jueves, 30 de abril de 2009

Una tragedia oportuna



1


-Hola, bebé –dice mamá abrazándome y dándome sendos besos en las mejillas.

More...Su perfume, cremas, pintalabios y demás ungüentos que lleva encima son una bomba aromática que me hacen repeler involuntariamente su cuerpo perfectamente ataviado con un vestido propio de alguna ceremonia suntuosa del jet set local.

-No seas pesado, déjate besar por tu madre –dice un poco ofendida, respingada, estirada-. No olvides quién te dio la vida.

Los ojos lagañosos, la mirada nublada, los sentidos embriagados, torpes, y el pelo revuelto, hecho nudos sobre mi frente delatan mi estado. Mamá no duda en hacérmelo ver.

-¿No me digas que te he despertado? –pregunta sorprendida.

Su sorpresa, evidente, predecible en ella, no es a manera de disculpa, sino de recriminación.

-Bebé, son casi las doce del día –mira su reloj de pulsera y luego nota como mi rostro adormilado se transforma en una concertación de emociones que indican querer reventarle una cachetada en su aristocrático rostro-. Ay, qué pesado eres. No te molestes, mi amor. Sólo vine a visitarte. ¿Qué, no te da gusto verme? Veo que no. Desde que te fuiste de casa ya ni hola me dices. Es el colmo que tu pobre y desvalida madre tenga que venir en esos inmundos camiones del ADO a visitar a su bebé.

Sin disimulo, mamá echa una mirada sobre mis hombros.

-Dios mío, mi amor, qué asco de pocilga –dice haciéndome a un lado.


2


Se llama Andrés, es un ratón muy simpático. Pequeño y vivaracho. Lleno de vida. Pedro y yo sospechamos tendrá tres, máximo cuatro meses de edad. Este peludo morador es cortés y amable con nuestras propiedades. Rara vez se deja ver a plena luz del día. Todo lo contrario a Lupito, anterior inquilino, robusto y descarado, que se pavoneaba a sus anchas por todo el cuarto. De día y de noche, le daba igual. Incluso Pedro juró verlo un día andar en dos patas cual humano.

-Palabra, sólo le faltaba silbar –dijo estupefacto.

Antes de cegar su vida, le cogimos cierto cariño. Intencionalmente dejábamos caer al suelo las sobras de nuestra cena para que Lupito estuviese bien alimentado. Era una relación cordial hasta que el ratón decidió tomar como hobbie roer los cables de la computadora de Pedro.

-Así aprenderás, asquerosa rata –dijo Pedro lapidando con una masa de papel higiénico un agujero en el bidet, presunta morada de Lupito.


3


-¡Una rata! –grita mamá.

Con poco éxito intento calmarla. Le explico que se trata de Andrés. Mamá queda pálida. Con sus uñas se aferra a mis brazos para mantener el equilibrio.

-Qué suerte que vengo de hablar con el gobernador –dice fingiendo no horrorizarse al ver una montaña de ropa donde Andrés ha ido a ocultarse-. Dios es testigo de que siempre he apoyado tu loca fantasía de ser escritor, pero por el amor de Dios, esto no es vida, mi amor, vives como un vagabundo, un indigente, ahora entiendo por qué te dejó Martina, espero no lo hayas metido nunca a esta buhardilla del infierno –mamá no puede reprimir sus impulsos obsesivos de limpieza y empieza a meter en una bolsa de plástico botellas de refresco, latas de cerveza, bolsas de sabritas y varias cajas de cartón de mensajería postal-. Ahora mismo vengo del informe de Carmencita, hubieras visto qué precioso vestido tenía, una dama, qué señora, digna esposa del gobernador, y él, un caballero, apoyándola en todo momento. Bebé, ni te imaginas todo lo que ha hecho esa mujer por los niños desamparados. En verdad gente buena como ellos necesitamos en el gobierno, no como todos los demás ladrones que hay en este país.

Andrés sale disparado rumbo al baño cuando mamá levanta una pila de ropa arrugada tirada en una esquina del cuarto.

-Espero sea el mismo ratón –susurra y empieza a doblar diligentemente la ropa-. ¿No tienes clóset? Ay, para que me molesto en preguntar. Esto es un chiquero. Tan limpio que eras en casa. Toda tu ropa ordenadita, dobladita, planchadita. Tus zapatos bien boleados. Apuesto a que no has lavado nunca tus sábanas –levanta y olfatea las sabanas de la hamaca; en el acto, con una virulenta mirada le ordeno deje las sábanas en su lugar-. Me sorprende que no te haya dado sarna o algo peor. En fin, sólo vine a informarte, por tu bien, escúchame, no me hagas caras, sabes que te amo, que le expliqué tu situación al gobernador.

Quedo mudo ante el espeluznante escenario de mamá hablando con el gobernador de mi situación, cualquiera que esta sea. Mamá, con una serie de ademanes y gestos grandilocuentes me dice que mañana, en punto de las ocho de la mañana, tengo una cita en el palacio de gobierno.

-Procura llegar puntual –dice mirando su reloj-. El gobernador dice que estará encantando de escuchar todas tus ideas sobre ese libro turístico de Campeche que me platicaste querías escribir. Tú sabes que él es un amante de su Estado y de la cultura. Qué mejor que mi hijo enaltezca esta bella ciudad y finalmente la ponga en lugar que le corresponde en el mundo.

Sigo sin poder articular palabra. No recuerdo haberle mencionado a mamá nada sobre un libro turístico.

-¿Qué, creíste que tu santa madre no se enteraría de que el gobierno te mandó a Villahermosa? –me pregunta inflamando el pecho como un pavo real-. Olvidas que tengo amistades en todos lados, tu tía Bibi me llamó ayer muy emocionada, dijo que estuviste divino, que hablaste maravillas de Campeche. ¿En verdad construimos un arca gigante para salvarnos del fin del mundo? –pregunta y se mete en el baño-. ¡Dios mío, Rodrigo, hay renacuajos en la bañera!

Mamá sale a trompicones del baño tapándose la nariz y la boca con las manos.

-No faltes a tu cita de mañana –dice y cierra de un portazo la puerta de mi cuarto.


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Lo admito, hasta a mi me dan asco los renacuajos. Aunque no tanto como las cucarachas que vivían en la cifa hasta antes de la aparición de los batracios.

Supongo ha sido la sabia y caprichosa naturaleza: todo el cabello que he empezado a perder se acumula en la cifa, los cabellos obstruyen el ducto del agua y el agua que cae de la regadera se acumula en la bañera ahogando a todo organismo que no sepa respirar y/o adaptarse bajo las aguas pantanosas de mi mugre, shampoo y jabón. Francamente prefiero sentir las juguetonas y babosas caricias en mis tobillos al cosquilleo rasposo de patas y antenas.

Entro al baño dispuesto a exorcizarme de la visita de mamá y comprendo su horror. Los renacuajos han crecido lo suficiente, incluso me parece que algunos están empezando a croar.


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Decido posponer mi baño. Enciendo la computadora. Media hora después mi mente está en blanco al igual que la hoja que resplandece en el monitor. Maldigo al cogelón y proactivo de Picasso. “Que la inspiración te sorprenda trabajando, mis huevos”, mascullo. Mi novela no tiene pies ni cabeza y no veo la forma de sacarle la vuelta. También maldigo a mamá por entrometerse en mi vida. Me pregunto qué habrá pasado por su mente cuando decidió hacerme una cita con el gobernador para mañana por la mañana. Pienso en los múltiples escenarios
posibles; en todos ellos el desenlace es el mismo: los esbirros del gobernador sacándome a puntapiés de su oficina.

Para despejar la mente me deslizo a la computadora de Pedro. Entro a Internet con la esperanza de encontrar algún mail de Martina que dé respuesta a mi meloso y arrepentido correo. No hay noticias de ella. Al parecer su odio no ha menguado. Quizás nunca debí mencionarle el incidente que tuve con su papá en el callejón.

-¡Mentiroso de mierda, vete a la mierda! –gritó Martina al volante de su Mercedes-. ¡Eres un hombre horrible, te odio, cabrón de mierda! ¡Mi papá tenía razón, eres una mierda!

Fue un arrebato. Luego condujo por todo el malecón en silencio. O mejor dicho, escuchando y tarareando el disco de Shakira, y luego deteniéndose un par de veces a saludar a sus amigas.

-Nada, aquí, tranquila, dando un rol –dijo y luego se despidió mandando besos volados a esas chicas no tan chicas vestidas al último alarido de la moda que platicaban sentadas en las cajuelas de sus coches últimos modelo.


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Tengo una veintena de mails. Casi en su totalidad son cadenas de oraciones para rogar y pedir por los damnificados de Villahermosa. Elimino todos, excepto dos.

El primero dice lo siguiente:


Hola Rodrigo, me latería hablar contigo para proponerte publicar parte de tu material (el texto de Campeche que le prometiste enviar a Hernán Hernández) en el próximo número de la revista, por favor márcame al (55) 91 71 66 66 de 11 am a 4 pm de lunes a viernes, o escríbeme a este mismo correo y dame tu teléfono para platicarte de qué va el asunto. Nos urge un poco.
Saludos afectuosos desde la capital.
Ignacio Salazar, jefe editorial.


Entro en pánico. He olvidado todo lo que dije de Campeche en el encuentro de escritores de Villahermosa. Respondo el mail (naturalmente omitiendo mi número de celular). Digo que es un placer y honor que me tomen en cuenta para tan prestigiosa revista. Miento diciendo que a la brevedad posible les enviaré el texto prometido.

