jueves, 26 de febrero de 2009

El maestro del baile


“Quien no sabe bailar dice que los tambores no sirven para nada.”
- Proverbio ganés



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Cuando tenía doce años, en el umbral de la adolescencia, odiaba ser tan tímido. Mi timidez me venía desde muy pequeño, de una época en donde mi hermano y mis primos mayores vapuleaban con apodos y burlas hirientes a todo miembro de la familia que osara demostrar cierta afición, arrojo o talento por cualquier manifestación de las artes, en especial, el canto o el baile.

More...Mi primo Efraín cometió el error de declararse amante de la actuación. Y lo pagó caro. Un día, de buenas a primeras, Efraín se convirtió en tartamudo. Alarmados, mis tíos lo llevaron al psicólogo para descubrir el motivo de su repentina tartamudez. Luego de un mes de terapia sin resultados esclarecedores, Efraín fue inducido a una sesión de hipnosis y la escalofriante verdad salió a la luz: una melancólica tarde de otoño, en mitad de un América contra Pumas, Efraín se paró frente al televisor, aceptó su destino y, encarando a todos sus primos, les dijo que los invitaba a una obra musical de su escuela. Y no sólo eso, sino que Efraín, un valiente (o quizás un estúpido, todo depende del cristal con que se le mire) se aventuró a cantar una de las canciones que interpretaría en el teatro de su colegio, pues lo habían elegido ni más menos que como protagonista gracias a sus dotes insospechados para el canto y baile. Estupefactos, todos vieron a Efraín zangolotearse inspiradísimo, meneando tanto caderas como las extremidades superiores e inferiores, delante de Antonio Carlos Santos justo cuando el brasileño desparramó a dos defensores sobre el césped y marcó el cuarto y definitivo gol con el que las Águilas del América doblegaron una vez más a los Pumas de la UNAM en el Estadio Azteca.

-No puedo creer que le hayan metido un cepillo en el culo a su primo –les gritó tía Norma a todos sus sobrinos.

Manolo y René, los primos mayores, argumentaron amnesia y locura temporal por culpa del antiamericanismo que profesaban orgullosos. Todos los demás primos confesaron que Efraín era un maricón (probablemente culpa de su americanismo) y que emocionado por el gol de Antonio Carlos Santos, les pidió de rodillas y luego bajándose los pantalones (algo que tomó por sorpresa a todos) que le metieran un peine en el culo, y no cualquier peine, si no uno de esos peines para rizar el pelo de las mujeres, de los que tienen cerdas alrededor de toda la cabeza del cepillo, y que le dieran vueltas en su cavidad anal como si estuvieran batiendo chocolate.

-Lo siento tía, Efraín es aficionado al teatro y al América, está clarísimo que tenía que ser puto –sentenció mi primo Andrés.


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Verdad o fantasía, ésta era una de tantas historias familiares que mi hermano y mis primos mayores me contaban con orgullo, mismas que cualquier psicólogo diría fueron la causa de mi timidez cuando era niño, y que me persiguió en la adolescencia y aún ahora que soy adulto. Una timidez que fructificó (para beneplácito de mamá) en toda suerte de medallas de primer lugar en buena conducta en la primaria católica donde estudié, pero que, sin embargo, con los años (cuando mis papás me cambiaron a un colegio mixto) se transformó en una pesada lápida de la cual intenté despojarme de una vez por todas cuando unos amigos del salón me invitaron a formar parte de un grupo que participaría en el famoso baile de Carnaval del Club de Golf la Ceiba; bailable donde grupos formados por jovencitos de entre trece y dieciocho años de edad bailaban frente a centenares de personas que atestan los clubes más exclusivos de la ciudad por esas fechas.

-Primero muerto –le dije a mis compañeros.

-No seas aguado, será divertido –insistieron.

Desde luego mis carnavaleros compañeros lejos estaban de sospechar que mis palabras no eran ninguna exageración. Mi vida estaba en riesgo si decidía salir en un festival meneando el esqueleto frente a una bola de mozalbetes y padres de familia orgullosos de que sus hijos finalmente brillaran en sociedad. Sin embargo, mi negativa se vio resquebrajada cuando me enteré de que Maria Fernanda, la niña más guapa de todas las primarias del mundo, bailaría en el grupo al cual me ofrecían ingresar, además de que los ensayos serían todas las noches en su casa.

-Bueno, acepto... –dije, ingenuo y olvidando por un segundo que la espada de Damocles pendía peligrosa sobre mi cabeza- pero eso sí, sólo si salgo hasta atrás, donde nadie pueda verme.


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Los ensayos se realizaron en el inmenso patio de la casa de los padres de Maria Fernanda, en la colonia Campestre, y fueron dirigidos bajo la escrupulosa y metódica supervisión de Tavo, un joven aspirante a rapero profesional, cuyo sueño era ser tan famoso como Calo, el único y más celebre rapero de México.

Tavo se encargó de cumplir al pie de la letra mi único deseo, y no porque Tavo fuera un fanático de conceder deseos, sino porque a diferencia de mi primo Efraín, resulté ser tan mal bailarín que de inmediato fui ubicado hasta el fondo y en una esquina de todo el grupo de baile, donde nadie pudiera percatarse de mis poco gráciles movimientos.

-Este niño no baila ni queriendo –dijo Tavo una noche harto de intentar sin éxito que yo realizara el paso de “el corredor”.

Fueron dos horas interminables tanto para el maestro como para el alumno, en el que el alumno no podía emular al maestro: poner el pie derecho en escuadra al frente y arrastrarlo hacia atrás al mismo tiempo que debía levantar la pierna izquierda y ponerla en escuadra al frente, así sucesivamente intercalando las piernas con el empuje y arrastre al ritmo de Too legit to quit de MC Hammer.

-Parezco una gallina –reproché justificando mi torpeza para el baile.

-Esa es la idea –respondió Tavo, al parecer bastante ofendido-. Una vez más. Observa como lo hago.

Por desgracia, por más que lo observaba e intentaba imitarlo, el resultado siempre era el mismo: el ridículo absoluto. Y por si esto fuera poco, me era imposible concentrarme con todos mis amigos mirándome con las pupilas conteniendo las carcajadas y cuchicheando unos con otros.

Estaba claro que no había nacido para bailar y menos para brillar en sociedad, el sueño dorado de mamá. Por ello, todas las noches me prometía a mi mismo no regresar a los ensayos, tanto por el bien de mis nervios, que estaban apunto de colapsar, como por el bien del grupo que tenían aires de grandeza y aspiraciones de ganar el concurso de baile; sin embargo, las siete horas diarias que pasaba de lunes a viernes encerrado en el salón de clase admirando atónito a Maria Fernanda me resultaban insuficientes, así que necesitaba de un par de horas extra en la noche para verla como nunca lo haría en la escuela: bailando y riendo al ritmo de la música. Además yo había sido educado bajo la premisa judeocristiana de que todo sacrificio ameritaba al final del camino un premio, y tal premio llegó una noche, faltando una semana para el Carnaval. Los ojos enormes y atigrados de Maria Fernanda me cortaron el paso y la respiración, mirándome de frente, me entregó un casete Betamax y me dijo:

-Toma, esto te puede ayudar.

En la cinta venían grabados videos musicales de los grupos y artistas más selectos del rap: Run DMC, MC Hammer, Vanilla Ice, Gerardo, C & C Music Factory, Marky Mark & The Funky Bunch, L.L. Cool J, etcétera. Al observar los video clips pegado a la pantalla del televisor me emocioné, no tanto por ver a todos esos payasos contonearse frente a una cámara, sino por imaginar a Maria Fernanda frente a su televisión y a su grabadora Betamax capturando uno a uno los videos musicales de su preferencia, en especial donde salían los pasos de baile más osados. Cabe la aclaración de que en aquellos días grabar videos musicales no era tan sencillo como ahora, pues casi nadie tenía acceso a MTV, sólo los que tenían antena parabólica en casa, y Maria Fernanda era una de las pocas afortunadas que tenían sobre el techo de su cuarto una antena gigantesca que sería la envidia de la NASA.

Pasé largas jornadas encerrado en mi cuarto (tarea nada sencilla pues compartía la habitación con la Santa Inquisición del Baile, o sea, mi hermano, uno de los culpables de dejar tartamudo al pobre Efraín) imitando lo mejor que mi pobre coordinación me lo permitía cada uno de los pasos de baile, incluso los más complicados. Mi meta era clara: más que intentar sortear el ridículo público al cual sería expuesto en menos de una semana, lo que yo pretendía ahora era impresionar a Maria Fernanda, demostrarle que el bello detalle que tuvo para conmigo no había sido en vano. A como diera lugar iba a impresionarla.


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El día del baile llegó y sentí que el corazón me saldría de un momento a otro vomitado por la boca. Qué hacía ahí, pensaba a cada segundo. Me miraba al espejo y no me lo podía creer, el reflejo me devolvía una imagen patética, surrealista: yo mismo, disfrazado como los arlequines de los videos musicales que María Fernanda me había grabado, e incluso más ridículo.

-Bebé, te ves hermoso –dijo mamá secundada por todas las mamás de mis amigos de baile.

La mamá de Maria Fernanda sacó una cámara de su bolso y me tomó una decena fotos, donde aparezco enfundado en unos pantalones negros bombachos con el tiro hasta debajo de las rodillas (que seguramente envidiaría el genio de la lámpara maravillosa), una camisa negra pegada al cuerpo y una chamarra de cuero de idéntico color negro con unas calaveras naranjas y verdes fosforescentes impresas en la espalda y en las hombreras. En pocas palabras, un escándalo de vestuario.

Decidí renunciar.


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No tuve valor para renunciar. Maria Fernanda apareció a mis espaldas y me dijo con una sonrisa de ángel que mi ropa se me veía súperpadriurix. Y para colmo recordé que los dados habían girado de la noche a la mañana convirtiéndome a mí, el peor bailarín del Universo, en pieza clave en el grupo de baile.

-Vengan, somos los siguientes –dijo Tavo disfrazado de pies a cabeza como sus aprendices de rapero, aunque desde luego él no saldría a bailar al escenario, pues estaba prohibido que participaran personas mayores de dieciocho años, de no ser así, con tanta gente atestando como nunca en todo el año el Club de Golf la Ceiba, de seguro que se animaba a salir a escena para mostrarle al mundo entero quién era el verdadero amo del rap en México.

