lunes, 11 de abril de 2011

Me quedaré solo


“La soledad es muy hermosa… cuando se tiene a alguien a quién decírselo.”
- Gustavo Adolfo Bécquer


Lo que más amo (o me gusta, tampoco hay que exagerar) de ser escritor es que estoy solo. Completamente solo. Yo y mis pensamientos encerrados en un cuarto. Creando y moldeando historias a mi antojo. Jugando a ser dios, a veces bondadoso, la mayoría del tiempo cruel, tal como se comportan los dioses verdaderos (si es que existen, aunque lo dudo).

La paga es poca, el escarnio público mucho. No importa. La soledad de un escritor no tiene precio. No lo puedo suscribir, pero sospecho que Carlos Slim y Emilio Azcárraga cambiarían sus fortunas mal habidas por escapar del batallón de ejecutivos que les susurran las 24 horas del día a los oídos. Sus pensamientos no son propios, sino un avispero de voces, todas ellas pagadas, condicionadas, externas, fuera de sus mentes, de sus multimillonarias cabezas.

Cada día que escribo es un éxito personal. Un triunfo minúsculo. Pequeñito. Insignificante. Mío. Propio. Es verdad que los escritores somos egocéntricos, pero más que eso, somos egoístas. Recelosos de nuestro tiempo. De nuestro espacio. De la soledad. Por eso escapamos de la gente. Del ruido que son sus conversaciones inútiles, chillonas, estridentes, intrascendentes, molestas.

Un escritor no busca la grandeza (o fantasía) de cambiar el mundo. Se conforma con crear mundos paralelos. Dimensiones artificiales que son espejos del mundo real. Tan exactos, tan iguales, que se confunden. Y la gente que habita en el mundo real se maravilla o se irrita al verlos: se maravilla si no descubre su reflejo en la realidad falsa; se irrita si al mirar la realidad falsa descubre su reflejo.

Sumando y restando la escritura te dejará en bancarrota. Sumido en deudas. Y solo. Completamente solo. Pero como se sabe, un escritor valora y aprecia más que nada la soledad. Entonces, se podría decir que el escritor es un masoquista, un ser torturado, asiduo a la derrota. Un perdedor feliz.

Mamá me pregunta, ahora que he regresado a casa, derrotado, humillado, un hombre de 31 años, que por qué no le hablo a mis amigos del colegio con los que crecí. Que por qué no salgo con ellos. Porque no me interesa, respondo. Mamá se entristece, siempre se ha entristecido por no tener un hijo popular y ganador como ella. Mis aspiraciones son ridículas: me conformo con leer libros, ellos nunca me defraudan, siempre tienen algo interesante y horrible que decir. No me obligan a salir de casa, menos a ir a restaurantes, a reuniones, a conocer a sus hijos, presumirme lo maravillosa que son sus vidas.

Deberías salir con tus amigos, insiste mamá, infatigable, insaciable, no se conforma con tener una hija famosa, futura estrella de portadas de revistas de cotilleo. No, respondo. Hago oídos sordos, me concentro en no perder el hilo de los diálogos que aparecen en la pantalla. Mi amigo escritor gordo argentino, famoso por sus blogs, no miente al decir que hoy día la literatura está en la televisión (en la televisión gringa e inglesa, naturalmente).

¿Te gustaría colaborar en el nuevo guión de un amigo que trabaja en la televisión?, me pregunta Bicho, mi hermanita famosa, ex reina de belleza. Mi oportunidad soñada, pienso. Sí, accedo con timidez. Leo el guión. Un espanto. Un horror. Un esperpento. No se ha inventado aún un calificativo que pueda expresar, encapsular en una sola palabra el estiércol que tienen en la cabeza los guionistas de programas de televisión en México. No me sorprende que le den luz verde al nuevo show, que logre los índices más altos de rating.

Jamás seré un guionista como Larry David, Jerry Seinfeld, Ricky Gervais, pienso con amargura. Los mexicanos nacimos huérfanos del gen del humor para la televisión. Que no los engañen, los mexicanos no somos graciosos. Creemos serlo, pero no lo somos. El primer paso para ser graciosos, graciosos de verdad, es reírse de uno mismo. Aceptarnos como las criaturas desagradables que somos. Y con ello que no se entienda salir en pantalla disfrazado de vieja chancluda, policía corrupto, lavandera vulgar, etcétera, y hacer lo que siempre se ha hecho desde que existe la televisión en México: lobotomía nacional.