El segundo mail dice:


Queridos maestros míos:
En vista de los lamentables acontecimientos sucedidos horas después de su visita a nuestra bella ciudad, temo informarles que todo cuanto conocieron ahora está en ruinas. Como bien saben nuestro honorable Gobierno Federal ha tomado cartas en el asunto, mandando todo el apoyo posible, sin embargo, ante esta tragedia, la ayuda es exigua.
Las intensas lluvias provocaron el desbordamiento del río Usumacinta, a tal grado que éste ha arrasado con nuestros muchos patrimonios culturales de la ciudad: la biblioteca pública y el museo regional de antropología Carlos Pellicer (entre otros).
Este correo es con motivo de suplicarles de la manera más atenta y piadosa que por favor tengan el gesto y amabilidad de enviarnos de vuelta la bellísima colección de obras completas de Andrés Iduarte que les dimos de obsequio. Esto debido a que hemos perdido todos nuestros libros de la biblioteca.
Esperamos nos apoyen en la reconstrucción de la cultura de esta bella ciudad.
Que Dios los bendiga a todos.
Olga Villafania Ordóñez
Directora de Cultura de Villahermosa


En un rincón del cuarto, descubro desperdigados varios montones de libros. Entre ellos distingo la colección de obras completas de Andrés Iduarte. Los sacudo, les quito el polvo y los coloco cuidadosamente en mi estante de libros favoritos.

Quizás, pienso, ya no sea necesario mendigarle al gobernador por unos pesos. En eBay algún intelectual estará dispuesto a pagar por ellos alguna buena cantidad de dinero que me dé un respiro mientras termino mi tan esperada novela.

jueves, 23 de abril de 2009

Secuelas de un encuentro de escritores



1


Tal como supuse al ser despertado muy temprano en la mañana por unos insistentes pitidos del teléfono, los siguientes dos días fueron un calvario en aquel esperpéntico encuentro de escritores.

More...-Maestro, le estamos esperando todos en el lobby –dijo una voz femenina fingiendo cortesía al otro lado de la línea-. Procure bajar a la brevedad posible, tenemos una visita programada a la biblioteca pública. No querrá perdérsela.

Con dificultad salí de la cama. Unas punzadas aguijonearon mi frente y nuca. Tuve que sostenerme de la cabecera de la cama para no irme de narices sobre el colchón vacío de la cama de Ricardo Rueda. Maldije a Ricardo por no despertarme. Lo imaginé acicalado y perfumado, jugo de naranja en mano, esperando junto con todos los demás escritores con su mejor cara de indignación a que yo, el divo campechano, despertara de su séptimo sueño.


2


Las puertas del elevador se abrieron. Ante mis ojos apareció una veintena de personas, todas ellas con gafetes colgando del cuello, olorosos y bien bañados.

-Maestro, ¿y su gafete de participante? –me abordó con el rostro consternado la directora de cultura de Villahermosa, haciendo toda serie de ruidos con sus pulseras, collares y tacones sobre el bien encerado piso del hotel.

-Creo que está en mi maleta –respondí con mi mejor cara de niño de primaria que olvidó su tarea en casa-, puedo ir por él ahora mismo.

-No se preocupe, maestro –dijo la directora de cultura con el rostro adusto, intentando con poco éxito encarnar a la amabilidad hecha mujer-. Mejor nos vamos yendo, que ya se nos hizo tardísimo.

Miré el reloj de la recepción. 9:15 a.m. Una locura ir a una biblioteca pública a esa hora o a cualquiera. Nos subieron a todos los escritores y organizadores del evento en dos camionetas. Todos parecían muy emocionados. Sus gestos y cháchara entusiasta me resultaron vomitivos. A tal grado que (la cruda infernal me estaba matando) estuve literalmente a segundos de convertirme en Linda Blair en El exorcista de no ser, a Dios gracias, a que la biblioteca resultó estar a cinco minutos del hotel.

-Estás pálido –me dijo una escritora del DF que representaba al Estado de Veracruz -¿Te sientes bien?

Asentí con la cabeza.

Al reunirnos con la otra comitiva de escritores a las puertas de la biblioteca pública descubrí que Ricardo Rueda no apareció. Pregunté por su paradero pero nadie supo siquiera quién era ese tal Ricardo Rueda. Me estremecí. Estaba completamente solo en mitad de tantos intelectuales.


3


Entramos a la biblioteca pública. Nunca antes había estado en una biblioteca tan grande y fea. En realidad fue hasta que un escritor de Chiapas me preguntó si la biblioteca pública de Campeche era igual de grande, descubrí que nunca en mi vida había entrado a una.

-Sí, mucho más grande –inventé-, y con acabados de primera.

-¿Y qué tal el surtido de libros? ¿Tienen muchos autores locales? –me preguntó otro escritor chiapaneco que se integró muy interesado a la plática.

-Sí, muchos –dije intentando ocultar mi terror.

-Me encantaría visitarla, siempre he tenido una duda sobre la obra de Juan de la Cabada que tal vez pudieras responderme…

-Disculpen, ahora regreso. Voy al baño –salí huyendo.

Al salir del baño comenzó el verdadero martirio.

-Un pequeño regalo de la biblioteca pública de Villahermosa, maestros –dijo la directora del instituto de cultura.

Acto seguido dos de los coordinadores del evento empezaron a repartir a cada uno de los participantes una bolsa con las obras completas de Andrés Iduarte.

Todos rompieron en aplauso. Una escena conmovedora que casi me hace salir huyendo de nuevo hacia los baños.

-Tenga, maestro –me dijo uno de los coordinadores al descubrirme detrás de un grueso pilar de concreto, entregándome una pesada bolsa llena de libros-. ¿Le gusta el maestro Iduarte?

-Uno de mis favoritos –mentí e intenté visualizar el primer bote de la basura para arrojar la pesada carga que tenía entre manos.


4


Recorrimos hasta el último rincón de la biblioteca. Es decir, toda la mañana anduvimos de pie siguiendo a paso de tortuga a nuestro guía, un hombre octogenario que milagrosamente se mantenía en pie y que no dudaba en detenerse en cada anaquel de libros que podía (sospecho para no morirse de asfixia) a petición de todos los escritores que con caras resplandecientes observaban uno a uno los libros como si se tratara de revistas pornográficas.

Para evitar desfallecer de aburrimiento, mi estrategia fue perderme mirando el río Usumacinta que corría con sus caudalosas aguas al otro lado de los ventanales de la biblioteca. Imaginé una y otra vez qué ocurriría si llegase a desbordarse. Sobretodo cuando el viejecito dijo que en la planta alta estaban resguardados y muy a salvo los libros invaluables de la biblioteca.

-¿Podemos verlos? –suplicó algún imbécil.

-Un honor mostrárselos, maestros –dijo el guía.

El horror continuó. El viejo nos llevó a la segunda planta.

-En aquella sección de allí –dijo el viejo-, podrán encontrar todos los libros que pertenecieron a la biblioteca personal de Julio Torri.

Los escritores corrieron como niños dentro de una confitería.

-¡Oh, por Dios, mira este libro!

-¡Oh, santo cielo!

-¡No puedo creer que tengan este!

Patéticas exclamaciones por el estilo mientras husmeaban, hurgaban e intentaban leer aquellas primeras ediciones de libros en idiomas que obviamente no dominaban. Un espectáculo enfermizo. Y perturbador también, porque justo cuando perdí nuevamente la mirada y mis pensamientos en el ventanal que daba al río Usumacinta, una voz cavernosa me sacó de mis apocalípticas fantasías:

-Una belleza, hermoso como igualmente peligroso -dijo el viejo como si tuviera poderes telequinésicos para leer mi mente-. No hay nada de qué preocuparse, maestro, como le dije, por eso tenemos los libros importantes en la planta alta, sólo una verdadera tragedia haría que el nivel del agua subiese hasta aquí.

Por supuesto, mil y un imágenes de feroz e incontrolable agua putrefacta inundaron mi mente subiendo las escaleras hasta tragarse todos los libros, incluido el viejo que moría ahogado estúpidamente intentando detener lo inevitable.


5


El almuerzo fue breve. Un pequeño infierno en la Tierra. La recapitulación vivida en la biblioteca a varias voces acompañada de un bistec y una Coca-cola. No hubo tiempo ni siquiera para dormir la siesta, al parecer no figuraba en el cronograma de actividades. Lo que a continuación siguió fue que nos encerraron de nuevo en el teatro como el primer día para tener el privilegio de escucharnos a nosotros mismos durante una maratónica jornada de 4 horas ininterrumpidas.

En esta ocasión, para sobrevivir, concentré mis cinco sentidos en las torneadas piernas de las edecanes. Compadecí a aquellas pobrecillas almas en pena que tenían que ganarse la vida sonriendo en un evento tan nefasto.

Según el programa de actividades todos los participantes tenían como máximo 5 minutos para compartir sus creaciones literarias con el auditorio. Naturalmente, sólo en teoría, pues no ha nacido aún el escritor sobre la faz de la Tierra que no ame escuchar su propia voz salida de un micrófono. Siendo así, todos leyeron varios capítulos y/o poemas de sus novelas y/o poemarios publicados en editoriales de sus respectivas ciudades de origen, sin que el moderador, un guiñapo sin los arrestos suficientes, los pudiese mandar a callar apenas rebasaran los cinco insufribles minutos con un segundo.

A diferencia del primer día, yo sería el último en tomar la palabra, eventualidad que francamente me tenía por demás inquieto, pues sobra aclarar que era el único escritor del evento sin ser publicado en alguna editorial. Siendo así decidí leer un texto donde relataba una de mis tantas desgracias amorosas. Una en la que mi degenerado suegro intentó con su camioneta último modelo cegar mi vida en un callejón.