Tavo nos pidió que formáramos un círculo. Oramos un Padrenuestro. Yo por esos años aún creía en Dios, así que cerré los ojos y le pedí que se apiadara de mí; que con todo su poder (que era infinito) evitara que yo, su hijo más torpe para el baile, arruinara con mi poca coordinación motriz los sueños de mis compañeros de ganar el concurso de baile del Carnaval.

-Faltó rezar el Ave Maria –dijo una de las niñas cuando terminamos de rezar el Padrenuestro.

Rezamos a coro. Mientras rezábamos empecé a sudar. La camisa se me pagaba en el torso y en la espalda como chicle. La chamarra de cuero empezó a darme una comezón insoportable en los brazos.

-Les tengo una sorpresa –dijo Tavo.

Estaba tan nervioso que ni siquiera me di cuenta cuándo habíamos dejado de rezar. Todos exclamaron admirados al ver las gorras que Tavo había sacado de una caja de cartón. No se trataba de unas simples gorras, sino de unas gorras negras con una placa metálica en la visera y en el frente que decía en letras rotuladas: The crazy rappers. Así fue como habían bautizado al grupo de baile (por unanimidad, Maria Fernanda estaba de acuerdo y por añadidura todos los demás también, en especial yo) un par de semanas atrás.

-A continuación… ¡The crazy rappers! –bramó la voz del conductor del evento, que retumbó en todas las bocinas del club de golf.

Las piernas se me convirtieron en mantequilla mientras una avalancha atronadora de aplausos se dejó sentir por parte del público. La sensación de que uno abandona su cuerpo y empieza a ver todo en cámara lenta dicen que sólo se experimenta nanosegundos antes de ver a la muerte cara a cara. Así de grande era mi miedo, porque exactamente eso fue lo que experimenté. Subimos al escenario y las luces me cegaron pese a tener mi gorra de The crazy rappers en la cabeza.

Verme parado frente a tantas personas me hizo quedarme petrificado, incluso cuando la pista de MC Hammer comenzó a sonar en las bocinas. Mis pies no reaccionaban, era como si estuvieran adheridos al piso con concreto. Todas las horas invertidas en ensayar una y otra y otra vez para nada sirvieron. No así a mis compañeros, que se movían con una coordinación sorprendente, como si todos fuesen una misma personas. Las niñas que estaban vestidas con unos payasitos parecidos a los de las bailarinas de ballet sólo que en colores brillantes y llenos de lentejuelas movían sus piernas y brazos frenéticamente. Sus rostros estaban maquillados en exceso e intentaban poner una sonrisa en los labios para aparentar que disfrutaban intensamente el baile, al fin y al cabo, esa era idea, como había dicho Tavo: “El rap es para disfrutarlo”.

Con el paso de los segundos y el correr de la canción, todos parecían empezar a disfrutar el bailable, incluso los dos o tres integrantes del grupo que al igual que yo jamás se hubieran prestado al numerito, de no ser por el mismo móvil: Maria Fernanda. Allí estaban todos, coordinados y siguiendo el ritmo de la música. Excepto yo, que sólo tenía cabeza para pensar en cuándo terminaría el castigo, un castigo que me erizó los pelos de la nuca cuando descubrí que entre el público que abarrotaba el graderío, un grupo de jovencitos no dejaban de mirarme, escrutándome. Eran mis primos, encabezados por Manolo y René, que al parecer habían ido al festival a mofarse de mí gracias a que mamá, orgullosísima de que su hijo finalmente participaría en un bailable en el cual podía codearme con los hijos de sus amigas, se le había ido la lengua contándole a todo el mundo del evento muy a pesar de que le había hecho jurar por la Virgen María que no mencionaría nada del bailable a ninguna de sus amigas y menos a mis tías, o quizás no fuera culpa de mamá, quien durante todas las semanas de mis ensayos le inventó a papá y a mi hermano que estaba tomando clases particulares de matemáticas porque mis notas habían bajado, e igual y era una simple y mera coincidencia que mis primos estuviesen allí (al parecer no me habían reconocido), ya que el baile del Club de Golf la Ceiba era el centro de reunión de todos los rapazuelos que en un futuro se convertirían en grandes señores de sociedad.


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La vergüenza tomó tintes de paro respiratorio. Mi corazón empezó a dejar de funcionar y la vista se me nubló. Para colmo, justo en el peor momento, cuando las chicas tenían que pasar hacia atrás del escenario con unos pasos extrañísimos cruzando los pies uno detrás del otro como si fueran delfines de parque acuático cuando éstos sacan el cuerpo del agua y se deslizan hacia atrás con la cola metida en el agua. Las niñas empezaron a dejarse venir de espaldas y nosotros, con el paso de “el corredor” teníamos que pasar al frente y hacer toda una suerte de pasos relampagueantes que deslumbraran tanto a jueces como al público. Naturalmente mi ineptitud estaba prevista. Fríamente calculada. Ramiro y yo, los dos integrantes del grupo menos dotados para el arte de bailar rap, teníamos que irnos a los costados medios del escenario y allí quedarnos parados como estatuas con los brazos cruzados en actitud desafiante, pandilleril. Sólo teníamos que hacer eso, quedarnos parados como precoces rufianes mientras los otros chicos se revolvían y deshacían en piruetas y maromas.

Para cerrar el acto, dos de las chicas (las más lindas, es decir, Paloma y Maria Fernanda) debían arrancar a correr desde el fondo del escenario para dar un salto mortal en el aire apoyándose en las espaladas de los dos malandrines que estarían parados en actitud bravucona. Por nuestra parte, Ramiro y yo debíamos encorvar las espaldas llegada la señal para que Paloma y Maria Fernanda pudieran hacer el salto mortal como era debido. La señal era el arreglo que Tavo le hizo a la canción de MC Hammer: to-to-to-to-too, too legit to quit, to-to-to-to-too, too legit to quit. Aquel sorprendente cierre había salido de lo más recóndito de la inspiración de Tavo en el último ensayo, cuando descubrió que a la rutina de baile le faltaba algo; fue así que Tavo por vez primera en semanas agradeció que mi torpeza formara parte de la comparsa, al ser alto y de espaldas anchas mi complexión era perfecta para que Maria Fernanda pudiera salir catapultada por los aires e impresionara como era debido a todo el jurado.

Todo estaba saliendo a pedir de boca y pese a estar petrificado por el miedo me defendía escondiéndome entre mis compañeros para que mis movimientos erráticos no desentonaran con la rutina de baile. Pero tan ensimismado estaba en mis pensamientos fatalistas, con los nervios pulverizados, que el arreglo musical de Tavo llegó, es decir, la señal que me indicaba que debía encorvar la espalda, la cual desde luego jamás escuché, y lo único que supe del final del baile fue cuando unas manos se posaron, crispadas, como aguijones sobre mis hombros (no en la espalda como habíamos ensayado) y unas erráticas piernas abiertas me tumbaron de la cabeza mi gorra de The crazy rappers. La primera reacción que tuve fue sentirme desprotegido, desnudo, con la identidad desenmascarada cual luchador de lucha libre después de perder la máscara, así que, veloz como trueno, me apresuré a recoger la gorra tirada sobre el piso, y allí fue cuando descubrí la tragedia: metro y medio abajo del escenario una multitud se arremolinaba en torno a una chica que se descosía en llanto y en gemidos de dolor.

Maria Fernanda, tal como puede verse en la grabación del show (su mamá filmó todo), presa de la adrenalina y de su espíritu aguerrido y ganador decidió arriesgarse a dar el salto mortal pese a toparse con mi humanidad erguida en todo su aterrado esplendor, apoyando sus manos en mis hombros, y yo, asustado al sentir sus uñas que se clavaron como agujas, encorvé mi humanidad haciéndola salir proyectada hacia adelante como una bala de cañón. Maria Fernanda aterrizó en la segunda fila de butacas del escenario que frenaron su espectacular vuelo, no sin antes quebrarle en dos la tibia y el peroné de la pierna izquierda.

A Maria Fernanda le quedó una cicatriz de cuatro centímetros en la pierna, pero gracias a los avances de la ciencia los doctores lograron borrarle esa imperfección en la piel, no así el odio de su corazón que me profesó hasta el último día que estudiamos juntos.

Yo por mi parte, me volví escritor y sólo de vez en cuando, curiosamente en fechas de Carnaval, me da por meterme cepillos para el cabello en el culo.

sábado, 21 de febrero de 2009

Construyendo en mi vida


“Cuando terminas la carrera y empiezas a trabajar, comienzas a creer en Dios, si no, no te explicas por qué las casas no se caen.”
 - Un profesor de Ingeniería a sus alumnos


Nunca en mi vida padecí tanto una construcción. Es decir, nunca como ahora llegué a sufrir tanto en carne propia la construcción (desde la primera a la última piedra) de algo. Y eso que desde que nací estuve condenado a vivir ligado a las construcciones. Mi papá era ingeniero y mi abuelo también. Mi papá trabajaba tanto que casi nunca le veía en casa. Y cuando le veía casi siempre estaba hablando de alguna construcción. “Cómo que se jodió el volquete”, decía por teléfono y se marchaba de nuevo a la fábrica.

Pero aquello no era nada comparado con mi vida escolar. En la escuela literalmente viví rodeado de volquetes, tractores, trascabos y dinamita. “Ignoren el ruido niños”, gritaba Miss Margarita rompiéndose las cuerdas vocales para hacerse escuchar sobre la maquinaria pesada que trabajaba a dos metros de las ventanas de los salones. “Hoy vamos a aprender la tabla del siete, niños”, decía la Miss. “Siete por uno, siete. Siete por dos, catorce. Siete por tres…” ¡Kabluuuuum! Reventaba una bomba matando de un infarto a algunos alumnos y levantando una nube de tierra a no mucha distancia de nuestros pupitres.

Así fue la primaria donde estudié. La escuela privada y más exclusiva de la ciudad (los Legionarios de Cristo) que nunca dejó de construir a sus alrededores los supuestos edificios que un día no muy lejano nos darían cobijo en sus pomposas estructuras de mármol y granito. Desde luego ese día jamás llegó. O mejor dicho, nunca llegué a disfrutar de tales edificios de mármol y granito porque un buen día mis padres, junto con otros padres de familia, al notar y hacerle ver al Padre Benito que lo único que crecía en la construcción era la maqueta de papel maché de la escuela, fuimos inmediatamente expulsados de la cristianísima institución.

