jueves, 15 de septiembre de 2011

El perro y la aguja




Fiera tiene un radar para despertarme en mitad de mis siestas.

-¿Bueno?

-Algo le pasa a Taquito.

-¿Qué le pasa?

-Se ve raro.

-¿Cómo qué se ve raro?

-No ladra, no corre, no muerde.

-Vaya, ya era hora que dejara de comportarse como un psicópata.

-Está rarísimo. ¿Qué hago?

-Pues nada, déjalo así.

-¿No me estás escuchando? Te digo que algo malo tiene. Tengo miedo. Te juro que si algo le pasa mato a mi mamá.

-¿Y qué culpa tiene tu mamá en esto?

-¡Toda!

-…

-La idiota anda dejando agujas tiradas por el piso.

-¿Y?

-Seguro Taquito se comió una aguja.

-No conozco a ningún perro que se haya comido una aguja del piso.

-Es que estaba cocinando y... y… y le di un pedazo de carne a Taquito. Te juro que no tenía hueso, lo chequé. Se lo tiré al piso y seguro se le pegó una aguja.

-¿Sabes cuales son las probabilidades de que haya una aguja justo en el lugar donde tiraste el pedazo de carne?

-Lo sé, solo era un pedacito. Chiquititito.

-¿Entonces?

-Taco se empezó a ahogar. Pegó un grito. Me asustó. Bajé la mirada y vi el pedacito de carne en el suelo. Lo escupió.

-¿No estaría muy caliente la carne?

-¡¿Crees que soy idiota?! Toqué la carne antes de dársela. Estaba tibia.

-Igual y se quemó.

-¡Te digo que no! Se tragó una puta aguja. ¿Qué hago?

-Llama al veterinario.

-Está tosiendo. No sé qué hacer.

-Yo tampoco, no soy veterinario.


* * *


Entro al salón de belleza. Fiera tiene una cara de 3 kilómetros de largo. No me dirige la palabra. Taquito sale disparado a saludarme. Mueve la cola. Brinca. Me he ganado su cariño y respeto a base de periodicazos.

-¿No lo ves raro? –me pregunta Rina, la empleada de Fiera.

-No, lo veo igualito.

-¿Cómo no lo vas a ver raro? Míralo bien –brama Fiera.

-Lo veo igual que siempre.

Subimos al volcho. Taquito asoma la cabeza por la ventana como todos los días. Intenta ladrarle a los vendedores ambulantes cual psicópata que es. Fracasa. Tiene una arcada. Y luego otra.

-¿Ves? Te lo dije.

-No vomitó nada.

-Por eso, está intentando vomitar la aguja. Tiene algo. ¿No lo notas?

-No lo sé. No soy veterinario.


* * *


Fiera no me dirige la palabra en toda la noche. Ni siquiera tiene la educación de disimular su odio hacia mi persona.

-¿Qué te pasa Fierecita? –pregunta mamá-. ¿Estás molesta?

-Sí. Taco tiene algo. Seguro se tragó una aguja.

-¿Una aguja?

Fiera explica con lujo de detalles su teoría.

-Si estás tan convencida de que se tragó una aguja, vamos a llevarlo al veterinario –opino.

-Pero tú dime, ¿cómo ves a Taco? ¿Lo ves raro?

-Te digo que lo veo igual que siempre.

-¿Y los vómitos?

-¿Qué vómitos? No vomitó nada.

-Por eso, está raro, algo tiene. No quiere jugar con Mía y Blacky. ¿Qué crees que sea?

-Te repito, no soy veterinario.

Mamá sabiamente escapa de la cocina.

-¡Contigo no sé puede contar para emergencias!

-¿Tengo cara de veterinario? Si tan mal lo ves, te digo que lo llevemos al veterinario.

-¡Va a salir carísimo! ¿Sabes cuánto cuestan los rayos X?

-Entonces no lo llevamos. Fin del problema.


* * *


Taquito amanece tan radiante como todos los días. Salvo que no hemos tenido el placer de ser despertados por sus ladridos infernales.

-¿Lo ves raro?

-Lo veo igual que siempre.

-Míralo, ya está empezando con los vómitos.

-Intentos de vómitos, dirás.

-Te digo que se tragó una aguja.

Solo una persona puede poner fin al odio que crece en el interior de Fiera: el veterinario.

-Vamos a echarle un ojo –el veterinario le abre la boca a su paciente. Taquito forcejea. Escapa de las manos de Fiera.

-Agárralo, tú tienes más fuerza –me ordena Fiera.

-No se trata de fuerza –interviene el veterinario-. Yo me encargo.

El veterinario manipula a Taquito. Le palpa la barriga. Le abre la boca. Le ausculta con una lamparita la garganta.

-¿De casualidad ven el programa Qué comió mi perro? –pregunta.

-Sí, por eso creo que se comió una aguja.

El veterinario ríe. Menea la cabeza.

-Ese programa es una basura, pero me está haciendo rico. No tienes ideas de cuantas llamadas recibo al día de señoras que creen que su perro se está muriendo.


* * *


Entramos al salón de belleza. Aguardo el tiempo prudente para regodearme.

-¿Y qué tenía? –pregunta Rina, la peluquera.

-Absolutamente nada, el perro está sano –es tiempo del regodeo.

-Eso es lo que dice el veterinario. Pero lo dudo –Fiera llena de besos a Taquito-. Ni siquiera lo revisó bien. Pinche consultorio todo jodido. Ni máquina de rayos X tenía. Estoy segura que Taquito se tragó algo.

-Sí, el pedazo de carne que tú le diste.

-¡¿Y tú de cuándo a aquí eres veterinario?!