En mi afiebrada imaginación soñé con que tal vez el público se descosería en aplausos al término de mi lectura. Por ello decidí que era necesario imprimirle a la historia toda suerte de efectos de sonido, desde el motor asesino hasta las llantas chirriando contra el pavimento, sin olvidar mi vertiginosa caída sobre el capirote de mi volcho que casi me disloca el hombro.


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-Un aplauso para el representante de Campeche –dijo horrorizado el moderador de la mesa cuando terminé de leer.

Al parecer las edecanes fueron las únicas que reconocieron mi talento literario, pues sólo ellas se animaron a seguir las instrucciones del moderador, aplausos que de inmediato tuvieron que suspender al ser reconvenidas por las miradas que el público les arrojó reprobando su efusividad hacia mi lectura.

Luego llegó la ronda de preguntas y respuestas del público. Por fortuna fui el único participante al que ignoraron, salvo por una señora que me abordó horas más tarde en la puerta del hotel.

-Un consejo –dijo la señora mirándome bajo su hombro-, la palabra aparcar jamás debe ser utilizada por un joven del sur.

-Enterado –dije humillado, pues según la vieja loca aparcar es una palabra anglosajona que única y exclusivamente le es permitida a los escritores que viven en la frontera de los Estados Unidos.

-Es sólo un consejo –dijo la señora elevando la voz para asegurar que su perorata lingüística fuera escuchada por todo el comité de escritores que la rodeaban y aprobaban con un meneo de cabeza de arriba a abajo como si todos fueran unos malditos pavos de engorda comiendo migajas del suelo.

-Se lo agradezco –dije y luego que vi partir a la señora le susurré a un escritor local algún improperio acerca de la vieja pomposa, comentario que provocó en mi oyente una mueca de espanto.

La señora resultó ser la poetisa más famosa de Villahermosa, además de la esposa de un afable, encantador y mítico anciano que nos torturó el tercer y último día en el teatro relatándonos hasta el infinito y más allá cómo escribió sus decenas de libros insufribles.


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Salvo el incidente de la poetisa superestrella, en resumidas cuentas puedo decir que la mayoría de los participantes quedó encantada conmigo. Lo único que tuve que hacer para granjearme su aprecio fue seguir mintiendo cuan largo fue el último día del encuentro, es decir, jurarme seguidor de todos los escritores que ellos admiraban y leían. Por ejemplo, imitar a todos los que ponían los ojos vidriosos de la emoción al escuchar las remembranzas de la vida y obra de Carlos Pellicer y José Gorostiza mientras nos daban un paseo por las avenidas principales de la ciudad en un escandaloso camión de dos pisos descapotable de turistas. Trayecto en el que por fortuna pude entretenerme observando desde las alturas a los transeúntes que fácilmente podían ser confundidos con ratas y zarigüeyas panzonas erguidas en dos patas, prófugas del museo regional de antropología Carlos Pellicer.


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De vuelta en casa, vivo de milagro, estoy dispuesto a entregarme a la rutina: Pedro, absorto frente a su monitor de no-sé-cuántas pulgada baja una selección de películas ganadoras de los festivales europeos más pretenciosos mientras me dejo arrullar placidamente en mi hamaca, ignorando que una peligrosa nube negra, quizás no tan negra y tan peligrosa como las que empiezan a formarse sobre toda la ciudad de Villahermosa (en los noticieros temen lo peor), se cierne sobre mi cabeza.

En las oficinas de CONACULTA en el DF, uno de los directores editoriales relata la historia de cierto mamarracho que conoció en su viaje a un encuentro de escritores en Villahermosa, dando calculadas instrucciones a su consejo editorial de que le contacten en el acto para publicar cierto escrito que sin duda aparecerá conmocionando a la comunidad intelectual en el siguiente número de la revista, y chasqueando los dedos en un arrebato de inspiración sublime, sabe que tiene el título perfecto para el escrito, mismo que podrá verse (incluso a una distancia considerable en los aparadores de revistas) en letras mayúsculas en la portada.


viernes, 17 de abril de 2009

Dos mas dos es igual a cero


“El dinero en efectivo es cosa de arruinados. La opulencia ya no se mide por el dinero que tienes en el momento de pagar, sino por la capacidad de moratoria que exhibes con las tarjetas.”
- Juan Cueto


Ignoro si sea verdad, pero si no lo es, deberían (inmediatamente, por favor, se los ruego, honorable jurado de Estocolmo) darle el premio Nobel al economista que según mi primo Lalo ganó el premio hace mucho tiempo por decir que un país debe ajustar sus gastos en medida proporcional al ingreso que obtiene.

-¡Oh, por Dios, vaya genio, descubrió el hilo negro! –exclamará la mayoría con sarcasmo, pues esta teoría económica nos la enseñaron desde la primaria cuando mamá nos daba cinco pesos (o el dinero que fuese) y había que ajustarse a él para comprar en la tiendita para lo que alcanzara.

Esto viene a cuento porque, como todos sabemos el país está quebrado. Y si el país está quebrado eso quiere decir por elemental sentido común, que sus habitantes (en su inmensa mayoría) también lo están. Sin embargo, esta situación evidente pareciera ser que no condice en absoluto o causa efecto alguno en el comportamiento de la mayoría de la gente que hace filas y filas en las tiendas departamentales, agencias de coches, jugueterías, etcétera, etcétera, etcétera, derrochando dinero cual Ricos Macpatos.

Este fenómeno lo atribuyo a uno de dos factores: no me quedaron muy claros los conceptos básicos de matemáticas que me enseñó miss Margarita en la primaria, o (sospecho que es esta opción) soy un perfecto imbécil.

-Niños, hoy vamos aprender a sumar –nos dijo un día miss Margarita.

Y así lo hicimos. Nos enseñó que uno más uno era igual a dos y que dos más dos era igual a cuatro. Luego por arte de magia materializó los números convirtiéndolos en unidades monetarias, es decir, uno era igual a un peso, dos era igual a dos pesos y así sucesivamente. Después nos enseñó con ejemplos lo útil que nos podría ser en la vida real el saber contar correctamente.

-Niños, les tengo un ejercicio matemático, a ver quién de ustedes es el más inteligente del salón y me da primero la respuesta correcta –dijo-. Presten mucha atención. Si tienen dos monedas de dos pesos en el bolsillo y quieren comprar paletas en la tiendita, ¿para cuántas paletas les alcanza si las paletas valen a un peso cada una?

Luego de unos segundos, Gustavito, el niño más inteligente del salón dijo:

-Cuatro paletas, miss.

-Excelente Gustavito, muy bien –dijo miss Margarita.

Sin embargo, no faltó el burro del salón que dijo:

-No. No es verdad, miss. Alcanza hasta para ocho paletas.

La maestra con paciencia monástica intentó sacar al burro de su error:

-No Carlitos, solo te alcanza para comprar cuatro paletas.

Pero Carlitos que era un cabezadura dijo:

-No miss, le juro que da para ocho paletas; las paletas que yo vendo en los recreos con solo cuatro pesos puedes llevarte hasta ocho.

-Ah, bueno Carlitos, eso es porque seguro tus paletas las vendes en cincuenta centavos –dijo la miss un poco más tranquila.

-Para nada miss, hasta cree que soy burro, se las vendo a mis compañeros al mismo precio que en la tiendita –se defendió Carlitos.

-¿Y cómo es eso posible, Carlitos? –preguntó alarmada miss Margarita.

-Se llama crédito, miss –respondió Carlitos, sin duda, el alumno más burro del salón. O eso creímos quienes durante un semestre dejamos de comprar paletas en la tiendita para ir con Carlitos, que nos daba paletas sin tener que pagarle ni un peso, porque para nosotros crédito era sinónimo de regalo. No así para Carlitos, que tenía anotadas en una libretita todas las paletas que le debíamos. Y un buen día, vencido el plazo de pago de las paletas, Carlitos se presentó a la hora del recreo escoltado de dos gorilas que eran sus hermanos mayores a cobrar individualmente a cada cliente. 

Ahora que veo en todas las tiendas las interminables filas de fanáticos de las ofertas, los seis meses sin intereses y las tarjetas de crédito, una de dos: o no les enseñaron a sumar en la primaria o nadie me avisó que llegó el día en que los dueños de las tiendas se volvieron locos y están regalando su mercancía. 

martes, 14 de abril de 2009

Ni villa, ni hermosa



1


Todo comenzó mal en mi primer encuentro de escritores.

-¡Bienvenido, Eutimio Estrella! –me dijo una señora muy perfumada y arreglada en el lobby del hotel.

More...Palidecí. También quedé mudo. Incapaz de articular palabra alguna y desmentir a esa señora tan elegante y digna, llena de pulseras y collares de colores fabricados con semillas de plantas exóticas que me sujetaba de las manos y me decía que era sin lugar a dudas el mejor escritor de Campeche, que admiraba mi trabajo y ni que decir de mi libro ¿Trabajas o escribes?, gloria de la literatura moderna, bocanada de aire fresco, manantial en mitad del desierto.

-Eutimio Estrella no pudo venir –dijo Ricardo Rueda.

El terror se apoderó de mí. También de la señora perfumada y arreglada; si no era Eutimio Estrella, decían sus ojos horrorizados, ¿quién diablos era yo? Por fortuna, Ricardo Rueda salió al quite. Le explicó a la señora, al parecer una de las organizadoras (luego ella nos aclaró, altiva y muy segura de sí misma, que era la directora del Instituto de Cultura de Villahermosa) que por error el Instituto de Cultura de Campeche no pudo avisar a tiempo que Eutimio Estrella no podría asistir al evento por cuestiones laborales, así que enviaron a otro de sus más grandes exponentes campechanos. Ricardo Rueda me presentó descosiéndose en halagos como si fuese yo un premio Nobel.

