viernes, 28 de noviembre de 2008

La hija de la dama de la fotografía


“La mano que mece la cuna rige el mundo.”
- Peter de Vries



No me lo ha dicho, pero en sus silencios puedo sentir sus reclamos por no escribir sobre ella, sobre todo cuando he escrito sobre casi todos los integrantes de mi familia.

More...De mamá, tanto sus más allegados como los que la conocen sólo de hola, concuerdan en que es una dama. Esto es por la manera tan recatada que tiene de comportarse para con ellos, aunque la realidad de las cosas (sospecho) es por la manera en que se deja ver vestida y arreglada por la calle, en mutualistas, en eventos de caridad y/o de sociedad, en el supermercado o hasta en su propia casa. “Tu mamá siempre está súper arreglada”, me dicen. Y es verdad. Mamá incluso a la hora de irse a dormir parece estar yéndose a alguna fiesta de sus amigas cacatúas y copetudas.

Durante la secundaria (etapa en que más odié la escuela) mamá tenía por costumbre levantarme una hora antes de las siete de la mañana, que era la hora de entrada al colegio, muy a pesar de que el instituto estaba a diez minutos de distancia de casa (Mérida no era lo que es ahora: una plancha de cemento llena de avenidas, semáforos y mini centros comerciales); los cincuenta minutos que tenía para alistarme los invertía frente a un tazón de Zucaritas intentando resignarme a la idea de que me quedaban muchísimos años por delante por ir todas las mañanas a la escuela, aunque también hubo días (cuando me levantaba de buen humor) en que le rezaba a Dios Todopoderoso para que me cumpliera el milagro de que cuando mamá encendiera el automóvil voláramos en mil pedazos, o por que al llegar a la escuela ésta estuviera ardiendo en llamas con todos los profesores dentro pegando de gritos frente a las ventas al tiempo que se derretían como conejitos de chocolate al sol. Desde luego Dios nunca cumplía el milagro que con tanto fervor y ahínco le pedía (quizás fuera porque estudiaba en una escuela católica), y el resultado era el mismo de todas las mañanas: yo sentado en mi pupitre y alguna de mis compañeras diciéndome: “oye, tu mamá siempre está súper arreglada”. Era obvio que mamá invertía mejor su tiempo que yo antes de ir a dejarme a la escuela.

De eso hace muchísimos años y en la actualidad me convertí en uno de los peores hijos del mundo, al menos eso es lo que secretamente piensa mamá desde que me mudé de su casa, pues ahora para poder verme la cara la pobrecilla tiene que viajar dos horas y media a la ciudad de Campeche, en vez de que su pequeño retoño monte el culo en esos incomodísimos camiones de ADO para ir a visitarla a Mérida. Mi justificación a esto, aunque cruel, es sincera: “mamá, es mejor así, mientras menos nos veamos cada instante que pasemos juntos será invaluable”. Sí, lo acepto, soy una basura. Mamá me dice: “Parezco Scarface”, mostrándome con el dedo índice una casi imperceptible cicatriz entre ceja y ceja (ignoro si lo dice con el motivo de hacerme sentir culpable por no haber estado a su lado cuando salió proyectada por los aires en casa de una de sus amigas para aterrizar su vuelo con la frente en una pared). “Gracias al maquillaje casi ni se ve”, recompone su argumento con una sonrisa, adivinando mis pensamientos.

Como dije, mamá es de esas señoras elegantes y copetudas que derrochan clase, la típica que aparenta ser insoportable pero al minuto de tratarla es imposible no amarla, y tengo que confesar que cada día me divierte más escucharle hablar, sobre todo cuando está de visita en su natal Campeche, aunque no estoy seguro si Campeche sea en realidad el lugar donde nació pues dependiendo el lugar donde se encuentre, sea Veracruz, Mérida, DF, Timbuctú o el Congo irremediablemente termina por afirmar ser oriunda de allí, y sus amistades terminan creyéndole.

Mamá es dueña de un baúl de insospechadas anécdotas ocurridas en esta ciudad (Campeche) que pareciera ser infinito. Siempre tiene una nueva vieja historia que contar. Sobre todo las ocurridas en su desenfrenada juventud, donde irremediablemente terminan por hacer acto de presencia sus viejos amigos, esos que hoy día además de ser viejos (en el más estricto sentido de la palabra) son altos funcionarios públicos o poderosos empresarios, cosa que en México viene por añadidura una con la otra. Me divierte como cuenta las historias. Saca los dientes como un caballo, mueve rápido las manos y gesticula como si fuera una chiquilla traviesa de quince años. Algo de artista corre por sus venas. También me fascina el contenido de sus historias, porque mamá es una gran y buena señora que lo relata todo con una catadura y una fineza que logra transportarte a los años sesentas como pocas. Si hubo drogas, dice que hubo drogas. Si hubo sexo, dice que hubo sexo. No omite nada, siempre y cuando sean sus amigos los involucrados y no ella.

“El pastel de chocolote con marihuana no era para nosotros, se lo dábamos a comer a las señoras para ver que tal se ponían, a ver si dejaban de ser tan estiradas...”, nos explica a mi primo Pepe y a mí con ojos cómplices y traviesos. “Ah, y ay de ustedes que publiquen alguna de mis historias. Cuidadito mencionan algún nombre de los que les he dicho”, sentencia convirtiéndose por arte de magia en una señora regia e imponente, toda una dama, tal y como lo fue mi abuela.

Sí, mientras menos veo a mamá más la disfruto.


jueves, 27 de noviembre de 2008

El maestro del terror


 “No hay que tener miedo de los muertos, sino de los vivos.”


Mi hermano mayor debió ser escritor. O productor de cine o guionista de series televisivas, o algo relacionado con el mundo del entretenimiento. Sin embargo decidió, mitad por voluntad propia y mitad por un derrame cerebral que mandó al otro barrio a papá, hacerse cargo del negocio familiar, para años más tarde entregarle un anillo de compromiso a la sociópata de su novia y pasar a formar parte de su disfuncional familia.

Viéndolo así, un hombre de treinta años que todas las mañanas se monta en una camioneta verde botella para ir a trabajar a su taller mecánico, ante la mirada de cualquiera pasaría por otro aburrido ciudadano laborioso; y aquí, en vez de haber un punto y coma, hubiera aparecido un punto y final para dar por terminado el escrito de esta semana si la personalidad e imaginación de mi hermano mayor fueran en realidad las del dueño de un taller mecánico.

“Eres un marica”, me dice amparado en sus entrenados nervios de acero mientras observa de reojo como oculto el rostro entre mis temblorosas manos para no presenciar cómo un muerto viviente, o Jason, o un muñeco de ventrílocuo poseso por Satanás descuartiza a otra tetona de curvas peligrosas y apetecibles.

En resumidas cuentas, esa es la historia de mis visitas a Mérida: pasar largas horas frente a un televisor de cien mil pulgadas presenciando maratones televisivos al borde de la epilepsia y/o del infarto. Porque mi hermano, alias, “Coco” (apodo que le endilgaron desde niño y ahora más que nunca le va como anillo al dedo, pues de colocarse una bolsa de papel estraza en la cabeza mataría de un infarto por igual a niños y adultos del vecindario) es un fanático de la televisión. Al menos así lo prueban las paredes de su sala que están tapizadas de DVDs con todas las temporadas de las series televisivas imaginadas, de la A a la Z. Sin embargo, su colección más preciada es la de películas de terror, “su pequeño tesoro”, que resguarda en decenas de carpetas y observa con ojos igualitos a los de Gollum cuando miraba con oscuro deseo el anillo en el dedo chato de Frodo.

Su casa es el cine de terror más genial de la ciudad, al cual he cogido cariño, muy a pesar de que sólo asista para pegar de gritos que superan por mucho en sonoridad y terror a los de las victimas devoradas por criaturas demoníacas. Y si al principio de este escrito mencioné que mi hermano debió dedicarse al mundo del entretenimiento es porque su imaginación es infinitamente superior a la de cualquier escritor de espectáculos: “¿Te imaginas que los monstruos existieran en la vida real?”, dice evadiendo la pregunta que le hice acerca de qué opinaba sobre la aprobación de los diputados al aumento del precio de la gasolina. “Pues que las mejores noticias estarían en la sección de Terror”, agrega al ver la cara de incredulidad que puse, y enseguida suelta una retahíla de encabezados de noticias de primera plana en la sección que acaba de inventarse:


“Banda de Hombres Lobo aterrorizan la colonia Prado Norte”.


