viernes, 19 de diciembre de 2014

El compromiso


Las mujeres, todas, por default, saben el día exacto en el que les van a dar el anillo de compromiso. No es para menos. Desde que nacen, sus madres las entrenan para este momento trascendental. Detallo el adiestramiento: entre los cuatro y doce meses de vida, les ponen un ropón blanco (ojo a este dato), las meten a una iglesia y un señor vestido con un vestido les echa agua en la cabeza diciéndoles que están libres del pecado original. Luego, entre los ocho y doce años de edad, las enfundan en un vestido de encaje (de color blanco), las vuelven a meter en una iglesia para que otro señor vestido con un vestido les introduzca en la boca una hostia que dice representar el cuerpo de Cristo. Después, al cumplir quince años, ocurre otra ceremonia: vuelven a meterlas en una iglesia con un atuendo sospechosamente parecido al vestido de una novia, celebración que por supuesto es ni más ni menos que un ensayo de boda, pues desemboca en un salón donde sirven comida, alcohol y un conjunto que toca música guapachosa para que en la pista de baile se susciten múltiples espectáculos bochornosos.   

Dicho lo anterior, es comprensible que de los veinte a los treinta años las mujeres vivan meneando el dedo anular de la mano izquierda como si padecieran Parkinson, detectando con infalibilidad y a la milla el momento en el que el pobre infeliz del novio se pondrá la soga al cuello, es decir, cuando se arrodillará para decir un montón de cursilerías que no tendrán el menor efecto en ellas, a diferencia de la piedra empotrada en la cresta de un anillo. 

Hace quince días me comprometí. Quince días exactos me ha tomado salir del shock post-compromiso para poder escribir sobre este asunto. Por supuesto, mi futura esposa no fue la excepción a la regla; sabía perfecto cuándo le entregaría el anillo. Sin embargo, lo que ella ignoraba (y justo ahí es en donde emana a borbotones el patetismo de los hombres) es cómo iba a entregárselo.

-Cuando me des mi anillo de compromiso -me advirtió cual pitonisa dos meses atrás-, quiero que lo hagas de una forma original. Eres tan predecible que seguro me lo darás mientras ves por la televisión un partido de fútbol, justo al medio tiempo. Te prohibo, escúchame bien, que hagas algo tan poco romántico. Creo merecer algo mejor que eso. 

Quedé de palo cuando escuché esto. Justo así pensaba dárselo. En el entretiempo del Pumas contra América. Casémonos, iba a decirle a bocajarro, con un jingle de tarjetas bancarias de música de fondo. Para mí eso era lo más romántico del mundo. La sorpresa. Hacer otra cosa fuera de la rutina se prestaría a suspicacias como en el 100% de los casos en que se pide matrimonio. 

-Te invito a cenar a la playa, mi amor -dicen los hombres un jueves cualquiera, creyendo ser muy creativos. 

-Oh, claro que sí, mi vida -dicen ellas, fingiendo aplomo, actuando con absoluta naturalidad como si alguna vez durante toda su relación, por iniciativa del novio, hubieran ido a cenar a la playa entre semana.  

La suerte estaba echada, mi destino consistiría en engrosar la fila de pobres diablos que revientan pirotecnia por todo lo alto para demostrar cuánto aman a su prometida.

-Tengo una idea súper romántica -dijo mi socia en mitad de una junta.

-Buenísima, me encanta, pero… -dijo mi otro socio frotándose las manos- ¿Sabes cómo estaría mucho mejor la idea? 

Ambos borraron de la pizarra todas las ideas de campañas publicitarias de nuestros clientes y se pusieron a pintar un storyboard.

11:00 a.m. mi futura prometida recibe una llamada al celular.

-¿Hablo con Fiera?

-Sí, soy yo. ¿Quién habla?

-Soy Mateo, mucho gusto. Te llamo porque tengo a tu perro. 

-¿Cómo?

-Que tengo a Taquito.

-¿Qué!

-Tranquila, lo acabo de encontrar en mitad de la avenida. De puro milagro no lo atropellé. 

Mi futura prometida cae presa de un colapso nervioso, le promete a Mateo miles de pesos si le entrega sano y salvo a lo que más ama en el mundo. También recuerda que es dueña de otros dos perros. Le pregunta a Mateo, en medio de un llanto infernal, si de casualidad no vio a dos schnauzers en la avenida. 

-No, sólo vi al yorkie. 

La cabeza de mi futura prometida hace ebullición con cientos de decenas de posibles tragedias. La más sólida es la de un ladrón que entra a la casa, saqueándola y dejando la puerta abierta para que escapen los perros.

-Por favor, prométeme que me entregarás a Taquito -dice al borde del desmayo, al recordar que el perro de una amiga se escapó de casa y una persona le llamó diciéndole que lo tenía bajo su protección pero nunca se lo devolvió. 

-Tranquila, tienes mi palabra -dice Mateo con voz de predicador-, yo también tengo perros, me moriría si algo les pasara. 

