lunes, 21 de diciembre de 2009

Esos payasos



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No es secreto para ningún intelectual (o cualquier persona que se precie de serlo) que no soy un escritor de verdad. Sin embargo, los intelectuales, en un arrebato de magnanimidad o estupidez o quizás venganza, se empeñan en invitarme a los encuentros de intelectuales, mejor conocidos como encuentros de escritores o personas que aman escucharse a sí mismos delante de un micrófono.

More...El horror comienza días antes del encuentro.

-Buenos días, licenciado –digo, entrando a una de las oficinas del Instituto de Cultura.

El licenciado Cara de Sapo me mira de arriba a abajo como quien mira una enorme pila de basura, frunce el ceño y dice:

-¿Qué desea?

Le explico al licenciado Cara de Sapo (cuya obligación es la de apoyar económicamente a los intelectuales de la ciudad) que ciertos intelectuales de un Estado vecino del sur me han invitado a un encuentro de escritores.

-¿Cómo dijo que se llama? –pregunta el licenciado Cara de Sapo, utilizando sus mejores dotes histriónicos, fingiendo no conocerme, dándose aires de santo o acaso de ser un enfermo de Alzheimer; pues el señor Cara de Sapo (no nos engañemos, Ciudad Amurallada es un pueblo donde todo se sabe) confesó abiertamente que mientras la cultura recayera en sus manos, no importa que sea el segundo al mando, se encargaría de no darme un solo peso para subsidiar mi subversivo estilo de vida, pues según él va en contra de los intereses económicos, políticos y culturales de Ciudad Amurallada.

Digo mi nombre y vuelvo a explicar con detalle el motivo de mi visita:

-Yo y otros tres escritores hemos sido invitados a un encuentro de intelectuales.

El licenciado Cara de Sapo dice no conocerme a mí ni a los otros tres escritores que menciono.

-¿Seguro que ustedes son escritores? –pregunta.

Respondo que sí. Que he venido a solicitar un apoyo económico para poder realizar el viaje. El licenciado Cara de Sapo saca su batracia lengua, se relame los cachetes. “Finalmente te tengo donde quería, insecto, rogándome por unas migajas”, dicen sus ojos de sapo engreído.

-Mañana tienes el dinero –dice, conteniendo una sonrisa-. Regresa a esta misma hora.

Ingenuo, abandono la oficina. Llego a casa y confirmo vía mail la asistencia de la delegación de Ciudad Amurallada al encuentro de intelectuales del sureste.

A la mañana siguiente llego a la oficina del licenciado Cara de Sapo.

-Buenos días, licenciado –digo.

-¿Qué desea?

-Vengo por el apoyo para el encuentro de intelectuales.

-¿Quién es usted?

Este mismo diálogo se repite día tras día hasta que un día, mi paciencia tiene un límite, pregunto:

-Licenciado Cara de Sapo, ¿nos va a apoyar, sí o no?

-¿Cómo dijo?

-Que si nos va a poyar.

-No, no, repita lo primero que dijo.

-¿Qué cosa?

-Olvídelo. Vuelva mañana a esta misma hora.

Le doy las gracias al licenciado Cara de Sapo por hacerme perder el tiempo y voy directamente a la oficina de su jefe, el Director de Cultura. Dos minutos más tarde un contador me hace entrega oficial de un sobre color manila con el dinero para comprar los boletos de camión para el encuentro de intelectuales.

-El Director es un imbécil, un grandísimo imbécil –dice el licenciado Cara de Sapo cortándome el paso de la puerta de salida del instituto, dejando entrever en sus ojos hinchados que soñaba con ser la máxima autoridad de Cultura este nuevo sexenio; luego agrega, los ojos pantanosos, flamígeros: -Si yo fuera el Director de Cultura, jamás enviaría a unos payasos a representar la literatura del Estado.


2


San Cristóbal de las Casas se ha convertido en el epicentro de la cultura y sede del encuentro de los intelectuales del sureste. Quiero morirme. En la mesa inaugural un par de señores, uno con una bufanda enrollada al cuello en un nudo al estilo de los modelos italianos, el otro con un sombrero de ala ancha, se declaman mutuamente su amor, sin el menor pudor y compasión de los presentes que llevamos más de tres horas escuchándoles recitar poemas, leer reseñas literarias a sus libros hechas por grandes intelectuales como José Emilio Pacheco e historias melosas de su juventud.

-Aquí les tengo un breve poemario inédito –dice el intelectual de la bufanda enroscada en el pescuezo, levantando sobre sus hombros una pila de unas doscientas hojas-, pero no sé si están cansados.

-Para nada maestro, para nada –dice el intelectual del sombrero de ala ancha anticipándose a todo el público, que en unísono y soporífero lamento se resigna a pasar otras tres horas degustando las empalagosas mieles de la cultura del sureste.

De madrugada, ateridos de frío, nos reunimos en una posada para convivir todos los intelectuales. Es decir, emborracharnos e intercambiar puntos de vista culturales.

-Cuba y Fidel Castro son un ejemplo de soberanía y respetabilidad en América Latina –dice el intelectual del sombrero de ala ancha, mirándonos a la delegación de Ciudad Amurallada con ojos atravesados, inyectados de alcohol, arrinconándonos en una pared con su tufo de borracho incorregible.

Asentimos. No queremos problemas. Como alumnos descerebrados y obedientes decimos que sí, que Fidel es un santo, un ejemplo a seguir. El intelectual del sombrero de ala ancha, orgulloso de su perorata socialista nos relata la realidad de Chiapas y de México.

-El Subcomandante Marcos es un prócer, carajo –dice, y luego nos cuenta sus aventuras por la selva lacandona junto a su ídolo, por tres gélidas, largas e interminables horas más.


3


Naturalmente no todos los intelectuales del sureste son poetas socialistas y revolucionarios disfrazados con bufandas y sombreros de ala ancha que aman escucharse a si mismos.

En el segundo día de lecturas, un jovencito de mirada apática, patibularia, un tanto atormentada, mesándose los cabellos de un modo feroz, balancea su cuerpo encorvado sobre una silla cual enfermo mental al tiempo que explica a la concurrencia que para él la literatura es una cosa extraña, paranormal, fantasmagórica, que llega a su cabeza sin ninguna explicación o razón y tiene la necesidad de expulsarla, exorcizarla, pues entre otras cosas odia su vida, tanto o más que la vida de todos quienes lo rodean. Luego se suelta a leer una historia oscura, llena de alegorías y simbolismos. No entiendo una sola palabra. Sospecho que tampoco ni uno solo de los presentes. En especial H, poeta tzotzil, que para matar el tiempo, sabio y astuto como un zorro, retrata en su cámara digital las partes más íntimas de las estudiantes de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, que infatigables y estoicas, permanecen de pie como estatuas soportando las lecturas de los intelectuales y ayudando a servir bocadillos y bebidas, y (sin sospecharlo) siendo un distractor más que efectivo para el público.

Toca el turno de W. El primer representante de Ciudad Amurallada. Los intelectuales del sureste desean saber cuál es el tipo de literatura que se hace en esa ciudad pequeñita y costeña, ubicada en la península sur de la república. Menuda sorpresa. Se escuchan murmullos. Aparecen algunos rostros azorados. Risas contenidas. W lee un cuento pornográfico dedicado a su mejor amiga. La historia va de un pasante de medicina que un día se ve en la encrucijada de no cargar con un condón en la cartera justo el día en que una apetecible jovencita desea ser poseída en un cuarto de hospital al vertiginoso ritmo del baile de caderas de Shakira. Nuestro héroe, para sorpresa del auditorio, resuelve la faena (al menos en ese momento) improvisando un preservativo: corta el dedo más largo de un guante de látex que encuentra en un cajón.

-Es imposible engañar a una mujer de ese modo –dice un intelectual al terminar de escuchar la historia.

-Sí, es la historia más inverosímil y estúpida que he escuchado en mi vida –lo secunda otro intelectual bastante indignado.

En la posada, al calor de las cervezas, en un rincón, W es acorralado por un intelectual (antes indignado) que lo interroga con toda suerte de preguntas calenturientas (entre ellas las medidas anatómicas, aficiones, perversiones y tipo de lencería que le gusta utilizar la chica que se dejó poseer en el cuarto de hospital) al tiempo que empuña, frota y masajea sus partes nobles escondiendo ambas manos en los bolsillos del pantalón.

J es el segundo representante de Ciudad Amurallada en entrar en acción. Su historia va de un poeta que nació con un pene microscópico. Diminuta verruga que le acarrea toda suerte de infortunios amatorios, entre ellos el abandono de su esposa. Por ello, sediento de venganza, decide someterse a una operación experimental no probada en humanos, peligrosa pero confiable, que le daría una anhelada, briosa y sana banana entre las piernas. Sin embargo, el resultado de la operación resulta literalmente monstruoso.

-Qué vergüenza que la literatura del sureste haya caído en la vulgaridad de la risa fácil –dice en su conferencia magistral el intelectual que huyó a la selva para no convivir con los seres humanos, mirando con ojos amenazantes de Chanoc a la delegación de Ciudad Amurallada.

Minutos más tarde, en un rincón del salón de conferencias, la mujer del intelectual que huyó a la selva para no convivir con seres humanos (salvo con ella), le dice en secreto:

-Pero bien que te reíste de la historia.

En la posada, al calor de los tragos de Comiteco, un intelectual con bufanda y un gorrito como los que usaba Justin Timberlake en el 2004, le confiesa a J que él también tiene un secreto.

-Más que la poesía, lo mío lo mío es la salsa –le dice el intelectual salsero al oído de J y se suelta a cantarle casi en un susurro “Los versos más tristes” de Pablo Neruda en una versión tropical-. Anda chaparrito, agárrame de la cintura, duro, con confianza, que no muerdo.

El tercer representante de Ciudad Amurallada es E. E lee un ensayo sobre cómo ganar premios literarios, específicamente los premios Jaime Sabines y José Gorostiza. Algunos intelectuales, paisanos de los poetas muertos, se indignan al ver asociados los nombres de sus maestros en un escrito que ha generado risas en la concurrencia, aunque en el fondo un poco decepcionados de que no se haya mencionado en la lectura la longitud de los penes de sus ídolos literarios.

-Maestro, ya en confianza –le dice un intelectual a E, cerveza en mano, en un oscuro rincón de la posada, la mirada braguetera- ¿quién cree que la tenga más grandota, Gorostiza o Sabines?


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Como era de esperarse, mi lectura fue un fiasco. Desangelada. Llena de errores. La lengua se me enredó. Trastabillé. Tartamudeé. Sudé frío. Mis intestinos aullaron. Tuve unos súbitos retortijones. Me brinqué palabras, líneas, párrafos enteros. Un desastre colosal que culminó con mi escape del salón de conferencias dejando mi lectura a medias para beneplácito del auditorio que me vio salir huyendo como un demente.

Horas más tarde, en el Bar Revolución, las estudiantes de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, infatigables, estoicas y un poco ebrias, deciden abrir sus corazones y revelarnos un secreto:

-Desde la primera lectura de su delegación el coordinador del evento nos ordenó envenenar sus alimentos.