“Decenas de atractivos adolescentes de la universidad Anahuac mueren mientras dormían: Freddy Krueger principal sospechoso”.


“Festín de cerebros en el zócalo capitalino el día del grito de independencia por ataque zombi: el Presidente Calderón sigue ejerciendo su cargo a pesar de ser una de las victimas”.


“Matel retira del mercado muñecos defectuosos: llevaban incluida el alma de asesinos seriales”.


“Fidel Velásquez, líder del PMV (Partido de Muertos Vivientes) exige ante tribunales tomar nuevamente las riendas del CTM (Confederación de Trabajadores  de México)”.


“El pueblo exige al gobierno viviendas dignas: dos de cada tres casas del INFONAVIT vienen con al menos un alma en pena”.


“México líder en deforestación, tala de árboles y exportador de estacas a nivel mundial”.


No me cabe la menor duda que mi hermano cuenta con una de las mentes más imaginativas de este mundo, y que el escritor de la familia debió ser él y no yo, sin embargo creo que el mundo real todavía se mantiene como el lugar más terrorífico de todos, pues ni el monstruo más espeluznante de John Carpenter le gana en fealdad a Elba Esther Gordillo y ninguna película de Alfred Hitchcock o Sam Raimi nos paralizaría tanto el corazón como las leyes que aprueban todos los días nuestros brillantísimos políticos. 




miércoles, 26 de noviembre de 2008

Carta al mejor escritor del mundo


“La embriaguez daña la salud, desorganiza la mente y castra a los hombres. Revela secretos, es pendenciera, lasciva, desvergonzada, peligrosa y enloquecedora.”
- William Penn


Caramba, Pepito, qué te puedo decir. Tan formal que te veías en la mañana, con tus jeans y tu camiseta azul cielo bien planchada. Regio. Súper guapote. Tenías un aire a Juan Camilo Mouriño. Te presentaste solo. Me extendiste la mano firme y segura tal como la ofrece un candidato a la prole en campaña electoral. “Soy Pepe”, me dijiste. “Hola. Rodrigo”, respondí un poco intimidado por la mirada penetrante que me clavaste. Te digo, tenías el aire y la pinta de buen tipo, de esos que exageran sus maneras y formas para demostrar a los demás que se sienten seguros de sí mismos. “Finalmente nos conocemos”, agregaste sin dejar de mirarme a los ojos. “Sí, finalmente”, atiné a responder con timidez. Y es que así de inverosímil es la vida, Pepito; vivimos en una aldea donde todos nos conocemos aunque sea de vista y nosotros nos venimos a topar cara a cara en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, en el Primer Encuentro de Jóvenes Escritores del Sureste Mexicano, en el que, para serte sincero, me sorprendió verte. No me malinterpretes, no es que me molestara tu presencia en el evento, lo que pasa es que te hacía en encuentros internacionales organizados por Alfaguara o Planeta, además de que si nos ponemos un poquitín quisquillosos, de joven lo único que tienes es la camisita planchada, pero no hay que darle importancia a tales nimiedades, tú eres grande, Pepito, y mereces invitarte a cualquier evento donde no figure tu nombre en el programa.

More...Estaba nervioso, lo admito. Eso de los encuentros de escritores me sienta fatal. Siento que todos me escudriñan con la mirada. Como si me encontrara en las mutualistas que organizan las amigas de mamá donde cada que te levantas por el café o para ir al baño te despedazan a tus espaldas con mordaces y viperinos chismes. Tenía miedo, Pepito, mucho miedo. Quería ser tú. Tan seguro. Envidiaba tu trayectoria. Tus aires de gran escritor. Tu andar. Tu mandíbula protuberante. Tu forma de plantarte y sacar el pecho, gallardo como el Presidente Calderón cuando saluda al lábaro patrio. Tu forma tan osada pero a la vez sutil de enumerar todos los libros y los autores que te has leído, tantos que, tras sacar cuentas mentales, debo confesarte no me explico cómo te sobra tiempo para planchar tan lindamente tus camisetas azules. Pero sobre todo envidiaba tu retórica, esa forma de enumerar todos los atributos que te hacen único como escritor y que indudablemente te llevarán a inscribir tu nombre con letras doradas en las páginas de la Historia de la Literatura.

Inaugurado el evento, al llegar al hotel los organizadores nos agasajaron como todo escritor desea ser agasajado: con raudales de cerveza, vino y Comiteco, poderosísima bebida alcohólica local que algunos invitados rebajaron con cerveza para no vomitarse al probarla. Bebimos. Todos bebimos, unos más que otros, Pepito, ¿recuerdas? En lo personal, el momento más emotivo del encuentro me pareció esa misma noche, cuando te sentaste a un lado mío y no te me despegaste. ¡Qué honor! Estabas inspirado. No cabe duda que las musas se posaron sobre cada una de las incontables botellas de cerveza que ingeriste y sobre los cigarros que te fumaste en la clandestinidad, que te hicieron retornar a la mesa con renovados bríos y los ojos inyectados de sangre. No paraste de deslumbrarnos cuan larga fue la velada. Pum, pam. Disparabas frases, comentarios, citas, autores, reflexiones. Filosofía pura. Eras un monstruo. Imparable. Tan grande eras que te transformaste en juez y parte de la literatura, sobre todo cuando decidiste dar tu opinión sobre la vida y obra del genial escritor campechano Eduardo Huchín.

“Una lástima que no esté Eduardo aquí”, dijiste. “Sí, ¿verdad? Es buenísimo”, apunté, orgulloso de mi amigo. “¡Qué va!”, refunfuñaste, y acto seguido, soltaste una retahíla de lindezas sobre Eduardo. “Debe reconocer sus orígenes, debe reconocerlos...”, repetías una y otra vez como si fueras un disco rayado. A decir verdad, nadie entendía a qué rayos te referías con eso de los orígenes, pero todos hicimos como que te entendíamos de maravilla. Sin embargo, para que nos quedara bien claro tu punto, arremetiste diciendo que Eduardo no merecía ninguna beca porque era un escritor mediocre, además de un desgraciado. Te veías furioso. Intenté calmarte, pero mis intentos fueron inútiles y una vena palpitante surcó tu cráneo enrojecido al tiempo que me decías que yo era un sirviente de Eduardo, que debería ponerle velas a su estatua y adorarlo. “No es para tanto, Pepito”, dije intentando calmarte, pero todo esfuerzo estaba de más. La suerte estaba echada. Tu cólera era como una pequeña bola de nieva que va incrementando su fuerza y tamaño conforme avanza por la pendiente de una montaña. Nos confesaste que tenías conversaciones grabadas donde Eduardo te difamaba una y otra vez, y para rematar me miraste con una mirada grave y tenebrosa y, después de una pausa interminable, me dijiste: “Tengo también intervenido tu celular”.

Ahí sí me asustaste. “¿Cómo podías tener intervenido mi celular? ¿Acaso trabajas para el gobierno?”, pensé, y antes de que pudiera preguntártelo, sin apartar tu virulenta mirada de mi rostro, respondiste: “No me conoces, soy burócrata”. De ahí que, sin que nadie te lo preguntara y sólo para que quedara claro que eres una persona de completo éxito, nos confesaste que ganabas más de veinte mil pesos al mes asesorando al PAN y al PRI, y que no tenías ninguna necesidad de ir a mendigar becas a la capital como el pobre diablo de Eduardo, quien es el vivo retrato del pueblerino que añora salir de su aldea.

“Pero si Eduardo no se cansa de escribir sobre Campeche”, te dije. Y no debí decirlo porque al instante me relataste toda la historia de la beca Fundación de Letras Mexicanas que había solicitado Eduardo, donde detallabas con pelos y señales que Octavio Paz le había dado el culo al entonces Presidente de México Ernesto Zedillo, para así poder abrir esa fundación de burgueses de la gran mierda (historia que, para serte franco, no me parece del todo verosímil; uno pensaría que el Presidente de México tiene acceso a carnes más apetitosas que las de un anciano de ochenta años, pero si lo dices tú, que estás tan metido en el medio político, probablemente sea cierto); en fin, detalles que todos ignorábamos y te agradecemos al alma habernos revelado, tú, que lo sabes todo. Tanto sabes que no tuviste reparo en contarnos de todas las becas que te han otorgado, para luego decirme que yo no tenía nada que hacer en el encuentro de jóvenes escritores, pues no soy más que un vil periodista.

