miércoles, 26 de agosto de 2009

Despedida entre nubes


Llego a Mérida. Fatigado. Los nervios despedazados. La carretera Campeche-Mérida (si es que a esa pista de la muerte se le puede llamar carretera) estuvo infestada de camiones con doble remolque que le obligan a uno a jugarse la vida en cada rebase si pretende llegar a buen tiempo a su destino.

More...Para mi sorpresa la casa de mamá es un hervidero de desconocidos, un ir y venir de personas que cargan vestidos, zapatos, collares, maletines, accesorios y demás artículos de belleza. Un sujeto de pelos parados, erizados, bien pistoleados, se indigna al verme inmóvil al pie de la puerta.

-¿Qué haces ahí parado? –dice-. Sube esa maleta, rapidito.

Diligente, obedezco. Subo las escaleras, entro al cuarto de mamá. Un batallón de mujeres (y de hombres que confundo con mujeres) cuelgan y descuelgan elegantes vestidos de noche de varias perchas.

-Pon la maleta ahí –dice una mujer (o tal vez un hombre, no estoy seguro) señalando el único espacio libre que queda en el suelo.

Vuelvo a obedecer con diligencia. Coloco mi maleta de viaje en el suelo. Suena el timbre de la casa. Intento encontrar a mamá y a Bicho en mitad de todas esas cabezas de peinados estrafalarios. Fracaso. El timbre de la casa insiste con sus pitidos.

-¿Qué haces ahí parado? –me dice una voz aflauta (no descifro el género)-. Abre la puerta, qué no oyes.

Obedezco. Bajo las escaleras. Abro la puerta.

-Venimos a filmar –me dice un sujeto acompañado de otro tipo que carga una cámara de video.

No tengo que enseñarles el camino. Suben de prisa saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras cual reporteros de guerra.

Escapo a la cocina. Estoy hambriento. Abro el refrigerador. Lechugas, zanahorias y otras verduras y legumbres me matan el apetito apenas verlas inertes y muy saludables en los estantes. El timbre de la casa vuelve a sonar, decido que es momento de escapar de este manicomio. Me encamino a mi antigua habitación pero enseguida recuerdo que la han convertido en un cuarto de gimnasio. Dirijo mis pasos al cuarto de visitas, habitación donde murieron mis dos abuelos, lugar que Nelia, la muchacha de la casa, asegura está habitado por ánimas que espantan por las noches. Un escalofrío me recorre la espalda, me paraliza. Suena el timbre por enésima vez. Abren la puerta. Me sobrepongo a mi cobardía al ver que unos fotógrafos entran en casa. Corro al cuarto de visitas.

Grave error.

-Hola.

-Hola.

-Hola.

Tres adolescentes (dos chicos y una chica, creo) vestidos de menonitas me saludan.

Aterrorizado, cierra la puerta de un portazo sin devolver el triple saludo. Debo haberme vuelto loco, pienso. Respiro profundo. Vuelvo a abrir la puerta lentamente.

-Hola.

-Hola.

-Hola.

Los tres menonitas levantan la mano muy sonrientes. Era cuestión de tiempo, lo sabía, estoy loco. Escapo corriendo de casa atropellando a toda la gente que se arremolina en la sala.

Llaman a mi celular. Detengo mi carrera enloquecida en mitad de la calle. Es mamá. Contesto. Pregunta si fui yo el que salió corriendo como un demente de la casa sin saludarla. Le explico que me he vuelto loco o quizás he viajado a una dimensión paralela donde su casa es un refugio de menonitas fantasmagóricos y de plumíferos perfumados que entran y salen de su habitación cargando maletas llenas de vestidos. Mamá me pregunta si estoy borracho o peor aún, si mi ex novia me dio alguna droga poderosa de las que tanto le gusta ingerir por la boca o la nariz. Le digo que no, que estoy sobrio y me confieso demasiado cobarde y aburrido para empezar a tomar drogas divertidas. Me ordena regresar a casa. Obedezco.

Mamá me explica que debido a la crisis económica mundial está rentando el cuarto de visitas a estudiantes extranjeros que vienen a aprender español al centro de idiomas que está a unas cuadras de casa.

-Ven, vas a quedarte aquí –me dice ocultándome en el cuarto de Bicho.

-¿Quiénes son todas esas personas? –pregunto intrigado.

-Van a hacerle un reportaje a tu hermanita antes de que se vaya al DF.

-¿De qué?

-De su familia.

Mamá cierra la puerta. Me parece escuchar cómo le pone llave a la puerta.

Caigo dormido. Tengo una horrible pesadilla: Bicho es coronada Nuestra Belleza México. El público grita eufórico. Mamá grita eufórica. Incluso yo grito eufórico. Cientos de fotógrafos (también eufóricos) la retratan mil y un veces desde todos los ángulos y posiciones imaginables. El auditorio entero corea su nombre. Endiosados. Todos corren hacia el escenario y empiezan a querer tocarla. A palpar su belleza. La acarician. La besan. Pero no es suficiente. El público necesita más. Un fanático hambriento se aventura a darle un mordisco en el brazo. Quiere probarla. Saber a qué sabe la belleza. Saborearla. Y otro, y luego otro. Todos se abalanzan sobre Bicho y la devoran hasta el último hueso como a Jean-Baptiste Grenouille al final de El perfume.

Abro los ojos sobresaltado.

-Que bueno que viniste –dice Bicho, sentada al filo de la cama, tecleando algo en su Mac. Me da un par de besos y me abraza.

Me fundo en su abrazo y en vez de darle un beso le muerdo una mejilla.

-Auch, bobo.

-Quería saber si estaba soñando.

Bicho sonríe. Su sonrisa se ilumina al acercarse la pantalla de su Mac al rostro.