-Tranquilos –interviene otra estudiante-, palabra que sólo les pusimos la mitad de la dosis.

-Eso sí –dice una estudiante de cabellos morados-, deben prometernos que no dirán nada, ustedes calladitos, y de preferencia no se aparezcan esta noche ni ninguna otra en la posada, oficialmente están muertos.

-Ahora si nos disculpan –las estudiantes se levantan de la mesa-, nosotras nos pasamos retirar, justo ahora están reinaugurando en la posada “El Segundo Encuentro de Intelectuales de casi todo el Sureste”.

Horrorizados, cada uno de los integrantes de la delegación de Ciudad Amurallada tomamos de las manos a la respectiva estudiante que nos había prometido dormir con nosotros esta noche.

-Discúlpenos –dice la estudiante que parece ser la cabecilla del grupo-, honestamente no nos gusta mezclarnos con payasos.


jueves, 26 de noviembre de 2009

Ahora la culpa es suya, mujeres


Dedicado con afecto a Lupita Jones, acepto mi derrota.

“La vieja de hoy es un monstruo alimentado por la televisión vespertina, y me temo que es poco lo que podemos hacer para salvar a nuestros hijos de su cercanía.”
- Hernán Casciari (La frente alta, la frente tersa)


Hubo un tiempo cuando los hombres lapidábamos a nuestras madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas por practicar el adulterio, es decir, con justicia y buen tino machacábamos a pedradas y/o estampábamos una letra escarlata con un hierro al rojo vivo en el seno de esas brujas casquivanas que nos seducían (inocentes de nosotros) hasta caer en el pecado de la carne.

Hubo un tiempo cuando los hombres achicharrábamos en la hoguera a nuestras madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas por practicar supuestas artes diabólicas, es decir, por andar mostrando la pantorrilla o el antebrazo en la vía pública a nuestros respetables congéneres del clero, política y otros oficios desinteresados y celestiales.

Hubo un tiempo cuando los hombres no le permitíamos a nuestras madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas ir a las urnas a elegir a los futuros mandatarios del país porque las considerábamos unas retrasadas mentales.

Hubo un tiempo, perdón, en estos tiempos, existen hombres en África y el Medio Oriente (donde la ley lo permite) que le amputan el clítoris a sus madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas pues creen son seres inferiores (por debajo incluso que las perras de la calle) que no tienen derecho a sentir placer.

Salvo por los casos de mutilación genital (y otras muchas atrocidades), podemos afirmar que hoy día vivimos en una sociedad civilizada y de igualdad, esto gracias a valientes, aguerridas e inteligentes mujeres que a través de la historia de la humanidad dejaron la piel en el camino para abrirnos los ojos (tanto a mujeres como a hombres) al hecho de que ellas debían tener los mismos derechos que los hombres, es decir, a ser tratadas como seres humanos, lo que les otorgaba (entre otras muchas cosas) la libertad de ir a votar, trabajar fuera de casa, coquetear, vestirse a placer y acostarse con los hombres y/o mujeres que mejor les salieran de los ovarios sin miedo a que sus vidas corrieran peligro por hacerlo.

Todo esto fue lo que en realidad quise decirle a mi hermana en un escrito que publiqué hace 15 días en mi blog personal y en otros medios de comunicación. Escrito que, tonto de mí, creí sería interpretado como la muestra más grande de amor hacia la mujer que más quiero en el mundo. Una declaración rendida e incondicional de afecto que pudiera hacerle notar que una mujer bajo ningún concepto, y menos de manera voluntaria, debe renunciar a su calidad de ser humano pensante para retroceder a los tiempos de tinieblas donde se les veía como simples objetos cuyo único valor eran sus curvas y no su cerebro. Naturalmente, como es de esperarse en un perdedor desempleado como yo, fracasé en mi intento al seleccionar las palabras adecuadas.

-Acaba de hablar furioso tu hermano –me dice mamá por celular-. Me dijo que un amigo suyo acaba de ver publicado en Internet una cosa horrible que escribiste de tu hermanita –mamá guarda silencio, me parece escucharla sollozar-. ¿Qué escribiste ahora, hijito?

-Nada –miento.

-Tu hermano tiene ganas de golpearte… –mamá hace una pausa para sorberse los mocos-. Dice que hiciste del dominio público que tu hermanita era bulímica y que se operó la panza.

-Sí, eso escribí –digo sorprendido-, pero no era mi intención que…

-¡Dios mío! ¡No te das cuenta de que le pueden quitar su corona! –mamá estalla en llanto y no entiendo ni una sola palabra de las que balbucea.

En mi bandeja de entrada una retahíla de mails. Sospecho lo peor. Los leo uno a uno. Salvo excepciones, la mayoría de ellos me conminan a rectificar, a escribir una carta donde pida disculpas públicas, y de ser posible, a decir que no soy más el hermano de la soberana de la belleza de México.

Cinco primas (salvo a una, las aborrezco a todas; que quede dicho) escriben que soy un sinvergüenza, un poco hombre y un escritor sin talento. Catorce tías y doce amigas de mamá aseguran que soy una deshonra para la familia por ventilar secretos familiares, que la ropa sucia debe lavarse en casa. Dieciocho amigas mías y cuarenta y cuatro de mi hermana dicen que soy un envidioso, que las cirugías plásticas son una bendición. Treinta y seis mujeres que no conozco redactan inflamados insultos irreproducibles, diciendo que no tengo perdón de Dios por haber afirmado que mi hermana carece de alma tan solo por querer pegarse las orejas y ponerse tetas de plástico, y que si las mujeres están traumadas por su aspecto físico es por culpa de gente como yo, hombres de vientres voluminosos que exigimos esos estándares de belleza a mujeres que desde luego nunca tendremos en nuestros brazos. Dos ex novias, una de Campeche y otra de Mérida, coinciden finalmente en algo: “Ro, no quiero volver a saber de ti”. Y para no ir tan lejos, mi propia chica me escribe lo siguiente: “Eres un fanático, radical y moralista. Te advierto que apenas junte el dinero que me falta (el supuesto dinero que te pagarán por tu novela maravillosa) me voy a operar las nalgas como Ninel Conde”.

Asustado, releí el escrito publicado. Incluso P, mi corrector de estilo, lo releyó diez veces seguidas para encontrar el porqué de tan encarnizadas injurias a raíz de un texto que sólo buscaba hacer entrar en razón a mi hermana; de que revalorara su situación y se diera cuenta de que es la mujer más hermosa del mundo sin tener que ser tasajeada como una res en la plancha metálica de un hospital, y ambos, luego de afanosas y repetitivas lecturas, llegamos a la siguiente conclusión, con el perdón de las mujeres que tienen más de dos neuronas en la cabeza: la culpa es de ustedes, mujeres.

Sospechamos que David Beckham no amenaza con lapidar o quemar en la chimenea de su mansión a Victoria si no luce como un cadáver ambulante cada que van a salir a la calle. También sospechamos que tampoco somos los hombres barrigones los que le exigimos a las mujeres cada que hay alguna boda o evento especial desangrarse los pies por usar zapatos que no le entrarían en una pata a un perro Chihuahua, como tampoco somos los hombres orgullosos de los genitales que nos campanean entre las piernas quienes dictamos la rocambolesca moda que deben vestir las modelos (mujeres que parecen recién rescatadas de un campo de concentración nazi) que aparecen en las pasarelas europeas y revistas de moda. Tampoco somos nosotros quienes nos sentamos a ver las telenovelas donde incluso las abuelitas de las cándidas protagonistas son señoras con cabellos fosforescentes, los rostros de plastilina y las tetas como sandías de goma. Y mucho menos somos los hombres quienes orquestamos campañas publicitarias que le dicen a las mujeres que deben “elegir estar bien consigo mismas”, cuyas voceras curiosamente resultan ser mujeres de pechos operados, cocainómanas, anoréxicas, etcétera. 

Hoy jueves, en unas pocas horas, a las 10 a.m. en punto, mi hermana entrará al quirófano porque una mujer musculosa e insatisfecha consigo misma (al igual que todas esas amigas, primas, tías y mujeres anónimas que ven con muy buenos ojos ser un plasticote) la convenció de que todo el esfuerzo hecho por mujeres valientes, aguerridas e inteligentes por darle al sexo femenino el lugar que se merece en la sociedad de nada vale, pues en este mundo tan moderno y tan fashion sólo hay que ampararse en el más vil, vulgar y corriente de todos los dichos populares: jalan más un par de tetas que cien carretas. 

Por lo anterior, disculparán mi aventurada sospecha, pero presiento que detrás de la mano masculina que en tiempos oscuros prendió fuego a la hoguera usada para imprimir hierros incandescentes sobre la carne humana, que arrojó piedras filosas y letales, que cerró bajo llave las rejas de cárceles y conventos, estaban ustedes, conspiradores, envidiosos e insatisfechos seres de cabellos largos e ideas cortas, deleitándose en señalar con el dedo acusador a sus propias madres, hermanas, hijas, amigas y vecinas que decidieron ir en contracorriente a ustedes, mujeres.    

martes, 10 de noviembre de 2009

Defiende tu nariz


“Las  mujeres juegan con su belleza como los niños con un cuchillo, y se lastiman.”
 - Victor Hugo


Muy campante, como que si de ir al supermercado se tratara, me has informado en la sobremesa que a finales de este mes te vas al DF para que te operen.

-Sólo le van a pegar sus orejotas, reafirmar el busto y corregir la nariz, que tiene chueca –ha dicho mamá al ver mi cara de espanto.

Naturalmente me han pedido discreción en el asunto. Me dijiste: 

-Por favor, no vayas a contar nada en ninguno de tus escritos.

Y mamá ha dicho lo siguiente, con ojos adustos, amenazantes, sabedora de sobra que cada que alguien me hace prometer que no escribiré sobre tal o cual asunto delicado u oscuro secreto familiar, lo que hago es tratar de publicarlo a la brevedad posible.

-Es en serio, Rodrigo, si escribes algo de esto puede tener problemas tu hermanita.

¿Acaso estoy traicionando tu confianza al redactar este escrito? Aquí otra interrogante: ¿Quién soy yo para contradecirte y romper mi palabra de silencio? Respuesta: Tu hermano, el mismo personaje vergonzoso y deleznable que escapó de casa hace algunos años y a quien en alguna ocasión recurriste bañada en lágrimas porque no querías morir por culpa de provocarte el vómito cada que comías.

-No quiero morirme –dijiste, sollozando, tiritando de miedo. Tres palabras que hasta la fecha no he olvidado.

Meses atrás de esa confesión, ocurrió algo. Un evento que, como era de esperarse, toda la familia me ocultó. Te metieron a un quirófano para sacarte grasa. Grasa incómoda, horrenda, asquerosa, acumulada año tras año por comer deliciosas golosinas que robabas furtivamente de la alacena, frituras crujientes que llenaban de felicidad tus días de niña, pero que sin embargo al comerlas mamá se encargaba de hacerte sentir culpable, como si de un delito imperdonable se tratara, del mismo modo en que su papá la hacía sentir una vaca rolliza frente a sus amigas, avergonzándola, humillándola cada que osaba comer de más.   