Ante este desolador panorama el grupo de padres de familia insurrecto decidió fundar su propio colegio privado, católico y exclusivo, lo que originó que mi secundaria y preparatoria (el Instituto Patria) fuera como ir todos los días a Kabul o Bagdad o Kosovo. “Muy bien muchachos, caja se abona cuando…”, decía la maestra de contabilidad antes de ser interrumpida por estruendosos taladros que sonaban como metralletas o por un poderoso bombazo que hacía derribar decenas de árboles ante nuestros pasmados ojos. Básicamente a eso atribuyo mis problemas para memorizar la tabla de siete y todo lo relacionado con la contabilidad y las matemáticas.

Y eso no fue todo, en casa también se empezó a construir. Mi hermanita creció y papá le construyó una habitación; y con los albañiles metidos en casa mamá decidió darle unos retoques a su santo hogar. Se levantó un muro como el de Berlín en mitad de la cancha de tenis que compartíamos con los vecinos (cancha donde jamás se realizó un partido de tenis, pero sí incontables partidos de fútbol); se rellenó de escombro la piscina donde jamás nadie se metió a bañar y se excavó otro hueco en forma de piscina en otro sitio de la casa donde tampoco jamás alguien logró meterse a bañar porque la piscina nunca pudo terminarse de construir, al igual que muchas de las remodelaciones de la casa gracias a una crisis económica que azotó al país, la cual dejó a la casa con una apariencia de estar en construcción perpetua.

Cansado de las constricciones, al graduarme de la preparatoria me aseguré de enrolarme en una universidad viejísima y feísima (para desconsuelo de mamá que quería verme bajo la tutela de los maristas), que sin embargo tenía la ventaja de ser pública y por ende tenía asegurado el jamás ver un tractor durante el transcurso de toda mi carrera. O eso creía. “Muchachos, buenas noticias”, dijo el director haciendo que mi sexto sentido (que es el de la construcción) activara sus alarmas. “El gobierno ha hecho un esfuerzo inédito en la historia del Estado y van a construir un campus a las afueras de la ciudad, y adivinen qué carrera se va a mudar para allá”.

Graduado y en la búsqueda de escapar de una vez por todas de las malditas construcciones decidí salir huyendo de mi natal terruño, que de ser una de las ciudades más tranquilas y hermosas del país fue convertida en una plancha de concreto repleta de Oxxos y centros comerciales.

“He llegado al Paraíso”, me dije al ver mi nuevo hogar que es una bonita ciudad con vista al mar, donde todo es tan tranquilo que ni siquiera el mar se digna a moverse. Hasta que un buen día apareció una construcción por la cual obligatoriamente tenía que pasar mínimo cuatro veces al día.

Durante meses transité entre baches, maquinaria pesada y señalamientos que me indicaban que tenía que desviarme de la ruta más simple para llegar a casa para tomar callejuelas con baches y topes todavía más peligrosos. Y así fue día tras día. Mes tras mes. Una construcción que me pareció interminable pero que prometía ser una joya arquitectónica, ya fuera porque invirtieron en ella más de 13 millones de pesos o porque el monumento en construcción conmemoraría los 150 años de emancipación del Estado. Total que el calvario llegó a su fin hace un par de semanas. De buenas a primeras desaparecieron los baches, la maquinaria y los señalamientos de tránsito, y en su lugar aparecieron funcionarios públicos y cámaras de televisión para inaugurar el monumento que desde su primera piedra lució igual, es decir, una estructura sin forma alguna, o mejor dicho, una especie de engrapadora gigante recubierta de papel cascarón y papel lustre. Una maqueta como las que fabricaba de niño, sólo que construida a escala enorme.

Al verla cada mañana, tarde y noche he llegado a la conclusión de que es el monumento perfecto para recordarme que viviré toda mi vida rodeado de construcciones que nunca serán terminadas, ya sea por crisis económicas, por curas bandidos y/o por políticos amantes del mal gusto y de la desvergüenza.   




miércoles, 18 de febrero de 2009

El rescate de mamá


“Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida.”
- Woody Allen



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Mamá ha logrado avances en materia tecnológica. Descubrió cómo encender una computadora. También cómo accesar a Internet y luego entrar a mi blog. En silencio, frente al monitor, leyó mi último escrito, donde asevero que voy a morir joven. Pese a todo pronóstico, o quizás porque ha comprendido que de sus tres hijos soy el que menos caso hago a sus recomendaciones y por ende el que más arrugas le ha sacado en el rostro, no me ha llamado escandalizada al celular haciéndome prometerle que iré de inmediato al médico a hacerme todos los análisis y chequeos del mundo.

More...Por todo ello, mamá, católica confesa, ha decido mostrar cierta flexibilidad en sus creencias, al menos en esta ocasión (todo sea por su hijo descarriado y moribundo) y manejó dos horas y media hasta Campeche en busca de ayuda profesional, es decir, de fuerzas paganas, misteriosas y desconocidas: la bruja Miranda.

La bruja Miranda no es más que el sobrenombre de tía Lucrecia. Mujer idéntica a un ave tropical (como todas las amigas y primas de mamá) que ha tomado en alguna isla del Caribe un curso especializados en la lectura del futuro con barajas españolas y café. Tía Lucrecia, perdón, la bruja Miranda suspendió todas sus citas de la tarde para atender a mamá. Presiente algo serio. Muy grave. Con el rostro adusto la bruja Miranda revuelve y extiende un par de barajas sobre la mesa del comedor.

-Perdóname –dice la bruja Miranda-, no puedo decirte lo que veo.

Mamá, horrorizada, le pregunta por qué. La bruja Miranda le dice que algo terrible va a suceder, mejor no enterarse de esas cosas. Mamá suplica que le diga qué es eso tan horrible que sucederá, por el amor de Dios, Lucrecia. La bruja Miranda le dice que no piensa decírselo, por el cariño que le tiene, punto.

-Disfruta a tu familia –agrega la bruja Miranda antes de despedir a mamá con un beso y luego recordarle que la mutualista de este mes es en casa de tía Dinora a las 5:30 p.m.-. Y no te olvides de llevar tus arrolladitos de jamón y queso, ya sabes que muero por ellos.

Mamá no es psíquica, menos bruja, pero por elemental sentido común descifra que el siete de bastos y el cuatro de espadas que arrojó la bruja Miranda sobre su mantel de peras y manzanas significa que su segundo hijo (o sea, yo) corre peligro mortal.


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Naturalmente todo esto lo ignoro. Incluido que tía Lucrecia se ha convertido en el oráculo de las señoras campechanas refinadas. La verdad, poco me importa. Lo único que me importa es Elisa.

-¿No te parece genial que mi mamá haya estudiado en la Miguel con tu mamá? –dice Elisa.

-Genial –digo por decir algo. Elisa me tiene embrujado. Le digo que sí a todo lo que ella me dice. O mejor dicho, le digo genial. ¿No te parecería genial ir a comer a casa de mis papás? Genial. ¿No te parecería genial ir a misa conmigo? Genial. ¿No te parecería genial acompañarme el fin de semana a un retiro espiritual? Genial.

Un horror las preguntas de Elisa, sin embargo, toda ella es una delicia. Así que le doy largas y por eso aún no he comido con sus papás, menos asistido a misa en la iglesia de Bosques (ni en ninguna otra iglesia) y ni pensar en el calvario de encierro de fin de semana rodeado de curas y jovencitos confundidos que le lavarán el cerebro a Elisa con ideas trasnochadas como la de no acostarse con hombres antes del matrimonio.

Mi plan, espero no me juzgue nadie con dedo acusador, es acostarme con Elisa antes de cumplir sus caprichos espirituales y familiares. Por ello le he dicho una serie de mentiras, o mejor dicho, me he fabricado una biografía plagada de medias verdades: Graduado de los Legionarios de Cristo, diplomas y medallas en conducta y deporte, campeón en poesía y oratoria, asiduo acólito en misas escolares y versátil actor en pastorelas navideñas. En fin, un santo, un estuche de monerías, lástima que de este glorioso pasado han pasado ya casi 20 años, la edad de Elisa.


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Mi famosa tía de la televisión, Machuca Hernández, está grabando un programa en Campeche. Mamá le relata por teléfono lo sucedido en su visita con la bruja Miranda. Machuca regaña a mamá por confiar en charlatanes. Aunque, admite, su viaje de trabajo a Campeche es una señal, sin lugar a dudas, así que le pide a mamá, a la brevedad posible, que vaya a verla al Hotel Plaza Campeche.

-Te presento a Mandingo –le dice Machuca a mamá-. Nunca viajo sin él.

Mandingo es un negrote de casi dos metros de altura, pelón, musculoso y con cara de bebé.

-Mandingo es mi guía espiritual –dice Machuca-. ¿Apoco no es para envidiar el cutis de este desgraciado negro? –pregunta Machuca acariciando y luego estirándole con cariño los cachetes lozanos al negro Mandingo.

Machuca se excusa diciéndole a mamá que tiene una reunión con el Gobernador. Que la deja en manos del bueno de Mandingo. Mamá se sonroja y no sabe qué hacer porque no es bueno que una dama de sociedad sea vista en el Hotel Plaza Campeche (ni en ningún otro sitio) en compañía de un hombre que no es su difunto esposo.

-Por favor, sígame a mi habitación –dice Mandingo con una vocecilla de ruiseñor que no condice la carrocería de atleta olímpico jamaiquino que se carga.

Mamá voltea a todos lados, nerviosa. Un par de amigas están tomando un café en el restaurante del hotel. La han visto y no pierden la valiosa oportunidad de saludarla a lo lejos, luego cuchichean entre ellas en medio de sonrisas cómplices. Mamá no se deja intimidar, les devuelve el saludo y a sus espaldas siente varias miradas como puñales que la siguen en su andar lleno de garbo de señora de primera línea por el pasillo acompañada de un negrote de espaldas de gorila.

-Usted es viuda –dice Mandingo mirando unos caracoles que arrojó sobre la alfombra de su habitación.