Mi prima hermana que vive en Estados Unidos, desde el otro lado de la frontera me ha insultado vía Facebook. Me ha llamado cabrón por burlarme de su papá, él, que siempre ha ayudado a mamá cada que lo ha necesitado. Tomo nota mental,  agrego a lista a otro familiar que me odia. Es una constante, por ende estoy acostumbrado, es un efecto dominó desde el día que se inventaron los blogs y aficionados a las letras como yo pueden hacer del dominio público sus dislates y delirios de grandeza.

Yo amo a mi prima hermana, o eso creo. Me recuerda a las fotografías de mi abuela cuando era joven. No importa que nunca la vea. O casi nunca. Nos vemos en promedio cada cuatro años: como los Mundiales. Quizá por eso creemos que nos queremos, nos amamos. Cuando ella viene a visitarnos todo es fiesta, alegría: como en los Mundiales.

¿Por qué la gente (en especial mi familia) cuando se molesta por algo que público, lo primero que hacen es meter a mamá? Un misterio, aunque tengo algunas teorías. Desde el día que empecé a escribir descubrí que la mejor forma de hacerlo era desnudo, sin uniforme, sin disfraz de intelectual, a pelo, en primera persona, o sea, firmar con mi nombre y apellido.

No me da vergüenza (aunque debería darme) decir quién soy, compartir mis debilidades, deslices, incontables fracasos, deslealtades, defectos físicos, ventilar mis traumas, exponer mi alma cochambrosa, mutilada, rota. Y no es que vaya de puerta en puerta y me meta en la habitación de gente que no conozco y les diga: “hey, dejen de hacer lo que están haciendo y mírenme, soy un monstruo”.

Tengo Facebook, Twitter, dos blogs y me publican en algunas revistas, periódicos y páginas de Internet en México y en el extranjero, no obstante, no se ilusione el aprendiz de escritor, soy un hombre pobre. En todos los espacios que poseo (o me poseen), por voluntad propia, la gente torcida, herida, enferma, los bichos raros se sumergen en mis textos, algunos regresan por más, la mayoría no. Juro que jamás le he puesto una pistola en la cabeza a alguien para que me lea. En cambio, yo sí que he tenido una pistola entre ceja y ceja por escribir lo que escribo.

¿Por qué publiqué en mi blog un twit del papá de mi prima, mi tío, el hermano de mamá? Respuesta: porque es gracioso. Demencial. Material de Curb Your Enthusiasm, Seinfeld, Extras. Pero en especial, porque me siento orgulloso de pertenecer a una familia tan loca. Tan poco convencional. A mi tío lo quiero mucho, no digo que lo amo porque sería mentir, lo veo en promedio cada cuatro años, pero no por eso me voy a reservar sus comentarios para mí solo, eso sería egoísmo, un crimen contra la humanidad, o mejor dicho, para los dos o tres lectores que me siguen.

¿Acaso es algo gracioso, chistoso, hilarante que mi tío asegure tener la cura del Sida? ¿Soy un cabrón por sugerir que el descubrimiento científico del siglo pierde credibilidad al ser confesado no a la Secretaría de Salud de los Estados Unidos sino a la actual Miss Universo vía Twitter? Me asumo como un cabrón, pero no por todo lo que pueda publicar en mis blogs y futuras novelas. Tampoco creo que sea un crimen recordar que mi tío quiso secuestrar a mi hámster Hashish para inyectarle hormonas de crecimiento y convertirlo en un koala, o, la vez que aseguró haber creado en su laboratorio a un pegaso. Por Dios, esas historias marcaron mi niñez. Hicieron mi vida soportable. Evitaron que me arrojara desde la azotea de casa. Pintaron de color mi existencia gris. Me quitaron la venda de los ojos: los adultos podían ser niños. Por eso, cuando recuerdo y comparto estas historias con los dos o tres lectores que tengo (si tuviera más, Alfaguara o alguna editorial de primera división ya me hubiera reclutado y sacado de la pobreza) siento que amo a mi tío. Que tenemos un vínculo verdadero: que su sangre corre por mis venas.

Repito: ¿Por qué será que mis lectores (curiosamente casi siempre es algún familiar) cuando se indignan por mis publicaciones, lo primero que hacen es arremeter contra mamá? Quizás sea por que decirle pobre diablo a un pobre diablo que sabe y se asume como un pobre diablo no es hiriente. Entonces hay que recurrir al origen: a la mamá que parió al pobre diablo. Mi prima, acuchillado su honor (justificadamente), me recuerda que su papá ha ayudado a mamá cada que se ha visto metida en algún problema. ¿Acaso es una virtud que un hermano le tienda la mano a su hermana menor cuando se ve sumergida en alguna dificultad? Desde luego que sí. Del mismo modo como una hermana menor se ha desvivido en ayudar a su hermano mayor cada que éste se mete en problemas. Y no voy a caer en el más gusto de hacer un recuento puntual de quién ha tenido más problemas en la vida.