En esta ocasión, cosa que agradezco profundamente, has tenido la delicadeza de informarme que entrarás de nuevo al quirófano. Cosa de nada, te han dicho. Gajes del oficio. Reafirmaciones, reacomodos estéticos. ¿Y luego qué? Te pregunto. ¿Acaso serás tan tonta para tropezar con la misma piedra? ¿No te has detenido a pensar que luego de corregir esas “imperfecciones” surgirán otras, y luego otras, y muchas más hasta que te mires en el espejo y de ti no encuentres más nada que un nebuloso recuerdo de la hermosa niña de carne y hueso que un día fuiste detrás de ese Frankenstein de silicona superestrella de revista de cotilleo?

Podrás pensar que exagero. Pero piensa en tu cara como en una bolsa llena de Sabritas. Una vez que le metas mano no podrás parar. Primero será la nariz, luego las orejas, luego los labios, luego los pómulos, y así hasta que tu rostro sea como el de esa señora famosa y tía tuya que no voy a decir su nombre pero que parece la mascara de retazos de carne de Masacre en Texas.

Dudo que te hayas percatado de ello, pero estás ante una posibilidad única. De ir contracorriente. Ser la primera Reina de Belleza (o de las primeras) en mostrarse en un evento internacional, ante los ojos del mundo, tal como es. Con la nariz desviada, herencia de papá, ese extinto señor al que le diste las gracias sobre el escenario en un gesto bellísimo elevando las manos al Cielo cuando te pusieron la corona en la cabeza. Operarte no sólo significa renunciar a esa herencia, a ese regalo torcido que te hace única, hermosa, bella, sino darle la razón a todos tus detractores, es decir, a esos plumíferos amantes de los foros de belleza que no tienen vida propia y que tanto criticaron tu triunfo argumentando que el concurso fue un fraude. Ingresar al quirófano es decirle a los jueces que te creyeron merecedora de la corona que equivocaron su voto, que en realidad eres una mujer con el autoestima tan baja que necesita enderezar su nariz, pegarse las orejas de Dumbo y pararse las tetas, porque su personalidad y carisma son tan minúsculos que bien sabe que el cuerpo vale más que la sabiduría que irradia el alma y el aprendizaje de los golpes de la vida.

De negarte a amputar tu belleza natural, te aseguro, no cambiará el mundo, pero al menos dos o tres mujeres con un par de neuronas en la cabeza te lo agradecerán. Y con esto no quiero decir que bajes el listón de la belleza, todo lo contrario. Sé como Susan Sarandon que defiende a muerte sus arrugas en los afiches de cine cuando los descerebrados mercadólogos intentan borrárselas con Photoshop para que luzca como una quinceañera.

Atrinchérate, pon el cuchillo entre los dientes y defiende tu nariz de esa señora musculosa que se cree tu dueña y que año con año mete al cirujano a las chicas más lindas de México porque la ingenua cree que la belleza es algo inalcanzable, una quimera. Saca el pecho, orgullosa y defiende a tu género, tu integridad, tu inteligencia, la educación que se te ha dado, a todos esos escritores de libros que has leído. Dales la cachetada con guante blanco a todos esos idiotas que proyectan sus inseguridades en ti. ¿Cuál es la nariz perfecta? ¿Cuáles son las orejas perfectas? ¿Cuáles son los pechos perfectos? Pregúntate eso. Y abre los ojos.

Si eres supuestamente la embajadora de la belleza, al operarte serás la embajadora de la inconformidad. De la hipocresía.

Ahora bien, si después de leer todo esto, querida hermana, te miras al espejo y crees que tu nariz es fea, te tengo noticias frescas, no heredaste los 4.5 de miopía que padezco, sino una ceguera peor: la del alma.    

lunes, 19 de octubre de 2009

La desaparición de Pinky


Tengo muchas amigas por Facebook a las que por desgracia (o quizás fortuna) no conozco en carne y hueso. La mayoría de ellas son hermosas, mujeres esculturales. O tal vez no. Sospecho que la triste y cruda realidad es que mis amigas cibernautas son mujeres feas y gordas que suben a la red fotos falsas o trucadas, es decir, imágenes donde aparecen féminas despampanantes que no son ellas, o fotos de ellas retocadas con Photoshop para hacerse pasar por beldades a los ojos de personas superficiales y fisgonas como yo.

More...Lo cierto al caso es que soy un hombre curioso, o mejor dicho, un hombre incrédulo. Le he pedido a una de mis amigas del Facebook que me deje comprobar que las curvas que tanto presume en sus fotografías son las mismas delante de su cámara web. Lejos de ofenderse, mi amiga accede. En pantalla aparecen unas torneadas piernas abiertas que dejan ver un diminuto calzoncito blanco. No puedo evitar estremecerme. En seguida, mi amiga pide disculpas, asegura que su lascivo movimiento fue un accidente, sólo quería acomodarse en la cama para poder chatear más a gusto conmigo.

-Sorry, no fue intencional –escribe ella.

Intencional o no, poco me importa. En la pantalla del monitor compruebo que mi amiga es la mujer de rasgos masculinos, toscos, a lo Penélope Cruz, justo la chica que me erizó la piel desde el primer día que vi sus fotografías gracias a que ella aceptó mi solicitud de amistad por ser yo amigo (o enemigo) de un amigo de su cuñada, a quien en realidad no conozco en carne y hueso ni en fotografía ni a través de ningún otro medio audiovisual, salvo por sus inflamados correos electrónicos donde asegura que soy un patético escritor sin ningún talento o futuro.

Chateamos durante largas horas. O mejor dicho, mi amiga es la que chatea, la que me cuenta su vida, sus fobias, sus manías, sus desvaríos, las fantásticas historias de su mamá, como la del día en que entró a su cuarto de madrugada, mientras dormía y la roció con agua bendita blandiendo en todo lo alto la imagen de la Virgen del Sagrado Corazón de Jesús al tiempo que espolvoreaba en el piso sales exorcizantes, pues está convencida de que su hija tiene metido al diablo adentro; también me cuenta su pasión por las letras, de su guión de teatro recién terminado, de la escritora que un día la abordó para pedirle permiso para escribir su biografía y llevarla al teatro; de su debilidad por la gente fea, horrible, y la frustración que sintió con su último amante que no pudo tener una erección justo cuando la tenía a ella, mujer de cuerpo suculento y ardiente, desnudita, sólo para él.

-¿Te ha ocurrido eso a ti? –escribe ella.

Miento. Le digo que jamás. Y con la seguridad que sólo puede brindar saberme a cientos de kilómetros de distancia, me aventuro a decirle que puede contar conmigo cuando quiera, que nunca fallo a la hora de la verdad.

-Eso me gustaría verlo –escribe ella.

Observo un esbozo de sonrisa diabólica, pícara, sus dientes resplandecen en el monitor de la computadora. Le pregunto si tiene novio. Ella contesta que no. Dice que no cree en las relaciones. Que sólo ha tenido tres novios y con todos ellos terminó a los dos o tres meses de iniciado el romance.

-Me gusta estar sola –escribe ella.

-Me estresa estar con alguien –escribe ella.

-Me roban mi tiempo y espacio –escribe ella.

-¿Tú tienes novia? –escribe ella.

Respondo que no. Que coincidentemente también sólo he tenido tres novias, con las cuales, igual que ella, he durado un tiempo brevísimo, salvo con la primera, pero esto lo atribuyo al hecho de que vivíamos en ciudad lejanas y nada más nos veíamos una o dos veces al año.

-Uy, que cute –escribe ella.

-Mi ex novio también vivía lejos –escribe ella.

-Me celaba mucho –escribe ella.

Le pregunto por qué la celaba.

-No sé –escribe ella.

-Me llamaba cada 5 minutos –escribe ella.

-Incluso entre canción y canción –escribe ella.

Pronto descubro que el ex novio de mi amiga es un famoso cantante de rock. Esto lo compruebo al indagar en uno de sus álbumes de fotografías del Facebook. Mi amiga aparece con una rosa de tallo espinado ensartada en la comisura de sus enromes, voluminosos pechos, sentada en las piernas del famoso rockero.

Le confieso que nunca imaginé que una estrella del rock pudiera llegar a sentir celos de su novia. Menos su ex novio, roquero enloquecido y mujeriego.

-Uy, era celosísimo –escribe ella.

Entonces entro a otros álbumes y descubro a mi amiga abrazada con otras estrellas de rock (más famosas), sonriente, el escote y la falda diminutos.

-Ahora entiendo –escribo.

-¿Qué entiendes? –escribe ella.

-¿Eres celoso? –escribe ella.

Miento. Respondo que no. Que soy un hombre liberal que defiende y apoya la promiscuidad, la bigamia, los tríos, las orgías. Mi amiga levanta una ceja. Escruta la cámara web como si pudiera mirar através de ella directamente a mis ojos. Luego, sale de la cama. Abre y cierra algunos cajones de su buró. Se rasca la cabeza.

-¿Qué se te perdió? –escribo.

Mi amiga se acerca a la computadora.

-El único amigo en el que confío –escribe ella.

-El que nunca me abandona –escribe ella.

-Probablemente el único amor de mi vida –escribe ella.

Mi amiga se dirige a su closet. Mueve varios vestidos. Se agacha. Recoge una caja del suelo. Se acerca a la cámara, la mirada traviesa.

-Nos vemos mañana –escribe ella.

-Tengo una cita –escribe ella.

Mi amiga abre la caja. Mete la mano y sus ojos se ponen redondos, empañados por el pánico. Dice algo que no logro descifrar en sus labios. Luego escribe:

-Pinky, no está.

Mi amiga vuelve a salir de la cama. Desaparece y aparece del ojo de la cámara web. Agita los brazos, se revuelve el pelo. Se agacha. Brinca. Abre y cierra cajones. Descuelga la ropa de su clóset.

Le deseo suerte en la búsqueda de su amigo Pinky, quien quiera que sea ese elfo o enano que tanta paz y tranquilidad le brinda. Le digo que es una chica encantadora. Que ha sido un placer conocerla en vivo y que me gustaría seguir platicando con ella cuando tenga tiempo libre. Todo eso le digo dejándole mensajes, pues ella ha desaparecido del cuarto. Sólo se ve su cama, las sabanas arrugadas, deshechas y las puertas de su clóset abiertas.

Retomo la escritura de mi novela. He decidido que a finales de este mes debo ponerle punto final. Finiquitar ese mamotreto de capítulos autobiográficos que no tiene pies ni cabeza y que con seguridad mi amigo, el escritor famoso y laureado, seguramente odiará cuando se la envíe tal y como prometí hace varios meses.

