martes, 8 de marzo de 2011

Los justos de Sodoma y una entrevista con una mujer muy, muy vieja


El escrito que tienen ante ustedes es largo, más de lo necesario, así que pueden ahorrarse una buena parte (solo el preámbulo o introducción interminable) y bajar la mirada hasta donde aparecen las letras en cursiva.

More...A mediados del año 2005 me vi con todas mis pertenencias (muy pocas: una computadora que me regaló mi tía, unas cuantas mudas de ropa y una docena de libros) en mitad de la carretera entre Playa Bonita y Campeche, sin un lugar a donde ir, con una novela inconclusa en el disco duro de la computadora y sin un peso en los bolsillos. Un año antes, en 2004, me había marchado de casa con la firme convicción de escribir una novela. Mamá casi muere del infarto: primero, porque su retoño se iba de casa; segundo, porque renuncié a un trabajo en un corporativo transnacional que me aseguraba una vida hecha y derecha y que le daba licencia a mamá para presumirle a sus amigas cacatúas de las mutualista que ella también tenía a un hijo ganador como los hijos ganadores de sus amigas cacatúas de las mutualistas.

A bordo de mi volcho blanco destartalado (mi fiel Rocinante) estacionado en el acotamiento de la carretera, observé la inmensidad de las aguas del Golfo y me sorprendí de no echarme a llorar. Por primera vez en mi vida no tenía un plan, o mejor dicho, el único plan que tenía en mente era no volver a casa de mamá en muchos años, los que tuvieran que pasar hasta que mi hermano mayor emigrara de la casa de la que entonces era el amo y señor, ya que al morir papá, asumió el rol de gran patriarca y, al enterarse de que me había quedado sin un lugar donde vivir (los tíos que tan generosamente me dieron asilo y cobijo durante un año se mudaron a otra ciudad), le dijo a mamá que bajo ningún término iba a mantener a un bueno para nada, y en vista de que mi tía me había regalado una computadora antes de mudarse, ¿quién iba a pagar la cuenta de luz que consumiera esa computadora dentro de su casa? Por supuesto, él no.

En realidad, tampoco era tan dramática mi situación. Un par de días atrás, P, uno de los pocos que me felicitó por abandonar mi vida hecha y derecha de gran ejecutivo de ventas, me invitó a quedarme en su casa de Campeche. Al tocar a la puerta le prometí a mis padrinos, los papás de P, que solo estaría una semana; ellos me dijeron que no fuera ridículo, que podía quedarme en su casa el tiempo que quisiera. Naturalmente nunca imaginaron que eso de “el tiempo que yo quisiera” serían cinco años.

A las dos horas de estar en casa de mis padrinos, P me preguntó si podía acompañarlo a pagar su inscripción semestral en la universidad. Por extraño que pareciera (P es solo un año menor que yo) seguía estudiando la carrera, y no porque fuera un vago cabeza de chorlito. Todo lo contrario; es de esas poquísimas personas que son bendecidas con la maldición de ser buenos para todo. En el kinder le daban una barra de plastilina y a los dos minutos hacía una escultura. Mientras los niños aprendían el abecedario P podía escribir cuentos larguísimos. Sin embargo, algo en su cabeza andaba mal. Creía fervientemente que era un inútil. Que los halagos de sus profesores eran mentiras. Penosos consuelos para paliar su estupidez. No es de extrañar entonces que al llegar a la universidad, P probara media docena de carreras diferentes y las abandonara todas al primero o segundo semestre. Excepto una.

-Mira, ese es mi salón de clase –señaló un cuarto donde el pizarrón era flanqueado por una estufa y una alacena.

-Buenos días –nos saludó una señora enfundada en una bata de baño, con una toalla enrollada en la cabeza al cruzar la cocina-salón para meterse a otro cuarto donde me pareció ver una hamaca colgada entre pupitres.

P me explicó que aquella señora no era la casera sino la directora de la universidad. De ahí que no fuera sorpresa que al entrar al salón de cobros (que en realidad era una habitación matrimonial), un joven de mediana edad (P me susurró que era el subdirector) me preguntara:

-¿Te interesaría dar clases?

-…

-Ahora mismo tenemos falta de maestros en… –el subdirector le echó una hojeada a unas carpetas que tenía sobre su escritorio (que en realidad era una mesita de noche)- ingeniería electrónica.

-¿Imparten ingeniería electrónica? –pregunté horrorizado.

