“Por primera vez van a poder ver a los perdedores ponerse verdes.”
- Bob Hope, presentador de los premios Oscar en 1965, el primer año que fueron transmitidos a color
Hay días en que perder significa ganar. Eso es lo que no ha entendido esta sociedad de quita y pon, plagada de oportunistas, que erróneamente vive bajo la máxima anglosajona de que siempre ha de haber un único y absoluto ganador irrebatible. Vivimos obsesionados (en cualquier actividad, hasta cuando se juega a las canicas) en la encarnizada batalla por ser the number one o the winner is...
El arte no puede rebajarse a caer en esa imbecilidad. Es repugnante cuando cualquier tipo de arte es expuesto ante un jurado para que se elija a un vencedor. Para mayor ejemplo de este tipo de prácticas tenemos la ceremonia de los premios Oscar. Más que una ceremonia, resulta ser un concurso donde la comunidad creativa de Hollywood a la maldita fuerza quiere que exista un ganador; de lo contrario pareciera que no podrán dormir tranquilos el resto de su existencia.
En México, que somos los campeones de colgarnos del triunfo ajeno como si fuese propio, cacareamos a los cuatro vientos que nos merecemos un premio de la Academia , al menos uno. Claro, lo cacareamos después (no antes) de que han nominado a una retahíla de talentosísimos artistas mexicanos de los que, desde luego, en nuestra vida hemos escuchado hablar. Y allí estamos, exigiendo la estatuilla. Con manos sudorosas y preparando el discurso en la mente como si nuestro nombre fuera el que se va a escuchar en la ceremonia, invitándonos a subir al escenario a recibir el premio más famoso y codiciado del cine.
Siendo como somos nos mostramos más solidarios que nunca, porque en este país con el superávit de sinvergüenzas más elevado del planeta (aunque mi amigo don Arturo crea que ese lugar es España) nadie duda a la hora de solidarizarse para exigir. Nominados los artistas mexicanos, no hay medio de comunicación que no lleve la cuenta regresiva hacia los premios minuciosamente.
“México se merece un Oscar”, se escucha hasta por debajo de la cama, y sólo porque los imbéciles cayeron en su propia trampa de las correcciones políticas no dicen: “México exige un Oscar”. Y tampoco faltan los idiotas con voz autoritaria e intelectual por tener delante un micrófono que les respalde, además de muchos tontos que les creen y que les escuchan, dicen, segurísimos de ser unos sabelotodos y todopoderosos, que en México vaya que se hace buen cine, que ya era hora de que nos voltearan a ver, que el problema es la gente que no apoya al cine mexicano, ese tan nuestro, tan nacional, que siempre con poderosa narrativa relata excepcionales historias, tan mexicanas que es imposible no identificarse con ellas y llorar al filo de la butaca, como nos pasó a todos con esa obra maestra llamada Cansada de besar sapos o aquel otro pedazo de gloria titulado Matando Cabos.
Cuando escucho esta sarta de idioteces donde se culpa al incauto espectador y se le motiva para que apoye a “nuestro cine” (así le llaman, y será de ellos, porque mío en absoluto lo es) pagando carísimas entradas para ver bazofias como las arriba mencionadas, al igual que todas las que no mencioné, por el simple hecho de ser mexicanas (aquí el 99% de lo que se produce y se hace en materia del séptimo arte es una basura que a los espectadores le sabe al más exquisito manjar gracias a que su único bagaje cultural son las telenovelas) tengo que hacer un esfuerzo supremo para no morir de un derrame de bilis.
Pero estábamos en la parafernalia de los Oscares, y de cómo convertimos en un arte eso de colgarnos del éxito ajeno. El día de los premios llegó y las luminarias hollywoodenses y no hollywoodenses caminaron por la alfombra roja con sus mejores garras de diseñador de nombre y apellidos impronunciables mientras las cámaras de televisión transmitieron hasta el último rincón del mundo sus falsas sonrisas que intentaban sin éxito disfrazar su anhelo de hacerse de la estatuilla que les colocara en el selectísimo grupo de ganadores.
