miércoles, 14 de julio de 2010

Lo que nos dejan los Mundiales


“Ya no existe la bohemia de antes. Hoy el mensaje es más claro: si ganás, servís; si perdés, no.”
- Adolfo Pernera


Dicen los que saben, los memoriosos, los amantes del fútbol, gente con nombres raros como Barak y apellidos todavía más extravagantes, imposibles, arrevesados, como Fever, que el verdadero motivo por el cual el Mundial se juega cada cuatro años puede deberse a la existencia de pruebas que avalen que se trata del tiempo justo para que nuestro cerebro olvide que en realidad son aburrídisimos.

Y es que, desde que tengo uso de razón, me han dicho que cada cuatro años ocurre un evento que justifica nuestra presencia en este planeta. Una celebración que dura un mes y de la cual almaceno en mi desmemoriada memoria una serie de datos que avergonzarían a los apasionados del fútbol, señores que desde pequeñito me hablaron acerca de dioses terrenales llamados Puskás, Pelé, Didi, Di Stefano, Platini, Beckenbauer, Müller, Neeskens, Cruyff, Kempes y Maradona, a este último señalándolo con el dedo índice frente al televisor; “corre, gordo, corre”, decían y luego se desgañitaban al unísono en un grito histérico “¡gooooooooool!”, para luego darle paso a mi memoria a una habitación llena de niños desconocidos, todos idiotizados delante de una pantalla viendo la caricatura El último unicornio.

¿Por qué papá dejó que mamá me separara de su lado y de sus amigotes alcoholizados en esa primera comunión o bautizo del año ´86? Aquella fue mi última y única oportunidad de presenciar, formar parte de esa fiesta que decían era la justificación de que el hombre haya venido a la Tierra.

Cuatro años más tarde todo pareció haber cambiado. Terminado. La gran celebración a la que solo le permitían la entrada a señores en pantaloncillos cortos dispuestos a hacer gestas heroicas se convirtió en un mito delante de mis ojos.

En el ´90 me la pasé simulando alegría como una señora que simula orgasmos cuando su esposo gordo y calvo se digna a violarla en la cocina: “¡gooooooooool!”,  gritaba cada que marcaban los holandeses y los argentinos. A falta de emociones dentro de la cancha, mi cerebro empezó a almacenar recuerdos extrafutbolísticos o ligados al futbol pero que ocurrían en las inmediaciones de la cancha. Es decir, si algo me iba a quitar el sueño cada cuatro años tendría que ser algo tan monumental e inolvidable como ver por vez primera a una mujer desnuda, en este caso la delantera de una señorita llamada Cicciolina, mujer arriesgada, aguerrida, sin tapujos, que en mitad de una plaza pública se levantó la playera para que todos sus seguidores le estrujaran sus blancas carnes, (dato curioso: Ron Jeremy interpretó a Maradona en la porno del Mundial del ‘90 llamada Cicciolina e Moana ai mondiali que hizo Cicciolina) o presenciar por primera vez el insólito llanto de un adulto, desbordado, desmedido, casi infantil; el mismo señor al que cuatro años atrás papá le gritaba: “corre, gordo, corre”.

En el ´94 mi obsesión fue buscar en el graderío a mis amigos árabes y turcos, cuyos padres pudieron costear el viaje a los Estados Unidos gracias al agiotismo, la usura y la explotación de la clase obrera. Me ardió el hígado cuando las cámaras de TV Azteca y Televisa los enfocaron en butacas de primera fila. También recuerdo las estrafalarias melenas del Pibe Valderrama, René Higuita y Leonel Álvarez. Y cómo olvidar el rostro de muerto viviente de Andrés Escobar al empujar dramáticamente la pelota en su propia portería en aquel partido contra los gringos. Todos presagiamos que algo más terrible que la eliminación de Colombia sucedería.

Y así me podría ir Mundial tras Mundial. Citando mil y un anécdotas que vinieron a suplir el jogo bonito de Brasil o el fútbol total de Holanda de la que tanto me habló papá. Por ello doy un gran salto de 16 años en el tiempo (3 Copas del Mundo) para aterrizar en la recién clausurada Sudáfrica.      