Conclusión: mi prima (por poner un ejemplo) nunca escatimó en halagos: siempre alabó mis escritos, dijo que era yo un genio incomprendido de las letras. Sin embargo, ahora me odia, o me guardará rencor por lo escrito, o puede que me sigue amando como siempre (su corazón es igual de grande que el de mi abuela y el de mamá); en adelante estará alerta, en guardia, esperando una nueva indiscreción de mi parte. Y así los poquitos lectores que me quieren o creen quererme irán cambiando de parecer cuando el día de mañana descubran sus rostros reflejados en mis letras.

Moriré solo. O tal vez no. Quizá algún familiar se apiade de mí y envenene el café con leche que tomo por las mañanas mientras escribo.

Actualización:





Éste escrito tuvo fatídicas consecuencias. AQUÍ puedes ver el horror.

martes, 5 de abril de 2011

Porfis, páguenles


“Los músicos son terriblemente irrazonables. Siempre quieren que uno sea totalmente mudo en el preciso momento que uno desea ser completamente sordo.”
- Oscar Wilde


Horrorizada (en realidad, fascinada), mi chica nos mostró con ojos enormes a P y a mí un video del YouTube. Por favor, quiero saber qué opinan, nos dijo. El video, que seguramente ya lo han visto pues tiene dos años de antigüedad en la red (o sea, es una pieza prehistórica), es una queja formal (y con todas las de la ley, véase los artículos 200 y 202 de la ley federal de derechos de autor) por parte de varios “artistas” en contra nuestra, los masoquistas voluntarios e involuntarios que escuchamos su música sin desembolsar un centavo en establecimientos a los que no fuimos a escuchar música.

Dos son los cantautores que se ponen como punta de lanza de una campaña donde nos exigen que les paguemos por el privilegio de escucharlos. Incluso, estos dos personajes se toman la molestia de hacer un sketch al puro estilo de los programuchos de Televisa con el objetivo de concienciar a la población. Alex Lora aparece interpretando a un taquero y Aleks Syntek (retomando su faceta de actor de la época de Chiquilladas) se mete en la piel de un doctor (de hospital particular, eso sí).

-Si fuera taquero me pagarías, ¿no? –nos pregunta un consternado Alex Lora.

No saben cómo me alegro de que mi chica me haya enseñado esta joya del mal gusto. Por eso la amo. No importa que el comercial (o reclamo público) sea de hace dos años y que no pueda expulsar de mi cabeza la voz aguardentosa del vocalista de El Tri: el placer culpable es infinito. Es la prueba irrefutable de que Alex Lora es una señora (con el respeto que me merecen las señoras) hecha y derecha.

Sé que no soy el más avezado en materia musical (lo sabrán de sobra mis compañeros de borrachera del FONCA), pero yo no me trago eso de que la señora Lora es una leyenda del rock nacional, una institución, el Benito Juárez de la música, alguien al que se le deba perdonar todo lo que haga por su interminable (e insufrible) trayectoria. Niet, ni que fuera Bob Dylan, Sabina o Woody Allen. Además, ¿de qué trayectoria estamos hablando? Desde que tengo uso de razón la gente lo viene solapando por las horrendas canciones que compone. Si por mí fuera, lo mandaba lapidar en el Zócalo luego de escuchar La raza indocumentada por crímenes contra la humanidad. ¿Creen que exagero? ¿Que no debemos importar prácticas bárbaras de Medio Oriente?

Paren oreja:

Tu ru ru ru ru / Les voy a contar la historia de doña Lupita / Tu ru ru ru ru / una señora chilanga que anda en el gabacho ahorita (nótese la rima Lupita-ahorita) / Tu ru ru ru ru / no sabe hablar inglés y es indocumentada / Tu ru ru ru ru / pero es la cocinera de la Casa Blanca / Tu ru ru ru ru / y ella le prepara sus huevos a Bush / Tu ru ru ru ru / ella le prepara sus hamburgers y sus hot dogs / Tu ru ru ru ru / su chili con carne, sus… (perdonen, no entendí, ojalá fuera bilingüe como la señora Lora) y sus nachos / Tu ru ru ru ru / sus rollos de sushi, su barbecue y sus guau guau (?) / Tu ru ru ru ru / y todo lo que comen en la Casa Blanca / Tu ru ru ru ru / tiene el sazón chilango y el sabor a fritanga…

No hay pudor. Si yo fuera Obama levanto más alto el muro.