Actualización de último minuto: importante leer ÉSTO.


jueves, 1 de septiembre de 2011

Otro encuentro infernal


1

 
No tengo palabra. He venido al segundo encuentro del FONCA. Tuve miedo de que me quitaran la beca que me da licencia para, además de comer, pavonearme como si fuera un escritor de verdad. Por desgracia el avión no se ha convertido en una bola de fuego. Ha sido el viaje más confortable desde que tengo uso de memoria. El avión surcó el cielo como una delicada pluma. Cero turbulencias. Cero ataques de pánico. Cero fantasías de llamas calcinando mi esqueleto o de monstruos parados en el ala del avión intentando derribarlo.
 
Estoy en el DF. Sano y salvo. Espero en la sala de arribos nacionales a que aterrice el avión que transporta al asesor. Grave error fue entrar ayer al Facebook y decir que me esperaban 3 días rodeado de intelectuales, es decir, el Infierno. El asesor comentó en mi estatus: mi vuelo llega 9:30 ¿compartimos taxi? Dije que sí, o mejor dicho, mi respuesta fue la siguiente: = )

¿Qué más podía decirle al hombre que ha hecho posible que todos los artistas de la Península de Yucatán me miren con envidia?
 
Observo la pantalla de llegadas. Lamento comprobar que el vuelo de Mazatlán está a tiempo. Cierro los ojos, busco en mi interior poderes mentales que no poseo para que el avión donde viaja el asesor reviente en el aire. No hay suerte. Es pleno verano pero un hombre en gabardina, bufanda enroscada en el pescuezo y una boina calada me saluda a lo lejos.
 
-¿Cómo estuvo el vuelo? –pregunto con una sonrisa angelical.  

-Excelente –responde el asesor y me estrecha la mano.  

¿Debo abrazarlo? Seguro que sí. El tipo cumplió el sueño de mamá: que su hijo deje de ser un mantenido. El asesor me abraza. Lo abrazo. Nos separamos. Extiendo la mano para saludarlo de nuevo. El asesor pone cara de confusión. Retiro la mano. Soy un imbécil. No porque esté en el DF debo extender la mano a todas las personas luego de abrazarlas. Odio esa manía que tienen los huaches de saludar tres veces: mano, abrazo, mano. Con dar la mano una vez es más que suficiente. Pero no. Quise verme muy cosmopolita, impresionar a un provinciano como yo. Así que pongo los mismos ojos que ponen los huaches cuando me miran como si fuera un ser de otro planeta (de un planeta vulgar y mal educado) por dejarlos siempre con la mano extendida luego del abrazo.  

-Vamos por un taxi –dice el asesor un poco incómodo luego del infructuoso doble saludo.
 
 
2

 
Anoche no pegué los ojos pensando en este momento. El asesor y yo solos en el taxi. ¿De qué hablaremos? Espero no de mi novela. Mis avances son casi nulos. No quiero que me digan que soy el peor escritor del mundo antes de comenzar el encuentro.
 
-Le platiqué de tu novela a un par de editoriales –rompe el silencio el asesor.
 
Ni en sueños (o en la peor de mis pesadillas) esperaba este inicio de conversación. Si fuera un novato en materia de rechazos literarios me emocionaría, pensaría que lo que va a decir a continuación el asesor son excelentes noticias, que las editoriales finalmente han descubierto en mí a un futuro best-seller.
 
-Les ha gustado –dice para mi sorpresa-, dicen que la historia de tu chica podría venderse muy bien. Incluso llevarla al cine.
 
-¿En vedad? –me dejo desbordar por la emoción.
 
-Sí, el problema es la forma en la que cuentas la novela –el asesor se cubre con la bufanda la mitad del rostro-. La vida de Fiera se ha diluido en tus dislates creativos. El último avance que me enviaste solo habla de tus desastrosos y patéticos intentos por arañar la fama literaria.
 
Fiera tenía razón. Mis últimos escritos solo hablan de mí. Antes de abordar el avión ella me dijo: ¿Quién carajos va a querer comprar un libro que en realidad es un monologo de ti mismo? Nadie, absolutamente nadie. La novela se llama Fiera Rodríguez. Como yo. Coño. No Rodrigo Solís. Ojalá te quiten la beca para que empieces a escribir de una maldita vez mi vida.
Llegamos al Auditorio Nacional. O mejor dicho, el taxi se detiene enfrente del Auditorio Nacional. Un camión repleto de tripulantes con sombreritos y lentes de pasta ancha sale de la explanada.
 
-¡Corran! –grita un joven de sombrerito, lentes de pasta ancha y un paraguas en la mano-. ¡Es el último camión!     
 
¿Quién dijo que la vida de un intelectual no es extrema? ¿Estaré destinado a arriesgar mi vida en cada encuentro como la ranita de Frogger?
 
-Tranquilo –detiene mi carrera el asesor-. Los organizadores me dijeron que no me preocupara, que tienen una van para los asesores que llegaran tarde.
 
A lo lejos, observo al hombrecillo del paraguas sortear con plasticidad y elegancia de torero los microbuses, combis y automóviles que se precipitan por los tres carriles de ida y de vuelta de la avenida del Auditorio Nacional. Un kilómetro después, en un semáforo en rojo le da alcance al camión. Pega un salto y se cuelga de la puerta. Ni Keanu Reeves era tan osado en Speed.
 
Pasan 20 minutos. No hay señal de la dichosa van para los asesores rezagados.
 
-Me manda al buzón –dice el asesor con el iPhone pegado a la oreja.
 
Un retortijón me revuelve las tripas. Una vez más soy mi peor enemigo. Volteo en todas direcciones con la frente aperlada en sudor. Espero el asesor crea que busco la van y no un escondrijo donde aliviar mis intestinos. Es un hecho: voy a cagarme. Qué ridículo más monumental. Un señor que goza plenamente de sus facultades mentales cagado en sus pantalones en la vía pública. Vergüenza absoluta. ¿Por qué siempre tiene que darme diarrea en los momentos más inoportunos, es decir, siempre que abandono mi casa?
 
