitera de nombre "frizzy".
Nunca nos pagaron,ni siquiera con las paletas prometidas en el contrato.
Por eso ahora disfruto más mi calidad de hija mantenida =).
Saludos y besos indecentes.
Hoy 25 de Mayo es día del Contador Público. Felicidades colegas.
Mussgo
25 de mayo de 2008 14:41
Saltimbanqui dijo...
Cuándo no están ustedes envueltos en algún escándalo. Son un imán para los locos.
26 de mayo de 2008 12:40
Ese señor de los kibis y sus volados me recordó a un viejito que vende saborines (bolis) en el estadio Nelson Barrera, en el beisbol. Hace lo mismo apostando sus saborines a los volados. Gana más dinero apostando que vendiendo sus saborines. Rodrigo, deberías darte una vuelta por el beisbol cuando jueguen los piratas. Encontrarás toda clase de personalidades. Todo un folclor digno de una entraga en tu blog.
Mussgo
26 de mayo de 2008 13:33
Publicado en:
http://www.tvradioriviera.com/noticias/opinion_29/pildorita-felicidad-jovenes-emprendedores-rodrigo-solis_1804
Publicado en:
http://www.infomelilla.com/noticias/index.php?accion=3&id=8510
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