Mamá asiente sorprendida. Mandingo le dice que su esposo le hizo daño. Mucho daño. Que le fue infiel. La engañaba y humillaba. Mamá asiente aunque ya no tan sorprendida. Mandingo arroja sobre la alfombra unos huesos que parecen ser de pollo. Cierra los ojos. Balbucea dialectos incompresibles. Le dice a mamá que tiene muchos enemigos. Gente que la odia y que le quiere hacer daño. Que la envidian. Gente de su familia. Ve cinco o seis mujeres solteronas, rodeadas de gatos, que quieren hacerle mucho daño. También otras señoras con peinados de cacatúas que no son de su familia pero que igualmente le desean mal. Mandingo aletea con los brazos como si fuera un pajarraco gigante. Mamá abre los ojos horrorizada, no sabe si por las revelaciones o porque el guía espiritual de su prima Machuca ha bebido un vaso de agua y hace gárgaras como un reptil enloquecido. Mandingo, los cachetes repletos de agua, pone los ojos en blanco, echa la cabeza hacia atrás, y luego, sin previo aviso, cual cobra venenosa expulsa por las fauces todo el líquido sobre el rostro de mamá. Mamá no sabe si vomitar o desmayarse. Opta por una tercera opción: quedarse petrificada como una estatua mientras Mandingo reza en sabrá Dios qué lengua antillana mientras escucha aterrorizada que uno de sus hijos corre peligro de muerte. Mamá palidece, se le baja la presión. Mandingo la zarandea por los hombros y le echa arena sobre la cabeza. Enciende dos velas negras a sus costados. Saca de un zabucan un frasco con lo que parece ser una salamandra flotando en formol. Besa el frasco. Dice un rezo. Asienta el frasco a los pies de mamá. Mamá, bañada en agua, empanizadas las mejillas en arena, le reza al único Dios verdadero del Universo, de todo lo visible y lo invisible, o sea, el papá de Jesús de Nazaret, para salir con vida del cuarto. Mandingo saca dos huevos de gallina y se los revienta en su afeitada cabeza de huevo. Las claras y las yemas resbalan por sus lozanas y negras mejillas. En medio de chillidos histéricos se embadurna la cara con los embriones de gallina. Mamá ya no teme por la vida de su hijo sino por la propia. Mandingo revuelve la cabellera de mamá con sus manazas viscosas. Mamá cae desmayada. Mandingo la sujeta con sus poderosos brazos de atleta jamaiquino y evita que se rompa la cabeza en el suelo alfombrado.

-Esta usted curada –dice Mandingo con su melodiosa voz de ruiseñor.

Mamá abre los ojos, insospechadamente, se siente más viva que nunca.


4


A varias cuadras del Hotel Plaza Campeche, ignorante de todo lo ocurrido en una de las suites, he decidido cumplir un deseo de Elisa.

-¿No crees que sería genial que me presentaras a tus amigos?

-Genial –miento por millonésima vez.

No he parado de tomar en toda la noche. Mi amigo Juanito, el profeta caricaturista, me ha confesado que no recuerda haberme dicho nunca que yo moriría joven, menos haberme comparado con el genial Roberto Bolaño. Le digo a Juanito que el fin de semana pasado, él aseguró que yo moriría joven.

-No recuerdo nada -dice Juanito con una sinceridad abrumadora.

Bebo una cerveza más en honor a que tal vez no muera joven.

-¿En verdad te comparé con Bolaño? –me pregunta Juanito con el rostro consternado-. Tengo que dejar la bebida –agrega sin esperar mi respuesta y se marcha al baño o quizás a la cocina por otra cerveza.

Elisa me dice (afortunadamente en susurros) que no sabía que Chespirito fuera un escritor tan reconocido en el círculo de los intelectuales.

-Los detectives salvajes, lo mejor de Bolaño –dice Eduardo que aparece por sorpresa a nuestras espaldas.

-Buenísima novela –miento, nunca he leído Los detectives salvajes.

-Una obra maestra –dice Eduardo.

-Pues para mí lo mejor que ha hecho Chespirito es El Chavo del ocho –interviene Elisa.

Entro en pánico. Por fortuna, aparece Juanito con un six pack en la mano. Eduardo se aleja para abordar el six pack de Juanito. Aprovecho este pequeño momento de confusión literaria y etílica para llevarme a Elisa a un rincón de la casa. Avalentonado por los litros de cerveza ingeridos le propongo que nos escapemos de la reunión. Elisa accede (quizás porque ha bebido más de la cuenta) y se deja guiar por mi mano de borracho que no duda entrelazar con la suya. Entramos con torpeza a mi volcho. Ella saca la cabeza por la ventana y dice que le encanta la luna llena. Yo le digo que conozco un lugar desde donde se ve increíble la luna llena.

-Pues llévame –dice Elisa-. Siempre y cuando no sea desde la ventana de tu cuarto.

-¿Qué clase de persona crees que soy? –le pregunto y doblo discretamente en una calle que me desvía del camino que me estaba llevando a casa.

-Prefiero un lugar más íntimo –dice Elisa para mi asombro.

Quemo llantas y a toda velocidad entro al malecón rumbo a los moteles. No cabe duda que hoy es mi noche de suerte.


5


A toda velocidad el auto de mamá recorre diferentes puntos de la ciudad. Le tiene terror a la velocidad pero bien vale la pena espantar los miedos en un caso de vida o muerte. Entra al estacionamiento del supermercado y lee una hoja en blanco con una lista de garabatos ininteligibles. En media hora sale del supermercado cargando una bolsa llena de frutas y rezándole a Dios para que sus ojos miopes hayan leído bien la letra escurridiza y atropellada de Mandingo.

Mamá sale disparada y convencida de que salvará la vida de su hijo.


6


-Es genial que nos hayamos escapado de la reunión de casa de tus amigos –dice Elisa-. ¿No se molestarán contigo?

-Genial –digo sin darme cuenta a lo que respondo porque toda mi concentración está en lograr dos cosas: uno, llegar al motel antes de que el alcohol pierda su efecto calenturiento en Elisa; dos, evitar rebasar el límite de velocidad permitido para que ninguna de las múltiples patrullas y perreras de la policía que pueblan el malecón me detengan.

-¡Detente! –exclama Elisa.

Freno. O eso intento. Las cuatro llantas del auto se amarran con dificultad al pavimento haciendo un ruido horripilante, como si zambulleran a varios gatos dentro de una olla de aceite hirviendo, esto gracias a que desde hace varios meses que no meto el coche al taller.

-¿Qué pasa? –pregunto asustado y por fortuna veo que no hay ni una sola patrulla cerca.

-Mira –dice Elisa señalando hacia la Ría.

Justo en el terreno recién aplanado donde van a construir un nuevo centro comercial, o sea, un verdadero centro comercial con cines, tiendas de ropas de marcas exclusivas, etcétera, aparece una silueta danzarina y disfrazada con un poncho de colores, cargando con una mano en todo lo alto lo que parece ser el palo de una escoba de donde cuelgan largas tiras de tela de colores.

Elisa se baja del auto y no tengo más remedio que seguirla. La rocambolesca silueta empieza a arrojar diversos objetos al agua putrefacta y contaminada de la Ría al tiempo que zarandea en todo lo alto su palo de escoba con cintas multicolores.

-Una bruja –me susurra horrorizada Elisa.

La bruja empieza a decir una serie de frases atropelladas sin ningún sentido. Elisa toma mi mano y empieza a temblar.

-Qué miedo, mejor vámonos –dice Elisa.

La bruja voltea hacia nosotros. Quedo petrificado. Nos ha descubierto. Elisa tira de mi mano pero yo no me muevo. La bruja se me queda mirando. Me estudia y corre con torpeza hacia donde estoy parado.

-¡Corre, nos va a comer la bruja! –grita Elisa tirando de mi mano.

Mi peor pesadilla hecha realidad. La bruja me alcanza, se cuelga de mi cuello, me llena de besos y me dices muchas frases amorosas, cada una más vergonzosa que la otra.

-Bebé, mi bebecito hermoso, estás vivo –dice.

Elisa, estupefacta, con la boca abierta, no da crédito a la escena. Finalmente logra soltar mi mano y mirándome aterrorizada pregunta:

-¿Quién es ella?

Con su sonrisa llena de dientes enormes de caballo, mamá responde a la pregunta, y no tengo que ser psíquico, brujo, chaman o adivino para saber que nunca en mi vida conoceré el delicioso cuerpo desnudo de la católica, romana y campechana de Elisa.

sábado, 14 de febrero de 2009

Karnabal


El que no lo quiera ver que no lo vea, o mejor dicho, los que las quieran ver que las vean, y les aplaudan (si es que pueden, porque en la mano llevan la caguama o el vaso de dos litros de cerveza) y les griten la retahíla de lindezas de rigor: “mamacita”, “reina”, “mi vida”, “muévele”, “merezco”, “quiero”, (o el infalible y multicitado) “que sabrosa estás”.

More...Las agencias de modelaje, ahí están, regadas en cada esquina de la ciudad como sucursales bancarias, las grandes proveedoras de carne del festejo. Empresas que se dedican a reclutar jovencitas lindas para hacer más amena la fiesta. Esas agencias tan inocentes y castas son manejadas por proxenetas (no todas, no vaya a escandalizarse usted, sólo la inmensa mayoría), que adiestran a tus hijas, a tus sobrinas, a tus hermanas y a tus amigas, sin importarles que aún sean menores de edad, para portar diminutas minifaldas (de preferencia usando una tanga de hilo dental debajo), top invisible para que los imberbes pechos se les transparenten, y a maquillarse como unos payasos para que pasen por mujeres que se las saben de todas todas, sin mencionar las incontables horas de ensayo para poder bailar como Shakira o Niurka Marcos.

Yo qué puedo venir a contarles, me mordería la lengua, pues además de ser fanático de las mujeres y detestar a los puritanos (esos que si les sueltas la correa quemarían en leña verde a cuanta mujer ose enseñar los tobillos desnudos) tengo un par de mujeres que adoro y que se ganan la vida edecaneando. Por eso, aunque quisiera no podría escarbar en ese asqueroso ambiente que quieren pintar de color de rosa, donde la doble moral que ha reinado desde tiempos inmemorables en este país seguirá reinando y haciendo como que no ve. Por eso yo también haré como que no veo, y me dedicaré exclusivamente a lo que me remite esta columna, a lo netamente literario, no sin antes declararme un profundo y profeso admirador de las chicas que por necesidad tienen que soportar con sonrisa estoica y diminutas minifaldas los ojos morbosos y propuestas por demás indecorosas de los borrachos, los viejos ridículos, los viejos rabo verdes y los jovencitos imbéciles que creen que tener cierta posición económica les da derecho a tratarlas como a unas rameras.