-Creo que mejor nos vamos a la estación de camiones –dice resignado el asesor-, nadie va a venir a recogernos.
Avanzo con las piernas muy juntitas, apretadas, como un pingüino para que no me escurra la mierda. Rezo un Padrenuestro. No creo en Dios desde hace muchos años pero rezar igual y despeja mi mente, la deja en blanco por unos segundos y me hace olvidar el calvario en el que estoy metido, o tal vez puede que sí exista en las alturas un ser Todopoderoso que se apiade de mis defectuosos esfínteres (nota escatológica: cuando nos estamos cagando en la vía pública el ateísmo es una caprichosa lápida de la cual no dudamos desembarazamos, por eso los desposeídos y vagabundos son tan devotos).
 
-Uy, mano, son dos horas hasta la estación de camión –dice el taxista.
 
Me voy a cagar. No hay vuelta atrás.
 
-¿Y cuánto nos cobra por llevarnos hasta Pachucha? –pregunta el asesor.
 
-Psss, precio de amigos: se los dejo en mil varitos.
 
El asesor tiene la mitad del rostro cubierto por la bufanda. Ignoro si su cara es de jugador de póker o de horror. No hay tiempo para negociaciones.
 
-Hecho –saco de mi cartera todo mi dinero y abordo el taxi.
 
 
3

 
El tiempo estimado de recorrido DF-Pachuca es de una hora 45 minutos. Ya no está en mi lista de prioridades la angustia de pensar con qué temas de conversación llenar esa hora con 45 minutos. Mi única misión es no cagarme en mis pantalones.
 
Frunzo el culo.
 
-Está sudando, joven –dice el taxista-, ¿le bajo las ventanillas?
 
-No por favor –dice el asesor-, ando malo de la garganta.
 
El tráfico seguro me abre las puertas del Cielo. Tengo las manos entrelazadas. Llevo veinte rosarios. Si mi suegra y sus amigas rezadoras me vieran, me canonizan el día de mi muerte. Durante todo el trayecto el asesor no cierra el pico. Me cuenta que su mujer está embarazada. Finjo interés. Ser un experto en la materia. Incluso lo felicito. Le digo que los hijos son una bendición.   
 
-Deberías pensar en tener los tuyos –dice.
 
-Fiera no quiere tener bebés –salgo de mi trance apostólico y romano.
 
-Convéncela, no eres precisamente un joven, necesitarás a alguien que te cuide en tu vejez.
 
Imagino a mi primogénito. Joseph Merrick Solís Rodríguez. El Hombre Elefante II. Segurito sale deforme. Y si no, si por un milagro hereda los genes de Fiera o de mi hermanita ex reina de belleza, seguro nace con el alma torcida. Un asesino serial como Dexter, solo que sin las habilidades forenses. Lo capturarían a la primera de cambio, o quién sabe, en México nunca agarran a los asesinos, por más torpes que estos sean. Pero a quién quiero engañar, de tener un hijo sería un paria como yo. Igualito. Ambos viviríamos de la mendicidad, abochornando a su madre, que seguro nos abandonaría a nuestra suerte y renegaría de nosotros cuando se casara con un hombre de verdad, es decir, alguien que pueda mantenerla y darle el trato de reina que se merece.
 
-Servidos –dice el taxista.
 
La muchacha de la ventanilla nos mira con extrañeza, como si le hubiéramos pedido dos pases mágicos a Disneylandia; nos informa que no existen corridas a la Huasca de Ocampo. El asesor busca en el Google Maps de su iPhone la dirección de la hacienda donde se efectuará el segundo encuentro de intelectuales: fracasa. Al parecer es una mentira que hasta el último rincón del mundo está invadido por los satélites supersónicos del señor Bill Gates. No aguanto más. Corro por los pasillos de la central de autobuses de Pachuca. Con manos temblorosas, saco unas monedas y se la entrego a la señorita que custodia el baño. Soy un volcán de mierda en erupción. Mis pies se separan del piso. Soy Vitaly Scherbo en el caballo con arzones. Mis piernas y mis nalgas quedan en posición horizontal en el aire. Mis brazos tiemblan como una licuadora descompuesta al sujetarse de los bordes del bacín. No quiero contraer clamidia. La diarrea sale a propulsión a chorro. El agua del bacín es una pared de squash. Mi mierda rebota y me moja las nalgas, las paredes interiores del culo. Siento entrar por mis poros anales la gonorrea y la sífilis. También la hepatitis B y el papiloma humano genital. Todos los microbios y virus del mundo se han filtrado en mi cuerpo. Seguro mañana amanezco con un racimo de champiñones y verrugas en el ano y en los huevos. ¿Y si este baño es el nido de amor de camioneros sidosos?
 
Desecho mis fatídicas tribulaciones: regreso al mundo real. Algo peor que contraer el VIH es descubrir que no hay papel en el baño.
 
 
4

 
La coordinación del FONCA se apiada de nosotros. Hace contacto con el asesor y nos envía una van a la estación de camiones. Al parecer se han dado cuenta de que sin el asesor la especialidad de novela no puede dar inicio a sus insufribles sesiones de trabajo. Un gordo se acerca al área de restaurantes y nos pregunta si somos becarios del FONCA.
 
-Sí –responde el asesor engullendo un paste de salchicha.
 
-Me lo imaginaba –dice el gordo mirando la gabardina, la bufanda y la boina calada de el asesor.
 
El gordo maneja a toda prisa. Como un demente. Subimos unos cerros. A lo lejos puede verse una horrenda mancha de concreto que es la ciudad de Pachuca.
 
-¿Es necesario ir tan rápido? –me inconformo.
 
-Estamos atrasados –dice el gordo Fitipaldi rebasando a dos camiones en plena curva.
 