-Tengo que hacer un ensayo –dice.

-¿Qué hora es? –digo frotándome los ojos.

-La una.

-¿A qué hora tenemos que estar en el aeropuerto?

-A las seis.

-Ve a dormir.

-No puedo. Tengo que terminar el ensayo.

Se abre la puerta del cuarto.

-Bicho, ven a dormir –dice mamá.

-Ahora que termine mi ensayo.

-Rodrigo, deberías hacerle el ensayo a tu hermanita.

-Mamá, déjalo dormir.

-Tú eres la que tiene que dormir, no quiero que llegues al DF con bolsas en los ojos.

-¿De qué es el ensayo? –pregunto.

-No tienes que hacer mi ensayo.

-Sí que lo tiene que hacer, a eso se dedica.

-¡Mamá!

-Es la verdad, hijita.

-¿De qué es el ensayo? –pregunto de nuevo.

-Del por qué elegí mi carrera.

-…

-¿Qué? –se indigna mamá- ¿No me digas que no sabes qué carrera está estudiando tu hermanita?

-Sí sé, lo que no sé es por qué eligió estudiar esa carrera.

-Pues porque le gusta, por qué más va a ser.

-Mamá, ve a dormir –dice Bicho-, al ratito te alcanzo.

A regañadientes mamá se va a dormir. O mejor dicho, a fingir que duerme. Bicho me dice que eligió su carrera después de leer un escrito mío. Su confesión me horroriza. Le digo que está loca. Que es un grave error creer algo de lo que escribo. Todo son mentiras. Es de locos dejarse influenciar por un perdedor de casi 30 años desempleado, incapaz de ganarse la vida por si mismo y de redactar un proyecto literario lo suficientemente verosímil o intelectual para que los jurados intelectuales de todas y cada una de las becas que he solicitado dejen de rechazarlo.

-Para mí siempre serás el mejor escritor del mundo.

-¿Cuántos libros has leído este año?

-Bobo.

Bicho bosteza. Se frota los ojos con la elegancia que sólo poseen las criaturas hermosas, etéreas como ella.

-Vete a dormir –le digo-, ahora te invento algo.

Bicho se va flotando al cuarto de mamá, confiada en mis capacidades poco confiables de escriba.

Grave error.

Son las cuatro de la mañana, soy incapaz de inventar algo que inspire a un jurado de belleza, o mejor dicho, a cualquier tipo de jurado. Decido cerrar los ojos un rato, y más tardo en cerrarlos cuando mamá me despierta.

-Ya es hora.

Llegamos al aeropuerto. Arrastro una maleta del tamaño del féretro de un basquetbolista. Mi figura maltrecha, funeraria, se refleja en las puertas de cristal corredizas. Tengo bolsas en lo ojos. Ojeras. El pelo enmarañado. Un niño se acerca a pedir un autógrafo.

-¿Me firmas mi camisa? –dice.

Por un instante pienso que me ha confundido con uno de los muchos mamarrachos de la mediana edad que conducen los programas de Telehit para aferrarse a la juventud esquiva.

-Claro –dice Bicho, rozagante, los ojos enormes, brillantes, el pelo frondoso, sedoso, peinado de una forma imposible. Firma con ternura la camisa del niño.

Dos viejos libidinosos se acercan, piden tomarse una foto. Bicho sonríe. La gente en la sala de espera murmura. Cuchichea. Aparece un alux, o para ser más precisos, el maestro Yoda en persona.

-Mucho gusto –dice.

-Mucho gusto –dice Bicho.

-¡Oh, por Dios! –exclama mamá emocionada-. Es Armando Manzanero.

La esposa o novia o amiga de Armando Manzanero no parece compartir el gusto de su esposo, novio o amigo, le regala una gélida sonrisa a Bicho y se lleva al maestro a abordar el avión.

Bicho se despide de nosotros. Abraza y besa a mi hermano. Abraza y besa a mamá. Abraza y besa a su novio que tiene que contenerse cuando dos hombres pasan y clavan la mirada ardorosa en la retaguardia de Nuestra Belleza Yucatán. Bicho me abraza y me besa y tengo que confesarle que no pude escribir ni una sola palabra de su ensayo.

-No te preocupes, nada más no le digas a mamá –me dice en un susurro.

El avión despega, se pierde entre las nubes. Bicho finalmente está en donde merece.


lunes, 17 de agosto de 2009

Prólogos



Prólogo No. 11


Quería inmortalizar su nombre después de muerto, tanto, que por ello se dedicó de tiempo completo, con todo su empeño y furia, a tratar de convertirse en un escritor. O mejor dicho, de que la gente al verlo en la calle o fotografiado en alguna revista o en algún periódico o pasquín lo reconociese como una persona que se ganaba la vida en el oficio de la escritura. Vertiendo sobre una hoja en blanco todas las calamidades, indignidades y vergüenzas de las cuales debía avergonzarse el ser humano.

More...No era un hombre creyente. De hecho, no creía en nada. Ni en Dios, ni en el Cielo, ni en el Infierno. En lo único que creía era en lo despreciable que podían ser los seres humanos. Incluso él mismo. O mejor dicho, sobre todo él mismo y sus allegados más cercanos.

De ese modo fingía ganarse la vida, contándole a sus lectores y a todo aquel que apeteciera leerlo por vez primera, los secretos más íntimos y sórdidos de su vida privada y la de sus familiares y amigos. Nunca se preocupó de llegar a herir a alguien con sus letras, todo estaba dentro del marco de la ley y de las buenas maneras de la decencia: si Jorge era homosexual, publicaba que José era homosexual; si Mariana se acostaba con medio mundo y luego se daba aires de mujer casta y pura, al día siguiente aparecía en el periódico la historia de Marina, la devota de la Virgen de Guadalupe, revolcándose como una fierecilla indomable con hombres de los cuales ni siquiera sabía el nombre.