Con el carnaval pueden hacer lo que quieran: orinar las calles, lucrar con el cuerpo de las mujeres, embrutecerse hasta perder la conciencia y el conocimiento, vomitar a granel y protagonizar los más embarazosos ridículos frente a los niños; pero lo que sí me parece una ignominia y no puedo tolerar es que no se respete la lengua de Cervantes. Sí. Todavía más escalofriante que los ebrios amantes del exhibicionismo es esa palabra que aparece escrita de manera aberrante en la mayoría de los periódicos, revistas, carteles, espectaculares y carros alegóricos: “reyna”.

¿Es que acaso no hay nadie con un poco de pudor o dignidad en los medios de comunicación que haga algo al respecto? De hecho sí los hay (o los había). Se llamaban correctores de estilo, esos señores de pelo cano parecidos a roedores de biblioteca que siempre estaban en los periódicos para evitar catástrofes literarias como las que hoy día ocurren en la prensa sin que nadie se dé por enterado. “La reyna Fulanita de Tal hizo acto de presencia en la inauguración de...”.

Al parecer al grueso de la población se le olvidó el castellano; con eso de que queremos ser bilingües, qué más da. Si me permiten recordarles, desde que tengo uso de memoria y desde que tuvo uso de memoria el abuelo de mi abuelo, la palabra “reina” siempre se ha escrito con “i” latina, si es que te refieres al grado máximo de la monarquía, después del rey, claro está, y aún sea ficticio el cargo como en el caso de las reinas de belleza o del carnaval. En cambio, si escribes Reyna, con “y” griega (incluso la computadora te subraya la palabra con rojo para que te des cuenta de que está mal escrita) es cuando te refieres a un nombre propio, y por ende, la palabra comienza con mayúscula. Sin embargo, como a todos nos da igual, lo más indicado es hablar y escribir como unos cavernícolas (sólo hay que detenerse un segundo a escuchar hablar a nuestros flamantes funcionarios públicos para darnos una idea de lo genial que vamos).

Pero qué le va a hacer uno, cuando incluso la renombradísima y multimillonaria compañía Burger King tuvo el lindo detalle de regalarnos y regar por toda la ciudad un bello anuncio que va acompañado por un eslogan que dice algo más o menos así: “reyna de reynas”.

La guerra está perdida; saber escribir como Cervantes manda está pasado de moda, mejor es buscar un buen trabajo donde tengas la fortuna de contar con una secretaria que sepa redactar tus informes, ia ke tu pazaste muxo tiempo eskribiendo en los chats k c t olvido komo eskribir.

Aunque, no preocupéis, antes de obtener el empleo de tus sueños la compañía te va a solicitar un documento que lleva por nombre “Antecedentes no penales”, el cual, valga la acotación lingüística, debería llamarse “No antecedente penales”.

En fin, qué más da escribir y leer correctamente, si los escritores para nada sirven en esta sociedad plagada de intelectuales.


jueves, 12 de febrero de 2009

Recuerdo de un Carnaval muy campechano


“Nada se ha visto más ridículo desde que Caligula nombró cónsul a su caballo.”
- Anónimo


No ha llegado el “Sábado de Bando” (naquísimo desfile de carros alegóricos) y los primeros voluntarios al ridículo se hacen presentes: obsequiándonos un espectáculo televisivo de primer nivel tenemos a Vladimir, conductor principal del programa La Merienda, quien es el encargado de limar asperezas entre los involucrados en lo que parece ser un bienintencionado intercambio de mentadas de madre por parte de los antiguos Reyes del Carnaval del Instituto Campechano. 

La ex reina del IC alega ante las cámaras y el atónito auditorio que fue víctima de un premeditado, alevoso y ventajoso pisotón en su finísimo vestido por parte del ex rey cuando realizaban la glamorosa pasarela de coronación de los nuevos soberanos de su escuela. Ante tales injurias el ex monarca expone su testimonio de que el pisotón fue accidental, amparándose en la tecnología de punta para demostrar su inocencia: la repetición en cámara lenta.

La producción accede a proyectar los videos que pueden o no corroborar su versión de los hechos, y los conductores del programa (Vladimir, Chaui e Ivonne), cual referís de fútbol americano, revisan a detalle en la repetición hasta el último movimiento que pudiese incriminar al sospechoso ex monarca.

Las opiniones se dividen, la deliberación se calienta y la ex reina, al borde de las lágrimas, saca a relucir un recuento de daños del pasado, al asegurar que fue victima de chismes y calumnias por parte de su otrora consorte, que se encargó de decir a la sociedad que ella, la gran soberana del IC, se dedicaba a la profesión más antigua del mundo (la cual sabrá el Todopoderoso cuál rayos será, pero según ella es la de prostituta), oficio, desde luego, indigno de una reina.

El ex rey rechaza lo antes dicho, exige pruebas materiales. Ella, al no contar con tales pruebas, reclama justicia; justicia ante un agravio imperdonable que la tiene sentada en el escenario ante las cámaras: al parecer, terminada la pasarela, el ex monarca decidió mandar a chingar a su madre a la progenitora de la ex soberana. Esas (créalo o no) fueron las palabrotas textuales del acusado, proferidas cuando Vladimir, micrófono en mano, exigió, en pos de la verdad, que el ex monarca repitiese al pie de la letra lo que le había dicho minutos antes de subir al escenario a la madre de la agraviada. El ex rey no tuvo más remedio que respirar hondo, y decirlo: “Le dije que se fuera a chingar a su madre”, improperio que retumbó en todos los televisores que sintonizaban el programa; lisura que se escuchó nítida y claramente gracias a que el programa era en vivo y que el Carnaval no conoce el significado de la censura.

El ex monarca, avergonzado de su salvaje comportamiento, extendió una disculpa, no sin antes mencionar que el exabrupto hasta cierto punto había sido merecido, pues el padre de la ex reina desde hacía tiempo le estaba ofendiendo con comentarios hirientes (por no decir homofóbicos), incluso hasta llegar a la amenaza física de romperle la madre, advertencia que hizo presente esa misma tarde, y que causó que el joven cayera víctima de un colapso nervioso, suceso inesperado que demandó la acción de los paramédicos, que se presentaron en el lugar de los hechos para recetar reposo absoluto al desmayado.

Cuando todo había parecido enfriarse tras las disculpas del ex monarca, la ex reina recordó que tras bambalinas también fue victima de otro alevoso pisotón. El impugnado aseguró no tener culpabilidad alguna de tal agresión, pero su acusadora dijo no creer en absoluto las mentirosas palabras del rival. Fue así como, al más puro estilo de Laura en América, un misterioso testigo del público subió al escenario para dar un desenlace insospechado a la historia: el espontáneo aseguró haber sido él quien propinó el pisotón, que, desde luego, también había sido accidental.

La ex reina, severamente ofendida por este hecho que dejaba como mártir a su archienemigo, manifestó incredulidad ante la palabra del sujeto, pues no existía prueba material (traducción: repetición en cámara lenta) concerniente a la verdadera identidad del autor del macabro pisotón. Vladimir, apelando al sentido común y a la escasez de tiempo al aire, pidió que ambos se pidieran disculpas, cortando por lo sano lo acontecido. Los ex monarcas, a regañadientes, accedieron a la petición con unas tibias disculpas, a sabiendas que Carnaval queda muchísimo, y tiempo para ser naquísimo, toda la vida.  

martes, 10 de febrero de 2009

Morir joven


“No le temo a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando suceda.”
- Woody Allen


1


Mi amigo Juanito me ha dicho, delante de una renombrada y muy talentosa escritora chiapaneca, que yo seré como Roberto Bolaño. “Guardando las abismales diferencias”, rectifica su aventurado comentario, dándome una cariñosa palmada en la espalda. Asegura (para mi sorpresa) que voy a morir joven. En sus ojos hay una mezcla de certidumbre y tristeza. Juanito es, además de un maravilloso escritor, un caricaturista en cuyos monos realiza asombrosas predicciones. Por eso, al mirar sus ojillos proféticos, palidezco. Luego, Juanito le dice a la escritora laureada que a mí me han negado todas las becas y premios literarios donde he concursado.

More...-Igualito que a Bolaño –dice.

Lo que a continuación ocurre me alarma de sobremanera. Juanito cuenta que en la misma mesa donde ahora nos estamos emborrachando se junta el círculo de intelectuales campechanos, es decir, profesores de literatura de la Universidad Autónoma de Campeche que cada semana con ojo critico y objetivo analizan el trabajo de los nuevos escritores locales.

-De ese fulano no hay nada que decir –me dice Juanito imitando la voz de una profesora que evidentemente odia-. Ese ni siquiera es escritor, es un vil y repugnante licenciado… y se nota.

Todos reímos (yo finjo reír muy bien), sobretodo cuando Juanito dice que no debo preocuparme por los comentarios de esas arpías, porque ya veré, con mis propios ojos (lo cual no deja de tener su gracia siendo yo ateo) cómo les cierro el pico a mis detractores cuando me muera y la critica internacional reconozca mi trabajo literario como al bueno y bien occiso de Bolaño.


2


Soy hipocondríaco, estoy seguro, por eso evito leer en las revistas o escuchar en programas de televisión o enterarme por amigos médicos los síntomas de cualquier enfermedad, de lo contrario, ahora mismo estaría derramando sangre por las orejas y los ojos o cagando por la boca o devorándome las extremidades o, lo más probable, listo para causarle un trama irreversible a mi primo cuando abra la puerta de su habitación y me encuentre tieso, frío y pudriéndome lentamente sobre el piso.

También soy ateo, algo que lejos de enorgullecerme me asusta bastante, o mejor dicho, la muerte es la que me asusta bastante, no lo niego. Para nada me hago al gallito luego tomar dos cervezas y sacó el pecho y digo: “La muerte me la pela”, como ciertos amigos católicos, apostólicos y campechanos que se juegan la vida en las proezas más insospechadas, como conducir a 120 km/hr en las curvas de las calles de la Escénica con los ojos cerrados o caminar al borde de las azoteas cual malabaristas erráticos o subirse a los juegos mecánicos oxidados de las ferias ganaderas que montan de un día para otro los gitanos.