Cierro los ojos. El gordo mete su pezuña en una bolsa familiar de Sabritones.
 
-¿Me pasan la salsa Valentina? 
 
El marrano gira su gelatinoso torso 180 grados en dirección a los asientos de la parte trasera, cambia de velocidad, esquiva un camión de doble semiremolque poniendo dos llantas en el precipicio, agarra la salsa Valentina que tengo en las manos, le vierte en la bolsa de Sabritones, esquiva otro camión, las dos llantas de la van vuelven a quedar en el aire, cambia de velocidad, pone la radio, acelera, solo te pido, dame máaaaaaaas, ohhhhhhhh-ohhhhhhhh, dame máaaaaaaas, de tiiiiiiii, uhhhhhhhh, de tu amor, solo te pidoooooooo, se desgañita inspiradísimo con la canción Princesa tibetana, del grupo Timbiriche.
 
-¿No huelen a mierda? –pregunta.
 
 
5

 
Los organizadores han decidido no romperse la cabeza en la distribución de los cuartos.
 
-Pensamos que te habías rajado –me da la bienvenido el malandro con una botella de ron entre manos.
 
El poeta sicario del cartel de Sinaloa me extiende un vaso. No veo al judicial. En su lugar, engalanan con su finísima presencia: Joey Ramone región 4, James Dean Tongolele y Mi Pobre Angelito versión Party Monster.
 
Está decido, no pienso pasar por el mismo horror que en el primer encuentro de intelectuales. Me fondeo el vaso con ron. La Huasca de Ocampo es el lugar perfecto para vivir ebrio. Decenas de hectáreas rodeadas de bosque. Un lago al fondo y pequeñas cabañas ocultas entre los árboles.
 
A diferencia del encuentro de San Luis Potosí soy el primero en leer mis avances a mis compañeros de la disciplina de novela. Estoy completamente borracho. Por fortuna, nadie lo nota. Leo de un tirón las precarias 63 páginas que he escrito en cuatro meses. Entre ellas, la crónica que escribí sobre el primer encuentro de intelectuales. En las pupilas de mis compañeros puedo ver que quieren descuartizarme. Sin embargo, son actores consumados. Sonríen. Fingen estar entretenidísimos con mi lectura. El hermano mayor basquetbolista de Woody Allen se despatarra de la risa al escuchar que lo califico en su cara no como Richard Gere (como seguro se engaña frente al espejo todas las mañanas al ver su pelo blanco de la abuelita de Chocolate Abuelita) sino como lo que en efecto es, el hermano mayor basquetbolista de Woody Allen.
 
Punto y final a mi lectura. No hay comentarios. Se nota que es el primer día de trabajo. Todos mueren de cansancio. Anhelan irse a descansar a sus respectivas cabañas.
 
Yo no. Aunque estoy fundido por la odisea vivida hace unas horas para llegar hasta este pueblito suizo del tercer mundo, en mi cabaña hay fiesta. Cortesía del malandro. En el buró, enfiladas, hay todo tipo de botellas corrientes de alcohol. Tengo dos opciones: darle rienda suelta a mis instintos homicidas (no sería difícil ocultar el cadáver del malandro al fondo del bosque) o prolongar mi borrachera por 3 días y regresar a casa con el hígado hecho paté.
 
-México cagado de risa pudo ganar la Copa América –dice el Joey Ramone región 4.
 
Lo único bueno de los encuentros de escritores es que nunca se habla de libros, salvo cuando hay muchos poetas de por medio. Así que aprovecho el momento para exponer mis afilados conocimientos en materia futbolística, o sea, dejar al descubierto la ignorancia del Joey Ramone región 4.
 
-Por favor, terminamos con cero puntos la competencia –digo.
 
-Por eso, porque fuimos con una selección sub veintidós –apunta el Joey Ramone región 4 dándose aires de analista de Televisa Deportes, como si yo ignorara este hecho, al igual que los mejores jugadores de la selección sub 22 fueron separados del equipo por andar pidiendo putas por todo norte, centro y sur de América.
 
-Ya sé, pero ni con Chicharito Hernández y con Hugo Sánchez en su época con el Real Madrid le ganamos a Argentina en su casa, menos a Uruguay en una hipotética final.
 
-Chale, cómo se ve que no sabes nada de fútbol.
 
Se calientan los ánimos. Se arman dos bandos. Poetas, cuentistas y ensayistas argumentan que México de haber asistido con su selección mayor a la Copa América de Argentina, seguro la ganábamos. El otro bando, lo conformo yo, solo. Ningún compañero de la disciplina de novela ha venido a mi cabaña. Me odian. No cabe duda que no hay nada más humillante para un escritor que otro escritor te caricaturice en un relato.
 
-¡Por Dios! ¿Qué ha ganado Uruguay? –pregunta el Joey Ramone región 4.
 
-Nada, solo dos Juegos Olímpicos, dos Mundiales y catorce Copas Américas, ah, no, perdón, quince Copas Américas –digo con semblante de analista de ESPN.
 
-No me hagas reír, por favor, eso fue hace cincuenta años.
 
Pienso explicarle a los villamelones que me rodean que los uruguayos son los espartanos modernos; un país diminuto, con poco más de 3 millones de habitantes, todos dedicados (genética e históricamente) a defender con alma, vida y corazón la camiseta celeste desde el primer día en que ven la luz; sin embargo, el alcohol barato que bebo me calienta la cabeza y digo:
 
-Me apuesto la vida a que todos ustedes son americanistas, hijos de Televisa, crecieron engañados por Chabelo…
 
-Con Chabelo no te metes –interrumpe alguien a mis espaldas y es lo último que escucho en la noche.
 
 
6

 
Despierto en medio de un reguero de cristales. Milagro. Pese a pronóstico, es la primera noche que duermo de corrido en un encuentro de escritores. No siento el inmenso chuchuluco que tengo en la cabeza. Aún estoy borracho. Mi anestesia consiste en lamer el ron del suelo.
 
