viernes, 19 de diciembre de 2014

El compromiso


Las mujeres, todas, por default, saben el día exacto en el que les van a dar el anillo de compromiso. No es para menos. Desde que nacen, sus madres las entrenan para este momento trascendental. Detallo el adiestramiento: entre los cuatro y doce meses de vida, les ponen un ropón blanco (ojo a este dato), las meten a una iglesia y un señor vestido con un vestido les echa agua en la cabeza diciéndoles que están libres del pecado original. Luego, entre los ocho y doce años de edad, las enfundan en un vestido de encaje (de color blanco), las vuelven a meter en una iglesia para que otro señor vestido con un vestido les introduzca en la boca una hostia que dice representar el cuerpo de Cristo. Después, al cumplir quince años, ocurre otra ceremonia: vuelven a meterlas en una iglesia con un atuendo sospechosamente parecido al vestido de una novia, celebración que por supuesto es ni más ni menos que un ensayo de boda, pues desemboca en un salón donde sirven comida, alcohol y un conjunto que toca música guapachosa para que en la pista de baile se susciten múltiples espectáculos bochornosos.   

Dicho lo anterior, es comprensible que de los veinte a los treinta años las mujeres vivan meneando el dedo anular de la mano izquierda como si padecieran Parkinson, detectando con infalibilidad y a la milla el momento en el que el pobre infeliz del novio se pondrá la soga al cuello, es decir, cuando se arrodillará para decir un montón de cursilerías que no tendrán el menor efecto en ellas, a diferencia de la piedra empotrada en la cresta de un anillo. 

Hace quince días me comprometí. Quince días exactos me ha tomado salir del shock post-compromiso para poder escribir sobre este asunto. Por supuesto, mi futura esposa no fue la excepción a la regla; sabía perfecto cuándo le entregaría el anillo. Sin embargo, lo que ella ignoraba (y justo ahí es en donde emana a borbotones el patetismo de los hombres) es cómo iba a entregárselo.

-Cuando me des mi anillo de compromiso -me advirtió cual pitonisa dos meses atrás-, quiero que lo hagas de una forma original. Eres tan predecible que seguro me lo darás mientras ves por la televisión un partido de fútbol, justo al medio tiempo. Te prohibo, escúchame bien, que hagas algo tan poco romántico. Creo merecer algo mejor que eso. 

Quedé de palo cuando escuché esto. Justo así pensaba dárselo. En el entretiempo del Pumas contra América. Casémonos, iba a decirle a bocajarro, con un jingle de tarjetas bancarias de música de fondo. Para mí eso era lo más romántico del mundo. La sorpresa. Hacer otra cosa fuera de la rutina se prestaría a suspicacias como en el 100% de los casos en que se pide matrimonio. 

-Te invito a cenar a la playa, mi amor -dicen los hombres un jueves cualquiera, creyendo ser muy creativos. 

-Oh, claro que sí, mi vida -dicen ellas, fingiendo aplomo, actuando con absoluta naturalidad como si alguna vez durante toda su relación, por iniciativa del novio, hubieran ido a cenar a la playa entre semana.  

La suerte estaba echada, mi destino consistiría en engrosar la fila de pobres diablos que revientan pirotecnia por todo lo alto para demostrar cuánto aman a su prometida.

-Tengo una idea súper romántica -dijo mi socia en mitad de una junta.

-Buenísima, me encanta, pero… -dijo mi otro socio frotándose las manos- ¿Sabes cómo estaría mucho mejor la idea? 

Ambos borraron de la pizarra todas las ideas de campañas publicitarias de nuestros clientes y se pusieron a pintar un storyboard.

11:00 a.m. mi futura prometida recibe una llamada al celular.

-¿Hablo con Fiera?

-Sí, soy yo. ¿Quién habla?

-Soy Mateo, mucho gusto. Te llamo porque tengo a tu perro. 

-¿Cómo?

-Que tengo a Taquito.

-¿Qué!

-Tranquila, lo acabo de encontrar en mitad de la avenida. De puro milagro no lo atropellé. 

Mi futura prometida cae presa de un colapso nervioso, le promete a Mateo miles de pesos si le entrega sano y salvo a lo que más ama en el mundo. También recuerda que es dueña de otros dos perros. Le pregunta a Mateo, en medio de un llanto infernal, si de casualidad no vio a dos schnauzers en la avenida. 

-No, sólo vi al yorkie. 

La cabeza de mi futura prometida hace ebullición con cientos de decenas de posibles tragedias. La más sólida es la de un ladrón que entra a la casa, saqueándola y dejando la puerta abierta para que escapen los perros.