Han pasado dos horas. Los ojos me arden. Voy a la cocina por una taza de café. Pretendo pasar lo que resta de la madrugada en vela, afinando (si es que cabe ese calificativo) mi horrible novela. Al regresar a la computadora descubro que todas mis ideas son trilladas, aburridas. Entonces llama mi atención una pequeña ventana junto a la ventana de Word. Olvidé cerrarla. Le doy un clic y aparece el cuarto de mi amiga del Facebook. Allí esta ella. Dormida. Con la tenue luz de una lámpara sobre la mesita de noche. Iluminando parcamente la habitación. Su sueño es profundo, sobrecogedor. Me pregunto si habrá dejado apropósito prendida su computadora para que la observe con encendido voyeurismo o acaso fue un descuido. Pienso que debo cerrar la ventana y no entrometerme en este delicioso accidente. Pero justo cuando voy a hacerlo, aparece una silueta humana que se desliza junto al clóset de mi amiga, no descifro si la silueta es masculina o femenina, lo único que logro ver con asombrosa claridad es un largo, nudoso, brilloso y rosado consolador que lleva en una mano y que coloca con delicadeza dentro de un cajón del clóset.

lunes, 28 de septiembre de 2009

El hermano incómodo



1


Ocurrió lo inevitable, lo que todos sabíamos, lo que presagiábamos desde que Bicho se graduó de la espigada, tímida y superdesarrollada niñez para transformarse en una adolescente de belleza griega, clásica, radiante como mil soles.

More...Ernesto Laguardia, galán de moda en mi infancia, reducido en la actualidad a comadrear en programas vespertinos rodeado de mujeres voluptuosas y escandalosas como urracas, muy emocionado y parado sobre un taburete de madera para camuflar su diminuta estampa, dijo el nombre y los dos apellidos de Bicho. No mentiré, la escena fue surrealista. Todo se puso en cámara lenta: el corazón me dio un vuelco y puse más empeño en contener las lágrimas que traicioneras intentaban cabalgar fuera de mis lagrimales que en sumarme a los aplausos, vítores y gritos de los más de dos mil quinientos enardecidos fanáticos de la belleza que colmaron el Centro de Convenciones Siglo XXI para presenciar el concurso de Nuestra Belleza México 2009.

Fue un impulso, un reflejo, el código genético que todo hombre que se de a respetar trae debajo de la piel. Mi hermano y todos mis primos (hombres confesos heterosexuales) aplaudimos sembrados en nuestros asientos, los traseros enraizados a la silla, impávidos, decididos a no mezclarnos a participar en aquél carnaval de alegría, hasta que Bicho caminó hacia el ala este del escenario con la corona en la cabeza y nos regaló una sonrisa llena de dientes, desarmándonos, obligándonos a dejar de ser hombres muy dignos, machos y solidarios con mi cuñado, que abatido se cubría el rostro con ambas manos presagiando el vuelo alto, lejano y sin retorno del amor de su vida, la niña de los brazos de basquetbolista que amó en secreto desde que él era un niño.

Eso fue lo que ocurrió, tal cual, y me ha costado varios días (una semana redonda, completa) escribir aunque sea una coma sobre el asunto. Quizás no es la narración o descripción que esperaba plasmar en una hoja, pero es lo que hay. Ni más, ni menos. El momento justo en que la mujer más bella de la casa pasó a ser la más bella del país (con el perdón de Jimena, que me hace babear como un mongol cuando la tengo delante).


2


En una pequeña sala de juntas del hotel más lujoso de la ciudad, Lupita Jones nos dice a mamá y a mí que de ahora en adelante también somos famosos. Celebridades. Blanco de la prensa amarillista e insidiosa.

-Mucho cuidado con las declaraciones que hagan sobre Anabel –dice, la espalda erguida, llena de músculos, músculos que envidio luego de matarme por más de una década en diversos gimnasios sin resultado alguno.

Mamá asiente, confiada, sabe que es una dama incapaz de declarar algo en prejuicio de su hija, luego, como si despertara de un hermoso sueño, repara en mi presencia, se le nubla la mirada, se muerde el labio inferior, intenta decir, advertir algo, pero calla.

-¿Alguna duda o pregunta? –dice Lupita.

Nadie dice nada. Bicho ladea la cabeza, me mira con ternura. Tiene una sonrisa indeleble en los labios. Sonrisa confortable, sanadora, regalo de los dioses para iluminar los días.

Los papás de Jimena se animan a preguntar algo. Lupita Jones y su asistente Ivonne responden con profesionalismo. Palabras tranquilizadoras. Los señores se sienten más seguros y felices de saber que su hija vivirá en una bonita casa en un bonito barrio del DF con una bonita compañera y amiga, es decir, Bicho. Observo a Jimena. Quedo idiotizado ante su belleza, pero igualmente sorprendido de su fragilidad de niña cuando sus papás le acarician un brazo. Nuestra Belleza México no es más una Reina presa de miradas tanto lascivas como de admiración, portento de mujer que bamboleaba las caderas hace unas pocas horas en traje de baño con seguridad de amazona, sino una chica frágil tratando de hacerse a la idea de que su vida ha girado 180 grados. Por eso se sonroja al percatarse de que la observo de un modo intenso y cariñoso.

Bicho me manda un beso volado. Descubro que yo mismo sigo sin asimilar del todo la situación. Me siento un intruso en la sala. ¿Qué hago allí, rodeado de tanta belleza? En un principio me resistí a entrar al salón, pero Bicho insistió en que debía estar presente en la firma del contrato que la acreditaba oficialmente como Nuestra Belleza Mundo México.

-¿Segura que puede entrar tu hermano? –dijo mamá, insegura, pero con muchas ganas de que Lupita Jones me cerrara las puertas en las narices.

-Faltaba más –dijo Bicho, tirando de mi brazo para meterme a la sala-, es como mi papá.

Sus palabras fueron un gancho al hígado, me doblaron las piernas. Mi único consejo desde siempre ha sido el que mi hermana desistiera de ser una Reina de Belleza, convencerla de que la belleza es efímera y lo único seguro, lo que en verdad prevalece, es la inteligencia, que los concursos de belleza no son muy distintos de las ferias ganaderas donde se expone y califica a las reses. Valiente hermano. Menudo guía espiritual. No en balde días antes del concurso, mamá no dudó en declarar en una entrevista exclusiva al periódico del que me corrieron hace unos meses de su sección editorial por falta de talento y/o porque nadie me leía, que yo no apoyaba a mi hermana. Incluso mamá prefirió salir retratada con el perro de la casa que conmigo.

-Te quiero mucho –me dice Bicho y firma el contrato.

Entonces recuerdo años no muy lejanos. Bicho parada todos los fines de semana delante de coches último modelo y/o cualquier producto recién salido al mercado, sonriente, los pies llenos de callos, ampollas, hinchados, amoratados, sangrantes. Bicho parada entre semana en conferencias, ferias ganaderas, expos, convenciones, centros comerciales, con la misma ancha sonrisa, estoica, soportando miradas ardorosas y proposiciones indecorosas tanto de viejos rabo verde como de jovencitos calenturientos. Bicho quemándose las pestañas delante de libros de biología, venciendo el sueño luego de extenuantes horas de trabajo, de ser un maniquí humano tras los aparadores de tiendas modernas, decidida a ser el mejor promedio del salón de clase. Bicho sudando sangre en el gimnasio, comiendo vegetales. Bicho capoteando con elegancia de torero a cierto proxeneta dueño de una agencia de modelos que se atrevió a sugerirle que acompañara a cenar a un hombre de dinero en un hotel lujoso de la ciudad. Bicho con los ojos hinchados, enrojecidos, hablando noches enteras sin obtener respuesta de ese señor que le decía “mi princesita” y un día cayó fulminado por un derrame cerebral. Bicho sonriendo e hipnotizando al director de la universidad semestre tras semestre para que la mantuvieran becada en esa escuela impagable donde mantenía las notas más altas. Bicho aferrada, constante e infatigable en sus clases de teatro. Bicho yendo de pasarela en pasarela sin cobrar un quinto. Bicho perfeccionando su inglés en la madrugada. Bicho durmiendo sobre las tapas de los libros de mis autores favoritos, rendida, exhausta.

-Sólo tengo una cosa que decir –digo, rompiendo el silencio.

De inmediato reparo en mi error. Todas las miradas se dirigen a mi humanidad. Incluso el mesero, diligente y servicial caballero que no para de servirnos panecillos y jugos de frutas, para oreja. Pienso en un discurso inteligente, sagaz. Algo que pueda redimirme del error que cometí durante tanto tiempo. Explicar en palabras breves y concisas que la explotación e idolatración de la belleza no es tan mala, o no tan diferente del fanatismo de masas que generan 22 hombres en short y calcetas cuando entran a una cancha de fútbol.

-¿Tienes alguna duda del trabajo que va a desempeñar Anabel? –pregunta Lupita Jones al ver el titánico esfuerzo que me cuesta abrir la boca de nuevo.

-Ninguna –digo-. Sólo quiero decir que este trabajo es como cualquier otro.

Lupita Jones arquea la ceja. Bicho sonríe. Mamá espera lo peor.

-Digo, bueno, no como cualquier trabajo –empiezo a hundirme en un mar de ideas confusas, vagas-. Lo que quiero decir es que tanto Bicho como Jimena son privilegiadas. Sólo en un partido de fútbol había visto tanta excitación en el público.

-Definitivo –dice Lupita Jones-. Para serles honesta nunca antes en la historia de Nuestra Belleza México la anfitriona había sido coronada.

-Sí, sí, se me puso chinita la piel –interviene Ivonne, la asistente.

Mamá sonríe. Me frota el antebrazo. Al parecer mi analogía del fútbol y los certámenes de belleza no fue tan catastrófico y descabellado como podía pensarse. Incluso Lupita Jones se emociona y relata con sus propias palabras el momento exacto en que el público brincó de sus asientos al escuchar el nombre de Bicho como si Cuauhtémoc Blanco hubiera metido un gol en el Estadio Azteca.

-Los yucatecos son gente muy apasionada; maravillosos anfitriones –confiesa-. Jamás había visto tanta emoción en la gente.

-Yo tampoco –me animo a decir, contagiado de la emoción de Lupita, y para mi desgracia, rectifico y agrego lo siguiente-: bueno, en realidad sí, recuerdo que cuando ganaste Miss Universo grité y brinqué sobre mi cama como un loco.

-¿En verdad? –dice Lupita, verdaderamente emocionada.

-¡Sí, en verdad! –digo, poniéndome de pie, en el punto más álgido de mi excitación- bueno, claro que hace casi veinte años, era solo niño.

Mamá se cubre el rostro con la mano. Bicho sonríe nerviosa. Jimena y sus papás quedan pasmados. Ivonne abre la boca, estupefacta. El diligente mesero derrama la jarra de jugo.

Lupita Jones se levanta de su asiento y da por terminada la reunión.

-Nos vemos en el aeropuerto a las seis –dice antes de abandonar la sala.

Es oficial, no volveré a ver a mi hermana en una buena temporada.


miércoles, 9 de septiembre de 2009

El cazador de la beca perdida


El escritor, hombre infatigable en materia de rechazos (literarios y no literarios), se ha presentado en las oficinas del Instituto de Cultura a inscribirse a la convocatoria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico 2009, tal cual lo ha hecho año con año, religiosamente por estas fechas.

More...Con pasmo y horror, el escritor se entera de que debe presentarse el día siguiente a las 9 a.m., nuevamente en las oficinas del Instituto de Cultura, a tomar un curso de capacitación para la correcta elaboración de su proyecto cultural si es que pretende conseguir la esquiva beca que le permita terminar su interminable novela, para así evitar la penosa obligación de ganarse la vida vendiendo productos químicos de limpieza de puerta en puerta en la empresa de uno de sus acaudalados familiares.