Sé que al llegar la muerte no hay nada después. Solo oscuridad total. Estoy convencido de ello. Creencia que le causa profundo dolor a mamá y a las cacatúas de sus amigas que me miran con lástima (excepto mamá, mamá me mira con terror) porque dicen que después de la muerte nos espera el Cielo donde nos reencontraremos con todos nuestros seres queridos que han fallecido. Curiosamente todas esas plumíferas señoras describen un Cielo muy diferente las unas de las otras, lo cual me lleva a pensar que, al morir, no se reencontraran nunca para chismorrear a la hora del café celestial.

Como tengo la certeza absoluta de que nada más poseo una vida, intento aferrarme a ella lo más posible. O mejor dicho, más que aferrarme intento disfrutarla. Por eso duermo en vez de trabajar. Que trabaje la gente que cree en Dios, su premio será el Cielo. Ese lugar donde podrán descansar el día entero sobre camas King Size fabricadas de nubes.


3


Hubo un tiempo en que creía en el Cielo. Fervorosa y piadosamente. La única meta en mi vida era el Cielo. Tenía seis o siete años. Iba al Instituto Cumbres. De lunes a viernes, sin excepción, no por nada mamá guarda muy orgullosa en una cajita de madera todas mis medallas de asiduidad. Asistía bien uniformado. Peinadito y oloroso. Los Legionarios de Cristo me dijeron que la vida era un constante sufrimiento, que había que sufrir mucho en la vida para poder ganarse el Cielo. “Solo los pobres y los mártires entran al Cielo”, decían. Yo les creía ciegamente a pesar de que ellos no parecían sufrir mucho: vivían en mansiones, conducían carros de lujo y a la hora de las comidas se daban banquetes dignos de un rey.

En aquellos días de infancia lo que más me sorprendía es que existieran los adultos. Yo no quería llegar a ser un adulto, ni loco, lo que quería era morirme lo antes posible para ir a ese lugar llamado Cielo del que tanto hablaban todos los días las Misses y los Padres, un sitio donde uno podría jugar y divertirse eternamente sin ser molestado.

-Nos vemos pronto, mamita linda –le grité a mamá-. Cuando te mueras, búscame.

Al borde del desmayo mamá me vio parado en la cornisa de la azotea de la casa. Yo no era un niño pobre, papá era un señor con una generosa fortuna, sin embargo, mártir sí que lo era. No había duda. Todos los días mi hermano mayor me hacía la vida imposible. Me daba palizas con sus puños de acero. Abría mis juguetes en Navidad. Se burlaba de mí a todo momento. Decía que era un tonto. Se comía mis dulces. Me humillaba frente a mis amigos. Si le ganaba jugando Nintendo me daba coscorrones. Si otro niño del vecindario me buscaba pleito él salía, gallardo, a defenderme, lo cual demostraba que en el fondo mi hermano me quería, pero me quería para él solito porque nada más entrar a casa las palizas continuaban. Estaba claro que era yo un mártir, y de los más sufridos. Tenía el Cielo más que merecido. San Pedro me recibiría con los brazos bien abiertos.

-¡Espera, no te tires! –gritó alarmada mamá.

-¿Por qué?, quiero irme con Diosito y con los angelitos –dije férreo en mis convicciones.

Cerré los ojos y doblé mis rodillitas como lo hacía en el trampolín de tres metros del club Bancarios ante de arrojarme a la piscina.

-Duele horrible morirse –dijo mamá, conocedora de mi cobardía.

Abrí los ojos. Nadie me dijo que morir dolía. O tal vez sí. Recordé las clases de catecismo. La Miss Mimi nos dijo que Jesús, el hijo único de Diosito había sido humillado y machado a latigazos y luego crucificado para poder ganarse el Cielo, relato que me generó las más terribles pesadillas durante un mes entero.

-¿Duele mucho? –pregunté ya no tan convencido de querer irme al Cielo.

-Muchísimo –respondió mamá.

-¿Más que cuando clavaron a Jesusito en la cruz?

-Horrible, muchísimo más.

-¿Segura?

-Segurísima. Igual y ni te mueres con la caída y sólo te rompes todos los huesos y nunca más vuelves a jugar fútbol.

Al día siguiente las palizas de mi hermano no me resultaron tan dolorosas.


4


Papá siempre dijo que solo los pendejos se mueren. “Solo los pendejos se mueren”, decía, con magnificencia, descaro y con un airecillo de semidios del Olimpo. Mamá, aterrada, porque siempre le ha aterrado el tema de la muerte, le decía a su esposo que dejara de decir esas cosas, que todos nos íbamos a morir tarde o temprano, pendejos y no pendejos. Papá me miraba de reojo y se reía. Le gustaba asustar a mamá. Por eso él decía que su máximo sueño en la vida era comprar una avioneta y manejarla él solito hasta el Gran Cañón del Colorado y estrellarse contra una de sus montañas de roca.

-Deja de decir sandeces –le reprimía mamá.

Sin embargo, papá lo decía serio. Nada de mirarme de reojo y de sonreírme cómplice. “Nunca te cases”, me decía. “El peor error de mi vida fue casarme”. Este último comentario lo hacía, por lo general, delante de mamá, lo cual me parecía una crueldad terrible.

-Gracias, ha sido un placer arruinarte la vida –decía mamá sin mostrar ni una sola emoción y luego se iba a la cocina a preparar la deliciosa comida de todas las tardes.

Papá no era ni un pendejo pero igual se murió. No lo hizo a lo grande como en sus sueños, es decir, estrellando una avioneta en el Gran Cañón del Colorado (nunca supe porqué eligió el Gran Cañón como sepultura en sus mortuorias fantasías) pero al menos se tomó la molestia de hacerlo delante de su esposa y dos de sus tres hijos.

Un derrame cerebral lo asaltó en mitad de un partido de softball. Cuando lo vi acercarse a la banca balbuceando palabras ininteligibles supe que era todo. Papá padecía presión alta y el médico le dijo que tenía que dejar el alcohol y comer balanceado, o sea, estar muerto en vida para seguir viviendo. Papá siguió bebiendo como cosaco y comiendo como cerdo. “Antes muerto que dejar de tomar”, decía temerariamente. Mamá decía que papá era un alcohólico. Yo nunca creí que lo fuera, o quizás sí, sólo cuando llegaba mamadísimo a casa diciendo incoherencias.

Tengo la sospecha que uno sabe cuando está cerca su muerte, y papá lo sabía. Escupía sangre, cagaba sangre y siempre tenía el rostro colorado como un tomate. Cada que destapaba una lata de cerveza, el rostro feliz, se convertía en un kamikaze abordo de una avioneta rumbo a el Gran Cañón del Colorado.


5


Esta mañana, crudísimo, luego de celebrar por tercera vez mi cumpleaños 29, fui al baño muy temprano. Vomité. El agua del bacín estaba teñida de rojo.

Espero que antes de morir, en compañía de mis hermanos, logremos robar las cenizas de papá que están encerradas bajo llave en la cripta de una Iglesia cuyo sacerdote dijo que el alma de papá habita en el purgatorio porque no fue un hombre suficientemente bueno para ganarse el Cielo, y reguemos sus polvorientos restos, si no en el Gran Cañón del Colorado, al menos a la orilla del mar de Progreso donde papá era un hombre feliz en las temporadas de verano.


sábado, 7 de febrero de 2009

Serpientes de cascabel


“N
adie chismea sobre las virtudes secretas de los demás.”
- Bertrand Russell
             

Doña Señora es una casquivana, o sea, una mujer de cascos muy ligeros, promiscua y lobera. Al menos eso es lo que ha dicho con vehemencia la señora copetuda que está sentada en la mesa de a un costado mío mientras la otra señora que le acompaña y escucha (señora también copetuda, con el cabello de color púrpura y maquillada como un payaso de circo) pone una expresión de sorpresa en el rostro, luego de espanto y finalmente de satisfacción.

-Comadre, te lo juro por Dios, es una vergüenza –prosigue la mujer que tengo al lado.

Todo parece indicar que doña Señora no es una señora tan respetable como se creía. Al parecer doña Señora es una mujer con una doble vida; por un lado, lleva una vida como la de cualquier señora: va al supermercado, se cerciora de elegir los tomates más jugosos, compra la despensa de la semana comparando productos y precios, y sin que nadie la observe se permite una fugaz sonrisa al imaginar el rostro de felicidad que pondrá Toñito, el más pequeño de sus hijos, cuando descubra que mamá le ha comprado los chocolates que tanto le gustan. Doña Señora también es ama de casa, como sus amigas. Trapea y barre la cocina en aquellos escondrijos que la sirvienta no tuvo tiempo o le dio pereza de limpiar. Dobla la ropa de sus hijos y la guarda con todo cariño en los cajones de sus respectivos armarios, teniendo especial cuidado en no arrugar la tapa de la revista Playboy de su querido Carlos Andrés, el hijo de en medio, quien cree tener muy bien escondido su libidinoso tesoro. Por ello, doña Señora se permite una sonrisa más. Una sonrisa larga y nostálgica, porque sabe que nadie la está observando y porque reconoce que su hijo ya no es un niño. Doña Señora es como cualquiera de sus amigas, aunque a diferencia de ellas, ella sale a correr todas las mañanas, y mientras corre despeja su mente de las labores del hogar y piensa en Claudia Cecilia, su hija mayor, a la cual imagina vestida de novia, frente al altar, diciéndole que sí acepta tomar por esposo al chico guapo y serio que la cortejó por más de dos años, por eso sonríe doña Señora, una sonrisa tan grande, espléndida y prolongada que sin notarlo la mantiene hasta llegar de vuelta al vecindario, y a sus vecinas (que son unas señoras muy bien educadas) no les queda más remedio que devolverle la sonrisa a doña Señora cuando la ven regresar a casa.

-Es una descarada –dice mi vecina de mesa, muy indignada al enterarse que doña Señora, subrepticiamente, después de correr, se baña, se perfuma y se va con sus mejores galas a los lobbies de los hoteles más exclusivos de la ciudad a cazar hombres-. Y por si fuera poco, los fines de semana se larga a Miami de dama de compañía con hombres adinerados y respetados de la sociedad –agrega mi vecina.

-Sht, silencio –dice la amiga de mi vecina de mesa-, ahí viene.

Tras la puerta del café aparece una señora de aceptable figura, con el cutis un tanto demacrado por los años, aunque a leguas se nota que tuvo mejores años. Muchos mejores años.