-Por favor, prométeme que me entregarás a Taquito -dice al borde del desmayo, al recordar que el perro de una amiga se escapó de casa y una persona le llamó diciéndole que lo tenía bajo su protección pero nunca se lo devolvió. 

-Tranquila, tienes mi palabra -dice Mateo con voz de predicador-, yo también tengo perros, me moriría si algo les pasara. 

-Dame tu dirección, por favor, ahora le llamo a mi novio para que pase a buscarme a mi salón de belleza y vamos a recoger a Taquito. 

-Si quieres ahorita te lo llevo, estoy en mi coche.

-Ten mucho cuidado, Taquito es muy agresivo con los desconocidos. 

Mi futura prometida termina la llamada con manos temblorosas y marca con desesperación a mi número. Escucho interminables sollozos y palabras entrecortadas que logro mitigar al decir que estoy manejando, que por casualidad estoy a pocas cuadras de casa, que en un instante llego para demostrarle que ningún ladrón entró a robarnos. 

-¿Y cómo chingados apareció Taco en la calle! 

-No lo sé, cálmate.

-¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Seguro ya atropellaron a Mía y a Blacky. 

-Tranquila, ya llegué.  

Como una metralleta mi futura prometida dispara decenas de preguntas por segundo. Respondo que el portón y la puerta de casa están cerradas. Que no entró ningún ladrón. Que Mía y Blacky están en el patio. 

-¿Qué! No puede ser. ¿Y Taquito?

-No lo sé, no lo veo. 

-¡Busca bien! ¿Cómo pudo escaparse? Mi bebé, pobrecito. ¿Y si no me lo devuelven? Te juro que me muero, sabes que es lo que más amo en este mundo.

Un maremoto de llanto estalla en mi oído. Todos mis intentos por apaciguarlos son estériles. 

-Tranquila, estoy yendo a verte.  

Mateo hace acto de presencia en el salón con Taquito entre sus brazos. Con ojos hinchados como un sapo, mi futura esposa abraza y llena de besos al animal, hasta que descubre el horror: el yorkie no es Taquito. 

-Cómo que no es Taquito -dice Mateo sorprendido. 

-Este perro no es Taquito -dice mi futura esposa perdiendo el equilibro.

-Uay, qué raro, no es Taquito pero dice Taquito su collar -dice Rina, la estilista del salón, leyendo la plaquita del collar del perro.

-Pues yo no sé, este perro fue al que casi atropello en la calle -dice Mateo.

Mi futura esposa experimenta lo que es estar en la dimensión desconocida, de la que sólo podrá escapar gracias a mí, cuando hago mi triunfal entrada con el verdadero Taquito, quien lleva atada en el cuello una bolsita que contiene el anillo de compromiso. 

-Tengo todavía un mejor plan -le dije a mi socios borrando los garabatos de la pizarra. 

-¡Imposible! -exclamaron-. Queremos saber todos los detalles. 

Mi brillante plan fue ser puto por segunda vez en los más de cinco años que llevo de relación con Fiera.  

-Te invito a cenar a la playa, mi amor -le dije al pasarla a buscar al salón. 

-Oh, claro que sí, mi vida -dijo ella, simulando aplomo, actuando con absoluta naturalidad como si no supiera que le entregaría el anillo de compromiso.

Durante toda la cena la miré fijamente recordando un montón de cosas que por supuesto no le dije. Como por ejemplo, el día que le dije que era escritor, y en vez de echarse a correr (o a reír), imprimió decenas de copias del borrador de mi primera novela para enviarlas a todas las editoriales de Latinoamérica. O cuando me obligó a salir de casa de mamá, haciéndome encontrar un trabajo creativo en una agencia de publicidad, rentar una casa, angustiarme por el pago de la renta, la luz, el cable, la comida. O cuando me ayudó a que publicaran mi primera novela en España. O todo el tiempo que me mantuvo cuando quedé desempleado. O cuando los ligamentos y meniscos de mi rodilla reventaron en un partido fútbol y me ayudó a conseguir el dinero para la operación, me bañó y alimentó como a un niño, y no sólo eso, tomó mi pollo delante de un montón de heridos y enfermeras y lo metió en una jarra de plástico para que no me orinara sobre la cama del hospital. O todas las veces que lava mi ropa y me cocina y escucha paciente cómo odio mi vida por ser un escritor mediocre que no puede vivir de la escritura. O la forma tan monástica de sobrellevar mi perpetua bancarrota al no poderle regalar nada. Y fue justo ahí, en mitad de todos estos pensamiento, cuando a sus espaldas vi llegar a su mejor amiga en compañía de Taquito que lanzaba feroces dentelladas, haciéndome llegar a la conclusión de que Fiera es una santa o padece de un desorden químico en el cerebro que la orilla a amar de forma suicida a personas y animales que no merecen su cariño. 