-Qué raro -dice el escritor, cuidando cada una de las palabras que salen de su boca-, no sabía que se tenía que tomar cursos propedéuticos para solicitar una beca.

-Pues ya lo sabes -dice ufano el coordinador del curso-. Es obligatorio, este año todos los que soliciten la beca tienen que venir mañana.

-Y ojo –agrega el asistente del coordinador abriendo los ojos enormes-, venir al curso no te garantiza que te demos la beca.

-¿Seguro que es obligatorio venir? -pregunta el escritor, resistiéndose a la terrorífica idea de tener que levantarse a tan imprudentes horas de la mañana.

-Totalmente seguro -responde seguro de si mismo el coordinador y, levantando una arrogante ceja al estilo María Félix, agrega-: El curso es de nueve de la mañana a dos de la tarde.

El escritor se escandaliza. No puede creer que un curso para solicitar una beca dure 5 horas.

-¿Pues qué tanto nos tienen que explicar? –dice.

-Mañana te enterarás de todos los detalles –responde el asistente del coordinador mientras finge que redacta algo en su computadora-. Por favor, sé puntual.

El escritor abandona las oficinas del Instituto de Cultura, cabizbajo, preocupado, con un folleto de la Convocatoria 2009 entre manos. Odia verse obligado a salir de casa, desplazarse, moverse, muy a pesar que la ciudad a donde se mudó a vivir es una ciudad pequeñita donde las distancias son bastante cortas, ciudad de la que no se cansa de escribir semana a semana, crónicas, artículos, ensayos y cuentos; escritos que rara vez aparecen publicados en periódicos y revistas de prestigio, pero que sin embargo, cuando aparecen, generan gran repudio, escándalo e indignación en los ciudadanos de la ciudad minúscula.


* * *


El escritor ha decidido no escribir esta noche, pues de hacerlo corre el riesgo de no poder detenerse hasta muy entrada la madrugada, lo cual (es un hecho irrefutable) hará más que imposible la misión de levantarse a tiempo para asistir al obligatorio curso de capacitación mañana por la mañana.

Programa su despertador, o eso intenta, porque hace años que el escritor no programa un despertador. Está acostumbrado a levantarse cuando su cuerpo así lo desea, a su sagrada voluntad. Apaga la luz del cuarto, cierra los ojos, entrelaza las manos, reza un Padrenuestro para que el despertador, por obra y gracia divina, se haya activado correctamente. Sin embargo, no tarda en descubrir que ha olvidado cómo rezar el Padrenuestro. Prueba con el Ave María. Fracasa de peor forma. Presa del miedo, se encomienda a San Pafnuncio, santo muy milagrero al que le reza su madre todas las noches.

-San Pafnuncio, San Pafnuncio -dice en un susurro ardoroso-, haz que me levante temprano.

Terminada la plegaria, el escritor se siente un perfecto imbécil, y no precisamente por ser un ateo confeso, sino porque recuerda (tal como le comentó su mamá) San Pafnuncio sólo tiene los poderes mágicos de encontrar cosas perdidas, tal cual lo hizo intercediendo en el regreso de Bucky, el bebé de la casa, que se fugó durante una semana completa en busca de amores vedados, callejeros, caninos; aunque (y esto lo piensa el escritor más que nada para levantarse el ánimo) su vida está tan perdida y descarriada desde que dejó de trabajar para convertirse en un escritor, que el bueno de San Pafnuncio igual y obra el milagro de encontrarlo y encaminarlo a una vida responsable, hecha y derecha como la de sus hermanos y sus primos.


* * *


Ha ocurrido el milagro. Ojeroso, de mal humor, el escritor llega puntual al curso obligatorio del Instituto Cultura.

-Buenos días –dice al entrar a una oficina infestada de secretarias que comen tamales y sandwichones con ferocidad.

Las hambrientas secretarias no interrumpen sus sagrados alimentos. Le ignoran.

-Buenos días –insiste el escritor, temeroso de que una de esas elefantiásicas criaturas de oficina le confunda con un refrigerio y le de un mordisco mortal-. Disculpen, de casualidad…

-No han llegado los coordinadores –dice una señora desparramada en su silla, apiadándose del alma en pena.

Una hora después, el coordinador y su asistente aparecen.

-Buenos días –dice el coordinador-. Veo que nada más tú has llegado.

-Sí, hace una hora –dice el escritor con amargura.

-¿Qué te parece si esperamos media horita a que lleguen todos los demás artistas?

El escritor refunfuña. Se le avinagra la sangre. Es enviado a un auditorio para que espere en silencio mientras los coordinadores van a darse un banquete mañanero con las secretarias.

Uno, dos, tres… cuarenta y cinco sillas son las que ha contado el escritor. Nunca imaginó que existieran tantos artistas muertos de hambre en la ciudad.

-Quihúuuuuubole, carnalito –dice un hombre pelón de edad indescifrable que aparece en el auditorio, caminando con las piernas en paréntesis como si recién lo hubiera violado un negro.

El escritor voltea a todos lados para ver si hay otra persona dentro de la sala. Evidentemente no la hay. Él es el carnalito. El blanco del quihúuuuuubule. No le queda más remedio que saludar al pelón que le extiende la mano de un modo extraño, mientras menea la cabeza de arriba hacia abajo como un iguano en celo de las islas Galápagos.

-Hola –dice el escritor.

-Qué chiiiiiiido, carnalito –dice el pelón mirando la sala llena de sillas vacías.

El escritor no sabe qué hacer o qué decir. Detesta a los extraños. Sobre todo los que parecen salidos de algún programa “cómico” de Eugenio Derbez.

-Chidísimo –se aventura a decir, sin saber muy bien el significado de lo que ha dicho.

El pelón dice:

-La pura buena oooooonda, carnalito.

Afloran los instintos asesinos en el escritor, le entran unas ganas locas de cegar la vida del pelón, y cuando cree que tendrá que mancharse de sangre las manos, una voz se deja escuchar dentro de la sala:

-Creo que somos todos –dice el coordinador, mientras su asistente, con toda la pereza del Universo, prepara en la computadora una presentación en diapositivas de Power Point que se proyecta en una pantalla blanca.

El escritor levanta la mano para pedir la palabra como si estuviera en la primaria y dice:

-¿Somos todos?

-Sí.

-¿No que era obligatorio el curso?

-Sí.

El escritor guarda silencio. Se relame los bigotes. Por primera vez sabe que ganará una beca. Ninguno de los otros 43 artistas inscritos llegó al curso, lo que sólo puede significar (si es que las matemáticas siguen siendo una ciencia exacta) que una de las 14 becas a disputarse, por fuerza, tendrá que ser suya.


* * *


El coordinador ha leído durante casi una hora, una a una las diapositivas que se proyectan en la pantalla. Todas ellas, calcas del folleto de la convocatoria del Programa de Estímulos a la Creación y Desarrollo Artístico 2009 que le entregaron al escritor y a todos los demás artistas el día de ayer.

Transcurre otra soporífera hora de lectura, y en ese tiempo, llegan uno a uno otros artistas. Tres en total, cuenta mentalmente el escritor, en una franca batalla para no dormirse en su silla.

-Vamos a tomarnos un break –dice el coordinador.

-En la mesa del fondo hay sandwichitos y coca-colas –anuncia emocionado el asistente del coordinador.

Los artistas, todos ellos de vientres protuberantes, con una agilidad insospechada, se arremolinan alrededor de la mesa para devorar los sandwichitos.

-Licenciado, llega justo a tiempo –dice el coordinador sin poder reprimir una sonrisa de admiración.

El director del Instituto de Cultura, hombre de un vientre de considerable y llamativo tamaño, se relame el bigotito cano y se abalanza sin el menor pudor sobre los sandwichitos.

-Uy, qué rico, hay de jamón y queso.

-¿De jamón y queso? –pregunta un fotógrafo que aparece en escena, barrigón y con la lengua de fuera.


* * *


Una hora después, al borde de los eructos, el coordinador del curso reanuda trabajosamente la lectura de las diapositivas, fotocopias de las hojas de la convocatoria que el escritor ha leído mil y un veces cada que solicita la beca que le niegan sistemáticamente año con año.

El escritor se siente timado, utilizado, humillado. Pero no se queja. Guarda silencio. Estoico. Una hora más de este calvario y la beca será mía, piensa.

-Eso es todo muchachos –dice el director de cultura, para sorpresa de todos, interrumpiendo la lectura del coordinador, también sorprendido-. Vamos a tomarnos la foto oficial.

¿Foto oficial?, se pregunta en silencio el escritor, pero no dice nada y, al igual que el resto de los artistas de vientres abultados, rápidamente se para alrededor del director de cultura que no duda en regalarle una ancha y enorme sonrisa al fotógrafo, que diligente, les toma varias fotografías desde diversos ángulos.


* * *


El escritor llega a casa emocionado. Tiene la certeza de que este año es el año en que finalmente le otorgaran una beca. Redacta, imprime por triplicado y engargola su proyecto. Se siente un escritor de verdad.

Días después regresa al Instituto de Cultura para entregar el proyecto justo en la fecha límite. En un semáforo en rojo el escritor se topa con un enorme cartelón pegado en la parte trasera de un camión donde el Gobierno del Estado informa a sus contribuyentes y al público en general, que en su sexenio han cumplido con hechos y no con palabras en materia de cultura y educación:

“Alfabetización a más de 10,000 personas de escasos recursos”.

El semáforo cambia a verde y se deja sentir una lluvia de cláxones, que indignados, exigen al auto de enfrente se mueva. Pero el escritor, absorto, impávido, no puede dejar de mirar el monumental cartelón pegado en el camión donde descubre su propio rostro sonriente (y el del pelón de edad indescifrable) repetido cientos de veces, que se pierde en una de las avenidas principales.


miércoles, 2 de septiembre de 2009

La mala racha


Un día, me prometieron que ganaría el premio estatal de periodismo luego de que, en el certamen donde me ignoraron y humillaron, le entregaran el jugoso cheque a un periodista de verdad, de esos que escriben en los periódicos y aparecen en la televisión diciendo que nuestros políticos (dueños de todos los periódicos y canales de televisión) hacen muy bien su trabajo, pero que, sin embargo, por causas misteriosas seguimos hundidos y condenados a vivir en la pobreza.

More...-El próximo año tienes mi voto –me dijo uno de los tres jueces del jurado, alentándome a no desfallecer en mis intentos por ser un escritor respetado.


Un día, en un bar del malecón me topé con otro juez del jurado del premio estatal de periodismo, premio donde me humillan e ignoran sistemáticamente. Éste señor, cerveza en mano, me dijo, guiñándome un ojo (lo que interpreté como una clara e irrefutable señal de que contaría con su voto):

-Este año seguro ganas.

Pensé: si las matemáticas son una ciencia exacta, es imposible perder este año el jugoso cheque que me otorgará la tan anhelada, efímera y engañosa respetabilidad en el medio de los intelectuales.