-Caramba, mucho gusto –dijo la señora perfumada-. Un placer conocerle, maestro.

Me sonrojé. Nunca antes alguien me había llamado maestro. Y no sería la última vez, al parecer todos los participantes en el encuentro de escritores eran maestros de algo porque los organizadores no cesaban de llamarles maestro por aquí, maestro por allá.

-Maestro, tenga –me dijo la directora de cultura sin poder ocultar su bochorno al entregarme un gafete con el nombre impreso de Eutimio Estrella-. Una disculpa, no sabíamos que vendría usted... espero comprenda.

Al entrar a mi habitación con Ricardo Rueda supe que el viaje había sido un error.

-No sé que carajos hago aquí –le dije en un arrebato de sinceridad propio de un hombre desesperado que sabe irá al paredón.

-Tranquilo, no estás solo –me dijo y se echó sobre una de las dos camas individuales del cuarto.

En cuestión de segundos Ricardo Rueda dormía profundamente en mitad de sonoros ronquidos muy quitado de al pena, a su aire, con la bendita irresponsabilidad que te dan más de 20 años a cuestas viviendo de la cultura. Por mi parte lo último que me cruzó por la cabeza fue dormir, y menos cuando abrí la carpeta que nos entregaron a todos los participantes del encuentro donde venía el cronograma de actividades.

Eutimio Estrella abriría el encuentro dando una charla de La situación actual de la creación y publicación literaria en Campeche.

Me encerré en el baño. Contemplé por unos segundos frente al espejo mi rostro de escritor nada creativo y menos publicado. Vomité de una manera penosa en el lavabo.


2


Horas antes de abordar el camión de ADO rumbo a Villahermosa me sentí nervioso cuando Eutimio Estrella me dijo que no viajaría solo. Que enviarían a otro escritor campechano.

-¿Lo conoces? –le pregunté.

-Ni idea –respondió.

Los del Instituto de Cultura de Campeche le enviaron al pobre de Eutimio Estrella su invitación al Primer encuentro de escritores del sureste Andrés Iduarte 24 horas antes del encuentro, de ahí que no tuviera tiempo de averiguar nada, menos de hacer nada, como por ejemplo, pedirle permiso a su jefe del periódico para poder ausentarse 3 días del trabajo.


3


Abordé el camión de ADO que me llevaría a Villahermosa. En el Instituto de Cultura me dijeron que viajaría con Ricardo Rueda. Me dio vergüenza preguntar quién era Ricardo Rueda, aunque a esas alturas lo único que me reconfortaba era saber que no viajaría solo. O mejor dicho, me alegraba la idea de que iría al matadero acompañado. Me tocó el asiento 29. Ventanilla. Ni rastro de Ricardo Rueda. Me asusté. ¿Acaso sería el único escritor en representar a Campeche? Aquello tenía sus ventajas, al menos en el trayecto de Campeche a Villahermosa, pues podría abrir y estirar las piernas a mis anchas. El camión sólo tenía cinco pasajeros, incluyéndome. Quizás Ricardo Rueda era uno de los cuatro tripulantes desperdigado en los asientos de adelante. O mejor dicho, uno de los dos hombres que estaban hasta al frente del camión porque los otros dos pasajeros eran una señora acompañada de un niño pequeño.

El camión se detuvo en la estación de Champotón. Nadie abordó. Sentí un profundo alivio y volví a estirar mis piernas. Metros más adelante, pasando el malecón, el camión volvió a detenerse. Abrió la puerta y entraron como 40 pescadores. El más gordo y oloroso de ellos se sentó a mi lado. Me pegué lo más posible a la ventanilla para no hacer contacto con su brazo sudoroso. Fue inútil. También contener la respiración. Sin duda, el preludio de un viaje al Infierno. Pensé en mi reconfortante hamaca. ¿Qué necesidad tenía yo de estar sufriendo en un camión lleno de polizones embadurnados en escamas? Maldije primeramente a Pedro, mi potencial representante literario quien me convenció de asistir al estúpido encuentro de escritores, pues según él, elevaría mis bonos de escritor; luego blasfemé en silencio al camionero al cual sin lugar a dudas denunciaría al llegar a la estación más próxima. El camión se detuvo unos metros antes de llegar a la siguiente estación. Los polizontes marinos abandonaron el camión.

-¿Rodrigo? –me llamó por mi nombre un hombre cuarentón de cabello negro revuelto y gafas enormes. Sus jeans y su playera roja se me antojaron una indumentaria elegantísima en comparación con mi ex compañero de viaje.

No tuve que responderle al extraño. Mis ojos asustadizos delataban que en efecto, yo era Rodrigo.

-Ricardo Rueda, mucho gusto –me dijo el hombre cuarentón estrechando mi mano y luego sentándose en el asiento junto al mío. Me platicó que se quedó dormido en uno de los asientos de adelante, grave error porque siempre suben a polizontes a los camiones y pudieron robarle la cartera.

Parecía un buen tipo, amable y nada pretencioso, en pocas palabras, no parecía escritor.

-Soy fotógrafo –me dijo cuando le pregunté qué género literario escribía-. Aunque me defiendo en todo. Escribo un poco de esto y un poco de aquello.

Al verme ante este panorama lleno de honestidad por parte del otro participante campechano, decidí aventurarme a platicarle mi situación, es decir, que por accidente estaba yendo a un encuentro de escritores al cual ni remotamente pertenecía. Para mi sorpresa, Ricardo Rueda me dijo que estaba al tanto de ello. Resultó ser que trabajaba en el Instituto de Cultura de Campeche, me dijo, casi en susurros, como si hubiese micrófonos escondidos en el camión, que eventualidades como la mía eran el pan de cada día dentro del Instituto. Me explicó los motivos: siempre se traspapelaban las invitaciones a eventos de escritores o el director de cultura nunca estaba en su oficina por estar “trabajando” (Ricardo hizo comillas con los dedos) o la secretaria se la pasaba en desayunos interminables y nunca atendía el teléfono para recibir las llamadas de otros institutos de cultura, etcétera.

-Así es la cultura en este país –sentenció Ricardo Rueda-. Te lo dice alguien que ha trabajado en otros Institutos de Cultura.

Para mi asombro, pobre estúpido de mí, Ricardo Rueda tampoco era campechano. Era de Oaxaca. Llevaba dos sexenios en Campeche. Su confesión me hizo descubrir que quienes se dirigían al Primer encuentro de escritores del sureste Andrés Iduarte no eran ni más ni menos que dos farsantes, dos impostores, un par de sinvergüenzas que representarían la literatura de una ciudad a la que no pertenecían.

-La verdad es que yo tampoco soy campechano –dije desembarazándome de una pesada carga.

-¿Me lo juras?

-Te lo juro.

-Te juro que no me había dado cuenta –dijo y se echó a reír.

Me ruboricé. Era obvio que yo no era campechano. En Campeche todos los que recién me conocían me hacían broma por mi exagerado acento yucateco.

-Ahora yo te voy a decir un secreto… –me dijo Ricardo Rueda con aire misterioso-. Yo no soy Ricardo Rueda.


4


Papá siempre dijo que Villahermosa era la ciudad de la mentira.

-Ni es villa, ni es hermosa -decía y se echaba a reír él solito.

Un pésimo chiste con el que, no me pregunten motivo, causa o razón, los nervios son traicioneros, decidí abrir mi charla de La situación actual de la creación y publicación literaria en Campeche frente a un auditorio insospechadamente lleno de gente influyente.

Silencio absoluto.

La esposa del Presidente Municipal me dirigió una mirada virulenta. El resto del auditorio me miró horrorizado. Ricardo Rueda dejó de tomar fotos en los pasillos del teatro y me hizo un ademán de que sonriera y que dijera lo primero que se me viniera a la mente, o al menos así interpreté su ademán y me puse a decir una retahíla de mentiras en la ciudad de la mentira.


5


Por un instante pensé que se trataban de mis nervios. La mesa empezó a chicolearse de un lado a otro. Las botellas de agua que estaban sobre la mesa se cayeron al suelo. Las edecanes se pegaron a la pared con la mirada aterrorizada y supe que mis nervios no eran tan fuertes como para zamarrear las butacas del teatro entero.

-¡Reputísima madre, está temblando! -dijo un aterrado escritor a un lado mío, comentario del que aprendí dos cosas nuevas del mundo literario: que yo no era el único que ignoraba que temblaba en Villahermosa y que ser culto no te exime de escupir sapos y culebras de vez en cuando.

Pasó el temblor.

Una atronadora caravana de aplausos envolvió el recinto. Nunca supe si los aplausos fueron un reconocimiento a mi discurso de media hora o una forma de agradecerle a Dios que el techo del teatro no se viniera abajo sobre nuestras cabezas.


6


Hernán Hernández. Capitalino hasta la médula. Aparentaba ser un hombre de veintitantos años: vestía, gesticulaba y hablaba como un veinteañero aunque en realidad tuviese más de cuarenta. Pintaba algunas canas que se perdían en su cabellera revuelta, castaña y escrupulosamente despeinada.

-¿Ha sido verdad todo lo que dijiste antes del temblor? –me preguntó y detuvo su cerveza en el aire antes de animarse a sorberla.

-La más absoluta de las verdades jamás dicha –respondió Ricardo Rueda por mí, que curiosamente horas atrás me había confesado no ser Ricardo Rueda-. Te lo juro por mi vida.