-¿Qué te pasa? -me preguntó.

-Nada -fingí que nada me pasaba e hice una seña al aire que accionó la libertad de Taquito, que para mi sorpresa, en vez de correr como un enloquecido hacia la oscuridad de la playa para perderse para siempre, sorteó con toda pulcritud las mesas del restaurante hasta llegar al lugar donde se encontraba su dueña, quien estalló en felicidad al descubrir la bolsita que llevaba atada en el cuello.



miércoles, 17 de septiembre de 2014

Salto al vacío


Hoy cumplo un año en la agencia de publicidad donde trabajaré hasta el último día de septiembre.   

-¿Estás seguro de que quieres dejar la agencia? –me dijo perplejo el dueño hace un mes, cuando me invitó a un restaurante de cortes de carne para platicarme sobre los nuevos planes que tenía para su empresa.

-Segurísimo, nunca estuve más seguro de algo en mi vida –le dije, luego de soltarle a bocajarro que declinaba la amable oferta de convertirme en director creativo de otra célula de trabajo.

-¿Y qué harás? ¿Te dedicarás a escribir de nuevo?

-Sí, voy a retomar la escritura… y también voy a fundar una agencia de publicidad.

Desde aquel día a la fecha, no sólo mi futuro ex jefe me mira con terror, como si fuera yo el palestino más radical de la OLP que camina con una bomba oculta bajo la ropa.

-Te apoyo en todo lo que hagas… –me dice Fiera con ojos gelatinosos- pero no creo que sea el mejor momento para que dejes tu trabajo.

No la culpo, una cosa fue apoyar mi carrera de escritor hace 5 años, cuando vivía cómodamente en casa de mamá, y otra muy distinta, aplaudir mi incursión como socio de un proyecto suicida donde el primer año estimo ganar la mitad del sueldo que actualmente percibo, luego de larguísimos 365 días plagados de sacrificios donde resulté ser un insospechado buen publicista, tanto, que logré dar el salto de copy a director creativo en tres meses y duplicar mi salario inicial en tan sólo seis meses, además de granjearme el respeto de jefes, compañeros de trabajo y clientes.

-Estamos hundidos en deudas, acabo de expandir mi salón debelleza –insiste Fiera con un nudo en la garganta.

-No puedo echarme para atrás, ya he renunciado –digo y me quedo observando cómo su humanidad se ensombrece de pánico.

Quedo mudo, en vez de decir: Fiera, yo también me estoy cagando en las patas de miedo, sin embargo, no puedo decírtelo, tengo que hacerme al fuerte, poner pose y actitud de la próxima luminaria de portada de la revista Forbes; tengo tanto miedo que llevo semanas sin dormir más de tres horas de corrido, sin embargo, cuando te veo levantarte en las madrugadas para ir al baño, finjo dormir como un campeón; tengo miedo de convertirme en el pasajero más aburrido de tu vida, ese que desde hace algunos meses a la fecha llega fundido a casa, se mete a la cama, se desconecta del mundo mirando ESPN, y no se le ocurre nada interesante de qué platicar; estoy harto de recibir órdenes, de agachar la cabeza y decir, sí, lo que ustedes ordenen, es una reverenda estupidez lo que me están pidiendo hacer, pero accedo a hacerlo (además con una ancha sonrisa en los labios) porque ustedes son los que están pagando; estoy cansado de llegar a la oficina y contar los minutos que faltan para que termine el día; aborrezco repetir días tras día que mañana será un gran día. Fuera máscaras, la única manera de ser feliz es ser dueño de tu destino, arriesgarte a dar el salto al vacío, dejar de ser empleado, siendo empleado se tiene la comodidad y el confort de tener un sueldo fijo que sólo genera más intereses en las deudas de cada mes. He llegado a la conclusión de que la única manera de salir adelante es sumergirse en más deudas, creer en lo que uno hace, invertir en su propio talento para convertir los números rojos en negros. Pero mi mayor miedo es perderme: o tomo ahora mismo el rumbo de mi vida, desafiando las leyes de la probabilidad montando una agencia donde no existan empleados, sólo socios a los que admiro sobremanera desde tiempo atrás, o te pierdo también a ti cuando te canses de vivir bajo el mismo techo de un hombre ordinario.   

-Está bien –dice finalmente Fiera-, creo en ti, aunque nunca digas nada y te quedes callado viéndome con cara de retrasado mental.

martes, 15 de abril de 2014

La magia de los pueblos


-Odio mi vida –le confieso a Fiera-. No me alcanzan las horas del día para hacer las cosas que me apasionan.

-¿Cuántos años crees que tienes? ¿Diez? –me para en seco, adivinando el sinuoso camino al que pretendo encaminar mi reproche.