“Pepito, favor que me haces, te juro que yo no soy periodista”, te dije. “Exacto, no eres nadie, yo sí que soy periodista”, dijiste, y te soltaste con otra interesantísima letanía donde prometiste darme consejos en la materia. Después, en otro arrebato de lucidez, te me quedaste mirando con esa mirada de gran intelectual que esconde perfecto los estragos del alcohol y otras substancias, para decir que te encargarías de que ningún medio de comunicación me publicara jamás. “Es más, ni tengo que hacer nada porque nadie te publica, nadie”, agregaste con una mueca burlona y orgullosa. Caramba, Pepito, ahí si que me dejaste helado. Yo que todo este tiempo había pensado que eras mi amigo. Tú, que sin conocernos te descosías en halagos en los correos electrónicos que me enviabas cada semana, e incluso me invitaste a la presentación de tu Best-Seller en una cafetería de la ciudad, a la que no pude asistir porque ya me conoces, la novela de las ocho no me la pierdo por nada de este mundo. En fin, pero de eso ya no te acordabas, y no te culpo. A los genios no hay que recordarles el pasado, además de que el nuevo blanco de tu ira ya no era yo, lo cual confieso me entristeció sobremanera.

“Mira Marco, yo me voy a encargar que Seix Barral jamás te publique”, le dijiste al pobre Tryno, que ni vela tenía en el entierro. “Ya me oíste, Marco”, sentenciaste. Y Tryno, no porque la editorial Planeta haya publicado su novela Viena Roja, misma que puedes encontrar en todos los Sanborn’s del país, iba a contradecirte, e incluso reconoció que eres el escritor más aventajado de Hispanoamérica, por no decir que del mundo, y sólo por eso permitió que lo llamaras Marco durante toda la noche, al igual que de buen modo recibió cada una de tus amenazas, pues él sabe que así es el medio, hay que aceptar las criticas constructivas de los escritores de verdad.

Te admiro, no sabes cuanto. Qué coraje el tuyo para sacar todo lo que sientes. Lo mejor fue cuando la mayoría de los invitados nos fuimos a dormir, y Tryno, el muy cabrón, le puso seguro a su habitación, o mejor dicho, a la habitación que para su buena fortuna le tocó compartir contigo. Sí, Pepito, el crimen confesado está: en la madrugada no pudiste abrir la puerta de tu habitación porque Marco, perdón, Tryno, le metió llave a la puerta porque tenía la loca y disparatada idea de que entrarías a sorrajarle la cabeza de un botellazo mientras dormía. ¿No es una locura? Más que justificado estás cuando en tu desesperación por no dormir en el piso como un perro partiste una botella por la mitad y, empuñándola, amenazaste con abrirle la garganta al insolente chico de la recepción que se negaba a darte por las buenas el duplicado de la llave.

Entraste a la habitación y como era de esperarse, encendiste las luces y te pusiste a fumar como un chacuaco. Tryno, que es un gran admirador tuyo, te dejó el cuarto para que durmieras a tus anchas; no vayas a creer que se fue porque temía por su vida. Fue por ello que mi paisano Pech, que iba en representación del Estado de Oaxaca, fue gustoso a hacerte compañía; lástima que lo hayas ignorado por completo y optado por encerrarte en el baño, donde pasaste en vela la madrugada gimoteando sin parar. Sí, Pepito, no tienes nada de que avergonzarte: sollozaste como la gran actriz que eres. “¡Mis amigos! ¿Dónde están mis amigos?”, te lamentabas, ahogado en un amargo mar de lágrimas.

El sol despuntó por el cristal que rompiste en medio de tus llantos y con él recogiste tus cosas y te marchaste. Una lástima que te fueras, Pepito. Todos éramos amigos. Nos privaste de tu grata presencia el resto de la semana, pero no te voy a reprochar nada, que aunque quisiera no podría, porque cuando llegó nuevamente la noche todo nos quedó claro. No sabes cuánta emoción sentimos cada uno de los invitados al evento cuando llegó tu mensaje al celular de los organizadores, donde anunciabas que te acababan de informar que el 12 de Septiembre te entregarían el Premio Internacional Quetzaltenango de Guatemala.

Uy, Pepito, hubieras visto la conmoción. Las fanfarrias que te echamos. Ahora mismo me tiemblan las manos y se me escurren las lágrimas por las mejillas de sólo recordarlo. Yo lo sabía. Todos los sabíamos: eres grande. Por eso es que te he escrito esta brevísima pero sincera carta. Para felicitarte, Pepito; para hacer de tu conocimiento que te admiro y que algún día quisiera ser como tú, aunque sé que me falta muchísimo y que al final no llegaré a ser ni la milésima parte de lo que eres.


lunes, 24 de noviembre de 2008

El reencuentro


“No creo que los amigos sean necesariamente la gente que más te gusta, son meramente la gente que estuvo allí primero.”
- Peter Alexander Ustinov



Vivir por más de un lustro en una ciudad pequeñita y amurallada, que en realidad es un pueblo, y añadirle a ello que uno es ermitaño, tiene sus inconvenientes cuando regresas a la ciudad que te vio nacer, en especial cuando ésta se ha convertido de la noche a la mañana en una gran urbe cosmopolita, pujante y en desarrollo, como dirían las personas que la gobiernan y asfaltan de punta a punta.

More...-Señor, ¿me presta sus llaves? –me dice el valet con el rostro contrariado al abordar el coche de mamá y descubrir que no tiene las llaves puestas.

La cara se me pone como un tomate. Qué vergüenza, pienso mientras meto la mano en el bolsillo de mis pantalones. Le entrego las llaves al joven disfrazado de crupier de casino de poca monta y entro al restaurante.

-¿Aquí es la fiesta de generación del Instituto Patria? –le pregunto a una jovencita parada detrás de un podio de madera que mira distraída una carta.

-La mesa del fondo, señor.

Dos de dos. Es un hecho irrefutable: soy un señor. Camino con pasos lentos y temerosos intentando descubrir rostros familiares en alguna de las mesas. Un terror hondo me invade al abordarme la idea de que tal vez haya pasado de largo la mesa donde están sentados esos amigos que no veo desde hace casi una década, todo por culpa de mi miopía y/o (posibilidad que me da escalofríos) por no reconocerlos gracias a las arrugas y los kilos en cachetes, papada y vientre que suelen acompañar a las personas casadas y con hijos al llegar a la frontera de los treinta años.

Mi terror se desvanece cuando una chica que no alcanzo a reconocer a la distancia agita la mano en el aire.

-¡Monono! –me llama desde su mesa.

Nadie me decía así desde la preparatoria. Sonrío. En realidad, finjo una enorme sonrisa mientras me aproximo a la mesa. El miedo vuelve a apoderase de mis pasos. ¿Reconoceré a todos? La idea es ridícula, en diez años la gente no puede cambiar tanto de aspecto.

De reojo miro a todas las personas sentadas en la mesa mientras pienso la estrategia a seguir. Le diré hola a todos, efusivamente, nada de nombres, así no será evidente si no reconozco algún rostro. “Hola Angélica, hola Andrés, hola Carolina, hola…”. Mi estrategia ha fallado. He comenzado a recitar los nombres de todos mis ex compañeros de preparatoria cada que los beso o estrecho sus manos. Claro, excepto el de una persona. La última chica que me falta por saludar de la mesa. Mientras me acerco a ella, su cara se me hace tremendamente familiar, sin embargo (cosa que me empapa de sudor frío la espalda), no recuerdo quién es, no logro descifrar sus rasgos, conectarlos con algún recuerdo del pasado, no puedo, sus facciones en realidad no son facciones porque su rostro está ausente de facciones; su cara es larga y plastilizada (si es que ese adjetivo existe) como la de una credencial de elector.

-Hola Rodrigo –me saluda de beso en la mejilla.

-Hola –le digo hola y en mi mente aparecen un millón de nombres propios pero ninguno que encaje con ese rostro-. Qué bárbara, qué cambiada estás –improviso, y desde luego, eso es un error porque ella me mira con recelo, así que a la desesperada agrego:- te ves guapísima.

La mujer cara de credencial de elector llena sus ojos de desprecio y yo sólo atino a sonreírle como un perfecto imbécil y le digo que está irreconocible (cosa que es mentira porque sigo sin saber quién es) y trato de justificarme agregando que no la reconocí porque ahora luce espectacular. Grave error, me mira con atizado odio porque mis palabras, ahora que lo pienso, más que un piropo vienen a ser un insulto, o mejor dicho, una confesión involuntaria tardía de que yo pensé durante muchos años, secretamente en la preparatoria, que ella era horrible.

-No te preocupes, yo tampoco la reconocí –me dice al oído Daniel, uno de mis mejores amigos de la preparatoria.