-Dame tu dirección, por favor, ahora le llamo a mi novio para que pase a buscarme a mi salón de belleza y vamos a recoger a Taquito. 

-Si quieres ahorita te lo llevo, estoy en mi coche.

-Ten mucho cuidado, Taquito es muy agresivo con los desconocidos. 

Mi futura prometida termina la llamada con manos temblorosas y marca con desesperación a mi número. Escucho interminables sollozos y palabras entrecortadas que logro mitigar al decir que estoy manejando, que por casualidad estoy a pocas cuadras de casa, que en un instante llego para demostrarle que ningún ladrón entró a robarnos. 

-¿Y cómo chingados apareció Taco en la calle! 

-No lo sé, cálmate.

-¿Cómo puedes estar tan tranquilo? Seguro ya atropellaron a Mía y a Blacky. 

-Tranquila, ya llegué.  

Como una metralleta mi futura prometida dispara decenas de preguntas por segundo. Respondo que el portón y la puerta de casa están cerradas. Que no entró ningún ladrón. Que Mía y Blacky están en el patio. 

-¿Qué! No puede ser. ¿Y Taquito?

-No lo sé, no lo veo. 

-¡Busca bien! ¿Cómo pudo escaparse? Mi bebé, pobrecito. ¿Y si no me lo devuelven? Te juro que me muero, sabes que es lo que más amo en este mundo.

Un maremoto de llanto estalla en mi oído. Todos mis intentos por apaciguarlos son estériles. 

-Tranquila, estoy yendo a verte.  

Mateo hace acto de presencia en el salón con Taquito entre sus brazos. Con ojos hinchados como un sapo, mi futura esposa abraza y llena de besos al animal, hasta que descubre el horror: el yorkie no es Taquito. 

-Cómo que no es Taquito -dice Mateo sorprendido. 

-Este perro no es Taquito -dice mi futura esposa perdiendo el equilibro.

-Uay, qué raro, no es Taquito pero dice Taquito su collar -dice Rina, la estilista del salón, leyendo la plaquita del collar del perro.

-Pues yo no sé, este perro fue al que casi atropello en la calle -dice Mateo.

Mi futura esposa experimenta lo que es estar en la dimensión desconocida, de la que sólo podrá escapar gracias a mí, cuando hago mi triunfal entrada con el verdadero Taquito, quien lleva atada en el cuello una bolsita que contiene el anillo de compromiso. 

-Tengo todavía un mejor plan -le dije a mi socios borrando los garabatos de la pizarra. 

-¡Imposible! -exclamaron-. Queremos saber todos los detalles. 

Mi brillante plan fue ser puto por segunda vez en los más de cinco años que llevo de relación con Fiera.  

-Te invito a cenar a la playa, mi amor -le dije al pasarla a buscar al salón. 

-Oh, claro que sí, mi vida -dijo ella, simulando aplomo, actuando con absoluta naturalidad como si no supiera que le entregaría el anillo de compromiso.

Durante toda la cena la miré fijamente recordando un montón de cosas que por supuesto no le dije. Como por ejemplo, el día que le dije que era escritor, y en vez de echarse a correr (o a reír), imprimió decenas de copias del borrador de mi primera novela para enviarlas a todas las editoriales de Latinoamérica. O cuando me obligó a salir de casa de mamá, haciéndome encontrar un trabajo creativo en una agencia de publicidad, rentar una casa, angustiarme por el pago de la renta, la luz, el cable, la comida. O cuando me ayudó a que publicaran mi primera novela en España. O todo el tiempo que me mantuvo cuando quedé desempleado. O cuando los ligamentos y meniscos de mi rodilla reventaron en un partido fútbol y me ayudó a conseguir el dinero para la operación, me bañó y alimentó como a un niño, y no sólo eso, tomó mi pollo delante de un montón de heridos y enfermeras y lo metió en una jarra de plástico para que no me orinara sobre la cama del hospital. O todas las veces que lava mi ropa y me cocina y escucha paciente cómo odio mi vida por ser un escritor mediocre que no puede vivir de la escritura. O la forma tan monástica de sobrellevar mi perpetua bancarrota al no poderle regalar nada. Y fue justo ahí, en mitad de todos estos pensamiento, cuando a sus espaldas vi llegar a su mejor amiga en compañía de Taquito que lanzaba feroces dentelladas, haciéndome llegar a la conclusión de que Fiera es una santa o padece de un desorden químico en el cerebro que la orilla a amar de forma suicida a personas y animales que no merecen su cariño. 

-¿Qué te pasa? -me preguntó.

-Nada -fingí que nada me pasaba e hice una seña al aire que accionó la libertad de Taquito, que para mi sorpresa, en vez de correr como un enloquecido hacia la oscuridad de la playa para perderse para siempre, sorteó con toda pulcritud las mesas del restaurante hasta llegar al lugar donde se encontraba su dueña, quien estalló en felicidad al descubrir la bolsita que llevaba atada en el cuello.