-Así es, lo malo es que ya busqué hasta debajo de las piedras y no encuentro maestros. ¿Te interesaría dar robótica?

P tuvo que darme un disimulado codazo en las costillas para que reaccionara. Dicen que para entender el desarrollo o subdesarrollo de una sociedad hay que internarse en las tripas de su sistema educativo; esa mañana finalmente comprendí muchas cosas sobre Campeche.

-Lo siento, no soy ingeniero –me excusé sobándome las costillas.

-Ah –exclamó el subdirector sin un ápice de sorpresa-, pero supongo tienes alguna licenciatura.

-Sí.

-¡Perfecto! –el subdirector se frotó las manos y empezó a revolver unas hojas de su carpeta-. ¿Eres licenciado en…?

-Administración de empresas –intervino P, que había permanecido mudo hasta ese momento, y acto seguido, recitó mi biografía empresarial inventándose galardones que jamás había obtenido en el corporativo transnacional al que había renunciado, y no solo eso, también dijo que era yo un gran escritor, futuro ganador del permio Alfaguara.

Al regresar a casa de mis padrinos, caí en cuenta que en menos de cinco minutos mi vida había dado un giro de 180 grados. De indigente pasé a ser maestro. De vergüenza familiar a prócer ciudadano (“mi hijo es catedrático universitario”, cacarearía mamá a los cuatro vientos los próximos 365 días del año). De escritor de novelas pasé a merolico que le hacía creer a sujetos de casi mi edad que era yo un gran profesor de ciencias de la comunicación, administración de empresas, diseño, ingeniería electrónica, mecánica e industrial.

Durante dos semestres (la segunda mitad del año 2005 y la primera mitad del año 2006) probablemente infringí todas las reglas de la docencia. Colaboré con mi granito de arena para sepultar en el subdesarrollo a Campeche. Eran mis alumnos o yo. Y bajo ningún concepto iba a regresar a casa de mamá con el rabo entre las patas, a vivir y soportar una dictadura chavista a la cual corría el riesgo de llegar a acostumbrarme y a nunca levantarme en armas. Sin embargo, si algo puede ser dicho en mi favor o usado en mi defensa, intenté hacer reformas dentro de la universidad. Por ejemplo, abogué para que el salón de televisión y radio en vez de tener regaderas y lavabos tuvieran cámaras de televisión y micrófonos. O que el examen de admisión consistiera en preguntas relacionadas y/o enfocadas a carreras universitarias en vez de ser un test de personalidad y/o conocimientos del mundo de la farándula copiado de algún TvyNovelas.

Pero también hubo justos en Sodoma. Y uno de ellos compartía habitación conmigo. Más de un suspicaz suscribió la teoría de que P sacaba puro diez de calificación gracias a este pequeño detalle de alcoba. Comentario que en lo absoluto estaba errado y hubiera causado gran revuelo y descontento en el alumnado de no ser porque P sacaba calificaciones perfectas en todas sus demás materias, convirtiéndolo en el alumno con mejor promedio en la universidad.

Lo que ignoraban los suspicaces más allá de las conjeturas de que mi compañero de habitación pudiera espiar los exámenes mientras yo dormía, fue que P no solo era el encargado de formular las preguntas de mis exámenes sino también fue el artífice de preparar todas mis cátedras. De no ser por él, me hubiera convertido en otra lámpara o ropero dentro de la universidad. Y hubiera tenido que verme en la penosa necesidad de regresar a casa, justo desde donde ahora mismo escribo estas líneas cinco años después (mi hermano ya no vive en casa de mamá).

La entrevista que leerán a continuación, es una tarea que le marqué a P cuando fui su maestro, el único vestigio que existe en la actualidad de un mano a mano entre dos de las mentes más brillantes que ha dado Campeche. Se han cambiado los nombres para preservar el anonimato de los involucrados.


Mi tía abuela Charito es la persona más vieja que conozco. A sus más de noventa años preserva sus facultades intelectuales en condiciones casi perfectas, y aunque haya perdido algunas de las funciones motoras básicas (como la capacidad de caminar, o el dominio de los movimientos ocasionales de sus manos), aun es tan capaz de mantener una conversación sin ningún problema, escuchando y respondiendo con una asombrosa facilidad a cualquier cosa que se le pregunte. He procurado incluir en la entrevista los tres aspectos que ésta puede cubrir: que sea informativa, si no de acontecimientos de actualidad, sí de cómo eran las cosas hace años, cuando ella era joven; que cree un retrato de la persona que está siendo entrevistada, alguien que lleva casi un siglo viviendo en este mundo; y finalmente, que presente las opiniones personales de una persona de edad avanzada con respecto a aspectos de nuestro mundo y nuestra vida actuales.