Esa era su vida y así se la ganaba, o fingía ganársela. En resumidas cuentas se podía decir que era una persona afortunada. Y lo sabía. Pero no por ello le agradecía a Dios todas las noches antes de dormir.

-La Virgencita te va a ayudar siempre que la necesites -le decía mamá, y con la mano lo persignaba poniéndole los dedos índice y pulgar en forma de cruz sobre la boca para que los besase-. Buenas noches bebé, que sueñes con los angelitos.

De niño creía en la Virgen (en cualquiera de sus múltiples versiones y manifestaciones) fervorosa y ciegamente, cual monaguillo aventajado, porque la Virgen era una mujer, como mamá. Y mamá era una mujer buena. Lo cuidaba y lo quería más que a nada en el mundo.

-Te quiero más que a nada en el mundo -le decía antes de abandonar la habitación-. Si te pasara algo, me moriría.

Al cerrarse la puerta de la habitación y quedar todo en penumbras, se imaginaba muerto, luego, podía ver como mamá se moría al instante de verlo muerto. Por eso entrelazaba piadosamente los dedos de las manos y rezaba todas las noches sin falta para no morirse nunca, o mejor dicho, para que mamá no se muriera nunca.

Pero su día había llegado. Cerró los ojos y descubrió que había olvidado cómo rezar.


Prólogo No. 21

Su mente se difuminó como las luces del cine antes de dar inicio una función. Pensó en arrepentirse de muchas cosas, pero ni una de ellas valía la pena como para arrepentirse de verdad. Quizás de lo único que se sentía culpable era haber olvidado que moriría de aquella forma. También de que sus últimas palabras, tal vez, serían recordadas como palabras huecas y vanas.

Antes del aliento final, cruzó por su mente la posibilidad de que si en vez de haber pasado tantas horas frente al televisor hubiera dedicado más tiempo a leer (tal como mamá se lo sugirió cuando era niño), incluso hasta una frase célebre hubiese inventado, o al menos se hubiera ahorrado la vergüenza y el cinismo de asentir con la cabeza todo el tiempo cuando otros escritores le hablaban de autores y de libros que en su vida había escuchado (menos leído).

Claro que nada de esto importaba, el truco era tener cara de intelectual. Y él la tenía. Gafas y cabellera larga. Los pantalones raídos también ayudan. Igual decir:

-Genial.

-Maravilloso.

-Una gloria.

O:

-Insufrible.

-Un bodrio.

-Muy comercial.

Palabras igualmente efectivas en el caso de que estuvieran descuartizando una novela.

En su caso, ignoraba cómo habían calificado su última novela. Evitaba enterarse de la crítica, o mejor dicho, de la crítica negativa. Sólo cuando no tenía más remedio que escucharla se enteraba de ella. Y eso, porque hubiera sido muy poco ético (o creíble) fingir ceguera y/o sordera cuando el sujeto de la butaca de la décima fila que venía con el kit completo de intelectual, o sea, cabellera pulcramente despeinada, lentes de pasta ancha, camisa de manta, jeans deslavados y rotos de fábrica y chancletas (aunque no pudo verle los pies, estaba en un 99% seguro de que las traía) dijo que los personajes de su novela estaban hechos de paja, que sus emociones y sentimientos no eran reales sino más bien de personajes salidos de alguna telenovela o, en el mejor de los casos, de un sit-com de esas que tienen risas enlatadas de fondo. Todo eso lo dijo en su cara (y en la cara de todos los que llenaron el teatro) con aplomo y con una seguridad bárbara en si mismo que sólo poseen los intelectuales, sin omitir detalle alguno al aderezar, hacer énfasis y magnificar el sinfín de errores sintácticos, gramaticales y de contenido de la novela, los cuales, huelga decir, el propio autor ignoraba por completo hasta ese momento. Terminada la feroz crítica, no pudo evitar poner la cara roja como un tomate. Después maldijo mentalmente a su editor, y luego, también maldijo mentalmente al intelectual de las chancletas, a quien le dio por respuesta lo siguiente:

-Te prometo que a la salida te firmo la novela.

Nunca fallaba. Presentación tras presentación. Un chascarrillo en el momento oportuno además de salvarte el pellejo tenía la virtud de que el teatro repleto de gente rompiera en risas (risas reales, no enlatadas). Además, una de las ventajas más grandes que tiene un escritor que vende libros y llena teatros es que los listillos nunca tienen derecho a replica, lo único que pueden hacer es dibujar una mueca furibunda en el rostro cuando la linda edecán de falda corta les aparta el micrófono de enfrente para entregárselo a la mujer gorda de mediana edad que lleva la mano levantada en el aire (y entumida también) desde que la ronda de preguntas del público hacia el escritor da inicio, es decir, desde una hora atrás. Y eso era lo que precisamente agradecía de las mujeres gordas de mediana edad, que además de comprar sus libros a la par de los de Paulo Coehlo, casi nunca preguntaban algo específico. Más bien solían descoserse en halagos tal y como lo hizo la mujer gorda de mediana edad que dijo estar en total desacuerdo con el payaso disfrazado de intelectual, ya que ella sí que se había identificado por completo con la protagonista de su novela, tanto, que apostaba su vida a que existía en la vida real.

Al escuchar esta declaración, una sonrisa se dibujo en su rostro, que en realidad era el fino disfraz de una mueca de horror por la patética existencia de una lunática dispuesta a apostar su vida así como así. Así que decidió ensanchar más la sonrisa para no evidenciar su espanto, pero justo cuando sus muelas empezaban a verse a través de su boca de lo grande y falsa que era la sonrisa, descubrió que a dos lugares de donde se encontraba la gorda de mediana edad aferrada con ambas manos al micrófono como si en ellas cargara una malteada de chocolate, estaba sentada la mujer que pensó nunca más volvería a ver en su vida, dueña del mismo rostro endiabladamente angelical y la mirada de hielo que tenía el día que por culpa suya la internaron en una clínica de rehabilitación.