Daniel y yo nos ponemos al corriente de nuestras vidas, cosa que, tristemente, nos llevó menos de dos minutos, reloj en mano. Se crea un silencio incómodo. Intercambiamos números de celular aunque sabemos perfectamente que no nos llamaremos nunca.

-Anotado, aunque nunca nos llamemos –le digo a Daniel haciéndole un guiño cómplice.

-¿Cómo? –pregunta Daniel consternado-. Ahora regreso, voy al baño.

Daniel se marcha al baño y cuando regresa se sienta en el otro extremo de la mesa.

-¿Me veo gorda? –me pregunta Samanta.

-No, no, eh… no –balbuceo monosílabos e intento desviar la mirada de Samanta, aquella adolescente flaca como un palillo que ahora luce tan gorda como una morsa embarazada.

-Sabes, bajé veinte kilos –me confiesa Samanta con un toque de coquetería.

-Felicidades –digo, en realidad sin saber muy bien qué decir-. Dicen que bajar de peso luego del embarazo es muy difícil.

-No tengo hijos –dice Samanta y se levanta furiosa de la mesa.

Pido un vodka y decido que la mejor opción es emborracharme y quedarme callado.

-Monono, ven aquí –me llama Lorena.

Me siento a un lado de Lorena y a los cinco minutos estoy en medio de una plática de Babyshowers y mirando fotografías de los hijos de Carolina, Analía y Lorena. Me preguntan si estoy casado y les respondo que no. Me preguntan si tengo novia y les respondo que no. Me preguntan que cuándo pienso casarme y les digo que no creo en el matrimonio porque nosotros los hombres somos muy calenturientos y en la primera oportunidad (casados o no, comprometidos o no, con novia o sin novia) salimos babeando tras la primera mujer que nos abra o no las piernas. Todos se horrorizan y como he bebido dos vodkas en menos de cinco minutos me tomo la libertad de decirles que la monogamia no existe, que todos, hombres y mujeres, tarde o temprano terminamos engañando y haciendo sufrir a nuestras parejas e hijos. Se hace un silencio incómodo y me excuso para ir la baño. Al regresar mi silla ha desaparecido.

-Rodrigo, qué gustazo verte, mi hermano –me saluda Rogelio con un efusivo abrazo-. No te había visto, Tania me acaba de platicar que eres escritor.

En el acto saco de su error a Rogelio. Como Rogelio era uno de mis mejores amigos desde sexto año de primaria (y como también me he tomado otros dos vodkas en menos de cinco minutos) le confieso con el corazón en una mano que me dedico a la escritura no por pasión a las letras sino porque no tengo otra opción, es decir, soy un completo inútil y un peligro para la sociedad desempeñando cualquier oficio fuera de una hoja en blanco. Rogelio se ríe porque cree que estoy bromeando. Le digo que no sea ría, que mis palabras son verdaderas, que me titulé de la licenciatura en administración de empresas pero que si me dieran la responsabilidad de administrar una empresa la quebraría antes de la primera quincena. Rogelio vuelve a reír y me palmotea la espalda. Dice que soy muy ocurrente. En eso Saúl se una a la conversación y me pregunta qué tan redituable es tener un blog.

-Muy redituable –miento.

Miento porque el papá de Saúl fue quién me contrató en uno de los corporativos más importantes de la ciudad hace muchos años.

-¿Qué tan redituable? –pregunta Saúl.

-Como no tienes idea –vuelvo a mentir.

No quiero que Saúl le cuente a su papá que yo dejé el maravilloso trabajo redituable que tenía por culpa de un oficio que me tiene hundido en la más apremiante de las miserias.

-Francamente no entiendo cómo funciono un blog –dice Saúl-, digo, no me explico cómo le haces para cobrarle a esas personas que te leen gratis todos los días.

-Olvídate de eso –interrumpe Tania que aparece a nuestras espaldas-, lo increíble es que periódicos serios tengan la osadía de publicarlo.

Tania sonríe maliciosamente y logra llamar la atención de dos o tres ex compañeros que se unen a la plática. Tania me dice que soy un criticón. Que sólo vengo a Mérida a cirticar las obras de arte que hay en el Paseo de Montejo y a burlarme de los políticos y de la pobre de mi mamá y del digno oficio de modelo que ejerce mi hermana. Tania afirma (y no carecen de verdad sus palabras) que en realidad a mi no me pagan por escribir sino por criticar.

-Pues a mí ya me dio curiosidad leerte –dice Paula-. Aunque en realidad desde la prepa no leo nada.

Le digo a Paula, por favor, que este domingo compre el periódico Milenio, más que para saciar su curiosidad, para ayudar a un amigo, cuyos editores están tentados a despedirme ya que nadie lee mi columna.

-¿Publicas en Milenio? –pregunta Rogelio bastante impresionado.

-Milenio Novedades –dice Tania.

-Ah –exclama desilusionado Rogelio.

-Pero no te desilusiones –dice Tania mirando a Rogelio y a Paula- compren el periódico mañana y ya verán cómo nuestro amigo Rodrigo hace una crónica criticándonos a todos nosotros.

-¿En verdad escribirás sobre nosotros? –pregunta emocionada Paula.

-No podría no hacerlo –respondo.

Pido otro vodka y brindo en silencio por todos los amigos que no volveré a ver nunca más. Dudo que vuelvan a invitarme a la próxima fiesta de generación.


sábado, 22 de noviembre de 2008

Rebelde moderno

 
“El revolucionario es el que quiere cambiarlo todo menos a sí mismo.”
- Vittorio Messor


Temblé. No te miento, desde el pulgar del pie derecho hasta el último de mis rizos. Te veías tan seguro de ti mismo que en el fondo, más que miedo, sentí envidia. Y cómo no sentirla. Eres único. Diferente. La originalidad personificada. La rebeldía hecha hombre. Nunca imaginé que ser un mamarracho podía ser tan sensual. Y no te hago mofa, hablo en serio. Eres guapo. Tu mirada de cachorro así lo confirma. Turbas hasta el último de mis sentidos con el contraste de tus ojitos suplicantes con las rudísimas arracadas y tatuajes que llevas en el cuerpo. Antes de seguir, tengo que preguntártelo: ¿En que estética compras tu shampoo y acondicionador? Mi hermana (que es modelo), por más que intenta que su cabellera brille como la de sus colegas famosas de los comerciales de Pantene, no lo logra. Tú, en cambio, refulges como si en la cabeza llevaras un millón de estrellas. Tu cabello, pese a aparentar que un huracán pasó sobre él, luce genial, como si el furibundo meteoro de manera deliberada lo hubiera peinado de forma escrupulosa, sistemática y milimétrica para darte un aire atrevido pero al mismo tiempo desaliñado, como quien se levanta por la mañana y sale a la calle sin detenerse a contemplar su apariencia frente al espejo.  

De ideologías ni hablamos. A un kilómetro de distancia se nota que eres radical. Nacionalista. Idealista. Demócrata. Anarquista. Globalifóbico. Y también de izquierda. Llevas enfundada la camisa con la fotografía del Che Guevara. Conoces su vida al derecho y al revés, tanto como tu cerebro pudo digerirla en dos horas frente a una pantalla de cine mientras Gael García intentaba impostar su mejor acento chilangoargentino. Aseguras ser comunista. Te indigna cómo se ha comercializado el mundo. Te sientes traicionado. Incluso Avril Lavigne (tu secreta heroína), que era la máxima exponente de la rebeldía moderna, ahora baila coreografías. Ya no hay dignidad. Estás furioso. La manera de expresar tu rabia es colgarte unos lentes oscuros en el cuello de la camisa y llenar tus antebrazos con pulseras de cuero y banditas multicolores. Todos tus pantalones están rotos en protesta al consumismo, aunque los hayas comprado rotos de fábrica. Desprecias al capitalismo. Odias a los Estados Unidos. Tienes la certeza de todo y por eso eres un ferviente admirador de Cuba y de la China comunista. Fidel Castro es el único Dios al que rindes tributo. Para ti el mundo es una mierda. Y lo es tanto que merecemos morir. Si en tus manos estuviera oprimir el botón del fin del mundo (que aseguras está en la Casa Blanca), lo oprimirías sin chistar. No merecemos vivir. Somos bestias. Animales. Tantas guerras, tantos siglos y siglos de vida humana y de historia no han valido la pena en absoluto. Estamos como en la época de las cavernas. Tus argumentos son totalmente convincentes y tu percepción de la vida es única y absoluta, y por eso nos asombra tu sentido común y sapiencia infinita. A veces me sorprende que nadie te haya postulado como gobernador, presidente de tu país o incluso de la ONU. Pero claro, nos recuerdas que no crees en las instituciones. Que hay que ser trasgresor. Un irreverente. Mandar al diablo todo. A la Iglesia (sólo mencionas a la Iglesia católica, pero sospecho que te refieres a todas las religiones del mundo), al gobierno, a los políticos, y a toda institución educativa.