Poco me importa su actitud, me armo de valor y, cual bulímica, vomito con ferocidad todo lo que traigo enquistado en el estómago: 

-Me levanto a las seis de la mañana todos los días a hacer ejercicio para no ser un hombre con tetas de gorda, desayuno a la velocidad del rayo sin disfrutar lo que me llevo a la boca, te llevo al trabajo y luego me encierro en la agencia hasta la noche para crear campañas publicitarias de mierda para empresas que se dedican a vender mierda; después, paso por ti al trabajo y hago un esfuerzo sobrehumano para no caer dormido mientras manejo porque todavía tenemos que ir al súper o a comprar cloro para la piscina o a buscar la ropa limpia a…

-¡Tú crees que yo amo mi vida? –me interrumpe Fiera con los ojos inyectados en sangre.

A continuación debo ser inteligente, tengo escoger cuidadosamente cada palabra que salga de mi boca para evitar un escándalo con fatídicas consecuencias.

-Deberíamos irnos a vivir a un pueblo como mi amigo Rafa –digo en un arrebato de inspiración-. La ciudad nos está consumiendo, pagamos un dineral de renta, comida, gasolina, luz, cablevisión, internet, celulares… Todos son gastos innecesarios.

-¿Estás hablando en serio?

-Por supuesto, mira qué felices son en los pueblos. Todo el día se la pasan tomando el fresco. A las dos de la tarde dejan de trabajar para ir a la agencia más cercana a comprar caguamas. Mírale los rostros a la gente, son felices de verdad. No tienen nada, pero lo tienen todo.

-A ver, genio, dime de qué viviríamos.

-No lo sé, supongo que también podrías poner un salón de belleza.

-¿En un pueblo?

-Pues sí, en los pueblos las mujeres también quieren verse bonitas.

-¿Bonitas?

-Bueno, igual y yo puedo escribir.

-¿Y se puede saber quién te va a pagar por escribir en un pueblo?


Recuerdo que el año pasado hice algunas capturas de pantalla en mi celular de noticas que llamaron poderosamente mi atención. Se las enseño a Fiera, explicándole que el periodismo ha muerto; ahora sí podré ser una estrella literaria en los periódicos.  






-Podría escribir ciencia ficción –digo emocionado-, te repito, mi amigo Rafa se fue a vivir a un pueblo y escribió la mejor novela de ciencia ficción que se ha escrito en las últimas décadas.
   
-Rodrigo… -me interrumpe Fiera con los ojos anegados en lágrimas.

-Dime.

-Creo que tenemos que comenzar a ir a terapia de pareja.

Quedo mudo. No sé qué responder a eso. Ahora resulta que tenemos que ir al psicólogo. Otro gasto más. Desearía vivir en un pueblo. En los pueblos no existen los psicólogos. En un pueblo sí que tendría tiempo para terminar de escribir de una maldita vez mi segunda novela. En los pueblos, a diferencia de lo que creen los presuntuosos hombres de ciudad, hay gente sabia. Pienso en Rolo, el mozo de los tíos de Fiera. Un hombre brillante. De mirada tranquila. Sumergido en una vida que envidio. Un día se perdieron las llaves de la camioneta de sus patrones y luego de pasar más de una hora buscando, humildemente dijo: “Aparecieron las llaves”. Ojo, no dijo: “Encontré las llaves”. Para Rolo y para la gente de pueblo, los objetos tienen el poder de desaparecer y aparecer en diferentes lugares por arte de magia. Son gente fantástica, por eso viven rodeados de fantasía. Creen en los aluxes. En el chupacabras. En los ovnis. En los espíritus. En el Uay chivo. En la Xtabay. En infinitos y fabulosos etcéteras. “Aparecieron las llaves”, retumba esa frase en mi cabeza.

-Quieres quitar esa cara de retrasado mental y decirme si vas a acompañarme a terapia para salvar nuestra relación –dice Fiera con ojos flamígeros, sacándome de mis bellas ensoñaciones rurales.  

viernes, 14 de febrero de 2014

Un regalo de portada


-Ya sé qué quiero de regalo del catorce de febrero –me dice Fiera.

-No sabía que teníamos que regalarnos algo el catorce de febrero.

Haciendo caso omiso a mi comentario, me enseña la escalofriante portada de una revista donde aparece una mujer con un vestido de lentejuelas que, muy sonriente, carga una caja de regalo de donde sale un perro maltés con un gorro de Santa Claus en la cabeza.

-Quiero que salgamos en el próximo número con mi bebé –dice Fiera.

-Ni por todo el oro del mundo.

Vuelve a ignorar mi comentario, baja la mirada, se concentra en la pantalla de su celular y pulsa el aparato con los dedos a toda velocidad.