-Tienes salsa Valentina en la espalda –dice la chica de la soporífera novela decimonónica cuando entro (tarde) a la cabaña donde se efectúan las lecturas.
 
-Es sangre –la saca de su error el joven de mirada patibularia.
 
Las lecturas de mis compañeros, a diferencia del encuentro pasado, no resultan para nada insufribles. Pierdo el conocimiento por varias horas pero nadie se percata de ello gracias a que en este segundo encuentro el programa obliga a los becados a visitar los talleres de trabajo de compañeros de otras disciplinas. Por ejemplo, hoy recibimos visitas: arquitectura, escultura, fotografía, gráfica, multimedia, novela, cuento y guión cinematográfico; visitan: medios alternativos, pintura, danza, ensayo creativo, poesía, letras en lenguas indígenas, video, teatro, composición acústica y composición de otros géneros.
 
El día de mañana se invierten los papeles. Pero hoy, antes de que mi campo visual se convirtiera en una nebulosa oscura rogué para que nos visitara danza. Todas las chicas del encuentro son horrendas, salvo una jovencita con cuerpo de bailarina (será porque es bailarina), blanca como la porcelana y de belleza escandinava. En el primer encuentro me dieron ganas de entablar conversación con ella pero sabía que de hacerlo probablemente intentaría engañar a Fiera (en el hipotético e improbable caso de que la bailarina me hubiera seguido la plática). Me mantuve al margen. Fiel a la mujer que amo y que me mantiene y que me soporta porque el mundo es un lugar lleno de incongruencias. Lo único que sé de la bailarina fue gracias al Facebook: vive en la Condesa. La única parte bonita del DF.
 
Abro los ojos. Debo de estar experimentando un derrame cerebral como el que mató a papá, cuando todo mundo le hablaba y él ponía cara de no entender un carajo, tal cual si todos le estuvieran hablando en chino.
 
-Y ahora, abusando de la confianza de nuestros compañeros de novela, Xicoténcatl también quiere darles una pequeña probadita de lo que escucharán mañana, es solo un poemita en náhuatl –dice una señora idéntica en aspecto e indumentaria a Rigoberta Menchú.
 
Sudo frío. Tirito. Necesito más alcohol. Me arrastro como la sabandija que en efecto soy. Me meto en el baño. Escapo por la ventana. Amo este lugar. A unos pocos pasos de la cabaña de lecturas hay un estanquillo. Todos los ensayistas están reunidos ahí, comprando cervezas en vez de padecer la peregrinación de taller en taller. Compro un six-pack.
 
-¿Que no te tocaba recibir visitas? –me pregunta Mi Pobre Angelito versión Party Monster.
 
-¿Qué no te tocaba visitarnos? –me defiendo.
 
Se abre un silencio. Compramos otro six-pack. Lo bebemos. Calculamos un tiempo prudente, entramos a la cabaña de novela, por supuesto, tengo la prudencia y buen gusto de esconderme detrás de un par de ensayistas para que el asesor no descubra que he escapado.
 
-Me salieron canas después de componer estas hojas –dice el joven de mirada patibularia tocándose la cabeza.
 
No veo ninguna cana en su cabeza. El joven de mirada patibularia lee tres hojas. ¡Tres hojas! ¿Se puede saber qué coño hizo durante cuatro meses? Si sumamos sus 8 cuartillas del encuentro pasado, tenemos por resultado que el joven de mirada patibularia lleva 11 páginas escritas en ocho meses. Sin embargo, respiro tranquilo. Si a alguien van a quitarle la beca no es a mí. Eso seguro.
 
-Maravilloso.
 
-Sublime.
 
-Genial.
 
Son algunos de los comentarios que se desprenden de la concurrencia.
 
-Lo que importa es la calidad, no la cantidad –sentencia el asesor como si tuviera poderes telequinésicos para leer mis pensamientos triunfalistas.
 
Trago saliva. No puedo evitar sentirme inmerso en el cuento El traje nuevo del Emperador de Hans Christian Andersen, así que aplaudo, no vayan a pensar que soy un idiota.
 
-Es una obra maestra –digo.
 
-Aún no está terminada –apunta el joven de mirada patibularia-, faltan nueve cuartillas. 
 
Soy un iletrado, desconocía la existencia de novelas de 20 páginas. Si por obra y gracia divina alguna editorial se llega a interesar en la novela más corta de la historia, espero tengan un buen departamento de marketing para forrar el libro con pastas gruesas y llenarlo con dibujitos y fotografías, además de un prólogo de 100 páginas para que el lector no se sienta timado.
 
 
7

 
Esta noche no tendré la suerte de dormir. Es un hecho. El malandro ha organizado otra fiesta en la cabaña. Pienso en sacar a relucir algún tema de fútbol, poco me importa que me vuelvan a abrir la cabeza con tal de que me apaguen las luces por unas horas, incluso daría un discurso antiamericanista si no fuera porque soy la estrella de la noche, el foco de atención de todos los intelectuales que revolotean a mi alrededor.
 
-Mándenme sus escritos –digo-, yo me encargo de que se los publiquen.
 
La muchedumbre saliva a mi alrededor. Vi una oportunidad y la tomé. Cuando todos los escritores comentaban sus sofisticados trabajos en universidades, editoriales, revistas y periódicos, llegó mi turno de confesar que soy un hombre desempleado que vive en casa de mamá.
 
-Trabajo reclutando nuevos talentos en la mejor revista del mundo –saqué un as bajo la manga, traducción: eché mano de una de mis máximas fantasías.
 
No hay vuelta atrás. Invento que un amigo mío, un gordo argentino dueño de un blog de crítica televisiva se volvió loco y reventó el mercado editorial al cumplir su sueño: crear una revista sin publicidad, sin intermediarios, de cobertura mundial, y en cuyas páginas solo aparecieran autores que él admira mucho.
 