Por eso, te repito, nos matas de miedo a nosotros los imperialistas cuando caminas por las calles con tu rostro adusto y tu inagotable repertorio de mohines. Ojalá algún día todos lleguemos a ser como tú. Un ser que busca la igualdad. Que todos seamos idénticos. Igualitos a ti. Vivamos en tu mundo. Creamos en lo que tú crees, claro, si es que crees en algo. Nos vistamos como unos pordioseros para estar al último alarido de la moda, porque si no lo habías notado, toda la ropa que vistes es de marca. Escuchemos tu música. Leamos tus libros. Nos alimentemos de tu odio hacia el mundo y cualquier tipo de regla o ley impuesta por las instituciones. Seamos trasgresores, irreverentes y rebeldes como tú. En verdad, ese sería el mundo perfecto. No existiría la envidia. No pulularían los payasos que sueñan con salir en telenovelas y en revistas de cotilleo. Nadie soñaría despierto con ganar el Oscar, el premio Nobel o ser una estrella de rock. Ni uno sólo de nosotros tendría alguna aspiración en la vida más que ser como tú. Un rebelde. Un rebelde moderno.  

viernes, 21 de noviembre de 2008

Síndrome de los viejos ridículos

 
“El miedo a envejecer nace del reconocimiento de que uno no está viviendo la vida que desea. Es equivalente a la sensación de estar usando mal el presente.”
- Susan Sontag


Los psicólogos le han llamado Crisis de la edad, yo lo llamo Síndrome de los viejos ridículos. Desde luego, esta denominación en días tan políticamente correctos no es políticamente correcta, pero al menos sí es lingüísticamente correcta, además de sincera, directa e hiriente, como debería ser para que de esta manera dejara de haber tanto viejo dedicado a hacer el ridículo en este mundo moderno.

La gama de los viejos ridículos es sumamente amplia, y aquí presentaré una selección de los más representativos, que son los más recurrentes entre las señoras y los señores sin importar su status social o económico, o su afiliación política.

Viejo ridículo obstinado o necio: Es aquella señora o señor que en otros tiempos (sus tiempos) gozó de gran popularidad entre los jóvenes como él gracias a su atractivo físico, pero que en la actualidad, ya con hijos e incluso nietos, cree que puede seguir compitiendo con los galanes de nuevas generaciones (los amigos de sus hijos) y con el inclemente paso del tiempo, así que ilusamente buscan ganar la batalla con la ayuda de cirugías, liposucciones, implantes de cabello, estiramientos de piel, inyecciones de botox, tintes de cejas, barba, cabello y cualquier otra nueva invención disparatada que se les ocurra a los doctores Frankenstein, que inevitablemente los deja luciendo como figuras de cera (en el mejor de los casos).


Viejo ridículo camaleónico o tránsfuga: Este espécimen es muy semejante al arriba mencionado, salvo que este viejo ridículo, además de caracterizarse por su juvenil aspecto físico, lo hace también por su comportamiento, que emula al de los jóvenes en sus maneras, formas, lenguaje y guardarropa. Estos vejestorios anhelan reencontrarse con las viejas glorias del pasado, es decir, ser el chico o chica popular gracias a su actitud desenfrenada y rebelde ante la vida, así que intentan desempeñar entre los jóvenes actuales un doble rol contradictorio: uno, pasar desapercibidos entre ellos, o sea, hacerse pasar por uno más del grupo sin que nadie se percate de que en realidad está tratando con un señor que podría ser su padre; dos, hacerse notar por su comportamiento chiflado y transgresor, valiéndose de la ayuda de cachuchas, aretes, tatuajes, peinados estrafalarios y pantalones raídos.

Entre los más representativos: Lupita D´Alessio, Adal Ramones, Fher del grupo Maná (el único Fernando con una h intermedia), Ricardo Montaner, Franco DeVita, Tom Cruise, Harrison Ford, David Hasselhoff, Fergie, Jennifer López, Gwen Stefani y en general todos los payasos que salen en MTV y en los programas de televisión, que, por si no lo habían notado, son unos viejos ridículos que hacen las delicias de la juventud.

Viejo ridículo enamoradizo: No confundir con el famoso viejo rabo verde. Este viejo ridículo es un caballero que se caracteriza porque de buenas a primeras empieza a preocuparse por su apariencia y por sus kilos de más, así que para ponerle remedio a esta situación empieza a acicalarse y a hacer ejercicio (o tomar pastillas para defecar su grasa corporal y así bajar de peso mágicamente). Sus renovados bríos tienen una causa: su amante. A diferencia del viejo rabo verde, especializado en perseguir a jovencitas (que bien podrían ser las amigas de su hija) con intenciones estrictamente sexuales, el viejo ridículo enamoradizo suele entablar relaciones duraderas con mujeres de mediana o casi mediana edad (eso sí, más jóvenes que su esposa), con la que por lo regular inicia una segunda familia. El viejo ridículo de esta especie es en realidad un señor como cualquier otro, tiene familia, va al trabajo, va a la Iglesia y es un ser que en apariencia es perfectamente normal, excepto que tras la estampa de señor respetable que vive sólo para ir del trabajo a la casa para aplastarse frente al televisor a esperar con mediana dignidad el final de su vida, mantiene un tórrido romance con una suripanta más joven, a la cual corteja y enamora como si estuviera en sus años de mocedad, es decir, con las mañas patéticas y cursis propias de la adolescencia, intercambiando regalitos como pueden ser peluches y apodos melosos y vomitivos (como “B.B. pexoxa”) que sin lugar a dudas convierten a este tipo de viejo ridículo en (quizás) la categoría de viejo ridículo más despreciable.

Entre los más representativos: tu papá.

Viejo ridículo amiguero o en onda o moderno: Esta clase de viejo ridículo por lo general no busca pasar desapercibido entre la juventud y se caracteriza por una cosa: además de sentirse la modernidad ambulante, mantiene una relación casi incestuosa con sus hijos varones, con quienes se tutea y se trata de igual a igual en plan somos-una-pandilla-súper-prendida. Se identifica con facilidad porque “la checa” con su hijo y cree que éste es su mejor amigo, al punto que intercambian experiencias, tips y direcciones de moteles para cortejar y acostarse con sus amantes.

Entre los más representativos: Andrés García, tu papá y tus tíos.

Viejo ridículo patético: Este es el peor de todos y se da exclusivamente en el medio ambiente de la política. El viejo ridículo patético es la señora o señor que, si la aburrición pudiera personificarse, tomaría inmediatamente su forma física; son los típicos sujetos que cuando fueron jóvenes eran tachados de nerds o bobos pero, sin embargo, piensan que nunca es tarde para hacer cambiar de parecer a los jóvenes (aunque sean veinte generaciones menores que ellos) respecto a la percepción que de ellos tienen, por lo que deciden volverse locos y transformarse de señores respetables a viejos ridículos patéticos. Como todo viejo ridículo tienen un móvil: la juventud, pero no de la juventud en sí, sino los votos de la juventud. A cambio de ganar estos últimos, deciden sepultar la poca dignidad que les queda y empiezan a comportarse como unos perfectos imbéciles.

Entre los más representativos: todos los políticos mayores de cuarenta años que estén en campaña electoral.

Vieja ridícula cacatúa: Este tipo de vieja ridícula es fácilmente localizable. Habita en tu propia casa. Se pinta el cabello de los colores más chiflados y estrambóticos, y en la estética elige los cortes de pelo más similares a los de una cacatúa, cotorro o periquito australiano. Viste de pies a cabeza como un arlequín y diariamente se embalsama en cremas antiarrugas. Se pinta toda la cara como un payaso, y no conforme con ello se depila las cejas para tatuárselos permanentemente para lucir idéntica a uno de los Polivoces.

Entre las más representativas: tu mamá y todas tus tías.

