lunes, 25 de julio de 2011

El precio de ser escritor


1


Escribir es un oficio peligroso. Extremo. Cada publicación tiene un costo. Un precio. Una reacción. Ayer, luego de publicar en mi blog un escrito autoflagelatorio bajo el título Me quedaré solo, ocurrió el milagro de que la hija de tío Tito me perdonara. Que olvidara mis indiscreciones familiares y me animara a explotar mi talento, a seguir escribiendo. Sin embargo, escribir significa perder la cordura y lanzarse a un campo de batalla. La victoria, si es que se consigue, siempre se ve empañada por las heridas de guerra.

-¿Y yo qué soy para ti? –me reclama Selva-. ¿Un espejismo? ¿Una ilusión?

Pienso justificarme, decirle que todo lo que escribo es ficción. Que no debe tomar literal cada una de mis letras. Pero decir eso sería engañarme, mentirme y mentirle. El escrito de ayer fue sincero. A corazón abierto. Negarlo me convertiría en un monstruo que da miedo. Que espanta.

-¿No piensas decir nada? –Selva se cruza de brazos-. ¿Te crees un escritor torturado, solitario, que no vale un peso? Ay, pobrecito de mí, estoy solo, voy a morir solo, eres un idiota, yo te amo y voy a estar siempre contigo.

Me arrepiento de no tener una grabadora conmigo, de que mi vida no sea un reality show de VH1 que registre sus palabras, para poder mostrarle la grabación el día que sus ojos pierdan el brillo, su risa se apague, descubra que probablemente Alfaguara o Planeta jamás me reclutarán en sus filas, que seguiré conduciendo mi volcho hasta que ambos nos terminemos de oxidar y destartalar.


2


-Mira qué guapo eras –Selva suspira.

Cada que Selva se deprime (siempre por mi culpa) agarra mi cartera (naturalmente no para sustraer dinero: hay poco o nada que llevarse) para ver mi credencial de estudiante universitario. La vuelve a mirar, vuelve a suspirar y vuelve a decir: mira qué guapo eras.

Sí, qué guapo era. Tiempo pasado. Imagino que si nunca hubiera renunciado al corporativo transnacional donde hacía mis prácticas profesionales y donde me ofrecieron un rimbombante puesto, ahora mismo sería tan guapo como mi primo Darío (hijo de la fusión gay entre yo (cuando era guapo) y Loret de Mola), que, astuto, sigue trabajando y ascendiendo puestos en el corporativo al que renuncié por sacarme una novela de las entrañas.

-¿Qué? ¿En qué piensas? –pregunta Selva.

-En nada –miento.

Un dicho viene a mi mente: “la experiencia es como tener un peine cuando estás calvo”. Tonto de mí, la mitad de la carrera universitaria me la pasé enamorado como un gorrión de mi primera novia, Paulina, la psicóloga esotérica, que vivía a 1,301.25 kilómetros de distancia. Nunca advertí por qué las chicas siempre querían hacerme las tareas, elegirme primero para que estuviera en su equipo de trabajo y desvelarme en sus casas. Desperdicié mi belleza. No puedo entender cómo Selva puede estar con un sujeto tan feo como yo.

-Te tengo una sorpresa –dice.

Y además me tiene una sorpresa. Mi chica debe estar loca.

-Mira –Selva saca un frasquito de su bolsa.

Aguzo la mirada.

-¿Qué es eso? –pregunto asustado.

-Semen de ballena.

Por increíble que parezca, respiro con alivio. Pensé que era cianuro y mi escrito de ayer se convertiría en realidad.

-Es para tus arrugas –me explica-, quiero que vuelvas a ser tan guapo como en la universidad.

-No pienso tomar semen de ballena.

-Menso, es para la cara.

-No pienso ponerme semen de ballena en la cara.

-Pues te vas a quedar solo.


3


Cierro los ojos. A mi mente viene un enorme cachalote, una ballena azul, las ballenas furiosas que se tragaron a Jonás y a Pinocho. Estos mamíferos gigantescos aparecen volando en mi cabeza como si fueran los aviones que apagan incendios forestales, abriendo una compuerta a la altura de sus panzas y expulsando toneladas de agua. Oprimo con furia los parpados. Me resisto a ser Jenna Jameson víctima de un rabioso cumshot. Me niego a pensar que un monstruo marino se está viniendo en mi cara.

-Listo –Selva se limpia las manos con una toallita.