Prólogo No. 34

Antes de relatar el asesinato que para su desgracia le tocó interpretar en el papel protagónico de víctima es necesario agregar aspectos fundamentales en la historia. Los focos, por ejemplo. Los focos en el teatro (o de cualquier teatro) eran de cien mil voltios o alguna cifra similar con varios ceros, eso lo sabe todo aquel que ha estado alguna vez sobre el entarimado de un teatro.

Los flashes de las cámaras fotográficas también hicieron su parte. Eran tantas las lucecitas que se dispararon cuando el moderador de la mesa informó que se venía la última pregunta de la noche, que al observar por última vez la butaca donde estaba sentada aquella mujer de su pasado y encontrarla vacía pensó que su presencia había sido producto tanto de su imaginación como del calcinamiento de sus retinas.

Lo que ocurrió a continuación fue tal cual ocurre en las películas de acción de Hollywood cuando viene la escena final y todo se torna en cámara lenta para que el espectador, cómodamente sentado en su butaca con bote gigantesco de palomitas en una mano y el refresco jumbo en la otra, no pierda detalle alguno. Por desgracia, su vida lejos estaba de parecerse a las películas de Hollywood, al menos en las que el héroe de acción salva el día en un acto heroico.

Un pequeño pasillo alfombrado, cinco escalones de madera para subir al escenario y una larga mesa de dos metros de largo por treinta centímetros de diámetro cubierta con un mantel color verde aceituna donde tenía apoyados los codos, al igual que el moderador y su representante, era lo único que les separaba de las butacas ocupadas por el público.

En el remoto caso de que en vez de ser escritor hubiera decidido ser una estrella de pop rock a los que les programan sus videos musicales en MTV quizás hubiera tenido derecho al menos a un par de mastodontes de seguridad que custodiaran las escaleras del escenario para que ningún fanático tuvieran la brillante osadía de subir a abrazarle o a pedirle un autógrafo. Sin embargo, siendo escritor y tratándose por consiguiente de la presentación de un libro y no de un concierto para mozalbetes, no hubo guardias en el teatro custodiando su seguridad.

Ni siquiera porque su libro trataba sobre la vida de una adolescente flacucha como un fideo atrapada en el mundo de las drogas, cuyo novio (un ilustre escritor desconocido), en un ataque de celos al ser abandonado y cambiado por un junior repartidor de ácidos y estupefacientes, decide denunciar la adicción de la chica ante sus padres, teniendo por consecuencia que la madre de la protagonista la encerrara en una clínica de rehabilitación, de donde después de muchas vejaciones y peripecias (y capítulos) finalmente escapa para cobrar venganza apuñalando en repetidas ocasiones con un picahielo a su ex novio justo el día en que éste alcanza el éxito gracias a la publicación de una novela donde narra la vida de una drogadicta adolescente idéntica a ella; teniendo lugar el asesinato en un teatro abarrotado de espectadores que impávidos sólo alcanzan a horrorizarse ante la increíble escena, para después abalanzarse a las librerías a comprar la novela del fallecido autor hasta convertirlo en un best-seller.


Prólogo No. 40

Ocurrió tal y como lo viste decenas de veces en el YouTube desde la tranquilidad de tu hogar o en clandestinidad de tu lugar de trabajo. Los aplausos cesaron de repente y en su lugar entró un silencio ensordecedor seguido de un grito generalizado de “¡oooooooooh!”, propio de las corridas de toros cuando el torero es cogido por el pitón del toro.

Como habrás notado en la pantalla de tu computadora, puso cara de imbécil. Y no tienes por que ocultar que reíste al repetir una y cien veces el video. En efecto, puso la típica cara del imbécil sorprendido que sabe que va a morir, aunque en su defensa se puede decir que será la misma cara de imbécil que pondrás cuando un automóvil venga en sentido contrario y te atropelle al cruzar la calle o cuando resbales del tejado de tu casa al revisar el tinaco o cuando una ex novia te apuñale por la espalda con un picahielo.

No fue una muerte digna. Nadie en su sano juicio hubiera deseado ser grabado en video por las decenas de teléfonos celulares que cargaban consigo los presentes, y en vez de eso, que alguno de ellos se le hubiera ocurrido auxiliarle para que el número de puñaladas no llegara a los dos dígitos. Incluso hubo morbosos que se acercaron tanto al escenario a grabar la escena que fue precisamente gracias a estos aprendices de paparazzi que pudiste escuchar los huesos crujir cuando el punzón de acero entraba y salía dentro y fuera del cuerpo.

Crac, crac. Así sonaron los huesos.

Crac, crac. Otras dos puñaladas antes de que el representante literario chillara como una hiena asustadiza, primero levantándose y después apartándose lejos de la mesa para salvar su propio pellejo.

Crac, crac. Dos puñaladas más. Iban seis y nadie tuvo intenciones de detener las que vinieron después. Ni siquiera él, cuyos brazos los tenía engarrotados y sólo alcanzó a agitarlos torpemente cual pato herido de muerte que intenta emprender de nuevo el errante vuelo luego de un escopetazo.

Tras la segunda puñalada cayó de su silla al suelo. Tenía la espalda apoyada sobre el entarimado. A cada movimiento en su patética defensa sentía como la espalda patinaba sobre un líquido caliente y espeso. Sangre que manaba de dos agujeros que tenía en la espalda. La garganta se le cerró y le costaba respirar. Tampoco podía ver nada por las luces del techo que le cegaban. También por los flashes de las cámaras, ya que la gente empezó a tomar fotos como si estuvieran en un coliseo viendo la lucha libre.