Vieja ridícula Posh Spice: Sin duda esta es una de las categorías más terribles y deleznables. Está conformada por la legión de mamás jóvenes que pese a su relativa juventud son unas viejas ridículas de corazón, y de la peor calaña. Las caracteriza su fobia a la gordura y la vejez, por lo que a cualquier hora del día puedes encontrarlas en clase de pilates, tae bo, o cualquier ejercicio aeróbico que esté de moda; su apariencia física suele ser la de esqueletos con lentes de sol gigantes, y su vehículo de elección son camionetas que ya de por sí son bastante grandes, pero con conductoras tan escuálidas al volante se convierten en verdaderos tráileres. Su única misión en la vida es la de ir a desayunar con sus amigas, ir a buscar a sus hijos a la escuela, y darle sexo mediocre a sus jóvenes y triunfadores esposos, pese a haber pasado todo el desayuno intercambiando tips sexuales con sus amigas. Se sienten en la cima del mundo pero no se dan cuenta de que su único logro en la vida ha sido casarse con un joven de éxito.

Entre las más representativas: El 99% de las mamás jóvenes de clase media-alta y clase alta.

Viejo ridículo frustrado: Esta última categoría de viejo ridículo quizá en apariencia no sea el más ridículo, pero estoy seguro de que la inmensa mayoría concordará en que es la especie más dañina. Este tipo de viejo ridículo es el que vive a través de sus hijos, es decir, los obligan a hacer todo lo que ellos hubieran deseado hacer con su propia juventud pero nunca se animaron o eran demasiado gordos para hacerlo.

Entre los más representativos: …………………………………….

(Ahórrate la sesión con el psicólogo y escribe sobre los puntos suspensivos el nombre de tus padres).    

jueves, 20 de noviembre de 2008

Los nuevos amos del mundo


“Los jóvenes hoy en día son unos tiranos. Contradicen a sus padres, devoran su comida, y le faltan al respeto a sus maestros”.
 - Sócrates (470 AC - 399 AC)


En otros tiempos (extintos pero no muy lejanos), la gente mayor era quien controlaba el mundo. Los capitanes de ese mundo eran señores con arrugas en el rostro, canas en la cabellera y miradas cansadas y graves, secuelas ineludibles de la experiencia. Estos señores de los que les hablo estaban tras los escritorios de las gerencias en las empresas, en las aulas de las escuelas y en los curules de las cámaras de diputados y senadores.

¿Era mejor el mundo con estas personas sosteniendo los pilares para que la sociedad no se desmoronara? La verdad es que no, pero al menos el mundo tenía un poquitín de dignidad, esa dignidad tan exigua que fácilmente se confunde con el cinismo que hoy día practicamos con toda maestría.

En aquellos tiempos los jefes, los profesores y los políticos estaban bien identificados: para los jóvenes eran los explotadores, los represores y los dictadores; señores a los que se les hablaba de usted y de los que, si eras lo suficientemente inteligente para parar la oreja cuando hablaban, incluso terminabas por aprender algo positivo, al menos en materia laboral y de educación. Ellos vivían en su mundo y nosotros en el nuestro. Existía un código no escrito en el cual se estipulaba que ellos mandaban y nosotros obedecíamos, con la condición de nunca mezclarnos salvo cuando creciéramos y fuéramos adultos con arrugas en el rostro, canas en la cabellera y miradas cansadas y graves como la de esos señores. Sin embargo, eso quedó en el pasado, pues ahora el mundo se fue al quirófano por una liposucción y una cirugía plástica. Los vejetes del ayer que te decían qué y cómo hacer las cosas se han extinto. Ahora los jefes de las empresas, los profesores de las escuelas y los políticos que nos gobiernan son los jovencitos que te dicen “salud” a un costado de tu mesa en la disco o en el burdel. Mozalbetes de cabellera engominada que ojalá hubieran invertido en su educación el mismo tiempo y esmero que dedican a lograr su apariencia de estrellas de Hollywood. Plumíferos embadurnados de ungüentos y cremas rejuvenecedoras que, ataviados con ropa de diseñadores de apellidos impronunciables (que ellos tienen la osadía de pronunciar con acento francés) te comentan que son los nuevos “ejecutivos de cuentas master junior” o sabrá Dios qué, de las transnacionales que controlan todo el mercado local.

Lo mismo ocurre con el púber que a velocidades vertiginosas se empina de un sorbo la cerveza íntegra para beneplácito de su juvenil corte que le anima con el infalible: “fondo, fondo, fondo”; jóvenes que no dudan en palmotear la espalda del Barón de la Cerveza, que resulta ser también su profesor, prefecto y/o director de escuela. Y es que así aprendimos a gastárnoslas, es el mundo súper moderno e igualitario que nos tocó vivir. Uno donde todos somos culpables en igual medida de estar recogiendo lo que tan bonitamente cosechamos: frutos frívolos, egoístas e igualados que se han dado cuenta que la experiencia sirve para lo mismo que la educación, es decir, para nada; donde lo más redituable es ser joven (no importa que seas un viejo ridículo que se comporta y actúa como un adolescente), un arrogante y un analfabeto de profesión, carente de todo sentimiento y valores para así granjearse el aplauso y la admiración popular que finalmente les darán los votos necesarios para ganar las elecciones municipales, estatales o presidenciales. Porque son los jóvenes quienes ahora dictan las leyes y quienes gobiernan. Quienes se sienten con el derecho y la sabiduría de tomar las riendas de un Estado o de un país. Jóvenes confiados y seguros de si mismos que tienen la plena certeza de que las cosas marcharán mejor en sus manos, pues, ¿acaso no era Alejandro Magno un mozalbete en el albor de sus veintes cuando conquistó todo el mundo antiguo? ¿Por qué entonces no pensar que es una magnifica idea que nuestros futuros gobernadores o presidentes sean unos veinte o treintañeros?

Yo, al igual que ellos, exijo modifiquen la Constitución de México (y, ¿por qué no?, también la de todos los países del mundo) para que personas no sólo menores de 35 años, sino también los de 15 años, u 8 años, ó 7 años, que es la edad de mi sobrino que tiene el sueño de ser el próximo gobernador de Campeche, puedan postularse para el cargo. Óiganme, que no es para nada descabellada la idea. Igual y gana, es un niño muy cariñoso, bueno con sus padres y súper estudioso, sus notas no bajan nunca del nueve.

Es por eso que espero que los jóvenes tomen a como dé lugar (incluso modificando la Constitución) el sitio que les corresponde en la sociedad, es decir, ser los amos y señores absolutos del mundo, sin importar que su profesor se llame MTV y no Aristóteles. 

martes, 18 de noviembre de 2008

Cuando aprieta el frío


Campeche es una ciudad que vive en una perpetua primavera. Salvo, claro, cuando nos aborda algún huracán. Fuera de ese capricho de la naturaleza, pareciera que siempre el cielo es muy azul, las nubes muy blancas y el calor muy intenso. Desde luego, como toda ciudad tropical, tiene sus temporadas de lluvias. Lluvias intensas que parecen no parar hasta sepultar a la ciudad entera bajo el agua. Las olas del mar se vuelven locas, se embravecen y se estiran como garras peligrosas sobre la baranda del malecón como queriendo tragarnos. Pero eso casi nunca ocurre, porque el mar pareciera estar bajo el influjo de alguna droga como el Xanax o el Valium. Casi siempre está dormido. Como si estuviera muerto de aburrimiento de vernos todos los días las mismas caras y haciendo las mismas cosas y platicando las mismas historias y riendo de los mismos chistes. Sin embargo, hay días como hoy, melancólicos, en el que el cielo deja de ser muy azul y las nubes muy blancas y el calor muy intenso. Son días en los que aprieta el frío. Y la humedad se te mete en los huesos y la brisa marina te congela las mejillas.

More...Cuando se me metió la loca idea de venirme a vivir un día a Campeche, corría el principio del milenio. Tenía el corazón roto. Como cuando era un niño. Sólo que ya no era un niño y el corazón lo tenía hecho pedazos por culpa de una mujer, o quizás por culpa mía, en realidad ya no recuerdo culpa de quién fue. Era yo un joven iniciándome en mis veintes. Con un futuro prometedor. Tal cual como el de todos mis jóvenes amigos, que ya no éramos ni mucho menos unos tontorrones e ingenuos adolescentes pero tampoco unos hombres con responsabilidades y obligaciones. Estábamos justo en el punto medio. Donde los sueños se pueden cristalizar o despedazar de una vez por todas.