Bueno, primero lo primero. ¿Puedes decirme tu nombre completo?
Rosario Eugenia Roche de Cebada… Roche Canto de Cebada.

¿Cuándo naciste, tía?
El 16 de abril de 1913

O sea que tienes 92 años.
Así es, efectivamente. Creo (risas), ya perdí la cuenta… por ahí del 2000, por culpa del malvado milenio se me olvidó todo (risas).

Entonces eres como esas computadoras que se echaron a perder con el milenio, ¿no? ¿Te afectó el virus Y2K?
Ni idea de qué estás hablando. De virus creo que me afectaron todos menos el SIDA (risas) ya ves que hasta cáncer tuve y mal que mal pero lo superé… ¿Cuál es ese que dices del “Y no sé que tanto”? ¿Lo acaban de inventar?

No, es un problema que tuvieron las computadoras, o que supuestamente iban a tener cuando los números que marcan las fechas en los calendarios cambiaran de “99” a “00”.
Ahh… mira nada más, que interesante.

Bueno ya, dime, ¿es muy difícil tener tu edad?
Yo creo que lo más difícil es llegar a mi edad. Pero sí, ya sabes, como saben todos ustedes, es muy difícil tener esta edad. Te pasa de todo, desde que se te olvidan las cosas hasta que hay días en que de plano sientes que no, tu cuerpo no responde… que no vas a poder hacer las cosas que tienes que hacer.

A tu edad, ¿todavía hay cosas que tengas que hacer?
Claro que sí, cómo no: tengo que comer, tengo que dormir, tengo que bañarme… todavía no estoy desahuciada, todavía estoy más o menos lúcida, y sé cómo debo comportarme.

Retomando las dificultades de tener la edad que tienes, ¿hay alguna cosa que extrañes más que ninguna otra?
Más que una cosa en particular, extrañas a la gente. Ya sabes que yo nunca fui como otras abuelas o mamás que se quedan solo en su casa y todo su mundo está en su casa. Yo los tengo a todos ustedes, la familia, que son mi bendición y lo mejor que me queda en esta vida, pero de verdad extraño a toda la gente con la que crecí, a mis hermanos, soy la última de nosotros que queda, ya ves que hasta tu tío abuelito que era más chico que yo ya se fue, y ni hablar de mis amigas, que ya ves, ahora si veo a doña Consuelito o a tu tía Sarah, o a Mechita, si veo a alguna de ellas una vez cada dos o tres meses me doy por bien servida. Y a tu abuelita ya ni la veo, ¿cómo? Viviendo tan lejos, y estando las dos como estamos.

Si dejamos de lado a las personas, y pudieras hacer lo que quisieras de las cosas que antes podías hacer con más libertad ¿qué sería lo que harías?
Nada, la verdad no lo sé. Me conformaría con poder levantarme de la cama sola, poder ir y venir como yo quisiera. Ya ves, quién sabe que haría si no tuviera a Manuelito al lado cuidándome. Lo primero que haría si pudiera sería subirme a un árbol, tal vez. Me acuerdo que todavía a los sesenta o más años me encaramaba de repente a bajar mangos o naranjas en el de la casa. Es más, todavía el día que nació Caro y me hice bisabuela me subí a la naranja agria para hacer refresco para cuando fueran todos a presentar armas.

¿Cuál es el recuerdo más antiguo que tienes? De tu niñez, o algo así.
Tengo muchos de cuando era niña. Me acuerdo que mi papá tocaba el violín, y me decía que cantara… no recuerdo qué canción, pero yo apenas estaba aprendiendo a hablar, y pues inventaba, decía cualquier cosa aunque no significara nada para seguir el juego

¿Cuántos eran en tu casa en esa época?
Si yo apenas estaba aprendiendo a hablar, seguro éramos cinco o seis. Yo soy la quinta; antes que yo estuvieron Argelia, Alfredo, Felipe y Miriam, pero seguro que ya existía Agustín, seguro era bebé de brazos. Todos los recuerdos que tengo de mi mamá, en todos siempre tenía algún bebé cargado.