Hernán Hernández no me quitó la mirada de encima. Su mirada era una mirada cómplice de quien mira y nunca delata al sujeto que avienta la piedra y esconde la mano.

-¿De dónde saliste, querido amigo? –preguntó Hernán, pero en realidad se lo estaba preguntando a sí mismo.

-De Campeche –respondí a la desesperada porque soy un tonto.

Hernán Hernández soltó una carcajada. Me dijo que nunca antes había escuchado de mí. Que nunca había leído nada mío. También me confesó que le sorprendía que me hubiesen invitado a un encuentro de escritores de renombre. Naturalmente, al escuchar esto, palidecí al instante. Las palmas de mis manos empezaron a sudar y presentí que de ahí en adelante todo se iría a la mierda.

-Te quiero para el siguiente número de la revista –dijo Hernán para mi sorpresa-. Quiero que escribas todo lo que dijiste sobre el escenario. Y cuando digo todo, quiero decir todo.

Intenté recuperar la compostura y le dije que no había problema, que contara conmigo para su revista, cualquiera que ésta fuese. Nos emborrachamos de lo lindo. Como un par de campeones. Al llegar dando tumbos a la habitación, Ricardo Rueda me preguntó, el semblante muy serio, si sabía con quién me acababa de emborrachar. Sin un ápice de vergüenza, actitud muy propia en lo borrachos, le respondí que ni puta idea, o más exactamente le dije lo siguiente:

-Con alguien que tiene una revista.

-No cualquier revista –me corrigió Ricardo Rueda.


sábado, 11 de abril de 2009

Los dramas también son cómicos


“La tragedia de la vejez no es que uno sea viejo, sino que uno es joven.”
- Oscar Wilde


Como aún sigo nostálgico por la inminente demolición de los únicos cines que existen en la ciudad donde vivo, hoy les voy a hablar de cine. De una película que desde luego, nunca pasaron en los cines de la ciudad. La película se llama The Savages y, además de haber sido una de las películas más aclamadas del año pasado, fue la película que más tardé en conseguir en el gratuito ciberespacio, pero ¿saben una cosa?, valió la pena la espera. Tal vez a muchos esta comedia dramática les resultará deprimente (no debería, pero ya ven con qué facilidad se deprime a veces la gente), sin embargo, en lo que mí respecta, es una película fascinante. The Savages es una cinta sutilmente divertida, reflexiva y magníficamente escrita.

More...En lo personal, les repito, me pareció una película inolvidable, y quizás sea porque combina tantos ingredientes que me gustan y con los cuales, admito, me identifico.

1) Protagonistas: Wendy Savage (Laura Linney) y Jon Savage (Philip Seymour Hoffman) son un par de escritores que durante años han intentado que les otorguen la beca Guggenheim, siempre sin éxito.

2) Trama: Wendy y Jon reciben la noticia de que la novia de su padre ha fallecido, así que para su mala fortuna de ahora en adelante tendrán que hacerse cargo del viejo. De inmediato surgen dos enormes problemas: el primero es que los tres integrantes de la familia Savage viven en ciudades diferentes; el segundo (y más complejo) es que el padre está cada día más deschavetado. Los hermanos Savage llegan a la conclusión de que no pueden hacerse cargo de su papá. Por un lado Jon es doctor en filosofía y entre sus clases en la universidad, el libro que está terminando de escribir, y tomar la decisión de si debe casarse con su novia rusa para que no la deporten del país no le queda tiempo para hacerse cargo de un anciano senil; el mismo caso es el de su hermana, la cual entre su desempleo, el terminar una obra de teatro que lleva años escribiendo, y tomar la decisión de si debe ser una mujer de mediana edad soltera o conformarse con ser la amante de un hombre de mediana edad que le mete el cuerno a su esposa, dispone de poco tiempo para otra cosa. Siendo así de terrible el mundo, deciden que la solución más factible es internarlo en un asilo de ancianos.

Les dije que era un drama. Y para evitar revelarles más de la película, mejor los dejo con dos breves historias familiares, pues cuan largo fue el filme no pude evitar recordar el tiempo en que mis abuelos enloquecieron y mamá tomó la valerosa decisión de llevarlos a vivir a casa. Decisión que, como era de esperarse, desencadenó un sinfín de dramas, que nada más fue posible afrontar encontrándoles el lado amable o gracioso.

Primera historia. Mi abuela, que sus últimos meses de vida los pasó postrada en una silla de ruedas, en un atisbo de lucidez su mirada muerta cobró vida:

-Hijita linda, acércate un poquito -le dijo con voz cándida a mamá moviendo el dedo índice en señal de que se aproximara.

-¿Qué quieres, mami? -preguntó mamá.

-Ven, acércate un poquito más, bonita -dijo mi abuela sin dejar de mover el dedo.

Mamá se acercó hasta quedar a un palmo de distancia del rostro de su madre, y mi abuela, dibujando una sonrisa en los labios de tener a su hija justo donde la quería, le reventó (en cámara lenta) una cachetada en la cara.

-Has sido muy mala -le dijo mi abuela.

Mamá sonrió y le estampó un enorme beso en la frente.

-Claro mami, yo también te quiero -le dijo.

Segunda historia. Elegí esta historia como bien pude elegir otra cualquiera, como cuando mi abuelo gritaba en mitad de las noches como un desquiciado porque sus familiares (todos muertos) se lo querían llevar, o cuando ayudándole a orinar decidió que era un buen momento para sacar su enorme y horrendo pene de la boquilla de un recipiente donde orinaba y descargar un chorro potentísimo y caliente sobre mi brazo, o cuando… en fin, hay muchas. Pero una que guardo gratamente en la memoria es cuando mi abuelo (que por cierto me despreciaba profundamente, incluso antes de volverse loco), me dijo:

-Flaco, ven acá.

-¿Qué pasó, Abu? -le pregunté.

El anciano se me quedó viendo con mirada penetrante y me dijo:

-Chinga a tu puta madre.

-Jesús, María y José. ¿Por qué le dices esas cosas a tu nietecito? -le preguntó horrorizada Nelia, la muchacha de la casa.

-¿Qué? Lo estoy agasajando -respondió con una esplendida sonrisa en los labios mi abuelo.

Lo miré, y creo que fue la tercera vez que lo vi sonreír en su vida. Las otras dos fueron cuando yo era un niño y nos metíamos juntos por las tardes al tempestuoso mar de Progreso, y sobre sus hombros saltaba dando cabriolas como un renacuajo.

Les digo, los dramas también son cómicos.


martes, 7 de abril de 2009

Eutimio Estrella



1


El único lugar donde me publicaban, qué vergüenza, era en una revista de cotilleo llamada Magazín Universitaria. En la portada siempre aparecía una chica de la alta sociedad campechana (supuestamente estudiante de alguna licenciatura, aunque no siempre se daba el caso de que la chica estudiara, menos que fuera una estudiante modelo) en alguna posición sugestiva, lo que agradecíamos todos los lectores, y, por consiguiente, era la única revista que había logrado mantenerse en el mercado editorial campechano por más de cinco años ininterrumpidos.

More...Su contenido no era difícil de adivinar: veintitantas páginas atiborradas de publicidad intercaladas con fotografías en donde la hi-life de Campeche aparecía en babyshowers, bodas, fiestas privadas y fiestas de sábados en la noche en la disco Chupis. También contaba con una sección de una página entera con la fotografía del gobernador llamada Pregúntale al Gober, donde básicamente, como su nombre lo indica, los lectores tenían la posibilidad de mandarle e-mails a su ilustre mandatario para que éste respondiera las dudas e inquietudes de la juventud. Naturalmente nunca aparecían las preguntas de los lectores, ya sea porque los lectores no tenían dudas y/o inquietudes o porque los lectores eran los hijos de funcionarios públicos y estaban fascinados con el estilo de vida que tenían gracias a ese señor magnánimo que aparecía sonriendo mes con mes, o simplemente porque a nadie le interesaba preguntarle nada al gobernador de la sonrisa resplandeciente, o (y ésta es la más probable) porque el gobernador ni enterado estaba de aquella cuenta de correo electrónico donde los jóvenes le enviaban sus dudas y/o inquietudes.

Me avergonzara o no, aquel pasquín frívolo era el único medio que se animaba a publicarme. Y esto porque el jefe editorial, o sea, el dueño (que también era articulista, corrector de estilo, fotógrafo, diseñador y cronista de eventos sociales), jugó fútbol conmigo en la preparatoria.

-Macho, ¿qué es de tu vida? –me preguntó Milton Efraín dándome un abrazo desbordado en afecto cuando nos reencontramos luego de varios años sin vernos en la fiesta que conmemoraba la graduación universitaria del Tec de Monterrey del hijo del secretario de turismo.

En paridad de circunstancias, es decir, ebrio hasta el tuétano, también abracé a Milton Efraín con afecto desbordado y le resumí mi vida: era escritor y vivía en Campeche.

-Macho, que coincidencia –dijo Milton Efraín-. Yo igual me vine a vivir a Campeche y tengo una revista.

En el acto me propuso publicarme en su revista sin haberme leído jamás. Me dio su e-mail. Le prometí que a primera hora de la mañana le enviaba un escrito mío (promesa que desde luego incumplí porque no fue sino hasta dos días después que le envié el escrito, ya que la cruda de la fiesta de graduación me tuvo en cama día y medio).

Así fue como incursioné en el mundo de los escritores publicados.


2


Eutimio Estrella era el escritor menor de 30 años más famoso de Campeche, y por cosas que yo ignoraba también era publicado mes con mes en Magazín Universitaria. Nunca me perdía su columna. Era un escritor fabuloso. Naturalmente leerlo provocaba en mí, no celos, sino algo peor: tristeza. Al parecer ser un escritor fantástico no era sinónimo de éxito literario.