¿Acaso me sorprendió que el 90% de los partidos de este Mundial fueran un autentico somnífero? ¡Por supuesto que no, faltaba más! Soy un hombre de mediana edad que se está quedando calvo. Sin embargo, no por ello dejé de madrugar. Todos los días. Durante un largo mes. Hice crónicas alrededor de los  partidos. Subí 51 posts mundialistas a mi blog. Me gané a pulso y bien merecido el repudio de mi chica por hacerle ver todos los resúmenes y análisis nocturnos, y luego, nada de nada, ella hirviendo y yo bien dormido para levantarme fresquecito por la mañana para ver otra soporífica jornada más.

¿Acaso soy un masoquista de hueso colorado, o quizás quiero volver a la empedernida soltería en plena edad otoñal? Dios me libre. La respuesta a mi obstinación a enfrascarme en un aburrimiento total se debió, tal vez, a lo que Juan Villoro dijo en su libro Dios es redondo: “El hincha puede pertenecer al género de los ardientes, los melancólicos, los cardiacos o los nostálgicos, pero ante todo y en forma sorprendente es alguien que se resigna”.


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A nadie en absoluto le importaba o robaba el sueño (literalmente) cada que la selección de Paraguay salía al campo en Sudáfrica, incluso muchos ni siquiera sabían de la existencia de este país pequeñito enclavado en el corazón de Sudamérica. La mayoría, si acaso, vieron a este equipo rojiblanco como una mera curiosidad, una escuadra que jugaba con el uniforme del Atlético de Madrid y cuyos jugadores en vez de hablar la castilla se comunicaban los unos a los otros en un idioma indescifrable (muy parecido al coreano) a pesar de ser latinoamericanos. Y finalmente, otros menos avezados tanto en geografía como en materia futbolística, pensaban que Paraguay en realidad era la selección B de Uruguay, así como Eslovaquia era el equipo de reservas de Eslovenia, y Sudáfrica un estado al sur de un país llamado África.

Sin embargo, si de algo puede servir una Copa del Mundo es para remover el velo de ignorancia que cubre a ciertos países. Tal fue el caso de Paraguay, que luego de 199 años fue registrado en el mapa mental de la gente cuando una mujer de nombre Larissa y de apellido Riquelme salió a la luz y dijo: “Si Paraguay califica a semis me empeloto en la Plaza de Asunción”.

Dicho esto, todos consultaron la guía del Mundial en el apartado donde venía el rol de juego de los paraguayos, luego entraron a Wikipedia y descubrieron que Paraguay es un país bilingüe donde se habla español y guaraní; su bandera es de color rojo, blanco y azul, además de ser la única en el mundo que tiene dos escudos, uno en cada cara de la bandera; su capital se llama Asunción y colinda al sur, sudeste y sudoeste con Argentina, al este con Brasil y al noroeste con Bolivia; y, oh sorpresa, su presidente es un sacerdote picha loca que embaraza a toda las ciudadanas que se le acercan a pedirle la confesión o algún favor.

Frente al televisor todos vimos los insufribles partidos de este país pequeñito de 7 millones de habitantes con la esperanza de que los camarógrafos apuntaran a las tribunas y nos deleitaran con el verdadero espectáculo: Larissa Riquelme.

De ahí en adelante, no hubo vuelta atrás. Nos transformamos todos en paraguayos. Las alegrías de Larissa eran nuestras alegrías. Sus sueños de grandeza también. Su éxtasis, ni qué decir. Su angustia, igual. Nos cominos las uñas juntos. Sus mentadas de madre al árbitro también salían de nuestra boca. Igual los goles. Con el transcurso de los minutos sus palabras retumbaban distorsionadas, tergiversadas en nuestras calenturientas cabezas: “Empelotas”. “Paraguay”. “Desnuda”. “Tetas”. “Viva Paraguay”. “Métemela”. “Te la chupo”. “Arriba Paraguay”.