Luego, una silueta apareció delante de él para montarlo a horcajadas. Unos cabellos largos, lacios y castaños flotaron en delgadas hebras luminosas sobre su cabeza al tiempo que dos manos empuñaban en todo lo alto un picahielo que terminó aterrizando primero en su hombro izquierdo y después en su clavícula izquierda.

Crac, crac (puñalada número tres y puñalada número cuatro).

Las puñaladas venían en oferta, al 2 x 1. De par en par. Una después de la otra, con la misma furia y con la misma saña. Así llegaron las puñaladas número cinco y número seis. Luego las puñaladas número siete y número ocho. Eran tan veloces que parecían una misma, desde luego sólo en el sentido metafórico, porque en realidad el dolor que sentía era por partida doble.

Crac, crac.

Cuando llegaron las últimas dos puñaladas (puñalada número nueve y puñalada número diez) tenía la vista completamente nublada y borrosa por las lágrimas que le empañaban los ojos.

El último crac en realidad no sonó crac, sino más bien fue un sonido seco producto del agujero que se hizo en la duela del escenario al ser atravesada con la punta del arma, no sin antes traspasarle primero el lóbulo de la oreja derecha.

Si le subes el volumen a tus bocinas (checa que sea el video que yo subí) podrás escuchar el grito de un valiente que desde las butacas traseras, cuando la victima dejó de ser agujereada como un muñeco de vudú, dijo:

-¡Alguien llame a los paramédicos!

Por desgracia en México los paramédicos pueden llegar al lugar del siniestro cuando la última gota de sangre ha abandonado el cuerpo del herido. Siendo esto del conocimiento de los presentes, no faltaron las manos voluntariosas que se dispusieron a sacar al paramédico que llevaban dentro. Enjundiosos, cargaron al moribundo para poder trasladarlo al hospital más cercano.

-¡Ahhhh! –aulló de dolor la victima.

Ante esta inesperada situación los buenos samaritanos se enfrascaron en una acalorada y nerviosa discusión.

-Arráncaselo.

-No, arráncaselo tú.

-No, no. Mejor tú.

Y así debatieron durante segundos vitales, hasta que alguien (seguramente un carnicero) decidió arrancar de un tirón el picahielo de la oreja del moribundo, no sin antes dejarse escuchar la advertencia de rigor que suele ocurrir en estos casos donde sobra el nerviosismo y la estupidez:

-Pero con cuidado, no vaya a desangrarse.

Finalmente lograron levantarlo del piso entre varias personas y lo condujeron por uno de los corredores del teatro rumbo a la salida. Al atravesar el pasillo, entre todos los rostros del público que seguían abarrotando las localidades, sentada en una de las butacas, pudo verla, muerta de la risa.

De no ser porque tenía los brazos y las manos bañadas en sangre, Valentina hubiera pasado inadvertida e inocente como el resto de la gente que no cesaban de tomar fotos desde sus celulares y cámaras fotográficas.


Prólogo No. 58

Al despertar en la mañana, frente al espejo, mientras se pasaba el rastrillo de rasurar sobre el mentón de una barba crecida, supo exactamente las palabras que tenía que decir antes de morir.

lunes, 10 de agosto de 2009

Historia de un blog rosa


“El lector es completamente distinto al lector de hace 50 años; el lector de hoy está con un monitor enfrente tratando que no venga el jefe, y para minimizar lo que está leyendo sea información sea ficción o lo que fuere, pero está preocupadísimo porque está ocupando horas de trabajo en el entretenimiento, y entonces hay que atrapar (la información) con muchísima más rapidez.”
- Hernán Casciari



P y yo nos conocimos desde la cuna por nexos inquebrantables que une la sangre, al igual que un amargado abuelo en común. En una fotografía que podría servir como evidencia de que P y yo estábamos destinados para la grandeza, la imagen se ve arruinada por la horrenda cara de un anciano que hace un vano intento por sonreír y al mismo tiempo concentrarse en sujetarme con una mano y con la otra a P. Al final sólo salió la cara de Papá Abu con un rictus de dolor donde parece estar levantando a un par de cochinitos de sus cuartos traseros.

More...Pese a vivir en ciudades distintas, P y yo nos visitábamos con relativa frecuencia. Ya sea en temporadas vacacionales, puentes y/o fines de semana. En esencia nos reuníamos para desperdiciar gloriosamente nuestros días. Y fue justo en uno de esos gloriosos días desperdiciados de nuestra tierna infancia cuando apareció el primer destello de lo que ocurriría muchos años después.

-Deberíamos comercializar estas caricaturas -le dije a P enseñándole muy orgulloso un dibujo.

El dibujo era el de un pato pintado con trazos deformes en una libreta Scribe a cuadros. El pato tenía un disfraz sospechosamente parecido al de Superman (con capa y botas rojas incluidas) que se encargaba de sembrar el terror en Ciudad Muralla en compañía de sus secuaces, otros animales de granja enfundados en trajes también sospechosamente parecidos a los de Flash, Linterna Verde, El Hombre Araña, Batman, etcétera.

-Creo que tienes razón –sentenció P con justo tino observando la libreta-. Hay que comercializarlos.

Meditabundo, asomé la cabeza por la ventana para aspirar la fragancia del jardín de mi tía Nena en busca de un poco de más de inspiración.

-Ya lo tengo –dije frotando mi barbilla con el dedo índice y pulgar de la mano cual intelectual que era en esos días-. Hagamos cientos de copias del Súper Pato Asesino y luego las repartimos en todos los buzones de las casas del vecindario. De esta forma, si a los vecinos les gustan las aventuras del Súper Pato Asesino, en el próximo número les cobramos un peso a cada uno, así como hacen los repartidores del periódico –agregué sin tener muy claro el sistema de cobro de los repartidores de periódico.