Un día (fecha límite y faltando una hora para el cierre de inscripciones al premio estatal de periodismo), camino a la Notaría Pública No. 2, tuve un impredecible y sorpresivo ataque de diarrea que abordó mis intestinos en mitad de la calle 61 del centro histórico de la ciudad. Pegado a la pared de una casona, bañado en sudor frío y presa de escalofríos, sopesé las únicas dos posibilidades que tenía: correr en dirección a la notaría y registrar mi escrito y ser de ahora en adelante un escritor respetado que se caga en sus pantalones frente a las secretarias y a los notarios públicos, o, acción por la que me incliné, correr en dirección contraria a la notaría y seguir siendo el pobre diablo que soy pero que llega justo a tiempo al estacionamiento para cagarse en sus pantalones en la privacidad de su coche.


* * *


Un día, uno de mis mejores amigos no pudo asistir a un encuentro de escritores en Villahermosa debido a que en su trabajo no le dieron licencia para ausentarse tantos días, así que el gobierno del Estado no tuvo más remedio que enviar a tan magno evento a un forastero impresentable como yo a que dejara muy en alto el nombre de la ciudad amurallada.


Un día (el del magno evento), para mitigar mis nervios y evitar que se durmiera el teatro entero, atiborrado hasta la última butaca de intelectuales y gente respetable de la política villahermosina, hablé de casi todos los lupanares, adefesios arquitectónicos, personajes rocambolescos e imposibles que aparecen en la televisión y/o en las calles de la ciudad donde vivo, ciudad que, dicho sea de paso, es Patrimonio Cultural de la Humanidad, galardón internacional obtenido a pulso, tal vez, precisamente por esconderle en sus guías turísticas a la UNESCO dichos lupanares, adefesios arquitectónicos y personajes rocambolescos e imposibles.


Un día, en un bar del centro de Villahermosa, borracho hasta el tuétano gracias a los viáticos que generosamente me brindó el gobierno del Estado, el director de una revista de fama nacional (o mejor dicho, conocida sólo por cierto círculo de intelectuales) tuvo la disparatada idea de sacarme del anonimato al querer publicar un escrito mío en su famosa revista.

-Tengo el título perfecto para tú escrito –me dijo muy orgulloso de él mismo.


Un día, la revista de fama nacional apareció y circuló sin pena ni gloria como lo hace cada dos meses en algunas pocas librerías del país, salvo en la ciudad amurallada, donde el gobernador del Estado, al enterarse de la existencia de una revista (subsidiada por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes) que tuvo la osadía de promocionar en su portada una guía turística para NUNCA (con mayúsculas y en negritas) visitar el Patrimonio Cultural de la Humanidad que él gobierna, montó en cólera y ordenó a sus esbirros de arte, cultura y turismo que retiraran inmediatamente la insidiosa, perversa y maligna revista de todos los anaqueles de las librerías (que en realidad sólo era un anaquel).


Un día, un misterioso señor, ferviente y ardoroso admirador de su ciudad, logró hacerse de la revista censurada y no dudó en mandarme a un mensajero para decirme lo siguiente:

-Tienes 48 horas para abandonar la ciudad o atente a las consecuencias.


* * *


Un día, en un bar que está frente al Teatro Juárez de Guanajuato, en un encuentro de escritores al que me invitaron por equivocación, la directora de una editorial donde publican a las máximas promesas jóvenes de la literatura mexicana me miró con cierto ardor en las pupilas y, acariciando mi pierna por debajo de la mesa, dijo:

-Dame el borrador de tu novela para que te la publique.

Para celebrar fuimos a La Dama de las Camelias, bar donde tuve la imprudencia o mal tino de hablar con una bella chica que se me acercó y me aseguró que además de tener afición por la actuación se dedicaba todos los días (sin excepción) a leer mi blog. No pude o no tuve más remedio que coquetearle y emborracharme toda la noche con ella, pues sólo las grandes actrices pueden mentirle y subirle la autoestima a la estratósfera a un pobre diablo con tan singular maestría.


Un día le entregué el borrador de mi novela a la directora de la editorial de jóvenes promesas de la literatura mexicana. La directora, con las pupilas aún ardorosas (pero desgraciadamente con un ardor muy distinto al del otro día) dijo que lo leería con calma llegando al DF.


Un día (el último día del encuentro de escritores), encontré en el basurero del lobby del hotel una carpeta con las hojas del borrador de una novela.


* * *


Un día, mis famosos, galardonados y cosmopolitas amigos escritores, ebrios y eufóricos, me llamaron al celular requiriendo mi presencia en un encuentro de escritores en Mérida, o mejor dicho, en un bar de la ciudad de Mérida. Obediente, manejé como un suicida por la carretera de la muerte rebasando camiones de doble remolque en un tiempo récord. Al calor de las copas la organizadora del encuentro de escritores se disculpó por no haberme invitado al evento.

-Te prometo que el próximo año serás mi invitado de honor en Xalapa –dijo y furtivamente acarició mi pierna por debajo la mesa.

Esta vez no pensaba desperdiciar mi oportunidad. Al precio que fuera llegaría a ser un escritor famoso, galardonado y cosmopolita como mis amigos escritores. Deslicé mi mano por debajo de la mesa: agarré una pierna firme, tersa, atlética, que contradecía por completo el rostro lacerado por las arrugas y el traqueteo de los años de la organizadora del encuentro de escritores; sólo entonces descubrí mi fatídico error: una jovencita aspirante a escritora, para mi sorpresa (supongo estaba borracha) en vez de ofenderse, entrelazó su mano con mi mano traviesa.


Un día entré al blog de uno de mis famosos, galardonados y cosmopolitas amigos escritores. Con horror descubrí las fotos de todos mis demás famosos, galardonados y cosmopolitas amigos emborrachándose en un bar de Xalapa.


* * *


Un día, una fantástica escritora me invitó a un bautizo. Al calor de las copas le insinué que una buena idea sería escabullirnos de la fiesta y pasar la tarde en un lugar más privado. Animada por los casquivanos efectos del alcohol aceptó, aunque eso sí, me aclaró que no le gustaba hacerlo con hombres.

-Pero bueno, siendo gay como eres –dijo- supongo será como acostarme con una mujer.

-¿Cómo sabes que soy gay? –le pregunté estupefacto.

-Por tu blog –dijo muy segura de sí misma-, es lo más gay que he visto.


Un día, en un bar lleno de hombres de dudosa heterosexualidad, una escritora alcoholizada me dijo que tenía curiosidad de hacerlo con un gay.

-Falta de confianza –me aventuré a decirle.

Metidos en mi volcho, sacó unas bocinas que conectó a su celular.

-Escucha esto –dijo-. ¿A poco no es lo máximo?

-Sí, es lo máximo –dije sin entender una sola palabra de lo que cantaba el grupo mexicano.

-Canta conmigo –dijo la escritora.

Estaba atrapado, mi mentira saldría a flote, sin embargo, la suerte del borracho apareció: balbuceé palabras inexistentes que bien podrían ser tomadas del esperanto, y la afiebrada escritora, excitada y equivocada al creer en mi fanatismo por el grupo que ella admiraba, me pidió que la llevara a un motel.


Un día, en una conocida disco de la ciudad, se me acercó un intelectual, hijo de un respetado político, y me metió la lengua en el oído. Por reflejo, lo empujé. El intelectual, indignado, humillado, herido su honor, me miró con rencor y me dijo que se vengaría de mí.


Un día, una escritora que admiro mucho, fanática de las mujeres, de buenas a primeras me retiró el habla. Dos horas después, otra escritora, fanática de cierto grupo mexicano que odio, me dijo que era un hijo de mil putas. Tres horas después todas mis furtivas amigas negaron conocerme. Al final del día el editor del periódico para el que trabajaba me dio la noticia de que debía prescindir de mis servicios por ciertas aficiones mías que iban en contracorriente de la moral y valores del periódico.


miércoles, 26 de agosto de 2009

Despedida entre nubes


Llego a Mérida. Fatigado. Los nervios despedazados. La carretera Campeche-Mérida (si es que a esa pista de la muerte se le puede llamar carretera) estuvo infestada de camiones con doble remolque que le obligan a uno a jugarse la vida en cada rebase si pretende llegar a buen tiempo a su destino.

More...Para mi sorpresa la casa de mamá es un hervidero de desconocidos, un ir y venir de personas que cargan vestidos, zapatos, collares, maletines, accesorios y demás artículos de belleza. Un sujeto de pelos parados, erizados, bien pistoleados, se indigna al verme inmóvil al pie de la puerta.

-¿Qué haces ahí parado? –dice-. Sube esa maleta, rapidito.

Diligente, obedezco. Subo las escaleras, entro al cuarto de mamá. Un batallón de mujeres (y de hombres que confundo con mujeres) cuelgan y descuelgan elegantes vestidos de noche de varias perchas.

-Pon la maleta ahí –dice una mujer (o tal vez un hombre, no estoy seguro) señalando el único espacio libre que queda en el suelo.

Vuelvo a obedecer con diligencia. Coloco mi maleta de viaje en el suelo. Suena el timbre de la casa. Intento encontrar a mamá y a Bicho en mitad de todas esas cabezas de peinados estrafalarios. Fracaso. El timbre de la casa insiste con sus pitidos.

-¿Qué haces ahí parado? –me dice una voz aflauta (no descifro el género)-. Abre la puerta, qué no oyes.

Obedezco. Bajo las escaleras. Abro la puerta.

-Venimos a filmar –me dice un sujeto acompañado de otro tipo que carga una cámara de video.

No tengo que enseñarles el camino. Suben de prisa saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras cual reporteros de guerra.

Escapo a la cocina. Estoy hambriento. Abro el refrigerador. Lechugas, zanahorias y otras verduras y legumbres me matan el apetito apenas verlas inertes y muy saludables en los estantes. El timbre de la casa vuelve a sonar, decido que es momento de escapar de este manicomio. Me encamino a mi antigua habitación pero enseguida recuerdo que la han convertido en un cuarto de gimnasio. Dirijo mis pasos al cuarto de visitas, habitación donde murieron mis dos abuelos, lugar que Nelia, la muchacha de la casa, asegura está habitado por ánimas que espantan por las noches. Un escalofrío me recorre la espalda, me paraliza. Suena el timbre por enésima vez. Abren la puerta. Me sobrepongo a mi cobardía al ver que unos fotógrafos entran en casa. Corro al cuarto de visitas.

Grave error.

-Hola.

-Hola.

-Hola.

Tres adolescentes (dos chicos y una chica, creo) vestidos de menonitas me saludan.

Aterrorizado, cierra la puerta de un portazo sin devolver el triple saludo. Debo haberme vuelto loco, pienso. Respiro profundo. Vuelvo a abrir la puerta lentamente.

-Hola.

-Hola.

-Hola.

Los tres menonitas levantan la mano muy sonrientes. Era cuestión de tiempo, lo sabía, estoy loco. Escapo corriendo de casa atropellando a toda la gente que se arremolina en la sala.

Llaman a mi celular. Detengo mi carrera enloquecida en mitad de la calle. Es mamá. Contesto. Pregunta si fui yo el que salió corriendo como un demente de la casa sin saludarla. Le explico que me he vuelto loco o quizás he viajado a una dimensión paralela donde su casa es un refugio de menonitas fantasmagóricos y de plumíferos perfumados que entran y salen de su habitación cargando maletas llenas de vestidos. Mamá me pregunta si estoy borracho o peor aún, si mi ex novia me dio alguna droga poderosa de las que tanto le gusta ingerir por la boca o la nariz. Le digo que no, que estoy sobrio y me confieso demasiado cobarde y aburrido para empezar a tomar drogas divertidas. Me ordena regresar a casa. Obedezco.