Los escritores somos unos habladores, unos cobardes. Muy valientes a la hora de decir que nos quedaremos solos, pero en la realidad, a la hora de la verdad, estamos dispuestos a perder la poca dignidad que nos queda con tal de que nuestras chicas no nos abandonen.


Este escrito fue publicado en el número 170 de Tierra Adentro (Junio-Julio 2011)


miércoles, 20 de julio de 2011

Un día de furia


“Disculpen si les llamo caballeros, pero es que no les conozco muy bien.”
- Groucho Marx



Esta historia termina conmigo escapando como un criminal de la escena de un accidente automovilístico. Me lo merezco por creer que la razón y el discurso son más poderosos que la violencia.

Todo comienza muy temprano.

Necesito imprimir unas hojas y luego llevar a mi chica al banco.

-Mira, hay una papelería junto al banco –digo-, qué suerte.

Pobre ingenuo.

Es el inicio del calvario.

Me formo en la fila, o mejor dicho, detrás de una señora.

-No da tono de fax –dice la señorita de la papelería-. ¿Segura que está bien el número que tiene, señora?

-Segura –dice la señora-, aquí tengo anotado el número.

La chica mira el papel que le entrega la señora.

-Le falta un número –dice la señorita-. Por eso no da tono el fax.

-¿Cómo va a ser? Mi hija me dio este número –la señora se rasca la cabeza-. Inténtelo de nuevo. 

La señorita vuelve a marcar el número del fax.

-¿Se pudo? –pregunta la señora con ojos esperanzadores.

-Nada, no da línea, le digo que le falta un número.

-Qué raro. ¿Segura que falta un número?

-Segura.

-Uay, ¿cuál será ese número? –se vuelva a rascar la cabeza la señora.

-Deme veinte hojas de opalina –truena una voz a mis espaldas.

-En un momentito, señor –dice la señorita mientras marca por enésima vez el fax.

-Déjame le marco a mi hija para que me dé bien el número –la señora saca un celular de su bolso.

-¿Qué desea señor? –me dice la señorita.

-Necesito…

-Deme veinte hojas de opalina –me revienta el tímpano la voz a mis espaldas.

-En un momentito señor, estoy atendiendo a otra persona –dice la señorita.

-Necesito imprimir un archivo –le entrego mi USB a la señorita.

-¿Cómo se llama el archivo?

-Se llama…

-Deme veinte hojas de opalina.

-En un momentito, señor, por favor.

-Se llama contrato de publicación –digo.

-¿Va a tardar mucho imprimiendo? Necesito veinte hojas de opalina. 

Quince minutos después salgo de la papelería con mis hojas impresas. Descubro que el contrato de publicación que me envió una revista del DF confundió mi nombre con el de otro escritor. No pienso comunicarme con la editorial y esperar a que me envíen mi contrato. Voy a firmar a nombre del otro escritor y a enviar el contrato hoy mismo. Sospecho que el otro escritor que tiene mi contrato, hará lo mismo que yo. A los escritores nos urge que nos paguen lo antes posible para no morir de hambre. Si por nosotros fuera, las editoriales tienen carta abierta para falsificar nuestras firmas las veces que quieran con tal de que nos den dinero. Pocas son las editoriales decentes que creen que nuestro trabajo merece ser remunerado.

Entro al banco.

Mi chica tiene la cara roja.

Se jala de los pelos.

-Puto banco de miarda –dice-, llevo una hora parada aquí y no avanza la fila.

Observo la fila. Hay diez personas delante de mi chica.

-Mira, esa se mueva más rápido –señalo la fila que tiene un cartelón que tiene un dibujito de una mujer embarazada y una silla de ruedas.

-Hijos de puta –masculla mi chica.

La fila de paralíticos y mujeres embarazadas en realidad es una fila ocupada por señoras y señores rozagantes erguidos en dos piernas. Las señoras sin ninguna muestra palpable de estar preñadas, no así los señores, cuyos vientres parecen albergar trillizos.

-La fila de ahí, ¿qué no es para embarazadas y para discapacitados? –pregunta mi chica al guardia.

-Así es –responde el guardia.

-¿Y?

-Bueno, también es fila para gente que tiene mucho dinero en su cuenta.

-¿Y cómo sabe usted que tienen mucho dinero esas personas?

-Señorita, yo solo soy el guardia.

Media hora después salimos del banco.