Él había publicado un libro, el cual era una recopilación de sus más divertidos escritos que aparecieron en Magazín Universitaria, en periódicos locales, e incluso en revistas de circulación nacional, sin embargo, casi nadie lo había leído (me incluyo en este grupo). Una vez vi su libro en una librería y preferí guardar mis cincuenta pesos para comprar unas cervezas en la noche.

Por increíble que pudiera parecer (llevaba más de un año viviendo en Campeche) no lo conocía físicamente salvo por la fotografía de su cara que aparecía mes con mes a un costado de su columna en Magazín Universitaria. Y no lo conocería en Campeche, sino en Mérida, cuando finalmente me digné a visitar a mamá un fin de semana.

El teléfono sonó:

-Rodrigo, te llama un tal Eutimio Estrella –dijo mamá.

Sudé frío. Por un instante pensé en hacerle una seña a mamá para que dijera que no estaba en casa, pero ya era demasiado tarde, mamá, fiel a una desagradable costumbre familiar, había gritado con el auricular casi pegado en la boca, llamándome por mi nombre.

¿Cómo supo el teléfono de casa de mamá? ¿Cómo se enteró de que yo me encontraba en Mérida? ¿Por qué me llamaba? ¿Qué quería de mí?

Todas estas interrogantes galoparon en mi mente en fracciones de segundo.

-Bueno –dije fingiendo seguridad en mi mismo.

-¿Rodrigo? –preguntó él.

-¿Eutimio? –pregunté yo.

Eutimio Estrella estaba en Mérida. Hablaba para invitarme a la presentación de su libro en el Teatro Olimpo.

-Allí estaré, gracias por la invitación –mentí y luego colgué el teléfono.

Mamá me preguntó quién era ese tal Eutimio Estrella.

-Un amigo –respondí sin estar del todo seguro si Eutimio Estrella era mi amigo.

-Ah, ¿y qué quería? –preguntó mamá.

-Invitarme a la presentación de su libro –dije y de inmediato supe que debí decirle a mamá que Eutimio Estrella era ingeniero o arquitecto o licenciado o astronauta o fontanero o agrónomo o maestro de Tai Chi o lo que sea, menos escritor.

-Bebé, ¿y tú cuándo vas a publicar tu libro? –preguntó mamá con ojos suplicantes.


3


Nunca antes había asistido a la presentación de un libro y ahora sabía el motivo. El Teatro Olimpo estaba lleno de butacas vacías. Un escenario desolador. No había un alma salvo una viejita sentada en la primera fila y un par de jóvenes disfrazados de intelectuales (seguramente estudiantes de letras) desparramados en sus asientos en una esquina del teatro.

Sobre el escenario alfombrado un señor gordo de gafas presentó a Eutimio Estrella como uno de los máximos exponentes de la literatura joven de México. Eutimio Estrella, la joven promesa de la literatura mexicana, sentado a un costado del señor gordo de gafas, resultó ser también un gordo de gafas. Mucho más cachetón que en su fotografía de Magazín Universitaria.

Pensé en escapar del teatro. Y de buena gana lo hubiera hecho de no ser porque horas atrás, en una fiesta de estudiantes de la universidad del Mayab, había conocido a Karol, una chica alemana que se entusiasmó cuando le dije que era escritor y con mucho gusto la invitaba a la presentación del libro de uno de mis mejores y más entrañables amigos escritores. Oferta al parecer (tal como imaginé cuando la invité), mucho más atractiva para un europeo que la de ir a una discoteca, como le habían sugerido decenas de borrachos hijos de papi.

Karol apareció en el teatro (justo cuando pensaba emprender la graciosa huida) con sus casi dos metros de estatura y su cabellera rubia revuelta. Era un vikingo con cintura de mujer. Vestía igual que en la fiesta: falda larga celeste y una blusa blanca de manta. Al sentarse a mi lado le dije que aquel era mi amigo escritor, señalando a Eutimio Estrella que leía en voz alta un ensayo de su libro. Karol asintió, parecía fascinada de encontrarse en la presentación de un libro. Yo por mi parte pensaba sólo en impresionarla y hacerle creer que me movía en los mejores círculos intelectuales.

-Eutimio Estrella es uno de los mejores escritores de México –le dije.

-¿Y porrr qué no vino nadie? –me susurró Karol al oído.

-Por que en México nadie lee –respondí segurísimo de mi mismo.

-Qué feo –susurró ella. Luego me miró con sus ojos azules como un par canicas y dijo algo que ya había escuchado en otros labios de mujer (casualmente también extranjera):- Errres muy valiente.

Un escalofrió en la columna me resbaló de arriba a abajo y sospeché que era todo menos un hombre valiente.


4


Eutimio Estrella y yo empezamos a vernos con cierta frecuencia. Siempre en el café Las Puertas y por las mañanas, porque él trabajaba en un periódico en las tardes. Nunca hablábamos de libros, quizás por eso me agradaban las reuniones. Un día, para mi sorpresa Eutimio Estrella dijo que mis escritos le parecían muy chistosos. Que le causaban mucha risa.

-Todos creen que la literatura debe ser solemne, pero no es así –dijo.

Me sentí halagado. Luego dijo que tenía una revista que editaba junto con unos amigos literatos.

-A lo mejor has escuchado de ella.

En mi mente, sabía que no, a menos que me dijera que su revista era el Men´s Health, Vanidades, Hola! o TV y Novelas, pero como era obvio que no mencionaría el nombre de ni una de las revistas que yo leía religiosamente, puse mi mejor cara de tal vez, puede ser, pero eso sí, sin animarme a decir una sola palabra.

-Se llama Los Postmodernistas –dijo.

Ni idea, pensé. En mi puta vida había escuchado el nombre de esa revista. Y si por azares del destino cayó en mis manos, seguramente la arrojé de inmediato al bote de basura por tener un nombre tan pretencioso.

Eutimio Estrella con sus ojos de Dalai Lama que lo sabe todo me miró tras sus gafas de montura ancha y adivinó mis pensamientos o quizás mi rostro era tan transparente que dejé al descubierto mi ignorancia y me dijo que en realidad sólo habían sacado un par de números, y entre número y número hubo un lapso de seis o siete meses.

-¿Te gustaría colaborar para el tercer número? –me preguntó.

Respondí que sí. Encantado. Entonces me dijo que todos los jueves en la noche, que era su día de descanso en el periódico, se reunía con unos amigos escritores para planear el número de la revista, entre otras cosas, y que estaba cordialmente invitado para asistir a las reuniones, pues más de uno de sus amigos me había leído en Magazín Universitaria y tenían curiosidad de conocerme en persona. Esta última confesión me aterró. Desde luego, jamás asistí a ni una sola reunión de los postmodernistas. Sólo imaginarme rodeado de escritores me ponía los pelos de punta. Con seguridad sus despreciables y eruditos amigos me ignorarían olímpicamente o quizás me interrogarían acerca de qué libros leía, o, en el peor de los escenarios, se la pasarían la noche entera hablando de libros que en mi vida había escuchado y menos leído.

Cuando nos reuníamos por la mañana en el café, siempre le inventaba a Eutimio Estrella una excusa nueva por haber faltado a la reunión de su revista, misma que aceptaba de buena gana y no dudaba (siempre con una sonrisa franca) en decirme que no había apuro, que el próximo jueves en la noche me esperaba. Y no fue hasta que coincidimos una noche en la disco Calle 8, en el quinto aniversario de Magazín Universitaria cuando le confesé (ambos estábamos pedísimos) que probablemente nunca asistiría a las reuniones de los postmodernistas porque no estaba seguro qué carajos significaba ser un postmodernista, que odiaba a la mayoría de los escritores por ser pretenciosos y que no leía a ni un escritor campechano salvo a él, al bueno de Eutimio Estrella, cuyo libro me pareció una joya, ese fue mi calificativo, “una joya” (muy a pesar, como ya había mencionado, de no haberlo leído nunca), y le pregunté sin miramientos, es decir, como siempre formulan sus preguntas los borrachos, si no se deprimía hondamente que casi nadie se animara a comprar su libro.

A la mañana siguiente me sentí un imbécil y supuse que Eutimio Estrella no querría verme jamás.


5


Una vez más, estaba errado en mis conjeturas alcohólicas. “Llamada de Eutimio Estrella”, resplandeció en la pantalla de mi celular. Pensé lo peor: me llamaba par insultarme. Temeroso, pulsé el botón y contesté.

-¿Quieres ir a un encuentro de escritores? –me preguntó.

Silencio. Quedé estupefacto.

-Claro –dije sin estar seguro, o quizás sí, seguro de que no iría ni loco a un encuentro de escritores.

-Es en Villahermosa –dijo.

Perfecto, pensé. Ahora podría inventar con todo desparpajo que tenía un compromiso impostergable justo el día del encuentro de escritores que me imposibilitaba a viajar fuera de la ciudad.

-Uy, la verdad es que no tengo un clavo –opté por una verdad a medias-. No creo poder pagar mi boleto y todos mis gastos.

-No te preocupes, todo está cubierto -dijo-. El gobierno paga.

Me intrigó saber por qué el gobierno querría mandarme a un encuentro de escritores con todos los gastos pagados. A continuación Eutimio Estrella me explicó que en realidad lo habían invitado a él, pero que en el periódico no le dieron permiso para tomarse los 3 días que duraba el encuentro de escritores en Villahermosa.

-Te llamo al rato para confirmar –dije acorralado-. Me parece que tengo una boda ese día.