Mamá me explica que debido a la crisis económica mundial está rentando el cuarto de visitas a estudiantes extranjeros que vienen a aprender español al centro de idiomas que está a unas cuadras de casa.

-Ven, vas a quedarte aquí –me dice ocultándome en el cuarto de Bicho.

-¿Quiénes son todas esas personas? –pregunto intrigado.

-Van a hacerle un reportaje a tu hermanita antes de que se vaya al DF.

-¿De qué?

-De su familia.

Mamá cierra la puerta. Me parece escuchar cómo le pone llave a la puerta.

Caigo dormido. Tengo una horrible pesadilla: Bicho es coronada Nuestra Belleza México. El público grita eufórico. Mamá grita eufórica. Incluso yo grito eufórico. Cientos de fotógrafos (también eufóricos) la retratan mil y un veces desde todos los ángulos y posiciones imaginables. El auditorio entero corea su nombre. Endiosados. Todos corren hacia el escenario y empiezan a querer tocarla. A palpar su belleza. La acarician. La besan. Pero no es suficiente. El público necesita más. Un fanático hambriento se aventura a darle un mordisco en el brazo. Quiere probarla. Saber a qué sabe la belleza. Saborearla. Y otro, y luego otro. Todos se abalanzan sobre Bicho y la devoran hasta el último hueso como a Jean-Baptiste Grenouille al final de El perfume.

Abro los ojos sobresaltado.

-Que bueno que viniste –dice Bicho, sentada al filo de la cama, tecleando algo en su Mac. Me da un par de besos y me abraza.

Me fundo en su abrazo y en vez de darle un beso le muerdo una mejilla.

-Auch, bobo.

-Quería saber si estaba soñando.

Bicho sonríe. Su sonrisa se ilumina al acercarse la pantalla de su Mac al rostro.

-Tengo que hacer un ensayo –dice.

-¿Qué hora es? –digo frotándome los ojos.

-La una.

-¿A qué hora tenemos que estar en el aeropuerto?

-A las seis.

-Ve a dormir.

-No puedo. Tengo que terminar el ensayo.

Se abre la puerta del cuarto.

-Bicho, ven a dormir –dice mamá.

-Ahora que termine mi ensayo.

-Rodrigo, deberías hacerle el ensayo a tu hermanita.

-Mamá, déjalo dormir.

-Tú eres la que tiene que dormir, no quiero que llegues al DF con bolsas en los ojos.

-¿De qué es el ensayo? –pregunto.

-No tienes que hacer mi ensayo.

-Sí que lo tiene que hacer, a eso se dedica.

-¡Mamá!

-Es la verdad, hijita.

-¿De qué es el ensayo? –pregunto de nuevo.

-Del por qué elegí mi carrera.

-…

-¿Qué? –se indigna mamá- ¿No me digas que no sabes qué carrera está estudiando tu hermanita?

-Sí sé, lo que no sé es por qué eligió estudiar esa carrera.

-Pues porque le gusta, por qué más va a ser.

-Mamá, ve a dormir –dice Bicho-, al ratito te alcanzo.

A regañadientes mamá se va a dormir. O mejor dicho, a fingir que duerme. Bicho me dice que eligió su carrera después de leer un escrito mío. Su confesión me horroriza. Le digo que está loca. Que es un grave error creer algo de lo que escribo. Todo son mentiras. Es de locos dejarse influenciar por un perdedor de casi 30 años desempleado, incapaz de ganarse la vida por si mismo y de redactar un proyecto literario lo suficientemente verosímil o intelectual para que los jurados intelectuales de todas y cada una de las becas que he solicitado dejen de rechazarlo.

-Para mí siempre serás el mejor escritor del mundo.

-¿Cuántos libros has leído este año?

-Bobo.

Bicho bosteza. Se frota los ojos con la elegancia que sólo poseen las criaturas hermosas, etéreas como ella.

-Vete a dormir –le digo-, ahora te invento algo.

Bicho se va flotando al cuarto de mamá, confiada en mis capacidades poco confiables de escriba.

Grave error.

Son las cuatro de la mañana, soy incapaz de inventar algo que inspire a un jurado de belleza, o mejor dicho, a cualquier tipo de jurado. Decido cerrar los ojos un rato, y más tardo en cerrarlos cuando mamá me despierta.

-Ya es hora.

Llegamos al aeropuerto. Arrastro una maleta del tamaño del féretro de un basquetbolista. Mi figura maltrecha, funeraria, se refleja en las puertas de cristal corredizas. Tengo bolsas en lo ojos. Ojeras. El pelo enmarañado. Un niño se acerca a pedir un autógrafo.

-¿Me firmas mi camisa? –dice.

Por un instante pienso que me ha confundido con uno de los muchos mamarrachos de la mediana edad que conducen los programas de Telehit para aferrarse a la juventud esquiva.

-Claro –dice Bicho, rozagante, los ojos enormes, brillantes, el pelo frondoso, sedoso, peinado de una forma imposible. Firma con ternura la camisa del niño.

Dos viejos libidinosos se acercan, piden tomarse una foto. Bicho sonríe. La gente en la sala de espera murmura. Cuchichea. Aparece un alux, o para ser más precisos, el maestro Yoda en persona.

-Mucho gusto –dice.

-Mucho gusto –dice Bicho.

-¡Oh, por Dios! –exclama mamá emocionada-. Es Armando Manzanero.

La esposa o novia o amiga de Armando Manzanero no parece compartir el gusto de su esposo, novio o amigo, le regala una gélida sonrisa a Bicho y se lleva al maestro a abordar el avión.

Bicho se despide de nosotros. Abraza y besa a mi hermano. Abraza y besa a mamá. Abraza y besa a su novio que tiene que contenerse cuando dos hombres pasan y clavan la mirada ardorosa en la retaguardia de Nuestra Belleza Yucatán. Bicho me abraza y me besa y tengo que confesarle que no pude escribir ni una sola palabra de su ensayo.

-No te preocupes, nada más no le digas a mamá –me dice en un susurro.

El avión despega, se pierde entre las nubes. Bicho finalmente está en donde merece.


lunes, 17 de agosto de 2009

Prólogos



Prólogo No. 11


Quería inmortalizar su nombre después de muerto, tanto, que por ello se dedicó de tiempo completo, con todo su empeño y furia, a tratar de convertirse en un escritor. O mejor dicho, de que la gente al verlo en la calle o fotografiado en alguna revista o en algún periódico o pasquín lo reconociese como una persona que se ganaba la vida en el oficio de la escritura. Vertiendo sobre una hoja en blanco todas las calamidades, indignidades y vergüenzas de las cuales debía avergonzarse el ser humano.

More...No era un hombre creyente. De hecho, no creía en nada. Ni en Dios, ni en el Cielo, ni en el Infierno. En lo único que creía era en lo despreciable que podían ser los seres humanos. Incluso él mismo. O mejor dicho, sobre todo él mismo y sus allegados más cercanos.

De ese modo fingía ganarse la vida, contándole a sus lectores y a todo aquel que apeteciera leerlo por vez primera, los secretos más íntimos y sórdidos de su vida privada y la de sus familiares y amigos. Nunca se preocupó de llegar a herir a alguien con sus letras, todo estaba dentro del marco de la ley y de las buenas maneras de la decencia: si Jorge era homosexual, publicaba que José era homosexual; si Mariana se acostaba con medio mundo y luego se daba aires de mujer casta y pura, al día siguiente aparecía en el periódico la historia de Marina, la devota de la Virgen de Guadalupe, revolcándose como una fierecilla indomable con hombres de los cuales ni siquiera sabía el nombre.

Esa era su vida y así se la ganaba, o fingía ganársela. En resumidas cuentas se podía decir que era una persona afortunada. Y lo sabía. Pero no por ello le agradecía a Dios todas las noches antes de dormir.

-La Virgencita te va a ayudar siempre que la necesites -le decía mamá, y con la mano lo persignaba poniéndole los dedos índice y pulgar en forma de cruz sobre la boca para que los besase-. Buenas noches bebé, que sueñes con los angelitos.

De niño creía en la Virgen (en cualquiera de sus múltiples versiones y manifestaciones) fervorosa y ciegamente, cual monaguillo aventajado, porque la Virgen era una mujer, como mamá. Y mamá era una mujer buena. Lo cuidaba y lo quería más que a nada en el mundo.

-Te quiero más que a nada en el mundo -le decía antes de abandonar la habitación-. Si te pasara algo, me moriría.

Al cerrarse la puerta de la habitación y quedar todo en penumbras, se imaginaba muerto, luego, podía ver como mamá se moría al instante de verlo muerto. Por eso entrelazaba piadosamente los dedos de las manos y rezaba todas las noches sin falta para no morirse nunca, o mejor dicho, para que mamá no se muriera nunca.

Pero su día había llegado. Cerró los ojos y descubrió que había olvidado cómo rezar.


Prólogo No. 21

Su mente se difuminó como las luces del cine antes de dar inicio una función. Pensó en arrepentirse de muchas cosas, pero ni una de ellas valía la pena como para arrepentirse de verdad. Quizás de lo único que se sentía culpable era haber olvidado que moriría de aquella forma. También de que sus últimas palabras, tal vez, serían recordadas como palabras huecas y vanas.

Antes del aliento final, cruzó por su mente la posibilidad de que si en vez de haber pasado tantas horas frente al televisor hubiera dedicado más tiempo a leer (tal como mamá se lo sugirió cuando era niño), incluso hasta una frase célebre hubiese inventado, o al menos se hubiera ahorrado la vergüenza y el cinismo de asentir con la cabeza todo el tiempo cuando otros escritores le hablaban de autores y de libros que en su vida había escuchado (menos leído).

Claro que nada de esto importaba, el truco era tener cara de intelectual. Y él la tenía. Gafas y cabellera larga. Los pantalones raídos también ayudan. Igual decir:

-Genial.

-Maravilloso.

-Una gloria.

O:

-Insufrible.

-Un bodrio.

-Muy comercial.

Palabras igualmente efectivas en el caso de que estuvieran descuartizando una novela.

En su caso, ignoraba cómo habían calificado su última novela. Evitaba enterarse de la crítica, o mejor dicho, de la crítica negativa. Sólo cuando no tenía más remedio que escucharla se enteraba de ella. Y eso, porque hubiera sido muy poco ético (o creíble) fingir ceguera y/o sordera cuando el sujeto de la butaca de la décima fila que venía con el kit completo de intelectual, o sea, cabellera pulcramente despeinada, lentes de pasta ancha, camisa de manta, jeans deslavados y rotos de fábrica y chancletas (aunque no pudo verle los pies, estaba en un 99% seguro de que las traía) dijo que los personajes de su novela estaban hechos de paja, que sus emociones y sentimientos no eran reales sino más bien de personajes salidos de alguna telenovela o, en el mejor de los casos, de un sit-com de esas que tienen risas enlatadas de fondo. Todo eso lo dijo en su cara (y en la cara de todos los que llenaron el teatro) con aplomo y con una seguridad bárbara en si mismo que sólo poseen los intelectuales, sin omitir detalle alguno al aderezar, hacer énfasis y magnificar el sinfín de errores sintácticos, gramaticales y de contenido de la novela, los cuales, huelga decir, el propio autor ignoraba por completo hasta ese momento. Terminada la feroz crítica, no pudo evitar poner la cara roja como un tomate. Después maldijo mentalmente a su editor, y luego, también maldijo mentalmente al intelectual de las chancletas, a quien le dio por respuesta lo siguiente:

-Te prometo que a la salida te firmo la novela.