Al final, ocurrió lo inesperado: dos mexicanos fueron reconocidos con el galardón de la Academia. Y luego, se vino lo que se veía venir en nosotros. La indignación general: “¿Cómo que nada más dos Oscares? Esto es un atraco. Malditos gringos malinchistas”.
Claro, como también somos los campeones en eso de estar inconformes, pues nos inconformamos, faltaba más. Fotografía y Dirección de Arte, que basuras de categorías, si lo que queríamos en realidad era ganar el Oscar a Mejor Película Extranjera, o de perdido, a Mejor Director. Y se suelta la avalancha de berrinches y bellaquerías de los críticos nacionalistas e ignorantes que dicen que no es posible que la película alemana le ganara a la mexicana, mismos comentarios sustentados en la inopia y la estupidez pues sus pupilas jamás de los jamases vieron la película en cuestión, misma que en este país no llegó a exhibirse en las salas de cine, y aunque se hubiese exhibido, le apuesto al Diablo las cenizas de papá a que todos los inconformes hubieran preferido entrar a ver cualquier película de Adam Sandler.
Así de idiotas somos aquí, y también de idiotas son del otro lado del muro; nosotros por ignorantes y aquellos por ambiciosos. Por eso detesto los Oscares, pero más detesto a quienes creen que hacerte de una estatuilla es el aval a proclamarte como el mejor de todos, o que no conseguirla te acredita oficialmente a ser un perdedor. Pero y por fortuna, dentro de toda esa gran podredumbre existen los poquitos hombres buenos que logran nominar (por no decir rescatar) grandiosas películas para que los carroñeros medios de comunicación les dediquen un rinconcito de su espacio, y de tal suerte, algunas personas se den por enteradas de la existencia de estos tesoros fílmicos.
Por todo ello es que en vez de andar lloriqueando porque El Laberinto del Fauno no ganó el Oscar a Mejor Película Extranjera, alegrémonos de que La vida de los otros fue la galardonada, pues conozco bien a mi raza, ambiciosa como es, va a querer aprovecharse de los cinco minutos de fama de la cinta teutona para traerla a los videoclubes, o si es que existe Dios, a los cines, dando a los espectadores de ver, aprender y disfrutar de una de las mejores películas que fueron realizadas el año pasado.
El arte no tiene nacionalidad. El arte es único y universal, y como muestra de ello tenemos a una película alemana que al igual que la mexicana es magnífica. Imposible decidir cuál de las dos es mejor, pues el arte no es un partido de fútbol donde se congregue chusma para mentar madres y vociferar por la derrota, como ya los estoy escuchando gritar: “Hijos de puta alemanes, nos volvieron a ganar”.
3 comentarios:
Aprovechando que inicia octubre, mes en que las buenas películas se empiezan a estrenar para candidatearse al Oscar, subo este escrito que hice a finales de Febrero del 2007 que sospecho nos refleja muy bien.
P.D. En el blog rosa (en la sección de cine) estamos recomendado todas las películas que creemos salvarán este infame 2008 en materia de cine.
http://pildoritadelafelicidad.blogspot.com/search/label/HABLEMOS%20DE%20CINE
Yo tengo la teoría de que como lamentablemente en este país, tan nacionalista al divino botón, (porque para lo importante todos venderíamos nuestra nacionalidad al mejor postor), no tiene una actividad en la que se destaque a nivel internacional, (que no sean aquellas en las que sería mejor ni siquiera figurar, como corrupción, violencia intrafamiliar, desnutrición, obesidad, mortalidad infantil y un largo etc.) cualquier cosa en la que algún mexicano participe y sea nombrado como probable ganador, todos nos queremos subir al “carro de la victoria” y celebrar como si nos hubiera costado a nosotros, aunque en realidad no nos interese lo que dicho mexicano haga o siquiera nos guste, pero “hay que apoyarnos”.
En fin, es lo que hay...
Bárbara: por eso me gustas, tienes una mente muy lúcida. Un beso y saludos fuertes a Javi.
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