-No puedo creer que exista una revista sin publicidad.
 
-¿Y cómo le hace para no quebrar si no la vende en librerías?
 
-¿Cómo dices que se llama la revista?
 
Inflo el pecho. Soy el rey. Sabía que ninguno de estos intelectuales había oído hablar nunca ni una sola palabra de la revista que habita en la cabeza de un gordo dueño de un blog de crítica televisiva. Era de esperarse. En México los intelectuales siguen creyendo que la televisión es algo malo, nocivo, que la radiación que emana la pantalla quema las neuronas. Por eso leen Letras Libres y otras revistas culturales aburridísimas que se dedican a reseñar obras “indispensables” de viejitos putos (y de jóvenes que aspiran a ser viejitos putos) que dejaron escapar las mieles de la vida por quedarse encerrados en una biblioteca. O eso creo, porque la verdad, en mi vida he leído una revista cultural. Prefiero masturbarme en el baño viendo las fotos de las luminarias de la televisión que aparecen en paños menores en el TvyNovelas y el TvNotas.
 
Los intelectuales siguen bombardeándome con preguntas. Respondo a todas las dudas de un plumazo.
 
-El director es mi amigo, un millonario excéntrico –invento.
 
A todos les brillan los ojos cuando saco de la chistera la cifra (en euros) que paga la revista a sus colaboradores.
 
-Y no existe censura de contenido y mucho menos en extensión de palabras –continúo mi afiebrado soliloquio-. Mañana les paso la página web de la revista, por el momento me gustaría dormir.
 
Pego un bostezo gigante.
 
-Hombre, toma las llaves de mi cuarto –dice Mi Pobre Angelito-. Dormirás solo, mi compañero de cuarto no ha dado señales de vida. 
 
Duermo como un bendito. Una cabaña sola para mí. O eso creo. La puerta se abre y se cierra de un portazo. No veo nada en la penumbra. Quizá fie el viento. Un saludo de buenas noches de la Madre Naturaleza. La he impresionado con mi creatividad etílica. Cierro los ojos. La cama empieza a temblar. Abro los ojos. En primer plano una abominable criatura: la Chilindrina con impermeable y botas de colores.
 
-¡Fiera Rodríguez! ¡Fiera Rodríguez! –grita sin dejar de rebotar sobre el colchón de la cama.
 
Estoy en una pesadilla. Mi subconsciente me está castigando por no escribir la biografía de mi novia. Por dilapidar los impuestos de dos o tres tarados que pagan sus impuestos en este paraíso de evasores fiscales. Me tallo los ojos. Agarro mis lentes que están sobre la mesita de noche. El espectro es real. Una horrenda mujer de carne y hueso ha venido a ofrecerme sus servicios.
 
-Yo quiero aparecer en tu revista –dice.
 
-Yo también –dice un pelón vestido con una chamarra de militar.
 
Se abre la puerta de la cabaña. Entran más intrusos. Cuento al menos cinco figuras contrahechas. Se sientan alrededor de la cama. Soy Blanca Nieves rodeada de enanos.
 
-No tengo ninguna revista –digo asustado.
 
-Claro que sí, Fiera Rodríguez –dice la Chilindrina sin cesar en sus brincos.
 
-Yo tengo colmenas –informa el pelón militar-, ahora mismo tengo un ejercito de abejas trabajando para mí.
 
Intento salir de la cama. Fracaso. Estoy atrapado entre las sábanas.
 
-Toma –el pelón militar me entrega una granada de mano.
 
Me sobresalto al sentir una materia viscosa escurrir entre mis dedos.
 
-¿Quiénes son ustedes? –pregunto.
 
-Somos de escultura –dice el militar-, y merecemos estar en tu revista.
 
Me armo de valor al descubrir que la granada es de cera y que mis manos están embarradas de miel.
 
-Punto número uno: no tengo ninguna revista –digo.
 
-Qué sí, Fiera Rodríguez –me interrumpe la Chilindrina.
 
-Y punto número dos: en el hipotético caso de tener una revista, la revista sería de mujeres en pelotas, no de escultores.
 
-Perfecto –dice una voz aguardentosa-. Pasen muchachos, que no se diga que la poesía en México no es erótica.
 
Jack Sparrow y un sequito de poetas con aspecto de rufianes toman por asalto la otra cama individual de la cabaña, la empujan hasta emparejarla contra la cama donde estoy preso y comienza una sesión interminable de poesía erótica hasta que despunta el alba.
 
 
8

 
Último día de actividades. Nos toca devolver la visita. También a las disciplinas de arquitectura, escultura, fotografía, gráfica, multimedia, cuento y guión cinematográfico; sin embargo, nadie está interesado en desperdiciar su día visitando a los de medios alternativos, pintura, danza, ensayo creativo, poesía, letras en lenguas indígenas, video, teatro, composición acústica y composición de otros géneros, sino en caminar por las calles empedradas de la hacienda hasta llegar al estanquillo donde venden cervezas y botellas de alcohol.  
 
A excepción, claro está, de mis compañeros de novela.
 
-¡Vamos a teatro! –dicen.
 
-¡Sí, vamos! –los secundo, fingiendo emoción.
 
La cabaña de teatro es la casita de caramelo de la bruja de Hansel y Gretel.
 
-¡Bienvenidos! –nos recibe un hombre de gafas redondas y un moño amarillo en el cuello. 
 
Me escondo detrás de un árbol. Necesito cargar combustible. Por la ventana de la casita de caramelo veo que un joven musculoso abre una caja en forma de ataúd para enanos. Aparece una anciana. Me estremezco. La anciana mueve los ojos y los labios a voluntad propia. Mis compañeros quedan hipnotizados por el realismo del títere. Aprovecho este momento para correr. Me interno en un camino de terracería. ¡Bingo! A unos metros veo el estanquillo.
 