Nunca fallaba. Presentación tras presentación. Un chascarrillo en el momento oportuno además de salvarte el pellejo tenía la virtud de que el teatro repleto de gente rompiera en risas (risas reales, no enlatadas). Además, una de las ventajas más grandes que tiene un escritor que vende libros y llena teatros es que los listillos nunca tienen derecho a replica, lo único que pueden hacer es dibujar una mueca furibunda en el rostro cuando la linda edecán de falda corta les aparta el micrófono de enfrente para entregárselo a la mujer gorda de mediana edad que lleva la mano levantada en el aire (y entumida también) desde que la ronda de preguntas del público hacia el escritor da inicio, es decir, desde una hora atrás. Y eso era lo que precisamente agradecía de las mujeres gordas de mediana edad, que además de comprar sus libros a la par de los de Paulo Coehlo, casi nunca preguntaban algo específico. Más bien solían descoserse en halagos tal y como lo hizo la mujer gorda de mediana edad que dijo estar en total desacuerdo con el payaso disfrazado de intelectual, ya que ella sí que se había identificado por completo con la protagonista de su novela, tanto, que apostaba su vida a que existía en la vida real.

Al escuchar esta declaración, una sonrisa se dibujo en su rostro, que en realidad era el fino disfraz de una mueca de horror por la patética existencia de una lunática dispuesta a apostar su vida así como así. Así que decidió ensanchar más la sonrisa para no evidenciar su espanto, pero justo cuando sus muelas empezaban a verse a través de su boca de lo grande y falsa que era la sonrisa, descubrió que a dos lugares de donde se encontraba la gorda de mediana edad aferrada con ambas manos al micrófono como si en ellas cargara una malteada de chocolate, estaba sentada la mujer que pensó nunca más volvería a ver en su vida, dueña del mismo rostro endiabladamente angelical y la mirada de hielo que tenía el día que por culpa suya la internaron en una clínica de rehabilitación.


Prólogo No. 34

Antes de relatar el asesinato que para su desgracia le tocó interpretar en el papel protagónico de víctima es necesario agregar aspectos fundamentales en la historia. Los focos, por ejemplo. Los focos en el teatro (o de cualquier teatro) eran de cien mil voltios o alguna cifra similar con varios ceros, eso lo sabe todo aquel que ha estado alguna vez sobre el entarimado de un teatro.

Los flashes de las cámaras fotográficas también hicieron su parte. Eran tantas las lucecitas que se dispararon cuando el moderador de la mesa informó que se venía la última pregunta de la noche, que al observar por última vez la butaca donde estaba sentada aquella mujer de su pasado y encontrarla vacía pensó que su presencia había sido producto tanto de su imaginación como del calcinamiento de sus retinas.

Lo que ocurrió a continuación fue tal cual ocurre en las películas de acción de Hollywood cuando viene la escena final y todo se torna en cámara lenta para que el espectador, cómodamente sentado en su butaca con bote gigantesco de palomitas en una mano y el refresco jumbo en la otra, no pierda detalle alguno. Por desgracia, su vida lejos estaba de parecerse a las películas de Hollywood, al menos en las que el héroe de acción salva el día en un acto heroico.

Un pequeño pasillo alfombrado, cinco escalones de madera para subir al escenario y una larga mesa de dos metros de largo por treinta centímetros de diámetro cubierta con un mantel color verde aceituna donde tenía apoyados los codos, al igual que el moderador y su representante, era lo único que les separaba de las butacas ocupadas por el público.

En el remoto caso de que en vez de ser escritor hubiera decidido ser una estrella de pop rock a los que les programan sus videos musicales en MTV quizás hubiera tenido derecho al menos a un par de mastodontes de seguridad que custodiaran las escaleras del escenario para que ningún fanático tuvieran la brillante osadía de subir a abrazarle o a pedirle un autógrafo. Sin embargo, siendo escritor y tratándose por consiguiente de la presentación de un libro y no de un concierto para mozalbetes, no hubo guardias en el teatro custodiando su seguridad.

Ni siquiera porque su libro trataba sobre la vida de una adolescente flacucha como un fideo atrapada en el mundo de las drogas, cuyo novio (un ilustre escritor desconocido), en un ataque de celos al ser abandonado y cambiado por un junior repartidor de ácidos y estupefacientes, decide denunciar la adicción de la chica ante sus padres, teniendo por consecuencia que la madre de la protagonista la encerrara en una clínica de rehabilitación, de donde después de muchas vejaciones y peripecias (y capítulos) finalmente escapa para cobrar venganza apuñalando en repetidas ocasiones con un picahielo a su ex novio justo el día en que éste alcanza el éxito gracias a la publicación de una novela donde narra la vida de una drogadicta adolescente idéntica a ella; teniendo lugar el asesinato en un teatro abarrotado de espectadores que impávidos sólo alcanzan a horrorizarse ante la increíble escena, para después abalanzarse a las librerías a comprar la novela del fallecido autor hasta convertirlo en un best-seller.


Prólogo No. 40

Ocurrió tal y como lo viste decenas de veces en el YouTube desde la tranquilidad de tu hogar o en clandestinidad de tu lugar de trabajo. Los aplausos cesaron de repente y en su lugar entró un silencio ensordecedor seguido de un grito generalizado de “¡oooooooooh!”, propio de las corridas de toros cuando el torero es cogido por el pitón del toro.

Como habrás notado en la pantalla de tu computadora, puso cara de imbécil. Y no tienes por que ocultar que reíste al repetir una y cien veces el video. En efecto, puso la típica cara del imbécil sorprendido que sabe que va a morir, aunque en su defensa se puede decir que será la misma cara de imbécil que pondrás cuando un automóvil venga en sentido contrario y te atropelle al cruzar la calle o cuando resbales del tejado de tu casa al revisar el tinaco o cuando una ex novia te apuñale por la espalda con un picahielo.

No fue una muerte digna. Nadie en su sano juicio hubiera deseado ser grabado en video por las decenas de teléfonos celulares que cargaban consigo los presentes, y en vez de eso, que alguno de ellos se le hubiera ocurrido auxiliarle para que el número de puñaladas no llegara a los dos dígitos. Incluso hubo morbosos que se acercaron tanto al escenario a grabar la escena que fue precisamente gracias a estos aprendices de paparazzi que pudiste escuchar los huesos crujir cuando el punzón de acero entraba y salía dentro y fuera del cuerpo.

Crac, crac. Así sonaron los huesos.

Crac, crac. Otras dos puñaladas antes de que el representante literario chillara como una hiena asustadiza, primero levantándose y después apartándose lejos de la mesa para salvar su propio pellejo.

Crac, crac. Dos puñaladas más. Iban seis y nadie tuvo intenciones de detener las que vinieron después. Ni siquiera él, cuyos brazos los tenía engarrotados y sólo alcanzó a agitarlos torpemente cual pato herido de muerte que intenta emprender de nuevo el errante vuelo luego de un escopetazo.

Tras la segunda puñalada cayó de su silla al suelo. Tenía la espalda apoyada sobre el entarimado. A cada movimiento en su patética defensa sentía como la espalda patinaba sobre un líquido caliente y espeso. Sangre que manaba de dos agujeros que tenía en la espalda. La garganta se le cerró y le costaba respirar. Tampoco podía ver nada por las luces del techo que le cegaban. También por los flashes de las cámaras, ya que la gente empezó a tomar fotos como si estuvieran en un coliseo viendo la lucha libre.

Luego, una silueta apareció delante de él para montarlo a horcajadas. Unos cabellos largos, lacios y castaños flotaron en delgadas hebras luminosas sobre su cabeza al tiempo que dos manos empuñaban en todo lo alto un picahielo que terminó aterrizando primero en su hombro izquierdo y después en su clavícula izquierda.

Crac, crac (puñalada número tres y puñalada número cuatro).

Las puñaladas venían en oferta, al 2 x 1. De par en par. Una después de la otra, con la misma furia y con la misma saña. Así llegaron las puñaladas número cinco y número seis. Luego las puñaladas número siete y número ocho. Eran tan veloces que parecían una misma, desde luego sólo en el sentido metafórico, porque en realidad el dolor que sentía era por partida doble.

Crac, crac.

Cuando llegaron las últimas dos puñaladas (puñalada número nueve y puñalada número diez) tenía la vista completamente nublada y borrosa por las lágrimas que le empañaban los ojos.

El último crac en realidad no sonó crac, sino más bien fue un sonido seco producto del agujero que se hizo en la duela del escenario al ser atravesada con la punta del arma, no sin antes traspasarle primero el lóbulo de la oreja derecha.

Si le subes el volumen a tus bocinas (checa que sea el video que yo subí) podrás escuchar el grito de un valiente que desde las butacas traseras, cuando la victima dejó de ser agujereada como un muñeco de vudú, dijo:

-¡Alguien llame a los paramédicos!

Por desgracia en México los paramédicos pueden llegar al lugar del siniestro cuando la última gota de sangre ha abandonado el cuerpo del herido. Siendo esto del conocimiento de los presentes, no faltaron las manos voluntariosas que se dispusieron a sacar al paramédico que llevaban dentro. Enjundiosos, cargaron al moribundo para poder trasladarlo al hospital más cercano.

-¡Ahhhh! –aulló de dolor la victima.

Ante esta inesperada situación los buenos samaritanos se enfrascaron en una acalorada y nerviosa discusión.

-Arráncaselo.

-No, arráncaselo tú.

-No, no. Mejor tú.

Y así debatieron durante segundos vitales, hasta que alguien (seguramente un carnicero) decidió arrancar de un tirón el picahielo de la oreja del moribundo, no sin antes dejarse escuchar la advertencia de rigor que suele ocurrir en estos casos donde sobra el nerviosismo y la estupidez:

-Pero con cuidado, no vaya a desangrarse.

Finalmente lograron levantarlo del piso entre varias personas y lo condujeron por uno de los corredores del teatro rumbo a la salida. Al atravesar el pasillo, entre todos los rostros del público que seguían abarrotando las localidades, sentada en una de las butacas, pudo verla, muerta de la risa.

De no ser porque tenía los brazos y las manos bañadas en sangre, Valentina hubiera pasado inadvertida e inocente como el resto de la gente que no cesaban de tomar fotos desde sus celulares y cámaras fotográficas.


Prólogo No. 58

Al despertar en la mañana, frente al espejo, mientras se pasaba el rastrillo de rasurar sobre el mentón de una barba crecida, supo exactamente las palabras que tenía que decir antes de morir.