Repito: Alex Lora es una señora. Según él, muy transgresor con su música de dos pesos, exige justicia social al gobierno fascista, pero a la mera hora de demostrar que es un ciudadano responsable, o ya ni eso, una persona jodida como cualquiera, usa sus influencias para sacar de la cárcel a su hijita alcohólica y drogadicta que atropelló (y de paso asesinó) con su coche a un mexicano jodido de los que tanto habla en sus pésimas letras. Y por si fuera poco, el retoño de Alex, nada más al verse en libertad, volvió a las andadas al salir de un bar ahogada en alcohol (eso sí, responsable la mujer, su chofer y amigo iba igual de incróspito que ella) como bien documentó en video y en su portada y páginas la revista Nueva (demostrando que en ocasiones el amarillismo puede ser periodismo legítimo).

Y en cuanto a la señorita Syntek, “el genio de la música” como lo conocen en Televisa, le haría un bien a la sociedad si en vez de torturarnos con su música (tal como lo hizo subsidiado por nuestros impuestos con la esperpéntica canción El futuro es milenario, compuesta para conmemorar las festividades del bicentenario del país) nos tasajeara como reses en el Seguro Social. Y no me voy una por una con las ignominias que escupen en el comercial los demás “famosos”, salvo por las dichas por otro “genio”, el mayate de Camila (que, dicho sea de paso, no escatima en parafernalia para tratar de hacernos creer que está guapo; piensa que nadie va a darse cuenta de lo que habita entre su peinado estrambótico y su camisetita brillosa, pero el ojo entrenado para ignorar esas cosas puede ver con claridad a uno de los indios más espantosos que jamás han caminado sobre la faz de la Tierra): “es que piensan que la música es gratis”, y la que dijo el pigmeo ex Microchips: “eso es igual a pensar que la música no cuesta y no vale”, de lo contrario, este escrito además de infinito, sería reiterativo en adjetivos hirientes e insultos.

Lo único que me resta decir al respecto de esta ley (o sea: “lo que tu pagas por un disco no cubre la ejecución pública en tu negocio, es solamente para uso privado”) es que me alegra que ningún comerciante haya sido tan estúpido para pagar ni medio centavo a estas personas. Además de que queda en evidencia que las marionetas de las disqueras no les interesa un carajo la música, solo el dinero. Componen pensando en signos de pesos, no porque hacerlo les produzca algún tipo de satisfacción. Y al vernos desde lo alto de los escenarios nos miran con desprecio: una masa amorfa de carne que les debe dinero para poder comprarse sus consoladores extra grandes.

En conclusión, los negocios la tienen fácil: dejen de poner la pésima música de esos pobres diablos y dense a la tarea de escuchar las propuestas musicales de verdaderos artistas, desde los nativos de su propio barrio hasta los que viven en los confines más recónditos del planeta, que los van a encontrar a todos, y gratis, en Internet. Eso de “revolución informática” no es un término que se haya creado a la ligera; el mundo y todos los aspectos de nuestra vida cotidiana realmente han cambiado, pero estos tarados quieren que el panorama musical se conserve como hace quince años. Yo también desearía que la industria editorial fuera un negocio pujante, lleno de vida, pleno de oportunidades, y no un cadáver putrefacto del que algunos gusanos seguimos alimentándonos simplemente porque no podemos imaginarnos comiendo otra cosa. Las taquerías no están lucrando con la música, sino con los tacos. Si de repente tienen que pagarle a los músicos para poner un disco en su establecimiento, ahora también los “artistas” estarían lucrando con los tacos. Me jodí. Solo resta esperar dentro de dos años el anuncio en el que Lou Bega, Caballo Dorado y la alineación original de Mestizzo, nos pidan que les paguemos regalías por tocar en nuestras bodas o graduaciones su propiedad intelectual. Digo, es lo justo: ¿a poco no estaría aburridísima tu boda sin el “Mambo #5”?

Si a los “artistas” (pobrecitos de ellos) nos les deja dinero la música, pues que se vuelvan taqueros o doctores (si les da el cerebro). Ahí es donde está la lana. Les prometemos que sí les vamos a pagar por sus servicios. Y también les damos nuestra palabra de que no regresaremos a comer a su changarro pulguiento o a consultar con ellos porque al igual que en la música, son nocivos para nuestra salud.

P.D. Si tienes un disco de El Tri (vergüenza te debería dar) no se lo prestes a nadie, menos lo pongas en una borrachera con los nacos de tus amigos, recuerda que es un delito, a menos claro, que le pagues a la SACM.