-¿Ves por qué debería tener una pistola? –dice mi chica-. Voy a abrir tardísimo mi salón.

Acelero a todo lo que da mi volcho, es decir, a 60 km/hr. Las calles están cerradas. Han comenzado a construir el famoso paso deprimido de la ciudad, es decir, un hueco debajo de una glorieta donde está una fuente horrenda (aunque según dicen algunos, patrimonio de la humanidad), que en teoría (o versión de la alcaldesa) modernizará a la ciudad además de agilizar el tráfico, decisión que en los últimos días provocó protestas de vecinos y decenas de inconformes que aseguran, y no les falta razón, que Mérida no necesita pasos a desnivel, que la construcción es un pretexto para que el gobierno robe. Como era de esperarse, las protestas fueron acalladas por el gobierno enviando a señores diestros en el arte de romper madres, dejando de saldo uno que otro revoltoso en el hospital por andar manifestándose de manera pacífica. Raudos y veloces, los periódicos que trabajan para la oposición mostraron los rostros ensangrentados de los heridos, y no tardó en correrse la voz por todas las redes sociales que una forma de plantarle cara al gobierno represor e irresponsable por despilfarrar nuestros impuestos es el no asistir al concierto gratuito de Shakira, que según cuentan, le costó a la ciudad 21 millones de pesos, concierto que por misteriosas causas cayó justo el día del cumpleaños de la hija adolescente de la alcaldesa, que por coincidencias de la vida, su sueño era ver un concierto de Shakira.

-Se acaban de ir tres clientes –dice la empleada de mi chica.

Mi chica se baja del volcho mentando madres, furiosa abre el salón de belleza de un portazo.

Me dirijo a correos. Debo enviar el contrato firmado que no está a mi nombre. Me interno en una de las avenidas más transitadas de la ciudad. Pienso que el gobierno debería hacer huecos en todas las avenidas. Agujeros sin fondo. Que todos los automóviles caigan a un vacío infinito y desparezcan.

En esto pienso cuando mi volcho se zangolotea involuntariamente delante de un semáforo en rojo.

-Uay, ya te pegaron –dice un vendedor de periódicos.

Al parecer soy la última persona en enterarse de que me han chocado.

¿Y ahora qué procede?

-Bájate a ver tu defensa –dice el periodiquero.

Obedezco.

Descubro con qué facilidad pueden hacerse añicos tus planes de la mañana. Convertir en un pequeño infierno tu día. Se desata la histeria colectiva. Una retahíla de cláxones de gente que llegará tarde a su destino se coordina con asombrosa pericia. Recuerdo por qué me gusta tomar las calles con alto de disco. No confío en la gente. Cada que tomo una calle donde no tengo alto cierro los ojos y aprieto la mandíbula esperando el impacto de un idiota que chatea por su BlackBerry.

-Uay, sí te dobló la defensa –apunta el vendedor de periódicos.  

En efecto, la defensa trasera de mi volcho está doblada.

-No tiene nada tu defensa –dice el conductor que acaba de impactarme.

Reviso de nuevo mi defensa: está doblada.

-Señor, está doblada mi defensa –informo al conductor.

-No, no está.

-Tal vez si se bajara de su auto notaría que mi defensa está doblada.

-Yo no fui.

Quedo mudo. Me ha dejado sin argumentos.

-¿Cómo dice?

-Que yo no fui.

-¿Cómo?

-Que yo no le pegué. Su auto ya estaba chocado.

Empiezan a brotar lianas a mi alrededor. El Oxxo de la esquina se transforma en una caverna. La lluvia de cláxones son los rugidos de las fieras. Se me caen los lentes. Mi nariz es un hocico. Mis manos se llenan de pelos. Entonces veo a tres niños sentados en la parte trasera del coche que me acaba de impactar, ninguno rebasa los diez años de edad. No dicen ni pío. Están aterrados. Igual el anciano que está en el asiento del copiloto. Me sonríe nervioso. El conductor mira su retrovisor. Pone la palanca en la reversa. Puedo leer sus pensamientos. Ni en pedo te vas a escapar. Hay una serpiente de automóviles bloqueando cualquier salida.

Respiro profundo.

-Bajase del auto, por favor –digo. El por favor hace desvanecer las lianas, la caverna, mi hocico de bestia.  

El conductor se baja del auto.

-No tiene nada tu coche –dice.