-¿Qué haces? –pregunto alarmado.

-Nada.

Sé perfectamente lo que está haciendo. Decido anticiparme a sus movimientos. Ganarme la vida como publicista en vez de como novelista, además de convertirme en un esclavo del celular, me dio la capacidad de sintetizar mensajes que antes me tomaban 10 cuartillas en poderosos y persuasivos titulares de menos de 14o caracteres.   


15 días después.


-Estas son las dos mudas de ropa que usarás –me dice Fiera apenas entro al cuarto.

-…

-No pongas cara de retrasado mental. Sabes perfectamente de qué te hablo.

-...

-Mañana es la sesión de fotos para la revista.

Tengo una regresión de 30 años. Exploto. Hago un berrinche como si tuviera cuatro años de edad. El rostro de mamá se convierte en el de Fiera. Entre manos sostiene perchas de las que cuelgan prendas de vestir que aborrezco. Con botones. Compradas sin mi consentimiento. Extremadamente fuera de los parámetros de mis gustos.    

-La temática de este número es el amor y la amistad –dice Fiera con una dulce sonrisa en los labios-, por eso elegí esta camisa roja.

Pataleo. Vocifero. Exijo mis derechos. Reclamo dignidad. Respetabilidad. Sin embargo, ni uno sólo de mis reproches dan en el blanco. Todo lo contrario. Son usados en mi contra.

-Pensé que me amabas –responde Fiera, imprimiéndole dramatismo a la escena aguando los ojos-. ¿Sabes todos los sacrificios que hago por ti? Yo sólo te estoy pidiendo esto. Si tuviéramos dinero ya hubiera contratado a un fotógrafo profesional para que nos haga una sesión en casa. Pero como soy una pinche peluquera y tú un publicista con sueldo de sirvienta, jamás voy a conseguir inmortalizar a mi bebé. ¿Tanto vale tu dignidad como para cumplirme un deseo?


1 día después


-Te dije que esto sería una pesadilla –digo rebosante de satisfacción al ver cómo Fiera intenta esconder en el piso la cara de vergüenza.

-Tranquilos, no pasa nada –interviene el fotógrafo, disimulando muy mal su espanto.

Sin éxito, Fiera intenta a los gritos reprimir la incontrolable calentura de Taquito, quien fragorosa e incansablemente viola una y otra vez las sabanas del set de fotografía.  

-Creo que hay que llamar a un veterinario –dice horrorizado el dueño de la revista.

-Es normal, no pasa nada –dice Fiera nerviosa.

-¿Estás segura? –pregunta alarmado el fotógrafo-. Nunca había visto algo así.

Con la lengua de fuera, cual caracol de tierra, Taquito se desplaza con dificultad por todo el set dejando tras de sí, una estela babosa y transparente, al tiempo que un monstruoso pedazo de carne le campanea entre las piernas hasta rozarle la barbilla peluda.  

-La primera vez que se lo vi también me asusté –aclara Fiera-, pensé que era algún tipo de cáncer, pero el veterinario me dijo que sólo la tiene grande.

-Demasiado grande –dice el dueño de la revista, poniendo un rictus de asco en el rostro que deja en evidencia el gravísimo error que cometió al seleccionarnos como los modelos para su revista.

-Ya estamos aquí –intervengo para mi propia sorpresa-. Les advertí que Taquito era un psicópata y ustedes se dejaron engañar por su angelical apariencia

-Si… pero… -balbucea el dueño de la revista intentando encontrar las palabras correctas para cancelar la sesión fotográfica.  

-Si pero nada –digo y luego le ordeno a Fiera que cargue a su bebé.

Tras cada disparo del fotógrafo Taquito suelte ladridos feroces. El dueño de la revista intenta hacer mimos y gestos curiosos para mitigar el comportamiento enloquecido del animal.

-Sonríe Fiera, estás muy tensa –ordena el fotógrafo.

Taquito empieza a tirar dentelladas al aire y a chicolearse como si tuviera dentro del cuerpo a mil demonios.

-Muy bien Rodrigo, esa es la actitud, sonríe –me felicita el fotógrafo.

Me pregunto si García Márquez u otra leyenda de la literatura alguna vez tuvieron que pasar por un penoso escenario como el que estoy viviendo en este momento. Puedo apostar a que ningún escritor que se respete aparecería en la portada de una revista fashionista de perros antes que en la tapa de una publicación cultural. 

-Así es Rodrigo, muy bien –me vuelve a felicitar el fotógrafo.

Por desgracia, no soy ni seré nunca una leyenda de las letras. Tampoco tengo ningún respeto sobre mi propia persona. Soy un escritor que ya no escribe, un despojo humano que ha abandonado su sueño de grandeza para venderse a una agencia de publicidad donde soy explotado para vender ideas “creativas” para  empresas que ofrecen bienes y servicios perfectamente prescindibles para la sociedad.    