-Un six-pack, por favor –digo.
 
-¿Perdón? –pregunta un señor con barbita de chivo, vestido todo de negro.
 
En el piso de la cabaña hay 3 hombres y 2 mujeres con la mirada fija en sus laptops. Todos visten de riguroso negro.
 
-Siéntate –me ordena el hombre de la barbita de chivo.
 
Obedezco. Tarde descubro que estoy en la cabaña de composición de música acústica, electroacústica y con medios electrónicos.
 
Un gordo de barba oprime el teclado de su computadora y se escucha el ruido de cien taladros perforando una pared. Luego toca el turno a una chica que presiona un botón y un millón de gatos maúllan en mi cerebro. Siento que la cabeza va a explotarme.
 
-Bellísimo –dice el tutor de la barbita de chivo.  
 
-¿Alguien tiene ibuprofeno? –pregunta una de las dos chicas tiradas en el piso.
 
-Toma –sus cuatro compañeros al mismo tiempo estiran la mano para entregarle pastillas de ibuprofeno.
 
Estiro la mano, robo un ibuprofeno y escapo por piernas de la cabaña.
 
-¿A dónde vas? –pregunta una voz a mis espaldas.
 
Detengo mi carrera enloquecida.
 
-Te toca escuchar nuestra sesión de trabajo –dice Mi Pobre Angelito asomando la cabeza por la ventana de una cabaña.
 
Dudo. ¿Y si finjo demencia y me voy al estanquillo por un six-pack?
 
-No seas tonto, entra –Mi Pobre Angelito me enseña un six-pack.
 
Ese es el espíritu, pienso mientras me fondeo una cerveza. Me equivoqué de disciplina. De ahora en adelante me proclamo ensayista, a fin de cuentas, si lo pienso, me he dedicado toda la vida a ensayar que escribo una novela.
 
-¿Y ustedes qué hacen? –pregunta un joven de sexo indescifrable con una cámara fotográfica en el cuello y una cerveza en mano.
 
La cabaña de ensayo creativo está abarrotada. Se ha corrido la voz de que los ensayistas están regalando cerveza.
-¿Perdón? –pregunta el asesor de ensayo, un viejito de mil millones de años.
 
-Quiero decir… ¿qué hace un ensayista? –insiste el joven de sexo indescifrable, leyéndole el pensamiento a todos los presentes.
 
-Somos los vagos de la literatura –respondo sin pudor.
 
-¡Salud! –levantan sus cervezas mis hermanos ensayistas.
 
Al calor de las copas el joven de sexo indescifrable (pero que en realidad es hombre, y, créanlo o no, si fuera mujer sería la chica más guapa de todo el encuentro, salvo por la bailarina escandinava que ignora mi existencia), pregunta si no tenemos miedo a las nuevas tecnologías, es decir, si pensamos que los libros de papel van a desaparecer o no gracias al Kindle.
 
-Como si nos importara –dice un joven con la dentadura poblada de dientes afilados-, ¿has visto en Gandhi o en otra librería algún libro de ensayo?
 
-Será porque los temas de la inmensa mayoría son pura mamada –respondo para mis adentros.
 
No se vuelve a decir ni una sola palabra más en la sesión de trabajo.
 
 
9

 
Cae la noche. Aparece el judicial. La banda El Recodo queda chica en comparación al batallón de músicos que marcha a sus espaldas de tapir desnutrido.
 
-¡Para que aprendan cómo son las fiestas en el norte, mayates! –grita.
 
Los músicos hacen sonar sus tubas, trompetas, tambores, y demás instrumentos infernales. Me pregunto si los habrá traído a todos desde la Comarca Lagunera. Si es así (dudo que en la Huasca de Ocampo existan tantos habitantes para disfrazarlos de músicos norteños), qué desperdicio, es un asco la música de banda. Honestamente, preferiría encerrarme diez horas con los lunáticos de composición de música acústica, electroacústica y con medios electrónicos, y darme un pasón de ibuprofenos. Qué tendrá en el cerebro la gente del norte. A donde viajan siempre quieren imponer su incultura, su ruido. Es como si yo hubiera traído desde la Península de Yucatán a Armando Manzanero y a un grupo de jarana para que zapateen entre los árboles. Hay que estar enfermo de la cabeza para salir de viaje y querer ver lo que tienes en casa. Pero no. Los norteños siempre tienen que venir a fanfarronear y a afearnos el panorama con su pésimo gusto de rancheros.
 
-Cáete con la lana, mayate –me dice el judicial-, son cuatrocientos pesos de coperacha, que la banda no toca gratis.
 
-Ahora te pago, voy por mi cartera –escapo a mi cabaña.
 
No me sorprende ver al malandro de maestro de ceremonias. La cabaña está llena de borrachos.
-¿Qué es esa música tan horrible? –pregunta Mi Pobre Angelito.
 
-Seguro los putos norteños con su fiesta de clausura –dice el malandro.
 
-Pues para luego es tarde –el sicario de Sinaloa abandona la cabaña.
 
Mis hermanos ensayistas me obligan a unirme a la fiesta. Los sigo porque nunca he pertenecido a un grupo. Caminamos hasta llegar al fondo de la hacienda. Hay una barra larga de concreto. Sobre ella varios cubos de plástico a manera de poncheras.
 
-Chingate esto –el malandro me ofrece un vaso de plástico, lo sumerge en uno de los cubos, en su interior veo una materia lechosa.
 
-Es pulque de piña –se relame los bigotes el sicario de Sinaloa.
 
-Uy, qué rico, también hay de pepino –dice un ensayista con los dientes de tiburón.
 
-Tómale, no sea puto –insiste el malandro.
 
Me fondeo el vaso.
 