Para más referencias o datos más exactos, el 3 de julio traicionamos, vendimos el juego bonito, propositivo. Poco nos importó España, la Madre Patria, el espectáculo. Todas nuestras ardientes, lascivas y erectas vibraciones fueron a parar con los paraguayos. Por desgracia, todos sabemos que el fútbol es un deporte injusto. Nunca premia a quien lo merece y los paraguayos fueron eliminados por un gol cardiaco de los españoles que resquebrajó nuestros más húmedos sueños y enhiestas ilusiones.

Por fortuna, olvidamos un pequeño detalle. Larissa Riquelme es latinoamericana, y como buena hija de la conquista española, supo ser flexible, cariñosa, querendona, al mal tiempo buena cara. El 8 de julio despertamos con la buena noticia que nos dio SPORT.es: “Larissa posó para el diario Popular, que en su edición impresa ofrece un poster desplegable con la modelo desnuda posando sobre la bandera de Paraguay”.


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El Mundial tiene la capacidad de alienarnos, de meternos en una burbuja, hacernos imaginar que un huracán llamado Alex es obra de los efectos especiales producidos en los Estudios Churubusco, que las corrientes de agua que arrasan coches, casas y personas a su paso son mera escenografía de papel maché y grandes actuaciones de extras y dobles temerarios. ¿Alguien se acordó del secuestro del Jefe Diego? Me sorprendió no haberlo visto en el palco de lujo del Soccer City en Johannesburgo al estallar la trifulca protagonizada por el hasta ese momento director del FONATUR Miguel Gómez Mont cuando Argentina nos llenó la canasta de goles y en un recurso por demás primitivo agredió verbalmente a la esposa del Guille Franco recordándole el mal congénito de su marido, o sea, que es un tronco.

Otra característica peculiar que posee la Copa del Mundo es recubrirnos el corazón con un chaleco antibalas, es decir, hacernos inmunes al dolor de la muerte, mala suerte es dejar este mundo en fecha mundialista, tal fue el caso de dos monstruos de la literatura, Saramago y Monsiváis.


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Cosmopolitan, Vanidades y el resto del mundo materialista y superficial nos acostumbró a que los genios del balón debían ser modelos de Armani tipo Beckham y Cristiano Ronaldo, no es de sorprender que a falta de héroes sexys en la cancha centráramos las miradas en un pulpo. ¿Acaso hay alguna diferencia simétrica entre la cabeza del octópodo Paul y la del mediocampista Andrés Iniesta?

Quienes se preciaban de ser conocedores del fútbol, raudos y veloces, se decantaron en favor de los alemanes argumentando que su juego era muy generoso con la pupila humana. Mentira, no nos engañemos, la gente apoyó a Alemania solo porque en el fondo querían creer en algo, es bien sabido que los simples mortales nos gusta adorar a un ser Todopoderoso, infalible. Tal fue el caso el día 7 de julio, cuando misteriosamente todos los pro-juego espectacular, o sea, los teutones adoptivos, proclamaron a los cuatro vientos ser hijos de la Madre Patria, pero en sus adentros, fue porque en un pecera a miles de kilómetros de la sede mundialista al pulpo Paul se le hizo más apetitoso el mejillón que contenía la urna con la bandera española.   


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Nunca antes en la historia del fútbol el entrenador de una selección nacional reflejó con tanta vehemencia y translúcida claridad la cara dura y terquedad de sus gobernantes tal como lo hizo Javier Aguirre. El vasco, para los cuates, llegó a la selección por culpa del presidente de la República, Felipe Calderón, que temiendo la ausencia de la escuadra tricolor en Sudáfrica (alguien tenía que hacernos olvidar nuestras desgracias por un mes) le hizo firmar un contrato multimillonario para hacer lo que cualquier mexicano de a pie hubiera conseguido.

La función del director técnico nacional es simple y concreta: venderse a Televisa y TV Azteca, duopolio que te secuestrará para que filmes todo tipo de comerciales y spots publicitarios cargados de demagogia, luego, si hay tiempo, redactar una lista con 22 jugadores. Esta última tarea es sencillísima, no hay que romperse la cabeza, uno prende la televisión los sábados y domingos y descubre que en el fútbol mexicano existen, si acaso, entre 15 y 20 jugadores de calidad. Y aunque la mitad de ellos son extranjeros, no hay de que preocuparse, todos cuentan con carta de naturalización en mano, o sea, se saben el himno nacional mejor que nosotros.

