Este mes ocurrió algo
extraño en la
televisión.
Extraordinariamente similar a lo acontecido en el verano del 81, cuando Hugo Sánchez, con todos los pronósticos en contra, partió rumbo a Europa a intentar lo imposible
para un mexicano: triunfar.
La televisión mexicana es esperpéntica. Se le mire por donde se le
mire. Y no me refiero a las lacrieróticas telenovelas o a las eroticomedias, refritos de refritos de
refritos, envueltos en sketches con “cómicos” obligatoriamente
disfrazados de clichés. Hablo de las series de televisión. No existen. Hasta este verano, cuando Gary Alazraki, el mismo judío que
obró el
milagro de hacernos reír en una sala de cine con Nosotros los Nobles, tomó un proyecto llamado Club de Cuervos, y en vez de llevarlo a Televisa o TvAzteca, se fue a Netflix y
colgó de
un tirón 13 capítulos.
¿De qué trata la historia? Es irrelevante. Por primera vez podemos estar ante
nuestro televisor, cerrar los ojos y escuchar a personas de carne y hueso, con
el corazón latiéndoles con fuerza, y no a un séquito de pedazos de carne leer diálogos impresos en un libreto. Por
primera vez podemos reír por la nariz sorprendidos por un comentario fuera de lugar que
rompe el silencio, sin la ayuda de risas enlatadas o de payasos con disfraces
de peluche. Por primera vez quedamos boquiabiertos al ver a la mujer más hermosa del mundo desfilar en
nuestras narices y lo último que deseamos es verla desnuda. Por primera vez nos
cuestionamos si somos putos al ver al hombre más guapo del mundo, actuando como dios manda. Por primera vez los
personajes terciaros son mágicos, sencillamente inolvidables, en especial uno.
Se llama Hugo Sánchez y es el equivalente (no exagero)
al inmortal señor
Smithers de carne y hueso. El Gutierritos por antonomasia. El sí señor hecho hombre. El empleado todo terreno, en apariencia, sin
dignidad alguna. La suela fiel del zapato del imbécil del jefe. Disponible las 24 horas del día para ser humillado.
Desgarradoramente trabajador. Hacedor de tareas y misiones imposibles. Ratón de biblioteca. Personaje que por
misteriosas causas cósmicas apareció en mitad de un huracán. Y se convierte indispensable. Imprescindible. Necesario como las
aspirinas (por el amor de dios, háganle un spin off). En pocas palabras, la otra cara de la moneda del
Hugo Sánchez de la vida real. Humilde, diligente, de poquísimas palabras.
Pero Hugo Sánchez no sólo es eso; es un rayo de esperanza, representa
la primera piedra de un camino en el que sí se puede hacer televisión con dignidad, que nos llegue a conmover, cuestionar, excitar y
hacer reír sin
necesidad del albur o el chiste colorado.