-Excelente Rodrigo, excelente –dice el fotógrafo.

Tras cada disparo de la cámara siento una punzada caliente y metálica atravesar mi cuerpo y mi alma. Pero no hay dolor. Viajo en el tiempo: estoy en una cama de un pabellón de la Cruz Roja con los ligamentos y meniscos de la rodilla reventados, flanqueado por un hombre con el cuerpo macheteado y por otro con la mitad de la humanidad hecha pedazos al caer a 120 kilómetros por hora de una motocicleta. Tiemblo de miedo pero tengo la certeza de que todo saldrá bien. Mi mano es sujetada toda la noche por Fiera quien duerme a mi lado contorsionada como pretzel sobre una silla de plástico de Coca-Cola.   

-¡La tenemos! –exclama emocionado el fotógrafo luego de 1,500 disparos.  





Aquí la foto que en realidad hubiera deseado Fiera.

jueves, 30 de enero de 2014

El motor del mundo


“Hola, ¿cómo estás?”, es una cortesía grabada en letras doradas en el manual de Carreño. Es el saludo que debes darle a tus compañeros del trabajo al llegar a la oficina. Es una regla de educación como decir “salud” cuando escuchas a alguien estornudar. Te lo enseñan tus padres desde pequeño.

-Saluda, que no soy un fantasma –te regañaban si no lo decías.

Pero lo que no te enseñaron tus papás, o mejor dicho, para lo que no te prepararon, es para reaccionar ante el peor escenario posible que desencadena la cortesía:

-Hola, ¿cómo estás?

-Mal.

¿Quién dice “mal”? ¿Qué inadaptado social podría responder que se encuentra mal? Muy pocos. Habrá uno o dos de ellos por cada país. Toparte con alguno es tan poco probable como sacarte la lotería. Tal vez por eso nuestros papás nunca se tomaron la molestia de enseñarnos a afrontar un “mal” por respuesta.  

Ayer me saqué la lotería.

Llego a la oficina, como cada mañana, un muerto viviente, saludando a todos por el pasillo:

-Hola, Claudia ¿cómo estás?

-Hola, Raúl ¿cómo estás?

-Hola, María Eugenia ¿cómo estás?

-Hola, Quique ¿cómo estás?

-Hola, Pigleta ¿cómo estás?

-Mal.

Esto es lo peor que te puede pasar en el mundo. Pigleta tiene que ser la única mujer en la Tierra en responder algo así. ¿En qué pensaban sus papás cuando la llamaron Pigleta? Maldito el día en que la engendraron. 

-Mal.

Seguro esa fue su primera palabra.

-Mal.

Se había tardado Pigleta. ¿Cómo no lo vi venir? Siempre caminando por los pasillos con sus ojos saltones como un par de huevos fritos de yemas suaves. 

-Mal.

“Hija de puta”, pensé, maldiciendo a mis padres por no haberme preparado para este momento. Qué se supone que hay que responder a eso. Incluso la gente en los funerales tiene la buena educación de responder lo que se espera que responda todo el mundo.

-Bien, gracias. Se me acaba de morir Ricardito, pero todo bien.

Así es como funciona la sociedad. A base de mentiras. De hipocresías. De falsas sonrisas. De “buenos días”, aunque te deseen la muerte. De “te ves preciosa”, aunque en realidad el espejo diga todo lo contrario. De “México tiene un sólido y robusto sistema económico”, aunque todos los presentes en el Foro Internacional Económico de Suiza tengan que contener las carcajadas.

Es mentira que hay que ser sincero. Nadie quiere a las personas sinceras. Nadie quiere escuchar a Pigleta decir que se siente melancólica, que por las noches araña las paredes del cuarto, que sueña con calamares de tentáculos luminosos que vomitan ángeles de fuego, que está cansada de tomar pastillas de colores que le provocan espasmos y le resecan la garganta por las mañanas, que su novio filipino ya no se conecta al Skype.


Lo que todos queremos es poder decir: “no lo puedo creer, tan contenta que se veía Pigleta todos los días”, cuando en la primera plana de los periódicos nos topemos con el titular: “Mujer se vuela la tapa de la cabeza luego de abrir fuego contra transeúntes en un centro comercial”.
     

martes, 21 de enero de 2014

La grandiosa fábula de Mamá Leopardo y el Hijo Babuino




2 años después.


Hijo Babuino: Mamá, ninguno de mis amigos del colegio quiere venir a jugar a la casa.

Mamá Leopardo: ¿Por qué?

Hijo Babuino: No sé, siempre me dicen que la maestra les marcó mucha tarea, que no tienen tiempo para jugar.