¿Y ya vivían aquí en Campeche?
La verdad no estoy segura. No, creo que estábamos en Mérida, porque ahí fue donde nacimos yo, Yolanda, Elina y tu abuelita, en ese orden, y Agustín, que fue el que nació enseguidita de mí, nació en Nueva York, porque se adelantó. La época en que estuvimos en Mérida fue cuando mi papá estaba trabajando ahí, de ingeniero en no sé que edificios, nunca me enteré.

¿Y cómo es que no se fueron todos a vivir a Estados Unidos?
Ay, no, fo. ¿Para qué nos íbamos a ir a vivir allá? Aquí estaba toda la familia, la de mi mamá en Mérida y la de mi papá en Campeche, así que para qué complicarnos.

¿Y a Veracruz, cuándo se fueron?
Eso fue mucho después, como quince o más de quince años después. Era la época en que Yolanda estaba chamaca, de catorce o quince años, y diario tenía que traerla escoltada un policía porque había hecho alguna maldad (risas). Era cosa de todos los días, a la hora de comer tocaban a la puerta y ya sabíamos que era un policía que traía a tu tía, toda desarreglada y llorando porque la agarraron haciendo algo, peleándose con alguien o qué se yo. Así son todas las nacidas en Tizimín (risas).

¿A qué te refieres?
Nada, es algo con lo que siempre la molestábamos, porque ella y Elina nacieron en el mismo año, por ahí del ‘24 o ’25… espérate… yo soy siete años mayor que Yolanda, que es la más grande de las dos, así que… debe ser en el ’20, creo. Bueno, el caso es que nacieron en el mismo año, pero Elina nació en una casononona del Paseo de Montejo, de esas mansiones que hasta la fecha existen y ya son quién sabe qué, y Yolanda nació en una chocita de palos en Tizimín.

¿Cómo es posible?
Nada más, así era la cosa, nacías en donde podían atender a tu mamá; en el caso de Elina porque por ahí vivíamos, en el Paseo de Montejo, en una casa que me dijo tu tía Linín que ahora es el Consulado o la Embajada o algo así. Y Yolanda pues supongo que habrá estado mi mamá de visita por ahí y la agarró a medio camino el bebé. Habrá sentido que esa era su patria, y que ahí quería nacer, en Tizimín (risas). Y me imagino que la comadrona no hacía visitas a domicilio, porque tuvo que dar a luz tu pobre bisabuela en casa de la mujer. No estaba tu bisabuelo para cargarla y llevarla a la casa (risas). Eso tuvo que hacer cuando iba a nacer yo: la comadrona estaba atendiendo a otra señora y fue a buscarla mi papá; el otro esposo no quería dejar que se fuera pero lo convenció, porque yo ya era la quinta e iba a ser rápido, pero la otra señora estaba teniendo a su primer bebé y se iba a tardar mucho. El caso es que se llevó a la dama en medio de la lluvia a la casa a atender a tu abuelita, pero estaba inundado y no se podía pasar, así que tuvo que subírsela en la espalda y cargarla hasta la casa para que nos atendiera, pero pues ya cuando llegaron yo ya había nacido.

Aquí en Campeche se instalaron inmediatamente después de Veracruz, ¿no?
Sí, tus abuelitos vinieron después de Veracruz, y aquí fue que tu abuelita conoció a tu abuelito y se casaron. Yo estaba viviendo en Mérida para esa época; ya estaba casada con tu tío Rafael Antonio. Yo en Campeche viví hasta la época en que tu abuelita ya se había casado, yo ya tenía hijos para esa época, a tu tío Rafaelito. De eso hace como sesenta años.

¿Qué recuerdas de la ciudad en esa época?
Era precioso Campeche en esa época. Creo que disfruté más vivir aquí que en Mérida, porque aquí me tocó la mejor edad. De muy chiquita en Mérida era muy difícil la vida, sobre todo porque no estaba mi papá cerca, porque estaba trabajando allá lejos; después en Veracruz porque fue cuando tu bisabuelito ya se enfermó y empezó a tomar y tu abuelita también se enfermó de los nervios con lo de mi papá y lo del bebé que se murió, y ya el ambiente cambió mucho en la casa. Y luego en Mérida, cuando me fui a vivir de recién casada, mejor ni te cuento. Sí fue una época muy bonita, ¡pero era una de trabajo! Con decirte que primero vivimos en Izamal, porque ahí trabajaba tu tío, y no conocía a nadie, así que me la pasaba sola todo el tiempo esperando que regresara. La casa era una ruina, tuvimos que reconstruirla todita, y estaba en un lugar muy apartado, donde no había ni caminos ni tiendas ni nada, pura maleza, y yo me pasaba el día con el machete en una mano y una botella de alcohol y cerillos en la otra; el machete porque cada cinco minutos me asomaba una culebra, y el alcohol por las tarántulas, que había muchísimas.