-Hola comadre, que alegría que vinieras –dicen al unísono mis vecinas, muy emocionadas.

Mua, mua. Le estampan sendos besos en las mejillas a doña Señora, y las tres señoras se ponen a conversar trivialidades en medio de carcajadas como lo harían las mejores amigas.

Pido la cuenta, y al observar a doña Señora tan rozagante y risueña, reconozco en ella a mamá, a mis tías, a mis sobrinas, a mis novias, a mis suegras, a mis amigas, a mis abuelas; y luego, al observar a las brujas amigas de doña Señora, reconozco también a más de una de ellas en sus pupilas. 

jueves, 5 de febrero de 2009

Generación MTV


“Modestamente, la televisión no es culpable de nada. Es un espejo en el que nos miramos todos, y al mirarnos nos reflejamos.”
- Jaime de Armiñan
             

Uno de mis programas favoritos de la televisión es el que transmite la cadena MTV. Se llama Next. O sea, El que sigue, aunque sobra la traducción en este país donde a casi nadie le interesa hablar el español. Este programa es muy interesante y educativo, y no podía ser de otra forma; MTV se ha convertido por generaciones en el profesor de millones de jóvenes alrededor del mundo.

En un camión con ventanas polarizadas meten a 5 chicos o a 5 chicas para que un Romeo o una Julieta puedan encontrar a su media naranja. Romeo por lo general siempre tiene un nombre como Shawn, es decir, de surfista alocado y buena onda. Y no nada más su nombre es alocado y buena onda: “Hey, soy un tipo cool, tengo 22 años, y quiero conocer chicas lindas para embarrarles el trasero de crema chantilly”, dice Shawn mientras camina como un mico escaldado.

Shawn mediante citas románticas debe conocer a las finísimas y también muy buena onda y alocadas damiselas que aguardan anónimas a sus ojos dentro del autobús. “Hola, soy Brooke, 17 años, tengo un par de tetas de campeonato”. “Shaniqua, soy una negrata rabiosa del ghetto de Snoop Dogg y si no me eliges te voy meter cinco plomazos en el estómago por no saber tratarme con dulzura. Tengo 20 años”. “Stephanie, 22 años, soy ardiente y mi mayor cualidad es que soy rubia natural, compruébalo”.

Esa es la carta de presentación de las princesas. El Romeo, que es de gustos muy recatados por lo general, las invita ya sea a cenar, a caminar por la playa, al gimnasio, a nadar con delfines o las pone a bailar como unas teiboleras frente a un tubo o a probarse bikinis diminutos o a retarlas a que le besen las tetillas y demás zonas erógenas, etcétera. Cabe recalcar que las citas son individuales, y el galán, dependiendo de que tan bien o que tan mal se la esté pasando con la chica en turno, decide si se queda con ella para salir en futuras ocasiones o si le dice “Next”, lo cual quiere decir que la manda a volar para que salga otra Julieta del camión para tratar de divertirlo y/o erotizarlo como él espera que lo diviertan y/o eroticen.   

La cosa no cambia cuando es a la inversa, es decir, cuando la mujer es la que tiene que elegir entre 5 hombres: “Hola, soy Rebeca, tengo 18 años, me gusta el sexo y la equitación, por eso busco a un hombre que pueda cabalgarme toda la noche”. Luego se presentan los galanes, todos ellos metrosexuales surfistas del sur de California que aseguran (con toda dignidad y orgullo) poseer el récord de infracciones automovilísticas de todo Estados Unidos y/o haberse acostado con el mayor número de mujeres.

Lo mejor del asunto es que, como en todo buen programa de concurso que se de a respetar, te pagan, es decir, a los aspirantes a ser la media naranja de Romeo o Julieta les dan un dólar por cada minuto que logren aguantar en la cita. Y claro, como en MTV son muy liberales y transgresores, hay capítulos donde le dan su oportunidad a los gays para mostrarle al mundo que los gays también tienen su corazoncito, pues MTV sabe muy bien cómo se comportan los gays. Traducción: llenan el camión de pajarracas promiscuas parlanchinas que se la pasan refocilándose.   

Y así, programa tras programa. Desde uno en el que el protagonista (alguien como tú o como yo) tiene que encontrar a su alma gemela mediante el procedimiento de husmear en las habitaciones de tres perfectos desconocidos y donde invariablemente termina eligiendo al candidato que tenga el mayor número de cajas de condones en el buró, hasta un programa donde el protagonista es un pobre diablo al cual tienen que convertir (porque ese es el deber moral de MTV) en un chico popular mediante la asignación de un asesor de imagen (un negrazo proxeneta) que le da consejos de cómo llevarse a la cama a la popular rubia porrista el día de la graduación escolar, lo cual, ahora que lo pienso, no es tan mala idea después de todo, mejor que desvirguen por millonésima vez a la rubia oxigenada a que el chico introvertido por falta de autoestima, popularidad e indigesto de una estricta dieta de humillaciones y vejaciones decida que es un buen momento para comprar una ametralladora en el supermercado y dejar como queso gruyere a todos los estudiantes y maestros que le hicieron miserable la existencia, como en el elocuente documental de Michael Moore, Masacre en Columbine.

martes, 3 de febrero de 2009

Una novela para Valentina



1


Valentina está en los huesos. Tiene ojeras, su rostro ha sido mancillado por el cansancio (sospecho que también por sustancias que afirma haber dejado de consumir) y por unos cuantos granos rojos de adolescente. Sonríe con su cara pálida, vampiresca, pegada a mi brazo. Me dice que tiene frío. Que la pista de patinaje le da frío. Por eso nunca se ha animado a meterse a patinar sobre el hielo, por el frío y porque le da pena que todos los mirones que se acodan alrededor del acrílico de la pista se burlen de ella si llegase a resbalar. Todo esto lo ha dicho con palabras cortas, monosílabos separados unos de otros con breves silencios, mientras siento el débil calor que emana su flacucho cuerpecito que es casi del grosor de mi brazo, del cual se resise a soltarse.

More...Le digo a Valentina que me acompañe a la librería. Valentina abre los ojos grandes, sorprendidos, como si de mi boca hubiese salido un absurdo, un imposible. Valentina me pregunta si en verdad hay librerías en los centros comerciales, que nunca antes había escuchado una locura semejante. Yo le digo que sí. Que siempre han existido las librerías dentro de las plazas. Ella se ríe y me mira con ojos traviesos que agradecen que no me burle de su descuido.

-A ese viejo yo lo conozco –me dice Valentina señalando una fotografía enorme que tapiza la pared del fondo de la librería.

-Es Gandhi –le digo-. Es idéntico a mi abuelo.

-Ah –exclama ella, levantando los ojos y leyendo el nombre de la librería-. Con razón.

Para no aburrirla, voy de inmediato con un joven dependiente y le entrego un papel con los nombres de un par de libros que me han encargado. En Campeche sólo hay dos o tres librerías, pésimamente surtidas.

-¿Son libros que vas a regalar? –me pregunta Valentina mientras el joven dependiente revisa en la base de datos de la computadora si tiene los libros.

-Sí, son para regalar –miento, mi primo me dio el dinero.

Valentina se desliza por los estantes, curiosa. Parece un cachorrito que acaba de ser llevado a una nueva casa. Duda. Parece olfatear antes de atreverse a dar un paso. Le digo que más adelante hay un estante con discos y revistas de cotilleo. Me ignora y se detiene en un estante de libros. No se atreve a tocarlos. Sólo los mira, sorprendida de que existan tantas portadas de diversos colores, tamaños y texturas reunidas en un mismo sitio. Quiero creer que no es la primera vez que Valentina entra a una librería. Sospecho estar equivocado. Me siento orgulloso. Un hombre mejor.


2


En mitad de una parrillada argentina (argentina por los chorizos, cortes, cocinero y comensales argentinos que se aglutinan alrededor de la parrilla), Rodrigo, mi mejor amigo al cual llevaba más de dos años sin dirigirle la palabra, hasta el día de ayer que fue el bautizo de su ahijada (hija de Vicky y de Alfredo, argentino), me pregunta si deseo acompañarlo al ADO a buscar a su novia Verónica que viene de pasar unos días en Playa del Carmen. Le digo que sí. Que sería un placer acompañarlo.

-Viene con Valentina –me dice.

-Me da igual –digo sorbiendo una lata de cerveza.

El camión va retrasado. Por fortuna Rodrigo, hombre previsor cuando se trata de intoxicar al cerebro, sustrajo de la nevera varias latas de cerveza, que bebemos sentados en los asientos de su auto deportivo nuevo. Rodrigo me dice que está estudiando para piloto. Él sabe que yo lo sé porque hace cosa de unos meses me lo platicó en un e-mail que no me tomé la molestia de responder.

-¿Quieres ver el video? –me pregunta.

Respondo que sí. Rodrigo saca su celular, pulsa unos botones y en la pantalla aparece la imagen de un pletórico mar turquesa. Ruidos de turbinas. Una isla enorme que da la ilusión de aproximarse peligrosamente hacia la pantalla del celular.

-Escucha –me dice Rodrigo.

Una voz que no es la de Rodrigo suelta una retahíla de improperios. El ruido de las turbinas se agudiza acallando las palabrotas. En la pantalla se ve el cielo azul, nubes blancas y de nuevo el inmenso mar turquesa a lo lejos.

-Casi se caga mi maestro –me dice Rodrigo-. Sólo quería ver Cozumel de cerca.

Tomo nota mental de no olvidar preguntar antes de abordar un avión el nombre del piloto.


3


Dos años atrás. Mérida. En una disco llamada Infierno aparecieron dos ángeles esbeltos.

-Mira, me está mirando –dijo Rodrigo.

-Vas –dije yo.

Ninguno de los dos se movió de la mesa. Pedimos varias cervezas. Nos emborrachamos. Hablamos de lo cobardes y patéticos que somos por ser incapaces de permanecer sobrios a la hora de abordar a una mujer.

-Hola –le dije a una de las chicas.

-Hola –dijo ella.

Quedé mudo. Ella sonrió. Su sonrisa me dio valor para preguntarle su nombre. Su edad. La licenciatura que estudiaba. Estaba claro que era un imbécil, sobrio o ebrio, daba igual. Sin embargo, ella sonreía a cada una de mis preguntas. Me dijo que se llamaba Valentina, que odiaba la escuela, que no estudiaba ninguna licenciatura porque aún cursaba la preparatoria. Me escandalicé (disimuladamente) de que fuera menor de edad y luego me excité (también disimuladamente), y más me excité (quizás ya no tan disimuladamente) cuando apareció a su lado otra adolescente que era su viva imagen salvo por el vestido negro con bolitas blancas que llevaba encima.