-¡Asu, vamos a ser multimillonarios! –exclamó P arrojándose sobre una hoja en blanco para dibujar a un Súper Pato Asesino con una metralleta entre sus manos.

Minutos después nos encontrábamos frente al televisor jugando Nintendo. Súper Pato Asesino y La Liga de Secuaces Asesinos jamás vieron la luz pública; con calambres en las manos descubrimos que nuestra ambiciosa creación de proyecto literario-empresarial no era tan sencillo como creíamos: a la quinta copia el Súper Pato Asesino parecía un garabato.

Llegó la adolescencia y el sendero artístico que compartíamos P y yo se bifurcó. P se recluyó leyendo libros y viendo películas. Libros y películas extrañas y horribles. Yo en cambio utilicé hasta la última de mis neuronas para almacenar en mi cerebro los datos más inútiles, como por ejemplo, saber de memoria el nombre del líder de goleo en el Mundial de Uruguay 1930 o recordar a la perfección los nombres de los suplentes y cuerpo técnico del equipo campeón de los Pumas en la temporada 90-91.

De ahí que no fuera de extrañar que los dos primeros libros que leyera de cabo a rabo fueran Un grito desesperado de Carlos Cuauhtémoc Sánchez (mamá me sonsacó a leerlo bajo la promesa de que sería un adolescente inteligentísimo) y El Alquimista de Paulo Coelho (regalo de mi primera novia).

Saco a relucir estas dos obras maestras de la literatura porque en aquella época, joven y enamorado como un becerro, me sentía el pináculo de la inteligencia humana. Y siendo yo o creyendo ser la parte más sublime de la intelectualidad de mi tiempo, decidí escribir una novela de mi puño y letra a la mujer que amaba.

Me tomó una semana entera terminar mi debut literario. Justo dos días antes de navidad. Casi 50 hojas de una libreta Scribe a rayas.

Sin embargo, como todos saben, un libro no es un libro si no es del mismo grosor que los libros motivacionales y/o de autoayuda y/o de Paulo Coelho. Así que para engordar mi novela me tomé la libertad de anexarle algunas canciones de Fernando Delgadillo (cantante favorito de mi amada y por ende mío también, porque era, como ya mencioné, un becerro enamorado).

Mandé la novela a la imprenta (una tienda de fotocopias frente a mi escuela) girando instrucciones precisas a los empleados de que imprimieran las hojas con letras tipo arial de 16 puntos para que mi ópera prima quedara de un grosor aceptable, es decir, digno de un autor que se de a respetar en los círculos más exquisitos; también, como todo gran novelista, le agregué en la solapa una fotografía mía donde salgo muy sonriente, justo arriba de una pequeña biografía donde le explicaba al público en general que era yo un genio nacido bajo el signo de Acuario, que amaba la vida y que invitaba a todos los hombres y mujeres del Universo a amar y disfrutar la vida como becerros enamorados.

Naturalmente, antes de todo este bello proceso de impresión, alguien tuvo que realizar el tortuoso trámite de transcribir las casi 50 páginas de la libreta Scribe a la computadora. Y justo ahí fue cuando el sendero bifurcado volvió a unirse en uno solo. P no durmió durante toda la noche mientras yo soñaba plácidamente con el rostro de mi amada dándome besos y rindiéndose a mis pies cuando le entregara una novela dedicada única y exclusivamente a su persona (o casi).

La novela me salió muy chula, según yo, así que decidí sacar varios ejemplares, mismos que repartí entre familiares y amigos, acto que desencadenó que de ahí en adelante nadie me volviera a mirar con los mismos ojos. Era yo un autor publicado. Publicado y costeado por sí mismo. Dato irrelevante para mamá cuando presumía con sus amistades la fortuna que era tener un hijo intelectual (pobre ingenua).

Pero como todo el mundo sabe (al menos 2 de cada 3 intelectuales lo sabe), la literatura no tarda en mostrar su peor rostro: mi amada y esotérica novia me mandó al diablo, teniendo el buen tino de cambiarme ni más ni menos que por su mejor amigo, un sujeto de barbita que decía tocar primorosamente el piano y que conocí en unas vacaciones de verano, dándome muy mala espina al descubrirlo en más de una ocasión mirándole a mi novia el culo enfundado en un diminuto bikini negro.

Amargado, triste y rabioso saqué al poeta que todos los intelectuales llevamos dentro, así que me regalé el gusto de torturarme escribiendo durante navidades consecutivas un par de libros de poemas, todos ellos cargados de odio y bilis. P una vez más se quemó las pestañas transcribiendo los iracundos poemas de la libreta Scribe a la computadora. Todos en una noche, porque a mí me gustaba dejarlo todo para el último momento.

Estos bonitos libros de poemas se los envié a mi antigua novia justo el día de navidad, pero como me parecieron que los poemas también me salieron bien chulos (qué podía hacer yo, era un autor prolífico), imprimí varios ejemplares que repartí entre amigos y familiares. Mamá no cabía de felicidad, su hijo era un intelectual probado con varios libros publicados (y sin novia).

Los años pasaron y me enrolé en un importante corporativo; mamá fue la mamá más feliz del mundo. Luego renuncié a ese importante corporativo porque decidí que había llegado el momento de ser un escritor profesional; mamá dejó de ser la mamá más feliz del mundo y nunca más volvió a mencionar en sus mutualistas y reuniones con señoras importantes e influyentes que tenía un hijo escritor.

P por su parte fue el único que me palmoteó la espalda y me dijo que él me ayudaría a mejorar mi estilo como escritor. Empecé a leer algunos de los libros horribles que leyó P en su adolescencia y descubrí que no era tan sencillo escribir una novela como yo pensaba, y esto tal vez se debía a que ya no era más un becerro enamorado.