México siempre se ha preciado de ser un país rebosante de jóvenes. Jóvenes que significan un estorbo y carga para quienes gobiernan, dinosaurios que se eternizan en las esferas del poder ejecutivo, judicial, legislativo y empresarial. Javier Aguirre no podía ser la excepción como el jerarca del deporte más popular del país, así que en vez de seguir el ejemplo de los alemanes, tan revolucionarios a la hora de diseñar y confeccionar sus uniformes como para plantear las estrategias de un partido con un equipo con el promedio de edad más bajo del Mundial (no cuento a Ghana, sus jugadores menores de 18 años tienen barba y bíceps de hombres de 30), decidió marginar del equipo a Jonathan Dos Santos (20 años), jugador del F.C. Barcelona, el mejor club del mundo, y en cambio llevó a su compadre el Bofo Bautista, un señor de 31 años que era banca en un poderosísimo equipo llamada Jaguares de Chiapas. Mismo caso de Guillermo Ochoa (25 años), quien fue enviado a calentar la banca por segundo Mundial consecutivo, ahora por culpa del Conejo Pérez, venerable anciano que ni siquiera tiene equipo donde jugar.

Y así podría seguir dando nombres, refrescando la memoria para que a los mexicanos nos dure la gastritis hasta septiembre, como fue el caso de dejar en la banca a nuestro goleador Javier Hernández (22 años), fichado por el Manchester United (que algo saben de fútbol los ingleses), y meter en su lugar a Guillermo Franco, 33 años, sin club donde jugar, siendo esta la muestra más evidente y palpable de mexicanidad, es decir, la de no reconocer nuestros errores bajo ningún término, por más evidente y transparente que estos sean.

El desenlace lo conocíamos todos de antemano, no hacía falta la ayuda del pulpo pitoniso. Y quizás, lo único rescatable de todo este desastre fue que por vez primera en la historia de nuestro país, un diputado abrió la boca para decir algo sensato, expresar la voz del pueblo, que Javier Aguirre debía comparecer ante la Gran Cámara de Diputados: "Puede ser una propuesta 'folclórica', pero a alguien tiene que responderle ese señor (Aguirre) en un asunto que interesa a todos los mexicanos… Deberá responder por qué alineó a su consentido Blanco, por qué sacó de la cancha a Guardado y no metió como titular al Chicharito Hernández".


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Repito, lo que más me gusta de los Mundiales es su periferia, los alrededores, las cosas que ocurren afuera de la cancha. Si algo tendré que contarle a mis sobrinos pequeños es que en la Copa del Mundo de Sudáfrica 2010 no hubo magia, tal como viene sucediendo desde Italia ´90. Pero eso sí, hubo mucho color, actos vergonzosos, patéticos, mucha tela de donde cortar, por ejemplo, antes de que rodara el balón en la inauguración, todos estábamos confiadísimos del papelón de nuestra selección, pero más seguros de esta tragedia deportiva estaban los norteamericanos, que vienen burlándose de nosotros desde Corea-Japón ´02, y para muestra Sam´s Club ofreció la siguiente irresistible oferta: “Tu PANTALLA ES GRATIS si México gana el 5to partido”.

No en balde, conciente del capitalismo feroz que reina en nuestro país, el arzobispo primado de México, Norberto Rivera, alias, el vocero oficial de Dios en la Tierra, pidió en la homilía del domingo que la selección mexicana ganara.     

Otro dato curioso: siguiendo la tradición delictiva de Francia ´98 cuando a uno de los nuestros se le ocurrió que era una buena idea apagar con su orín la llama eterna que descansa en la Tumba del Soldado Desconocido bajo el Arco del Triunfo, y a otro paisano en Corea-Japón ´02 detener el imparable tren bala de Japón, arrestaron a uno más de los nuestros por pensar que era muy patriótico colocarle un sombrero charro en la cabeza a la estatua de Nelson Mandela.