Sin ánimo de presionarme, Eutimio Estrella dijo que tenía que confirmarle en una hora como máximo, de lo contrario se cancelaba el viaje.

Fue una hora íntegra de agonía. Me miré la mayor parte del tiempo en el espejo, pues tengo la manía de mirarme en el espejo cuando tengo miedo o cuando estoy metido en un aprieto o cuando debo tomar una decisión insignificante o trascendental, como si esperara que el sujeto que me observa a los ojos pudiera sacar el arrojo que yo no poseo y me diera una respuesta que me rescate de una situación en la que odio estar metido.

Pese a pronóstico, acepté la oferta: mitad porque Pedro, mi corrector de estilo (y promotor literario en potencia) me dijo que el viaje levantaría mis bonos como escritor; mitad porque me sentí halagado de que la joven promesa de la literatura nacional me hubiera elegido a mí (aunque no fuera campechano) por sobre todos los escritores campechanos para representarlos en el encuentro.

De inmediato me dirigí al Instituto de Cultura tal como me dijo Eutimio Estrella.

-Bendito seas –dijo la secretaria del director de Cultura como si fuese yo un cura que llegaba a darle la extrema unción a un enfermo justo antes de morir-. No has salvado, quién se hubiera imaginado que todos los escritores campechanos tienen trabajo hoy día.

sábado, 4 de abril de 2009

El caso de la camioneta X-Trail


Con una ancha sonrisa dibujada en el rostro conduzco el auto de mamá con mamá a bordo, esa buena señora de tan digna estirpe y distinguido linaje que viste su regia figura con depuración hasta para salir a la esquina, y en esta ocasión para acompañarme a comprar un boleto de ADO en Plaza Fiesta.

More...A pesar del tráfico, la sonrisa permanece en mis labios. En pocas horas volveré a Campeche a tiempo para contemplar un atardecer más a las orillas del malecón sintiendo la brisa rozar mis mejillas, pienso, así que ni el avanzar a vuelta de rueda ni los grados centígrados que aumentan en el ambiente casi tan aprisa como el número de vehículos en la avenida cambiarán mi buen ánimo.

Calurosos e incontables minutos mas tarde logro ingresar al estacionamiento de la plaza, donde para mi desgracia descubro que no hay un sólo cajón de estacionamiento libre, lo que me obliga a tener que ir al lote trasero, un enorme solar que desde que tengo uso de razón es un terreno baldío con abundantes piedras y no menos polvo; sitio que también, desde que mi cerebro tiene la capacidad de recordar, siempre ha estado desierto, no así esta tarde en particular en la que el calentamiento global pareciera haber puesto su sede y el congestionamiento vehicular de la Capital una sucursal, ya que el inmundo sitio está totalmente abarrotado de vehículos. Mi sonrisa, lo admito, empieza a deformarse. O quizás a derretirse. Tranquilo, tranquilo, pienso, no hay que perder la calma.

Tras quince minutos de girar como animales de cerámica en un carrusel, nuestra paciencia rinde frutos: un Ford Fiesta prende las luces traseras en señal de que se dispone a abandonar su sitio. Recupero el buen ánimo, incluso sonrío. Enciendo las luces intermitentes del auto de mamá para avisar a la nutrida caravana que viene detrás de nosotros que el sitio será ocupado por unos servidores, a lo que los gentiles ciudadanos, bendita sea la Blanca Mérida, sitio de gente bondadosa y noble, responden de manera cívica, respetando nuestro buena fortuna y esperando pacientes a que el Ford abandone su lugar para que nosotros podamos ocuparlo.

Eso es lo bonito de mi ciudad natal: a pesar de su crecimiento sin control la gente no pierde la educación, pienso, y antes de poder comunicarle mi inteligente pensamiento a mamá, chirriando llantas a toda velocidad cual corredor de Formula Uno, una X-Trail del año, color azul celeste metálico, aparece de la nada en el sentido opuesto al nuestro, o sea, del lado donde recula el Ford con total parsimonia cual si el mundo nunca se fuese a acabar.

Mamá, señora de justo razonamiento (verdad de Dios que pocas veces la he visto salirse de sus cabales), al observar las negras intenciones de la camioneta se abalanza sobre el volante sin mi permiso y presiona el claxon unas cincuenta veces con la furia de un guerrillero iraquí que descarga su metralleta sobre los invasores americanos. Un espectáculo bastante bochornoso, lo admito, como también admito que nunca antes deseé con tanto fervor que el claxon del auto de mamá en realidad fuese un arma de fuego: ratatá, ratatá, ratatá, muere hija de perra o aprende a esperar tu turno.

Para mi asombro, mamá, toda una dama hasta el último poro, baja del auto e increpa con elegancia a la conductora de la camioneta (el Schumacher de la X-Trail resultó ser una señora de esas a las que basta darle una rápida escaneada para concluir que se trata de una damisela de la crema y nata de la sociedad yucateca), reconviniéndola e intentando hacerle notar que el lugar del que se acaba de adueñar impunemente estaba apartado por nosotros. Se abre un silencio, mismo que termina por hacerse eterno porque la muy recatada propietaria de la camioneta del año ignora a mamá dándole la espalda y alejándose con pasos danzarines de señora de alta sociedad. Ratatá, ratatá, ratatá. Ojalá los ojos de mamá fueran un par de metralletas.

Tras otra serie de insufribles minutos en búsqueda de un lugar logramos encontrar uno, claro está, a casi dos kilómetros de distancia de la plaza. Nuestro agotamiento es tal que, cuando nos vemos frente a la reluciente X-Trail que permanece aparcada a dos metros de la puerta de la plaza, lejos de la mirada del guardia de la puerta que está más pendiente de lo que ocurre en el interior de la plaza que en el estacionamiento, mamá, en otro inusual comportamiento en ella, dice:

-Dame las llaves, voy a rayarle la camioneta a esa hija de su madre.

Quedó pasmado. Estupefacto. Sorprendido. Mamá habla en serio. Conozco esa mirada, sus ojos inyectados de cólera son iguales a los que ponía con cinturón en mano cuando de pequeño mi hermano y yo la volvíamos loca con nuestras majaderías. Dudo en entregarle las llaves. Mamá no me quita la mirada de encima. La observo fuera de sus cabales y pienso que las ciudades, mientras más crecen, más intolerantes se vuelven: todos empezamos a volvernos unos extraños y a hacer lo que mejor nos salga del forro de los huevos o de los ovarios.

-Para colmo creo que conozco a la pinche vieja… –masculla entre dientes mamá aún con la firme convicción de rayar como una zanahoria la camioneta- De alguna mutualista o desayuno de la Cruz Roja. No estoy segura, o tal vez de alguna reunión de ex alumnas del Rogers.

-Mamá, tú nunca estudiaste en el Rogers –digo, pero mamá parece no haberme escuchado pues se ha encaminado a toda prisa al interior de la plaza, y al verla caminar, me alegro de que siga siendo una dama; una dama con gastritis, pero a fin de cuentas una dama, de las que esperan que Dios que todo lo puede castigue con su ojo justiciero y con mal rayo parta a todos los hijos (e hijas) de puta que impunemente pululan en el mundo.

Tres horas más tarde estoy de vuelta en Campeche. Recargo la espalda en el respaldo de concreto del malecón y veo morir el sol una vez más tras las tranquilas aguas del Golfo (finalmente acabaron las elecciones, así que al fin quitaron las barcazas con los horrendos rostros de los candidatos a diputados y senadores, que además de propaganda fungían como eclipses artificiales cuando el sol se acunaba tras el horizonte).

Reflexiono en lo ocurrido horas atrás y llego a la conclusión de que aunque la señora de la X-Trail merecía un escarmiento acorde a su pésimo comportamiento, es preferible dejar que el tiempo haga su trabajo, es decir, que políticos incompetentes sigan gobernando y pavimentando Mérida hasta convertirla en un DF, para que en menos de un parpadeo haya tanto caos e intolerancia en la ciudad que cuando cualquier Schumacher (sea del sexo que sea, igualdad ante todo, no olvidemos que somos un país en vías del primer mundo) haga su gandalla pasada en un estacionamiento, un tipo con menos escrúpulos que mamá, sacará la llave de tuercas de su cajuela para aterrizarla con mucha gracia en la cabeza del vivales, desparramando hasta el último de los pocos sesos que su mal educado cráneo resguarde.

El sol se despide ante mis ojos tiñendo de colores el cielo y una gaviota solitaria sobrevuela las aguas como si bailara con su reflejo. X-Trail del año, color azul celeste metálico, placas XN6221. Ya te llegará tu día, perra malparida.


miércoles, 1 de abril de 2009

Cumpleaños feliz



1


Desde niño pintaba para peón y no para caballero. Mi cobardía salió a flote a la primera oportunidad. Cumplí cinco años y mamá decidió que mi primer lustro de vida debía ser celebrado a lo grande.

More...Te invito a mi fiesta de cumpleaños.

Así versaba la invitación que mandó a hacer mamá para invitar a sus amigos a mi primera fiesta de cumpleaños pública, porque a decir verdad, yo ni amigos tenía, y si los hubiera tenido, habrían de ser unos niños genios para poder leer una invitación a tan imberbe edad.


2


Existían sólo tres animadores respetables de fiestas infantiles en Mérida. Y como era de esperarse, los tres, unos briagos consumados. Este trío impresentable (un payaso, un mago y un señor de oficio indescifrable) trabajaban por separado e iban de fiesta en fiesta hinchándose los bolsillos y también el hígado con cantidades groseras de ron.