Mamá Leopardo: Pues ahí tienes tu respuesta, hijo. La educación es lo más importante si quieres sobrevivir en la sabana.

Hijo Babuino: Lo sé, pero yo llego a casa y en cinco minutos ya terminé todos mis deberes.

Mamá Leopardo: Eso es porque eres muy inteligente, debes comprender que a tus compañeritos les cuesta mucho trabajo memorizar la tabla del siete.

Hijo Babuino: No creo que sea eso, mamá.

Mamá Leopardo: ¿Ah, no?

Hijo Babuino: No.

Mamá Leopardo: Conozco esa mirada, cuéntame qué está pensando esa cabecita tuya.

Hijo Babuino: Pues…

Mamá Leopardo: Con confianza, cuéntamelo todo, que para eso soy tu madre.

Hijo Babuino: Escuché que mis amigos en vez de hacer sus deberes se reúnen todas las tardes en las copas de los árboles a tirarle popó a los elefantes.

Mamá Leopardo: ¡Jesús santísimo, qué asco!

Hijo Babuino: …

Mamá Leopardo: Perdona hijo, continúa, continúa, sin miedo.

Hijo Babuino: Todos ya se saben la tabla del siete.  

Mamá Leopardo: Y hacen bien. Uno nunca sabe cuándo te va a salvar la vida la tabla del siete.

Hijo Babuino: Lo que en realidad quiero decir… creo que me están evitando.

Mamá Leopardo: ¡Por Dios, qué tontería más grande estás diciendo, hijo! Nadie te está evitando. Nadie.

Hijo Babuino: Claro que sí.

Mamá Leopardo: Voy a contarte algo…

Hijo Babuino: Ya me has contado mil veces esa historia, que mis compañeros del colegio me tienen envidia porque tengo una mamá con genes superdotados.

Mamá Leopardo: Tampoco hay que exagerar las cosas, hijo mío, has conseguido ruborizarme.  

Hijo Babuino: No puedes seguir tratándome como a un niño.

Mamá Leopardo: Qué cosas dices, claro que no te trato como a un niño.

Hijo Babuino: Qué hay de la historia de la cigüeña que me trajo de París.

Mamá Leopardo: No me parece el círculo de amistades que estás frecuentando. ¿Me oíste? No me gusta nada.

Hijo Babuino: ¿Pretendes que siga creyendo también el cuento del Paraíso Terrenal donde los humanos se internaban en la sabana sin escopetas o cámaras de video?

Mamá Leopardo: Hijo, Adán y Eva eran diferentes. Eran otros tiempos.

Hijo Babuino: ¿Otros tiempos? ¿Qué hay del crucero que organizó Moisés? Espero no pretendas que crea eso también.

Mamá Leopardo: ¿Quién fue? Contéstame. ¿Fue ella, cierto? Esa sucia y pestilente culona patas cortas. ¡Lo sabía! Siempre envenenando a la juventud con sus historias.

Hijo Babuino: No quieras echarle la culpa de tus mentiras a la hiena.  

Mamá Leopardo: ¿Qué más te dijo esa pérfida intrigosa?

Hijo Babuino: Que no eres un babuino. Que es mentira eso de tus genes superdotados que te hacen parecer más grande, más rápida, más fuerte y tener más manchas.

Mamá Leopardo: ¿Le vas a creer a una hiena? ¿Sabes a qué se dedican en sus tiempos libres?

Hijo Babuino: No me interesa. Lo único que sé es que todos los papás de mis compañeros no te me miran con respeto sino con miedo.

Mamá Leopardo: ¿Miedo?

Hijo Babuino: Sí. Basta de cuentos de cigüeñas parisinas, quiero saber en qué circunstancias me adoptaste.

Mamá Leopardo: ¡Adoptarte?

Hijo Babuino: Quiero la verdad. Por una vez en tu vida háblame con la verdad.  

Mamá Leopardo: Muy bien, ¿quieres la verdad?

Hijo Babuino: Sí, la quiero ahora mismo. 


Mamá Leopardo: La verdad es… que te amo, esa es la única verdad que debes saber. Y si eres lo suficientemente estúpido para andar creyendo en los rumores que se dicen por ahí, no sobrevivirás mucho tiempo en la sabana. Pero eres mi hijo y mereces una explicación. A los pocos días de haberte parido, en una tarde soleada, mientras te cantaba una canción de cuna detrás de unos arbustos, un horrendo leopardo apareció con la velocidad de un trueno. “Dame a tu hijo, no he comido en una semana”, me dijo con voz cavernosa. “Sobre mi cadáver”, le respondí protegiéndote con mi cuerpo. Todo ocurrió demasiado rápido. El amor de una madre hacia su hijo obra de formas misteriosas. No me preguntes cómo, pero logré sujetar del cuello al leopardo y lo estrangulé hasta matarle. Lo sé. La culpa me invade todos los días nada mas aparece el primer rayo del sol. Estas manchas, estos colmillos y esta cola que ves en mí son el fruto de mi pecado, mismos que cargaré hasta el día de mi muerte. Anda, ve, pregúntale a la hiena, ella fue testigo de aquel macabro día. Pregúntale quién es tu verdadera madre.



lunes, 13 de enero de 2014

Media noche


-¿Qué harías si empiezo a convulsionar?