Probé escribir cuentos cortos y artículos de opinión donde despotricaba contra el mundo horrible y tenebroso. Y como los cuentos y los artículos donde despotricaba contra el mundo horrible y tenebroso me salieron bastante chulos (ni manera, ese es el drama que padecemos los intelectuales), aproveché las bondades tecnológicas del mundo horrible y tenebroso del cual despotricaba y lanzaba insidias y me dediqué a robar las direcciones de todas las cadenas que llegaban a diario a mi correo electrónico con pornografía infantil, fotos de gatitos, frases de Paulo Coelho e imágenes de Jesucristo, etcétera, con el fin de iniciar mi propia cadena de correos.

Las cadenas-artículos empezaron a llegar hasta las computadoras de personas que vivían en latitudes insospechadas, y muchos de ellos se tomaron la molestia de reenviarlos de vuelta agregándole una serie de palabrotas que ofendían seriamente a mi progenitora (entre ellos mis ex novias y mis más queridos amigos que aparecían en mis cuentos disfrazados con otros nombres).

-Le veo bastante futuro a esto -dijo P leyendo los correos.

De inmediato P montó un blog en el ciberespacio con todos los escritos que habíamos hecho y que él había corregido de garrafales faltas ortográficas y sintácticas. Por azares del destino gente de diferentes puntos del país y de otras latitudes continentales empezaron a visitar el blog, y el comentario general de los lectores fue que el blog era muy aburrido porque solo había letras, que era necesario que en el blog hubiesen dibujitos, videos y de ser necesario escritos de calidad, porque los míos eran una bazofia.

En junta directiva, P y yo llegamos a la conclusión de que los comentarios de esos bondadosos extraños eran desinteresados y cargados de una verdad apabullante. Tomamos la decisión de mudamos a otro blog donde podíamos meter videos, dibujitos y otras funciones que fueran del agrado de la gente que no conocíamos. P se encargó de crear y embellecer el nuevo blog con tonos color rosa que desde su primer día en el ciberespacio generaron gran controversia y escándalo en los no pocos lectores viriles y seguros de su sexualidad que lo visitaron. Todo estaba listo para que el blog fuese un éxito, sin embargo faltaba lo más importante: los videos, los dibujitos y los escritos con contenido.

Se me ocurrió que si yo era un pésimo caricaturista y un pésimo escritor y un pésimo buscador de videos chistosos, debía encontrar a profesionales que supieran hacer caricaturas, escribir historias y buscar videos graciosos.

No tuve que buscar mucho. En las reuniones del café de los martes en la noche descubrí que mis mejores amigos se dedicaban básicamente a lo que estaba buscando. Uno dibujaba dibujitos bien bonitos, otro escribía escritos bien profundos y el otro era un experto en buscar videos muy divertidos en el YouTube.

A dos años de la fundación del blog rosa que titulamos Pildorita de la Felicidad (nombre que surgió en honor a un libro que nunca le entregué a una amiga de la cual estaba perdidamente enamorado en la universidad y que desde luego jamás me hizo caso), P y yo básicamente seguimos haciendo lo mismo que cuando teníamos seis años: ver televisión mientras buscamos el mejor medio de cómo comercializar ideas (propias y ajenas) que puedan ser del agrado o repulsión en la vida cotidiana de amigos y desconocidos que buscan matar las horas de aburrimiento en sus trabajos que secretamente aborrecen.

No sé por qué, pero luego de ver que podríamos llenar el Estadio Azteca con los más de 150 mil extraños que nos han visitado (y amenazado de muerte), tengo la ligera sospecha de que por primera vez estamos haciendo algo de provecho con nuestras desperdiciadas y vacías vidas.


martes, 4 de agosto de 2009

Héroes no reconocidos


“El día que la mierda tenga algún valor, los pobres nacerán sin culo.”
- Gabriel García Márquez


Ayer en mitad de la madrugada tocaron insistentemente a la puerta de mi cuarto, a eso de las cuatro, cuatro y media, hora en la que sólo pueden sacarte de la hamaca para darte la peor de las noticias.

Aturdido y con los presagios más terribles espabilándome el sueño, abrí la puerta. En mitad de la penumbra del corredor apareció el rostro de P. Sus ojos estaban rojos y cristalinos; ojos parecidos (aunque ausentes de lágrimas) a los que me topé una idéntica madrugada del fatídico verano del ´96, cuando mamá me sacó de la hamaca para decirme como un zombi que el papá de uno de mis mejores amigos se había matado en un accidente automovilístico.

-Perdón por despertarte –dijo P-. Vinieron los fontaneros.

¿Quién hubiera imaginado que aquel hondo y profundo respiro de alivio que di al saber que ningún familiar había estirado la pata sería el último del día?

Cuatro hombres morenos, enchancletados, de vientres abultados y brazos de luchadores, que bien podrían pasar por albañiles, irrumpieron en casa.

-Jefe, voy a necesitar que esté pendiente de la cifa de su baño –me dijo uno de ellos.

Sin comprender bien qué ocurría, por instinto de supervivencia dije que sí, que estaría pendiente de la cifa del baño, mirando de reojo mi hamaca que se mecía de modo seductor.

-Vamos a bombear la fosa séptica –me explicó el hombre, y al intuir que yo no estaba tomando con la debida seriedad sus palabras, agregó-: Es importante que esté pendiente de la cifa, eche un grito si se rebosa.

No pasaron ni dos minutos cuando hice acto de presencia en el patio delantero de la casa gritando y agitando las manos como un loco para hacerme escuchar sobre una maquina que hacía un ruido infernal.