El payaso. Pepillín (que el dios Baco lo tenga en su santa gloria) era un joven delgado, de cabellera negra, revuelta y un poco larga, que haciendo gala de la impunidad y desvergüenza que reinaba (y reina) en nuestro país, plagió con descaro la identidad artística del payaso más famoso de México, Cepillín. Fue hasta pasados unos años, al convertirse nuestro amado payaso local en la mayor celebridad de la televisión yucateca, cuando el payaso capitalino (sumido en el olvido y alejado de las cámaras de Televisa) entabló una demanda contra el plagiador. Los abogados del payaso provinciano alegaron que el “Pe” en vez del “Ce” otorgaba al nombre y al personaje nuevas dimensiones, muy a pesar del parecido, o mejor dicho, exacto maquillaje que mostraba con el payaso ex famoso, es decir, todo había sido una mera coincidencia, coincidencia que el juez vio muy coincidente pues terminó otorgándole a Pepillín permiso para seguir lucrando a sus anchas con un personaje evidentemente calcado. Poco después apareció un payaso llamado Pillín, demostrando que en materia de innovación somos tipos de cuidado.

El mago. El Mago Shadak curiosamente era todo menos un mago. Hombre de mediana edad con rostro de contador o burócrata de oficina. Su show consistía, en esencia, en hacerse pasar por ventrílocuo. Tenía un muñeco llamado Pegajoso, que por esas coincidencias que se dan muy a menudo en la vida, pero sobretodo en Mérida, era idéntico en nombre y complexión al inolvidable Pegajoso de la película y serie animada Los cazafantasmas. El Mago Shadak fue el primer ventrílocuo en mover los labios con una coordinación asombrosa a los de su muñeco, era como verlo hablar con su propio reflejo.

El señor de oficio indescifrable. El Tío Salim. Maestro de maestros de las fiestas infantiles. Nada de plagios. Todo al natural. Señor de espeso mostacho, oscuro como su mirada. No era payaso, tampoco mago. A ciencia cierta, nadie supo nunca cuál era su oficio en realidad, sin embargo, estaba en todas las fiestas de las familias respetables, animando de lo lindo a la clientela. Bien presentado, impecable, guayabera blanca, pantalones sobrios, zapatos bien boleados. Los sentidos siempre alertas como buen cazador en busca del mesero que servía las cubas en la mesa de los adultos.

Su espectáculo básicamente consistía en la improvisación. Siempre tenía una cuba a la mano y al calor de las copas iba subiendo de tono el show. Cuando no perdía en alguna apuesta de cantina a sus patiños, se podía tener el honor de verles salir de una viejísima caja de madera, tal como fue el desafortunado caso en mi fiesta de cumpleaños número cinco.

El Tío Salim tampoco era comediante, pero era dueño de un nada despreciable arsenal de blasfemias y albures, mismos que eran proferidos por su patiño en turno, al cual sodomizaba con la mano para hacerlo hablar con una voz idéntica a la suya. Nada de impostar voces de manera graciosa, la voz de El Tío Salim siempre era la misma, aguardentosa. Genio y figura. Todo un profesional, sin hora de llegada y sin hora de salida, aunque por lo general esta última coincidía con la del último borracho de la fiesta. La última vez que lo vi fue en Trecevisión, canal local de quinta, relegado a un horario impropio para niños, donde al quinto “¿cómo están amiguitos?” repetido en medio de hipos, fue sacado del aire para nunca más regresar.


3


Cepillín y el Mago Shadak animarían mis futuras fiestas infantiles. Cuando tuve la capacidad de relacionarme, si es que cabe ese calificativo, pues mis amigos siempre fueron escasos, impopularidad que mamá se encargaba de solucionar invitando a todo mi salón de clase, incluidos los bravucones, cuyas mamás resultaban ser siempre sus mejores amigas.

Mi fiesta de cinco años fue animada por el Tío Salim. Mamá no veía con buenos ojos a ese borracho inmundo, pero papá dijo que si él iba a correr con todos los gastos de la fiesta, mínimo que el animador fuera capaz de entretener a sus amigos también. El salón de fiestas se llamaba Divertilandia, lugar donde me aburría horrores. Casi no había niños de mi edad, todos eran niños mayores, de la edad de mi hermano y de mis primos, que corrían como dementes sobre un puente de madera que colgaba peligrosamente sobre un par de árboles torcidos. También había un arenero con resbaladillas, pasamanos, sube y baja y todos los juegos que hay en los parques que se den a respetar. Pedro era un año más chico que yo y no se despegaba de su mamá. Tampoco yo me quería despegar de mamá pero ella me obligaba a ir a jugar con los otros niños. Desde aquella época soñaba con que yo brillara en sociedad. Que fuera popular. El número uno. Por desgracia, yo odiaba a los otros niños, sus risotadas, sus gritos, su alegría desbordada gracias a esos juegos que los hacían tan felices, sobre todo ese apolillado puente de madera que se balanceaba de un lado a otro y que secretamente (era mi único entretenimiento) deseaba se viniera abajo y todos los niños se precipitaran al suelo rompiéndose los huesos en un accidente masivo.

La fiesta transcurrió sin sobresaltos. Sin ambulancia, sin sangre, sin huesos rotos. El puente no se vino abajo. Los adultos llamaron a todos los niños para que me acompañaran a cantar Las Mañanitas. Un espectáculo terrorífico. Me convertí en el centro de atención. Todos mirándome y sacándome fotos. Mamá animándome a cantar. Pero permanecí mudo, como hasta la fecha cada vez que la gente se pone a cantar las Mañanitas y el Rey David y ese sinnúmero de canciones ridículas delante del cumpleañero y su pastel.

-Sopla, sopla, bebé –dijo mamá.

No soplé. Quedé aturdido. Paralizado ante las cinco velitas encendidas sobre el pastel de chocolate. “Sopla, sopla”, empezaron a presionar adultos y niños. Finalmente soplé: de mi boca salió una tímida corriente de aire que apenas hicieron menear de un costado las llamas de las velas que permanecieron, las cinco, invictas, erguidas y relucientes mofándose de la debilidad de mis pulmones.

-Duro, como hombre –dijo mi hermano.

Hubo risas a mis espaldas, así que volví a la carga, arremetí con un soplido de pollito y el resultado fue el mismo, sin embargo las velas se apagaron, pero no gracias a mí sino a mi hermano que sopló a mis espaldas dándose aires de grandeza y aplaudido por mis primos y recriminado por mamá que lo vio con ojos asesinos, pero nada más, no pensaba dar la nota frente a tantos adultos abofeteando a su hijo mayor.

-Te gané tu deseo –me susurró mi hermano y tuve ganas de llorar pero me contuve.

El que no pudo contener el llanto fue Pedro cuando nos sentaron a todos frente a una pantalla donde proyectaron Dumbo. Yo también tuve ganas de llorar, lo admito, quién en su sano juicio de niño no las tendría, pero me contuve de nuevo. Fue traumática aquella escena en la que Dumbo, azuzado por el ratón Timoteo, se emborracha y empieza a ver elefantes rosados, multicolores, monstruosos y de varias cabezas que enloquecidos cantan a coro una canción que hacía evidentes alusiones a Satanás, el rey del Infierno.

Recuerdo perfecto el coro:


Vienen y van y empiezan a desfilar
vienen ya miles de saltos dan
¿serán quizá parientes de Satanás?
Ya están aquí en toda la cama,
van al revés como acróbatas
terror me dan, me quieren enloquecer
¿Qué voy a hacer?



-¡Llegó Tío Salim, niños! –exclamó mamá fingiendo felicidad, pues si por ella hubiera sido contrataba al afable payaso Pepillín.

El Tío Salim era mi salvador, pensé ingenuamente, pues Dumbo más que entretenerme me estaba matando de miedo. Por desgracia, el espectáculo fue un fiasco, aburridísimo, excepto para los adultos que no paraban de emborracharse y reírse junto con el hombre del mostacho y la guayabera blanca que decía una serie de chistes que ningún niño entendía.

-Niños, miren cómo desaparezco este vaso de Coca-Cola –dijo el Tío Salim.

Vaya, hasta que veremos un poco de magia, pensamos los niños, pero para nuestra sorpresa el Tío Salim se limitó a beber de un solo sorbo el liquido del vaso, mitad Coca-Cola mitad Bacardi blanco.

-Salud y aplausos –dijo el Tío Salim y los señores se descosieron en aplausos.

Mamá y otras señoras, indignadas, con miradas virulentas le recordaron al showman que la fiesta era para los niños y no para los borrachos de sus maridos, así que el Tío Salim invitó a pasar al festejado al escenario.

-Sube, sube, bebé –me dijo mamá obligándome a subir.

El tío Salim me miró con la mirada un poco atravesada y me preguntó mi nombre y mi edad. Permanecí en silencio. Aterrorizado.

-Muy bien, tal vez quieras responderle a mi amiguito don Rufino –dijo el Tío Salim.

De un baúl polvoriento y ajado, apareció don Rufino, un muñeco despeinado, de ojos enloquecidos, chimuelo y vestido con una guayabera amarillenta, en pocas palabras, un engendro de Lucifer, la encarnación de la peor de mis pesadillas.

Dice el popular dicho que “la tercera es la vencida” y no se equivoca, en vano intenté contener un grito y soltar unos lagrimones por los ojos. Mamá subió al escenario y me abrazó diciéndome que sólo se trataba de un muñeco, que no estaba vivo, que no tenía por qué tenerle miedo, que fuera valiente, su valiente caballero, pero yo ignoraba todas su palabras amorosas y temblaba de miedo, y en los próximos días tuve que dormir a su lado porque cada que cerraba los ojos aparecía don Rufino debajo de mi cama con su mirada de psicópata infanticida.