-Odio mi vida –le
confieso a Fiera-. No me alcanzan las horas del día para hacer las cosas que me
apasionan.
-¿Cuántos años
crees que tienes? ¿Diez? –me para en seco, adivinando el sinuoso camino al que
pretendo encaminar mi reproche.
Poco me importa
su actitud, me armo de valor y, cual bulímica, vomito con ferocidad todo lo que
traigo enquistado en el estómago:
-Me levanto a las
seis de la mañana todos los días a hacer ejercicio para no ser un hombre con
tetas de gorda, desayuno a la velocidad del rayo sin disfrutar lo que me llevo
a la boca, te llevo al trabajo y luego me encierro en la agencia hasta la noche
para crear campañas publicitarias de mierda para empresas que se dedican a
vender mierda; después, paso por ti al trabajo y hago un esfuerzo sobrehumano
para no caer dormido mientras manejo porque todavía tenemos que ir al súper o a
comprar cloro para la piscina o a buscar la ropa limpia a…
-¡Tú crees que yo
amo mi vida? –me interrumpe Fiera con los ojos inyectados en sangre.
A continuación debo ser inteligente, tengo escoger cuidadosamente cada palabra que salga de mi boca para evitar un escándalo con fatídicas consecuencias.
-Deberíamos irnos
a vivir a un pueblo como mi amigo Rafa –digo en un
arrebato de inspiración-. La ciudad nos está consumiendo, pagamos un dineral de
renta, comida, gasolina, luz, cablevisión, internet, celulares… Todos son
gastos innecesarios.
-¿Estás hablando
en serio?
-Por supuesto,
mira qué felices son en los pueblos. Todo el día se la pasan tomando el fresco. A las dos de la tarde dejan de trabajar para ir a la agencia más cercana a
comprar caguamas. Mírale los rostros a la gente, son felices de verdad. No
tienen nada, pero lo tienen todo.
-A ver, genio,
dime de qué viviríamos.
-No lo sé, supongo que también podrías poner un
salón de belleza.
-¿En un pueblo?
-Pues sí, en los pueblos las mujeres también quieren
verse bonitas.
-¿Bonitas?
-Bueno, igual y yo puedo escribir.
-¿Y se puede saber quién te va a pagar por
escribir en un pueblo?
Recuerdo que el
año pasado hice algunas capturas de pantalla en mi celular de noticas que
llamaron poderosamente mi atención. Se las enseño a Fiera, explicándole que el
periodismo ha muerto; ahora sí podré ser una estrella literaria en los
periódicos.
-Podría escribir
ciencia ficción –digo emocionado-, te repito, mi amigo Rafa se fue a vivir a un
pueblo y escribió la mejor novela de ciencia ficción que se ha escrito en las últimas décadas.
-Rodrigo… -me interrumpe Fiera con los ojos anegados
en lágrimas.
-Dime.
-Creo que tenemos que comenzar a ir a terapia de
pareja.
Quedo mudo. No sé
qué responder a eso. Ahora resulta que tenemos que ir al psicólogo. Otro gasto
más. Desearía vivir en un pueblo. En los pueblos no existen los psicólogos. En
un pueblo sí que tendría tiempo para terminar de escribir de una maldita vez mi
segunda novela. En los pueblos, a diferencia de lo que creen los presuntuosos
hombres de ciudad, hay gente sabia. Pienso en Rolo, el mozo de los tíos de
Fiera. Un hombre brillante. De mirada tranquila. Sumergido en una vida que
envidio. Un día se perdieron las llaves de la camioneta de sus patrones y luego
de pasar más de una hora buscando, humildemente dijo: “Aparecieron las llaves”.
Ojo, no dijo: “Encontré las llaves”. Para Rolo y para la gente de pueblo, los
objetos tienen el poder de desaparecer y aparecer en diferentes lugares por
arte de magia. Son gente fantástica, por eso viven rodeados de fantasía. Creen
en los aluxes. En el chupacabras. En los ovnis.
En los espíritus. En el Uay chivo. En la Xtabay. En infinitos y fabulosos etcéteras. “Aparecieron las
llaves”, retumba esa frase en mi cabeza.
-Quieres quitar esa cara
de retrasado mental y decirme si vas a acompañarme a terapia para salvar
nuestra relación –dice Fiera con ojos flamígeros, sacándome de mis bellas
ensoñaciones rurales.