¿Y qué tal Campeche? ¿Fueron las cosas más fáciles aquí?
Sí, definitivamente mucho más fáciles, y más felices. Fue la mejor época, porque ya estaba trabajando tu tío en el Ayuntamiento, y Rafaelito estaba chico, así que yo no podía estar más contenta. Lo peor que debe haber pasado por esos años fue que se murió mi mamá, tu bisabuela, pero ya estábamos grandes, afortunadamente, ya teníamos mucho en qué ocuparnos para que ese golpe nos hiciera daño, que nos perjudicara.

¿Quién era el gobernador en esos años?
No estoy segura, este Lavalle Urbina, o Trueba Urbina, alguno de los dos, creo. ¿Cómo iba a estar enterada de nada de política yo, con hijos chicos que cuidar?

¿La ciudad era muy diferente de como es ahora?
Sí, muchísimo, cambió mucho el tiempo que viví ahí, que fueron como 25 años o más. Deben haber sido más, porque no nos regresamos a Mérida sino hasta que tu tío ya se iba a casar Sarilú. Lo que más me gustaba de la casa y que sí llegué a ver que le dieran en la torre fue que antes salía a la puerta y veía el mar, y se sentía la brisa y hasta se olía el mar, pero luego levantaron esa cosa horrible de plaza (la Plaza del Mar) que no sé por qué lo permitieron, y nos dio en la torre a todos los que vivíamos ahí. Bueno, yo ya no vivía ahí para esa época, ya la casa era de tus abuelitos, pero de repente en una de las últimas veces que fui de visita y quise salir a la puerta de mi casa me topé con que ya no había mar.

¿Y la gente? ¿Siempre ha sido igual de sórdida?
¿Cómo? ¿Igual de qué?

De sórdida. Ya sabes, que le gusta el chisme y los escándalos suenan muy fuerte.
¡Uy! ¡Uuuuuyuyuyuyuy! ¡Si te contara! (risas) La gente de ahorita cree que sabe lo que es ser chismosa, o que sabe lo que es un buen chisme y no tienen ni la menor idea. Antes era una cosa que… no sé, ni te la puedo describir. Impresionante. La gente vivía con el terror, pero era verdadero terror, pánico, de lo que dijeran de ella. De verdad, la que la hacía, la pagaba (risas). Se los devoraban vivos. NOS los devorábamos vivos, más bien (risas).

¿De ti nunca inventaron nada?
No, todo era cierto (risas). No, no es cierto, ¿cómo crees? De mi nada, ni tenía por qué preocuparme. No era como esas putas (risas), como la abuelita de estos… seguro que sí conoces a su familia… (risas) No, ni creas. No te voy a decir, estás muy chico para saber esas cosas de la vida.

¿Cuál dirías tú que fue la noticia del siglo aquí en Campeche? O bueno, de los veinte o treinta años que viviste aquí, ¿cuál fue el chisme que más te impresionó?
Hubo muchos, pero no te los puedo contar, porque todavía viven las personas, y seguro que conoces a sus hijos y a sus nietos, y la verdad ya no estoy para esas cosas. Ya hice todo el daño que me correspondía hacer (risas), cumplí mi misión en la vida en ese sentido. Y tal vez ni siquiera te van a impresionar tanto, porque la gente a la que conocí ya no son ni siquiera abuelos, sino bisabuelos, y de seguro no, lo más probable es que nadie de tu edad los haya conocido o los ubique. Y no creas, de seguro muchos ya te lo sabes; los chismes campechanos son muy buenos, traspasan las fronteras. Yo ya estaba en Mérida cuando pasó lo de este muchacho Alain, que lo mataron unos desgraciados, y me enteré. Y cuando pasó lo de los Guzmán, la balacera, que cosa tan horrible…

Además de los chismes, ¿qué cosa recuerdas que te haya impresionado? No sé, la televisión o algo así. No sé, alguna noticia internacional, o algo.
Todo eso de la televisión y el cine nunca me pareció impresionante. A lo mejor porque cuando llegaron todas esas cosas yo estaba muy ocupada con otras, así que nunca me di el tiempo de impresionarme.