-¡Apaguen la maquina, apaguen la maquina!

Los fontaneros apagaron la maquina y dos de ellos me escoltaron hasta el baño de mi cuarto.

-¡Uy, papá, mira esta belleza! –exclamó uno de ellos entre extasiado y realmente sorprendido.

-¡Asúmecha! –exclama el otro.

Cubriéndome nariz y boca con mi camiseta escuché la conversación de los dos hombres sin atreverme a entrar al baño.

-Voy por la pala –dijo uno de los fontaneros, y al verme de pie junto a la puerta me miró con ojos redondos, cómplices; incluso me aventuraría en afirmar que su mirada era de una rendida admiración.

-No es lo que parece –mascullé entre dientes bajo mi camisa, pero era demasiado tarde e incluso bastante estúpida mi justificación (léase el párrafo 15 de Un castigo muy original).

Cuando era pequeño, en las vacaciones de verano, para matar el tiempo tenía por costumbre plantearme toda suerte de teorías económicas, sociales y laborales. A los 8 años estaba convencido que los hombres mugrientos y apestosos que recogían la basura los sábados por la mañana en la colonia eran tipos inmensamente ricos.

-No bebé, tú vas a ser abogado, o ingeniero como tu papá –me decía mamá  con el dedo índice recriminador-. Los hombres de la basura son señores muy pero muy pobres.

Al escuchar esto, no me lo podía creer. ¿Cómo podían ser pobres esos señores si hacían el trabajo más asqueroso que había visto en mi vida? En mi lógica de niño de 8 años los señores de la basura debían ser multimillonarios, pues cualquier persona en su sano juicio estaría dispuesta a pagar el dinero que fuese necesario con tal de librarse de sus propios desperdicios orgánicos e inorgánicos. El mismo caso con las sirvientas que le sacaban brillo a los inodoros de nuestros baños.

-Mi vida, ve a jugar Nintendo con tu hermano –decía mamá para deshacerme de mí.

En la actualidad ya no soy tan ingenuo como en mi niñez, aunque no por ello dejo de plantearme interrogantes en materia social, económica y laboral; y con esto no me refiero al típico caso de creer que es una locura que Cristiano Ronaldo gane más dinero por pararse un segundo en una cancha de fútbol (o en un camerino) que una cuadrilla completa de albañiles que trabajan de sol a sol durante un mes. O que un dentista gane más en una consulta por blanquearle los dientes a un cliente que un barrendero por una semana entera de trabajo.

No señor, a lo que yo me refiero es al impacto social (o injusticia social) que tienen los oficios. Por ejemplo, en México decir que eres escritor en el acto te convierte en un valiente. Y como todos saben, ser un valiente tiene su encanto en toda sociedad civilizada. Para ponernos prácticos y realistas, le reto a usted, querido lector, que vaya a un bar o a una disco y entable conversación con una perfecta desconocida (de preferencia tetona) y cuando llegue al tema del oficio que desempeña para ganarse la vida, suelte sin miedo y sin pudor la mentira de que es escritor.

-¡Wow, increíble! –exclamará la tetona en cuestión.

Si tiene suerte podrá sacarle su e-mail. Nada más. Tampoco hay que exagerar y decir que esa misma noche (o cualquier otra noche) se la va a llevar a la cama; incluso las tetonas (independientemente que sean analfabetas o no) saben de sobra que un escritor es un muerto de hambre sin futuro.

Sin embargo, ahí está el encanto injustificado de la profesión artística: ser actor de teatro o pintor o poeta o cantante, sin importar el género o corriente que se desempeñe, da lo mismo si se sale al escenario desnudo y pegando de gritos interpretando al dios Eolo en una obra experimental o pinta cuadros de caimitos y pitahayas o escribe poemas endecasílabos que hablen de la menopausia (ojo al dato, amigo artista), nunca faltará la mujer descerebrada que ponga los ojitos redondos de erudita y le tenga en suma estima. Incluso hasta puede que le llamen genio y se vuelva famoso como Ricardo Arjona. Nunca se sabe.

Todo lo contrario ocurre con ciertos oficios de verdad. Por poner otro ejemplo práctico, imagínese un sábado por la noche abordando a una tetona con el siguiente discurso:

-Soy fontanero.

-¡Wow, increíble! –exclamará la tetona en cuestión, rascándose la cabeza-. ¿Y eso como qué es?

-Pues básicamente cuando vas al baño a cagar llega un buen día en que tu fosa séptica llega a un límite de mierda, ahí es cuando yo me encargo de chapotear entre tus cerotes y llevármelos en un pipa para que no te ahogues en ellos un sábado por la noche.

Como es de suponer, la tetona se vomitará en tus pies en vez de comerte la boca a besos y decirte que eres su héroe.

Retornando a la historia de los fontaneros que llegaron a casa en plena madrugada, luego de 8 horas de arduo y feroz trabajo, al verlos partir en su pipa oxidada, me pregunté qué sería de todos nosotros sin esos valientes de heroica vocación hacia la mierda. Imaginé un escenario terrorífico. El peor de todos. La Estatua de la Libertad, la Opera House, la Torre Eiffel, la Muralla China y otros típicos y famosos escenarios apocalípticos de Hollywood sumergidos entre toneladas de excremento humano. El fin de la civilización.

Esta tragedia es posible. Un meteorito gigante o una invasión extraterrestre, no. Y todo gracias a nosotros mismos, a nuestra arrogancia, superficialidad y propia mierda que no nos da cuartel. Día a día. Imaginemos por un momento una huelga mundial de fontaneros. Ya quisiera ver yo ese momento. Ojalá y llegue. Sólo así respetaríamos a estos héroes no reconocidos.

Actualización:



Queda comprobado que no todas las tetonas son tontas, en especial Fiera Rodríguez