-Guac, este sabe a semen de burro –dice un ensayista con las patillas de Elvis Presley.
 
Reprimo una arcada. El malandro me sirve otro vaso.
 
-Por nuestra futura publicación en la mejor revista del mundo –levanta su vaso y me abraza.
 
-¡Salud! –gritan todos.
 
La barra de concreto se convierte en el punto de reunión de todo el encuentro de intelectuales. No falta nadie. Ni siquiera la bailarina escandinava, quien platica muy sonriente con el joven musculoso de teatro.
 
-¡El mono de alambre! ¡El mono de alambre! –grita el judicial rebotando como un macaco de zoológico sobre la barra de concreto.
 
He perdido la cuenta de cuántos vasos de pulque he tomado. Subo a la barra con el judicial. Somos hermanos. Cantamos:
 
-Esta cancioncita ya me está gustando, qué chingen su madre los que están cantando, vamos a bailar, vamos a bailar, el mono de alambre, el que no lo baile, el que no lo baile, qué chingue a su madre
 
Siento unas manos en mi espalda. Me bajan de la barra. El pulque ha logrado lo que ninguna otra bebida pudo jamás: convertirme en una persona divertida.
 
El joven musculoso toma la barra. Sus compañeros de teatro le pasan la caja negra en forma de féretro para enanos. Me estremezco. Se lo que guarda allí dentro. Cierro los ojos. No quiero caer hipnotizado bajo los poderes mentales de una marioneta anciana. Explotan cien gargantas en gritos eufóricos. Se escucha un mambo con una mezcla de música arabesca.  
 
-¡Mamacita! –grita el malandro.  
 
Abro los ojos. Ninel Conde en versión miniatura menea las caderas. El gordo Fitipaldi chofer de la van babea sobre la barra.
 
-No es cierto, me está viendo a mí –grita mientras le toma fotos a la marioneta.
 
Es mi oportunidad de entrar en acción. La bailarina escandinava está sola, cruzada de brazos.
 
-Hola –le digo.
 
-…
 
-¿Quieres? –le ofrezco de mi bebida lechosa-. Sabe a semen de burro.
 
-¿Perdón? –crispa los ojos horrorizada.
 
-Pero solo al principio, luego sabe rico.
 
La bailarina desaparece de puntillas entre la muchedumbre hipnotizada por la Ninel Conde en miniatura.
 
-¿No hubo suerte? –pregunta Mi Pobre Angelito.
 
-¿Perdón? –me hago al sorprendido.
 
-Con la bailarina.
 
-Solo quería preguntarle la hora, tengo sueño.
 
-Ya.
 
-Amo mi chica.
 
-Ya.
 
-¿Y tú qué, Maculin? –dice arrastrando las palabras el joven James Dean Tongolele-. ¿Nada de nada?
 
-¿Perdón? –arquea las cejas Mi Pobre Angelito.
 
-Sí, ya sabes –James Dean Togolele sumerge la cara en su vaso-, algún joven de tu preferencia.
 
-¿Cómo?
 
-Sin pena, Maculin, que para eso somos todos artistas, aquí está lleno de putos, con confianza.
 
-No, gracias.
 
-¿Qué, acaso tienes matador en casa?
 
Mi Pobre Angelito sonríe y se pierde entre la muchedumbre que persigue al gordo Fitipaldi que ha secuestrado a la Ninel Conde en miniatura.
 
 
10

 
-¿No te parece una putada lo del puto Kindle? –dice el ensayista con dientes de tiburón.
 
Mi intención de dormir todo el camino de regreso al DF es una utopía.
 
-Me dejó pensando lo que dijo ayer la chica de fotografía –agrega.
 
-La chica de fotografía se llama Gorki, y es hombre –aclaro y lamento en silencio que mi compañero de asiento no sea un músico adicto a los ibuprofenos.
 
-¡Imposible! –se exalta mi compañero de asiento-. ¿Qué no le viste las tetitas?
 
-¿Qué tetitas?
 
-Nada, olvídalo –el ensayista se revuelve incómodo en su asiento y pierde la mirada en la ventanilla.
 
Cierro los ojos. La cabeza va a explotarme.
 
-¿En verdad crees que la chica de fotografía era hombre? –me despierta de un codazo.
 
-No lo creo, es.
 
-Ah.
 
Vuelvo a cerrar los ojos.
 
-Pues te decía –el ensayista de dientes de tiburón insiste en platicar-, el puto Kindle va a terminar de arruinarnos a todos. En especial a mí, soy librero, ¿sabes?
 
-Qué interesante –finjo interés.
 
-Nadie compra ya un puto libro.
 
-Qué terrible –ruego para que no me pregunte cuándo fue la última vez que compré uno. 
 
-Es que todo está en Internet –se rasca la cabeza el librero-, la chica de fotografía tiene razón, el puto Kindle extinguirá los libros tal y como los conocemos, te lo digo yo, que soy librero. Putas generaciones de hoy día, no entiendo cómo pueden leer horas y horas pegados a una pantalla.
 
Permanezco mudo. Durante todo el trayecto el librero me cuenta la angustia que siente por haber elegido un empleo en vías de extinción.
 
-Si vieras la librería donde trabajo –dice-, una puta vergüenza. Ya ni siquiera vendemos libros, y de ensayos, menos. Parece más un jodido Starbucks. La gente va a tomar café y a conectar sus laptops para chatear en el Facebook. Lo sé porque ahora tengo que meserear. Los estantes de libros se han vuelto parte de la decoración de la librería.
 
Me asomo por la ventana y veo a lo lejos el Auditorio Nacional.
 
-Cuando regreses al DF date una vuelta por la librería.
 
-Seguro –miento.
 
-Ya verás de lo que te hablo. Tú, yo y todos la generación de jóvenes creadores de México terminaremos como putos meseros.