-¿Cómo?

-Quiero saber qué harías si me ves con espuma en la boca, los ojos en blanco y chicoleándome como una licuadora.  

Los antibióticos que tomé antes de dormir me dificultan abrir los ojos del todo. Sospecho que es de madrugada. Padezco principios de fiebre por pasar todo el sábado trabajando. 

-Deja de ver al vacío –insiste Fiera-, quiero saber qué harías.

-¿Qué haría de qué? –me revuelvo en la cama, palpo mi frente, pongo cara de desahuciado para ganar un poco de tiempo y dar una respuesta que no tengo.

-Hablo en serio, qué harías si me ves al borde de la muerte.

-Te llevaría a un hospital.

-¿A qué hospital?

-…

Mi mente queda en blanco. O mejor dicho, recrea una película de terror en micromilésimas de segundo. Fiera convulsiona, escupe espumarajos como si tuviera dos Alka-Seltzers en la boca. Asustado, miro a todos lados. Mía, Taco y Bucky ladran enloquecidos. “Se muere”, “Ayúdala”, “Tu eres el que tiene extremidades largas, cárgala, llévala al hospital”, gritan en su idioma de perros. Salgo de la cama. No tengo idea de cuál es el número para llamar a una ambulancia. Navego por Internet pero mis dedos húmedos resbalan sobre la pantalla del celular. Logro dar con el número. Si pido la ambulancia seguro tardará mil años en llegar, además, me harán muchas preguntas como cuál es la dirección de mi casa y si contamos con seguro médico. No me sé mi dirección de memoria, tendría que ir a buscar mi cartera, encontrar entre los cientos de papelitos que hay dentro de ella, en cuál escribí la dirección de casa, para luego decirle a la operadora de los servicios de ambulancia que no tenemos seguro médico. Pienso en salir corriendo a pedir auxilio a mis vecinos. Reparo en otro problema. Son unos perfectos extraños para mí. La casa de la izquierda es habitada por un silencioso matrimonio de mediana edad. Sólo les he visto un par de veces. Sus coches, relucientes de limpios, siempre están en la cochera, las 24 horas del día. Tienen un perro yorkie. Nunca lo he escuchado ladrar. Los envidio, imagino que son una pareja de escritores que viven encerrados escribiendo todo el día, o una pareja de vampiros que salen por las noches a cazar. La casa del lado derecho es habitada por un matrimonio sexagenario que todo el tiempo emprende infructuosos negocios en su cochera: venta de muebles, ropa, helados, bolis y tacos. Con qué cara podría pedirles ayuda, jamás me he dignado a comprarles nada. Ni siquiera a decirles hola. Las casas de enfrente, una es habitada por una pareja de lunáticas lesbianas que viven con 25 gatos (los he contado), la otra por un ex compañero de la universidad del que siempre me escabullo para evitarnos la pereza de ponernos al corriente en nuestras aburridas vidas desde el momento en que nos graduamos y él tenga que verse obligado a presentarme a sus tres hijas y a su esposa y creemos un vínculo que desemboque en invitarnos mutuamente a cada reunión que hagamos en nuestras respectivas casas. Pienso en llamar a mi suegro, decirle que su hija está agonizando. Un escalofrío me parte el cuerpo en dos. Soy un hombre. El hombre responsable de la salud y felicidad de otro adulto. El relevo natural y milenario de un padre. Yo. Un ser incapaz de velar por mi mismo. Un escritor que ya no escribe. Un treintañero con tetas de colegiala y principio de alopecia. La peor pesadilla de la santificada de mi suegra. El que se llevó a su hija a vivir en el pecado mortal del concubinato hace más de dos de años. El hombre que mira pasmado el último aliento de la mujer que le da sentido a su vida. Incapaz de tomar una decisión. De levantarla en brazos, subirla al coche y dirigirse al hospital más cercano, porque de intentarlo, estrellaría el coche en el primer Oxxo del camino.              


-Yo no sabría qué hacer si un día te da un derrame cerebral como a tu papá –me dice Fiera con los ojos bien abiertos-. Me quedaría paralizada del miedo hasta que te murieras.