Miércoles 23 de junio. Eslovenia, emulando a México, calificaba a los octavos de final perdiendo 1 a 0 en su último partido de primera fase. Eran las 10:01 a.m. y mi mañana se iluminaba por primera vez en la Copa del Mundo, y no precisamente por tener algún ancestro esloveno, no, sino por una vieja, añeja relación de amor-odio con los norteamericanos. Donovan y compañía se irían a casa antes que nosotros. Agridulce consuelo. Entonces, justo cuando el árbitro silbó el final del partido entre Eslovenia e Inglaterra y los 22 jugadores dentro de la cancha levantaron las manos al aire, reparé en algo: ¿acaso la camiseta de los eslovenos no es sospechosamente parecida a la de Charlie Brown, el dibujo animado con la peor mala suerte del mundo? Terminado mi pensamiento, ocurrió lo siguiente: los eslovenos escuchan el sonido local, bajan los brazos victoriosos, se miran los unos a los otros el rostro desencajado, se ven haciendo las maletas en el hotel y tomando un vuelo de regreso a casa. Por su parte, los ingleses no bajan los brazos por mero orgullo inglés, para no mostrar ante millones de teleespectadores que se están cagando en las patas de miedo de saber que enfrentarán en octavos de final a los alemanes y que están viendo su futuro idéntico al de los eslovenos, haciendo las maletas y tomando el avión de regreso a casa. Landon Donovan, el Capitán América, había hecho el milagro, un gol en tiempo de compensación frente a los argelinos que les dio la calificación como primeros de grupo, algo que, gracias a la terquedad de Javier Aguirre, México fue incapaz de hacer.

Dos maldiciones ocurrieron en Sudáfrica. Uno fue el comercial de Nike, donde fracasaron rotundamente cada una de las estrellas que aparecieron en él (incluso el gran Roger Federer, que ni vela tenía en el entierro), salvo los españoles, pero eso se debió a que el periódico que arrugaron, hicieron bolita y luego aventaron fúricos tanto Iniesta, Fábregas y Piqué fue por leer una predicción de Walter Mercado donde auguraba que uno de ellos se lesionaría en el primer partido, el otro calentaría la banca y al último le romperían la ceja y luego la boca, dejándolo vendado como una momia de Guanajuato; la otra maldición fue obra de Shakira, que molesta por la ausencia de Colombia en el Mundial, decidió vengarse de los africanos. “Shakira, échate una canción para que los negritos bailen”, le dijo Joseph Blatter, cargando un maletín lleno de euros. Shakira meneó afirmativamente su melena peliteñida de Carlitos Valderrama aceptando el maletín que le entregó el suizo muy a pesar de que pocas ganas tenía de ponerse a escribir una canción que hablara de fútbol. “¿Qué hago?”, pensó tamborileando los dedos sobre la mesa durante unos segundos, luego, exclamó: “¡Lo tengo!”. Shakira desempolvó la BETAMAX del armario de sus papás y puso el video El negro no puede de Las Chicas del Can. Semanas después el tema Waka Waka le dio la vuelta al mundo, comenzó el Mundial y nunca antes una canción mundialista tuvo tanta verdad en su letra, tanto presagio, tanta profecía, tanta mala leche.

Sí, me quedo con todo eso y más, con el vómito atorado en la garganta al ver que Joachim Löw, técnico de Alemania, es un apasionado tanto del buen fútbol como de sus propios mocos, que saborea sin pudor y complejos en el banquillo. Con ver que los seleccionados españoles se pasan la Corona (literalmente) por los huevos, al menos Carles Puyol, que aparece desnudo en el vestidor para saludar a la Reina de España, lo cual me lleva a la siguiente conclusión: o la Corona ya no significa nada en España o la Reina Sofía es una mujer ávida de carne joven.

Y por último, como en un final de película hollywoodense, me llevo en el corazón y en la mente las lágrimas de Iker Casillas al levantar la Copa y el beso que le estampó a su novia reportera en mitad de una entrevista, pero sobre todo, el triunfo del fútbol, ese deporte tan bonito que intentaron practicar los españoles y que justifica la presencia del hombre en la Tierra, la fiesta de la que tanto me platicó papá