Como tenía el corazón roto, me dedicaba a escribir poemas impresentables que sin embargo no dudaba en dárselos a leer a mis amigos que fingían maravillosamente eso de poner cara de que era yo un gran escritor atormentado. Así que bebíamos mucha cerveza y subrepticiamente nos íbamos detrás de los matorrales de Loma Azul a fumarnos unos cigarros de marihuana (sí, cigarros, nosotros le sacábamos el tabaco a los cigarros Marlboro y lo suplantábamos con hojas de marihuana). Nuestras amigas y uno que otro amigo (porque la mayoría no fumaba y jamás les cruzó por la cabeza que nosotros fumáramos marihuana marca Marlboro) creían que la cerveza obraba milagros en nuestro organismo, es decir, que el alcohol nos hacía reír como unas urracas deschavetadas. Fumar era, en realidad, un pretexto para escapar un rato de las chicas y mirar la noche estrellada y hablar un poquitín del mal de amores y sentir la brisa helada congelándonos la cara. Eran momentos lindos. De una complicidad absoluta. El humo amargo quemándonos la garganta y luego la cerveza bien fría renovándonos el estado de ánimo. No sentíamos vivos. Con el corazón latiendo.

Aquellos eran días en los que no hablábamos de nada y hablábamos de todo. Hasta el amanecer. Nos montábamos en el coche y poníamos canciones de los Smashing Pumpkins (o si andábamos en plan de maricas, el concierto unplugged de Alejandro Sanz) y rememorábamos aquellos días cuando éramos jóvenes felices tal cual si fuéramos unos veteranos. Íbamos a toda velocidad por las calles. Bajábamos las ventanillas para que el aire fresco nos llenara los pulmones, o en su defecto, para darle tapetazos a los inocentes travestis que caminaban sin deberla ni temerla por las calles del centro. Luego conducíamos más rápido todavía hasta la Escénica. Gritábamos como unos locos el coro de la canción que estuviera sonando a todo volumen en las bocinas mientras el coche se convertía en una especie de cochecito de montaña rusa que se pegaba al asfalto a casi 200 km/hr en las subidas y bajadas.

Contemplábamos la luna, el inmenso océano y el malecón entero trepados sobre las murallas del fuerte de San Miguel. Borrachos. Eufóricos. Melancólicos. Sintiendo literalmente detrás de nuestras espaldas todo el peso histórico de una ciudad pueblerina amurallada de la cual todos querían escapar pero por razones indescifrables nadie terminaba por atreverse a emprender el exilio. Luego conducíamos hasta la carretera y nos metíamos a una central de abastos abandonada o al primer cementerio que veíamos en el camino. Jugábamos a policías y ladrones como si fuéramos niños. Nos hacíamos bromas de que algún zombie, monstruo o vagabundo nos asesinaría de una forma inenarrable, suposición (al menos la del vagabundo asesino) nada alejada de la realidad.

Una noche, tal como sospechamos ocurriría, uno de nosotros desapareció y todos pensamos que había sido, sin lugar a dudas, obra del chupacabras o alguna otra bestia diabólica. Luego llegamos a la conclusión de que el culpable era algún vagabundo de los que seguramente vivía en las galeras de la central de abastos. Reíamos de miedo y de nervios. Fumamos. Bebimos. Y como en aquel entonces no todos tenían celular (incluido el amigo extraviado) nos embarcamos en una peligrosa excursión entre agujeros y callejones impregnados a olor de orines y excremento, y al fracasar en nuestra búsqueda decidimos recurrir a la policía, pero de camino a la policía encontramos a nuestro desaparecido amigo corriendo en mitad de la carretera como un demente, con la cabellera revoloteándole sobre el rostro y cargando un palo con la mano a manera de jabalina olímpica. Cuando le preguntamos por qué llevaba ese palo en la mano respondió que era para defenderse del chupacabras, y cuando le preguntamos por qué escapó de la central de abastos respondió que porque creyó que lo habíamos abandonado a su suerte. Lo curioso es que este amigo era de los que no fumaba ni tomaba nada.

Sí, éramos jóvenes. Llenos de sueños y esperanzas. Con la sombra incipiente de la realidad acechándonos. Amenazándonos. Esperando el momento oportuno para mordernos. Tragarnos. Por eso bebíamos y fumábamos y reíamos y nos abrazábamos y nos besábamos y nos decíamos cuánto nos queríamos porque estábamos seguros de que nada volvería a ser igual luego de esos días fríos y húmedos lejos de la escuela y del trabajo. Eran nuestros últimos días. De dejar de soñar. Poner los pies sobre la tierra y emprender cada cual su camino. Y convertirnos en lo que hoy día somos. Algunos casados. Otros no. Algunos con hijos. Otros no. Algunos con cargos públicos. Otros no. Algunos aún con sueños peregrinos. Otros ya no.

Por eso, son días como hoy, cuando aprieta el frío, que tengo ganas de subirme al coche con mis viejos amigos, poner esa maravillosa canción 1979 de los Smashing a todo volumen, bajar las ventanillas, emborracharnos, fumarnos unos cigarros de marihuana y luego manejar a toda velocidad sobre las calles húmedas y meternos a los cementerios o a la central de abastos abandonada y perdernos allí por toda la eternidad. O tan siquiera, hasta que salga el sol y el cielo se ponga muy azul y las nubes muy blancas y el calor muy intenso.


viernes, 14 de noviembre de 2008

El incorregible Miguelito

 
“La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir; nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras.”
- Jean Jacques Rousseau


Se llama Miguelito y tiene siete años cumplidos. Sí, siete añitos afirma tener el crío en medio de agresivas rimas y vertiginosos zangoloteos de cadera en su video musical, en el cual aparece escoltado por un par de mulatas que de igual forma zangolotean sus traseros invitando al precoz reggaetónero a asestar sendas nalgadas; nalgadas que desde luego el pequeñín propina a las finas damiselas cual fuetazo de un jinete rabioso a sus mulas de carga, para beneplácito de adultos disfrazados de Daddy Yankee que le observan a sus espaldas con ojos orgullosos de hermanos mayores.

Bonita estampa. Sin embargo, no me sorprende, y no me sorprende porque ni el más tonto de los tontos está ya para sorprenderse en este mundo moderno, donde los mercadólogos, publicistas, productores y demás genios que controlan y orquestan las campañas publicitarias y el contenido de la televisión han erradicado el pudor y la vergüenza. Sabiondos que con la misma voracidad, presteza e impunidad han ido disminuyendo el rango de edad de los niños para iniciarse en la juventud (no confundir con adolescencia, pues a ésta la han erradicado por completo), al tiempo que han extendido el límite de edad para que los jóvenes ingresen a la edad adulta, véase el caso de los modelos a seguir de la sociedad, es decir, artistas como Jennifer López, Gwen Stefani, Tom Cruise, etcétera, que pese a tener más de cuarenta años se visten y comportan como adolescentes confundidos. 

Nadie está para sorprenderse, y nadie se sorprende en un mundo donde lo más común es ver a los niños disfrazados de pies a cabeza como payasos: gorra, pañoleta, camiseta de fútbol americano, jeans diez tallas más grandes, anillos, collares, pulseras, reloj de diamantes y toda la demás parafernalia con la cual viene incluida la pose, la actitud y el comportamiento de un perfecto barbaján, traducción: poner los ojos a media asta, dejar la boca entreabierta como si hubieras sufrido una embolia, mover las extremidades superiores cual artrítico de noventa años, caminar como si recién te hubieras cagado en tus pantalones, y hablar un castellano completamente incomprensible.

Ahora, lo que sí debería sorprendernos es no saber a dónde fueron a parar los adultos. Y he aquí lo escalofriante. Los adultos son los amiguetes disfrazados de jovencitos de esos jovencitos que en realidad son niños. Así nos las gastamos con la actual educación facilona donde hay que rebajarse a ser el mejor amigo de los hijos, dejándoles hacer lo que se les venga en gana so pena de una demanda legal por coartar sus derechos si se les intenta educar fuera de los territorios de la televisión y el Internet, o de ser señalados por la sociedad como el peor de los padres del Universo si no se cumple hasta el último capricho de las bestiezuelas.

Si comencé este escrito hablando del video musical de un niño llamado Miguelito, es porque el video es la fiel imagen de lo que pasa hoy día en la sociedad, donde ya no existen jerarquías de edad o de algún otro tipo ni se guarda el menor respeto por nada ni por nadie.