¿Te acuerdas de cuando llegó el hombre a la Luna? ¿Lo pasaron por televisión?
Sí, cómo no, fue muy impresionante eso. O cuando lo del terremoto del 85, fue espantoso porque tu tío estaba en México para esas fechas, y cuando me enteré me puse a llorar desesperada, porque no había celulares ni qué, no había forma de comunicarte y saber si estaba bien. Igual tu tío Manuel estaba ahí, y es más, tu tía Yeya tuvo a su bebé, a Manuelito el mero día del temblor, ahí en México, pero estaban por otro rumbo, afortunadamente. Pero me dijo que sí lo sintió, con todo y que estaba dando a luz.

¿Y Tlatelolco, que tal? Cuando mataron a los estudiantes en el ’68.
Fue una cosa horrible, fue algo espantoso. Yo no lo podía creer, que pasara algo así en México. Aunque bueno, era lo que estaba pasando en todo el mundo. Eran días muy difíciles, de mucha agitación… diario veías en la televisión que había habido alguna revuelta de los estudiantes. Pasó en Francia, pasó en China, creo, o algún lugar de por allá. En Estados Unidos, por supuesto, pasaba a cada rato en Estados Unidos. Pero allá están locos, no es raro que pase una cosa así.

¿Te pareció impresionante el 11 de Septiembre, cuando se cayeron las Torres Gemelas?
No, eso ya ni lo sentí. Me enteré creo que una semana después (risas).

¿Y las Guerras Mundiales?
La primera no me tocó. O bueno, sí me tocó pero estaba muy chiquita para darme cuenta. Y de la segunda, ¿vieras que apenas y me enteraba de lo que estaba pasando? A lo mejor solo fui yo, pero no sentí algo tan impresionante, ninguna atmósfera extraña ni nada.

¿Qué opinas del cine actual?
Que es pura porquería, parece que ya se les olvidó cómo hacer una buena película. En mi época y hasta para la de tu mamá todavía se podía ir al cine y se veían preciosidades, unas maravillas, las películas bíblicas, Los Diez Mandamientos, Ben Hur, bueno, esa no es bíblica pero es de esas… Lawrence de Arabia. Había muchísimas películas, y te pasaban no una sino dos, y hasta tres por tu boleto.

¿No te gusta ninguno de los actores que hay ahorita?
La verdad es que ni los conozco, pero de todas formas no me gustan. ¿Qué es eso de que ahora todos los hombres se arreglen su pelito así, más que las mujeres? Ahora no hay nadie como Jimmy Stewart, o como Cary Grant, que era el amor de tu mamá, ya no hay verdaderas estrellas, que además eran magníficos actores y encima caballeros. Lo que ahora les gusta es ese Leonardo Di Caprio, que parece una niña, no sé qué le ven. Tiene cara de gordita ¡y es más vulgar! ¿Qué es eso de que le tomen fotos saliendo borracho de todos lados, como si fuera un chiste?

¿Es verdad que antes les llegaban las películas europeas y de todos lados del mundo?
Sí, esa es otra cosa. Ya nadie ve cine de ningún otro lado que no sea Estados Unidos. Antes llegaban todas las mexicanas, que eran verdaderas películas, con verdaderas estrellas, que además eran estrellas en todos lados del mundo, y además de esas todas las italianas, las francesas, de todas… y conocíamos a todos los actores, a Brigitte Bardot, a Sofía Loren, a Mastroianni, todos ellos eran igual que famosos que los americanos.

¿Te parece que el mundo de ahora esté dominado por Estados Unidos?
Ni siquiera me lo tienes que preguntar, es obvio. Ve de que marca es tu ropa, o tu tele o cualquier cosa que uses todos los días. Prende la tele y en seguida vas a ver algo de Estados Unidos. Y ni siquiera me molesta, se lo ganaron los condenados. Por ser inteligentes, y por ser trabajadores, y hasta por ser tramposos, pero si uno se dejó, pues que se chingue.

Finalmente, una última pregunta: ¿Cómo te gustaría ser recordada?
¡No! ¡No quiero ser recordada! ¡Quiero vivir! (risas) ¡Quiero enterrarlos a todos, ser la última en irme! (risas) No… de verdad, no tengo idea. Demasiado me conocen, nunca fui de guardarme nada, así que ya le di a cada quien lo necesario para que me recuerde como quiera.

¿Te sientes satisfecha?
Sí, creo que no me quedé con ganas de nada. Lo lamento por los que sí, que querían hacer algo y les dio miedo.

Eso es todo. Muchas gracias, tía.
Gracias a ti, hijito. Ojalá que te sirva.