-Ella es Verónica –dijo Valentina.

-¿Son gemelas? –pregunté lo evidente porque como dije, soy un perfecto imbécil sobrio o ebrio, da lo mismo.

-Sí –dijo Verónica muy sonriente.

Me sorprendió que no se burlaran de mí. Supuse que era mi día de suerte y que nada podía salir mal.

-Quiero presentarles a alguien –les dije a las dos risueñas jovencitas apuntando con el dedo índice hacía mi mesa-. También es mi gemelo.


4


Valentina se entretuvo varios minutos hojeando un libro de pasta gruesa con forma de pastel, de hojas de cartón (también con forma de pastel) con recetas para cocinar pasteles que venían ilustrados con fotografías de pasteles.

“Pasteles para niños”, leí en la portada. Con sigilo verifiqué el precio en la contraportada, deslicé el libro en forma de pastel sobre la caja, el cajero me miró con lástima, le entregué un billete de 50 pesos, él me entregó mi cambio en varias monedas de 50, 20 y 10 centavos.

-Para que me cocines uno en mi cumpleaños –le dije a Valentina.


5


Mamá entró una noche llorando al cuarto. “Rodrigo está en el hospital”, me dijo. Empaqué mis cosas. La mamá de Rodrigo, que es como mi mamá, estaba devastada. Fue a la capilla y rezó mil rosarios a pesar de haber estado alejada de Dios durante muchos años. Rodrigo sobrevivió milagrosamente a un derrame cerebral ocasionado por una contusión que nadie vio. Lo encontraron tirado como un perro en mitad de un callejón, justo en medio de dos antros gigantescos de la zona hotelera. Rodrigo trabajaba como animador de las discos, es decir, convenciendo gringos para que despilfarrasen todos sus dólares en una barra libre so riesgo de quedar ciegos, entre otras cosas. Al salir de un coma breve, Rodrigo dijo no recordar nada. El doctor recomendó que algún familiar o amigo muy cercano a él lo acompañara en todo momento durante la rehabilitación. Rodrigo corría el riesgo de perder la memoria o volverse agresivo con los medicamentos. Me quedé un mes a su lado. Rodrigo no perdió la memoria ni se volvió agresivo, siguió siendo el mismo de siempre, risueño y burlón. Cuando lo llevaba al hospital a sus chequeos diarios, por esas calles enrevesadas e idénticas de Cancún, Rodrigo fingía perder la memoria y volverse loco para que yo me angustiara y no pudiera llegar con facilidad al hospital.

Durante ese mes, mientras Rodrigo dormía la mayor parte del día, me entretuve investigando los correos electrónicos de editores de periódicos y revistas. Les envié algunos cuentos y artículos a sabiendas que era un náufrago arrojando botellas de auxilio en el mar.

Valentina me mandaba e-mails preguntando cuándo regresaba a Mérida. Me extrañaba. Quería verme. Mantuvimos la llama ardiente de nuestro noviazgo escribiéndonos cochinadas inenarrables que llevaríamos a cabo apenas nos viéramos. Valentina tenía una gran imaginación. Estuve tentado a empacar mis cosas y regresarme a Mérida mientras mi mejor amigo dormía.


6


Verónica llegó a Cancún de sorpresa a visitar a su novio Rodrigo. Valentina también. Al bajar al estacionamiento de los departamentos, Verónica corrió a los brazos de Rodrigo. Valentina, con la mirada extraviada, como si estuviese sorprendida de verme allí, se quedó en los brazos tatuados de un sujeto con gafas oscuras que la sujetaba de la cintura. El rufián me miró altivo. Tomé del brazo a Valentina. Me la llevé al ascensor y pulsé un botón al azar. Valentina se tambaleaba carcajeándose. Le pregunté que qué le pasaba y ella no me respondió, se limitaba a reír como el Guasón. Enloquecida. Parados uno frente al otro, en la azotea de los departamentos, la sujeté de los hombros y la zarandeé. Valentina no paraba de reír.

-Eres una basura –le dije.

Valentina al instante cesó en sus risas. Quedó petrificada como una estatua. Me miró por un segundo y sus ojos se humedecieron. Nunca antes la había visto siquiera estar triste. Se abrieron las puertas del elevador. Apareció Rodrigo.

-El tipo de abajo dice que si no bajas con Valentina en un minuto sube a matarte.


7


El rufián me manda mensajes al celular, correos electrónicos y escribe comentarios en mi blog amenazándome de muerte y afirmando que soy un escritor sin talento.

Valentina me dice que Fernando no es malo, que es su novio y que lo ama mucho. Que es mentira que sea un drogadicto y un dealer, lo de consumir y repartir drogas sólo lo hace por diversión porque él es muy divertido y yo un amargado.

Rodrigo me dice que Fernando no es tan malo como parece. Es sólo un hijo de papi. Que no me azote, man, que no es para tanto y que por favor lo lleve a la plaza para que pueda reunirse con Verónica y Valentina, pues Fernando no tarda en pasarlos a buscar para irse el fin de semana a su casa de la playa en Progreso.


8


El mesero pone sobre la mesa un chocolate caliente.

-Eres un abuelito –me dice Valentina.

Sonrío porque Valentina dice la verdad. Miro a unos niños patinar sobre la pista de hielo. Valentina sorbe un inmenso capuchino. Me dice que terminó con Fernando porque estaba loco.

-Quién se lo hubiera imaginado –digo.

Valentina sonríe. No siente culpa. Me cuenta que quiere irse a vivir a Playa del Carmen. Ser libre. Más de lo que es ahora. La animo para que se vaya a vivir a Playa. Pero que primero debe aprobar la materia que ha reprobado mil y un veces y que le impide graduarse de la preparatoria. “No puedo, soy muy tonta”, dice y luego se ríe. Me río con ella. Me pregunta si estoy escribiendo algo. Le respondo que sí. Una novela. Ella se entusiasma y me pregunta cómo se llama la novela. Le digo que Valentina. Valentina me mira y me dice: “como yo”. La miro y le digo que sí, que se llama como ella. Me pide que le platique un poco de la novela. Le digo que básicamente trata de una adolescente menor de edad, flaca como un somalí, que tiene una hermana gemela malvada que le hace la vida imposible y un ex novio escritor que, herido por ser cambiado por un dealer, la acusa con su mamá de que tiene problemas con las drogas.

-Me suena familiar la historia –dice Valentina divertida mientras sumerge los labios en una montaña de crema batida.

Me quedo callado observándola. Ella me anima a seguir con la historia. Que le cuente qué más cosas pasan en la novela. Le digo que Valentina es enviada a una inmunda clínica de rehabilitación donde es violada y sometida a sórdidas vejaciones, de donde logra escapar y en venganza, justo el día de la presentación del libro de su fracasado ex novio escritor, brinca desde las butacas de un auditorio casi vacío y lo apuñala con un picahielo hasta matarlo. Uno de los espectadores graba la macabra escena en su celular y la sube al YouTube. Cientos de miles de personas ven el video en sus computadoras y por morbo salen a comprar el libro del difunto escritor sin talento. Fin.

Valentina abre los ojos enormes, deja de lamer la crema batida de su capuchino y me mira a los ojos.

-Yo nunca te mataría… –me dice muy seria-. No de esa forma.


9


Verónica tiene una mirada asesina.

-No es mi culpa que se haya retrasado tu camión –le dice Rodrigo.

Valentina luce en los huesos pero radiante. Con una sonrisa enorme.

-Hola niño –me dice brincando a mis brazos-. Cuántos siglos.

-Miles –le digo.

Verónica le dice a Rodrigo que no lo quiere volver a ver. Que han terminado. Que no puede creer que no la haya invitado al bautizo.

-¿Soy solo tu puta o qué? –le pregunta.

Rodrigo queda en silencio un par de segundos y luego dice algo que no logro escuchar porque me voy con Valentina a un Oxxo a comprar una botella de agua.


10


Valentina se detiene frente a una guardería. Tras el cristal se ve una piscina llena de pelotitas de muchos colores. Un puente de madera que cuelga de un segundo piso. No hay ni un niño jugando, sólo dos empleadas bastante jovencitas sentadas en unas sillas de plástico con caras soñolientas.

-¡Mira! –exclama Valentina.

Su dedo apunta a un cuarto donde hay disfraces de todas las princesas de Walt Disney: La Bella Durmiente, Blanca Nieves, La Bella, Cenicienta, La Sirenita. Valentina no puede reprimir unos saltitos. Sus ojos se ponen enormes.

-Eso no había en la guardería donde trabajaba –me dice melancólica.

Hace dos años, cuando le pedí a Valentina que fuera mi novia, lo hice precisamente en la guardería que ella mencionó. Ella vestía un uniforme compuesto por unos jeans y una camisa horrenda y muy masculina color azul marino. Tenía la cara adormilada y el pelo amarrado en una coleta. “Qué extraño eres”, me dijo y luego dijo que sí, que sí quería ser mi novia porque era una forma original de pedirle noviazgo, pues ahora recordaría con cariño la guardería que odiaba (misma que abandonó tiempo después para incursionar como bailarina en un putero).

-Sólo pueden entrar niños –me dijo una de las chicas que atendían la guardería cuando le dije a Valentina que entrara al cuarto de disfraces de las princesas.

-Toma –le di un billete de 200 pesos a la chica.

La chica me miró raro, dudando si agarrar el billete que le extendí, y luego le dije que mi amiga tenía cáncer terminal y que su sueño antes de morir era el de ser una princesa. La otra chica miró a Valentina, tomó el billete y dijo:

-Pasen, pero que sea rápido. No quiero que me corran de mi trabajo.

-¿Cómo me veo? –me preguntó Valentina, muy seria.

El traje azul pastel de Cenicienta le quedaba holgado de la espalda y el pecho, al igual que los guantes de lycra que le llegaban hasta los codos; la falda con varios pliegues transparentes en realidad parecía un tutú de ballet que dejaba al descubierto sus muslos, rodillas y pantorrillas flacas como palos de escoba.

-Como una princesa –le dije poniéndole en la cabeza una tiara de diamantes de fantasía.