“¡Yoh! Este Memo pa´ y te presento / a uno que es mucho más salvaje que tú / Jajaja”. Así versa el inicio de la canción. Sobra decir que esta poesía introductoria fue recitada por un adulto, el cual tiene la generosidad de advertirnos de quien a continuación cantará es más peligroso, qué digo peligroso, salvaje (sus palabras textuales) que tú y que yo. Y es ahí cuando aparece el niño que líneas arriba describí, cantando con una furia y un encono que te hacen comprender que las palabras dichas por su padre, tío o colega de orgías eran totalmente ciertas. Miguelito es una especie de Tom Cruise negro que pilotea una moto de carreras (por fortuna del tamaño de un triciclo, o de lo contrario hubiese sido imposible que siquiera se subiese a ella) al tiempo que dice estas lindezas: “Y ya llegó Miguelito / como siempre a montarla / si no abre la puerta pues / yo voy a tumbarla, esta noche”.

Espero, de corazón, que mi mente no sea tan retorcida y cochambrosa como algunos dicen y que Miguelito sólo se este refiriendo a montar la minimotocicleta, sin embargo, a menos que la minimotocicleta sea un Transformer capaz de cobrar vida y abrirle la puerta, el niño tendrá que verse en la penosa necesidad de tumbar la puerta, cosa que nos llevaría a una ineludible pregunta: ¿Cómo un niño como Miguelito podría tumbar una puerta? Difícilmente podría cargar con el peso de un hacha, y mucho menos con el de una sierra eléctrica. Es más, incluso teniendo la llave de la puerta dudo que Miguelito pueda abrirla, pues es tan pequeñito que no alcanzaría a insertarla en la cerradura. Es por eso que uno obtiene como única conclusión lógica que las intenciones de Miguelito son otras, es decir, que a quien realmente pretende montar cual motocicleta es la misma persona a quien pide le abra la puerta, acaso (y sólo estoy dejando volar mi sucia imaginación) una de las chicas que se contorsionan rabiosamente a su lado durante todo el video.

Cabe señalar que la canción lleva por título “Móntala”, nombre por demás sugestivo, como también lo es la camisa que lleva puesta y donde se deja ver la cifra numérica 1969, la cual quiero creer es el año de nacimiento de su padre o del propio Miguelito, pues no pierdo la esperanza de que el diminuto cantante sea en realidad un lascivo enano, lo que convertiría toda esta locura en una gran farsa, dejándome como un grandísimo tonto por creer que llegamos al punto en que los padres se han vuelto tan irresponsables que son capaces de robar la infancia a los niños con tal de verse libres de ellos, o en el mejor de los casos de hincharse los bolsillos de billetes con todas las giras, orgías y excesos con los que todo pequeñín de siete años debe experimentar a tan adulta edad, sea o no famoso, y no lo digo yo, lo dice Miguelito: “Mientras otro chamaquito ta´ jugando con / juguetes, Miguelito / anda suelto dando fuerte / yo sí que soy atrevido, tremendo bandido, / ya tengo por supuesto 7 años cumplidos / me anda chequeando y buscando cupido / pero hay que vacila todavía no he vivido”.

Lo sé, palabras difíciles de digerir venidas de un niño que al final del video sale bebiendo leche de una mamila, acto indigno incluso en un niño de siete años

jueves, 13 de noviembre de 2008

El ejército de Jackson


“Del fanatismo a la barbarie sólo media un paso.”
- Denis Diderot


Cuando decidí embarcarme en la noble profesión de la escritura, de antemano sabía que no sería empresa fácil, y que dependería en un principio (y quién sabe durante cuánto tiempo) de la bondad de los amigos y familiares dispuestos a darme un techo y un plato de comida para poder realizar con dignidad la vocación que tengo por las letras. También estaba plenamente consciente de que el oficio de la escritura me acarrearía un sinnúmero de enemigos, desde políticos (incluidos sus retoños) hasta los novios de mis ex novias y amigas, quienes de vez en cuando tienen la gentileza de enviarme correos electrónicos donde detallan el procedimiento que utilizarán para cegar mi vida que tanto valoro y aprecio. En fin, gajes del oficio. Cuotas que uno esta dispuesto a pagar. Sin embargo, hay situaciones para los que creo ningún escritor está preparado. Y es que, ¿quién puede anticipar el verse de la noche a la mañana acorralado por una secta que le rinde culto a Michael Jackson?

La semana pasada publiqué un artículo titulado El autógrafo millonario, donde narraba la historia de un singular personaje que creía ser Michael Jackson, y más de un lector tuvo la inquietud de escribirme preguntando si la historia era verídica, a lo que en respuesta no pude más que jurar por lo más sagrado que el relato era tan cierto como que es blanca la piel del señor Jackson. Lo curioso aquí es que por cada correo electrónico que se interesaba en saber la veracidad de la historia, llegaba el triple de mensajes escritos por ciertos inadaptados sociales que, indignadísimos e iracundos, en medio de todo tipo de (extraños) insultos me hacían saber que mis días están contados, pues de ninguna manera están dispuesto a tolerar que un hereje como yo se tomara la libertad de difamar a su dios, el ser supremo, Michael Jackson. Estoy atónito. Jamás imaginé que relatar una historia sobre un niño de mi escuela que imaginaba ser Michael Jackson me acarrearía amenazas de muerte, como tampoco me cruzó por la mente que existiera una secta que le rindiera culto a Michael Jackson.

Aunque me parece un acto aberrante, puedo entender por qué los musulmanes fundamentalistas llevan años intentando asesinar al escritor indio-británico Salman Rushdie por publicar Los versos satánicos donde se atreve a cuestionar lo escrito por Mahoma en el Corán, o que el gobierno de México haya perseguido y privado de su libertad a la escritora y periodista poblana Lydia Cacho por publicar el libro Los demonios del edén, donde denunciaba y relataba actos de pedofilia de ciertos empresarios importantes, y aclaro, es fácil entender que si te metes con los musulmanes fundamentalistas acabarás tarde o temprano degollado o con una bomba en el culo, o que si ventilas las fechorías de los empresarios amigos de los políticos que manejan los hilos de este país de chupamedias terminarás tras las rejas. Eso lo sabe hasta el niño más tontorrón de una primaria: métete con los malos y atente a las consecuencias. ¿Pero, Michael Jackson? Vamos, uno espera que lo seguidores de Michael sean estrafalarios, un tanto chiflados, pero nunca violentos. Michael siempre ha predicado el amor (y, bueno, también ha predicado la locura, pero una locura más bien inofensiva), e incluso las incontables acusaciones de pedófila en su contra son difíciles de creer tan sólo remitiéndose a ver su aspecto, pues incluso un niño de tres años podría ponerlo fuera de combate con un sonajazo.

No les voy a mentir, sé que esta historia de la secta de Michael Jackson es incluso más inverosímil que la historia de la semana pasada, pero les aseguro, es tan real como el miedo (¿qué digo miedo? ¡Terror!) que me invade cada que salgo a caminar al malecón. Los correos siguen y siguen llegando. Lo que en un principio creí como una gran oportunidad de darme a conocer en Latinoamérica gracias a ciertas páginas de Internet y periódicos de Centro y Sudamérica que tienen la bondad de publicarme, se ha convertido en la vitrina para que los michaeljacksonianos me tengan bien ubicado, pues resulta que esta secta está perfectamente estructurada, con sucursales en Perú, Chile, Argentina, México y sabrá Dios donde más. Y ese sabrá Dios donde más, seguro que incluye Campeche, lo cual me deja como un blanco fácil, metiéndome un miedo difícil de traducir en palabras, porque una cosa es que venga un esbirro de los políticos con navaja en mano y riz raz, me abra la garganta con todo profesionalismo y me aviente a los manglares, o que mi psicópata favorito, el bueno de Fernandín (alias anónimo, alias vendetta whit blood, alias the killer), drogado hasta la médula como es su costumbre, llegue por la espalda (porque es muy valiente) y me rompa la cabeza con un bate, pero lo que es un fanático de Michael Jackson, eso sí que te deja temblando de miedo, pues es imposible saber a qué atenerse. ¿Cuál será el método que utilizará esta organización terrorista para terminar con la vida de sus victimas? Lo ignoro por completo, pero sospecho que esta secta es como aquella pandilla de beisbolistas que salía en la película Los Guerreros, sólo que en vez de cargar bates y estar maquillados como los integrantes del grupo Kiss, mis probables asesinos estarán disfrazados de Michael Jackson y en vez de perseguirme por los bosques del Central Park lo harán por los arbolitos y los juegos infantiles del parque de Moch Cohuó al ritmo del paso lunar.


Les aseguro que hoy sí que temo por mi vida, pues de ahora en delante cada que un automóvil pase a un costado mío no podré evitar dirigir la mirada a las manos del conductor para ver si lleva un guante de diamantina y saber que ha llegado mi hora.