-No insulte a mi inteligencia –digo. Y en el acto me arrepiento. Si fuera una persona inteligente no estaría dialogando con este hombre. Hace rato ya le hubiera tomado por el cuello, sacado la cartera y obligado a pagarme a punta de golpes.

-Yo no fui –dice.

-¿Me está diciendo que mi defensa se abolló sola?

-Sí.

¿Por qué no le rompo la cara de un golpe? ¿Acaso no le saco medio metro de altura? ¿De qué han servido tantos años en el gimnasio?

-Yo lo vi todo –interviene el periodiquero, mi ángel guardián, que sostiene un periódico con la foto impresa de Shakira y el titular: “Ayuntamiento: 170 mil personas asistieron al concierto de Shakira”.

-Usted no se meta –dice el conductor.

-¿No le da vergüenza? –pregunto.

El conductor ignora mi pregunta y saca 50 pesos de la cartera. Se los entrega al vendedor de periódicos.

-¿Qué hace? –pregunto como un idiota.

-Ahora que venga la policía ya veremos quién tiene la culpa del choque. 

miércoles, 13 de julio de 2011

La prueba de fuego


1


Cada día me convenzo más de que no soy el escritor que pretendía ser, o mejor dicho, cada día descubro que no soy un escritor. Tan solo soy la tímida sombra de un impostor. Alguien que le gusta leer (no lo suficiente) y ver programas de televisión (en exceso) y que cree (erróneamente) poder imitar lo que sus ojos y cerebro procesan con gran satisfacción ante una hoja de papel o una pantalla.

Me distraigo con asombrosa facilidad. En especial cuando escribo, o intento escribir. Si logro encadenar un par de párrafos medianamente decentes, dignos de ser leídos, que no matarían del aburrimiento al incauto lector, los gritos de mamá hacen acto de presencia desde la cocina.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo! –grita hasta que yo le devuelvo el grito preguntándole qué quiere.

Siempre son nimiedades. Que cambie un foco, que voltee el garrafón de agua, que vaya por el periódico a la esquina, etcétera. Mamá hace caso omiso a mis súplicas de que mientras estoy escribiendo por favor no me interrumpa, que haga de cuenta que no existo, que se imagine por un instante que no he regresado (humillado) a vivir a su casa, que soy un fantasma, o en el peor de los casos, que piense que soy su hijo mayor, al cual jamás se le cruzaría por la cabeza llamar para que vaya a comprarle un kilo de tomates a El Osito.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo!

La sangre me hierve. Burbujea como agua mineral por mis venas. La sien me palpita. Intento respirar profundo, no quiero morir de un derrame cerebral como papá. Me concentro, o intento concentrarme en las palabras que voy agregando al párrafo, es decir, a la biografía de Selva Rodríguez, novela por la que el gobierno federal me está manteniendo, y por la que también, por obra y gracia divina mi chica permanece a mi lado.

-¡Rodrigo! ¡Rodrigo!

Doy un manotazo en la mesa. Salgo del cuarto dando un portazo. Bajo las escaleras, atravieso el pasillo de la sala y entro a la cocina aporreando los pies como si fuera un soldado norcoreano.

-¿Qué prefieres comer hoy bebé, lasaña o bistec empanizado?


2


Temo matar a alguien un día de estos. Mi lista la encabeza Jorge González. Pareciera que en el Universo se activa una alarma cuando la inspiración milagrosamente logra posarse sobre mi cabeza.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

Así suena la alarma del Universo. Igualito al ruido que hace el teléfono.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

¿Existe algo más molesto que los pitidos tradicionales del teléfono? ¿Por qué no he podido vencer a mi pereza y cambiar los infernales pitidos leyendo el manual del teléfono? Sigo adelante en la escritura. O eso intento. Empiezo a poner comas donde no deben ir. A utilizar gerundios, infinitivos. Diálogos inverosímiles. ¿Qué nadie piensa contestar el teléfono?

-¿Bueno?

-Buenas tardes, con el señor…

-Ya le dije que no vive aquí.

-Lo siento señor, tenemos registrado en este número al señor…

Me gusta colgarle el teléfono a Jorge González. Jorge González trabaja en HSBC. Su trabajo es recordarle a los deudores del banco que no olviden pagar sus deudas. Naturalmente yo no tengo deudas porque no poseo nada. O mejor dicho, porque no me he casado y comprado una casa para hospedar a una mujer neurótica con sus 3 hijos, tal como hizo mi hermano, que astuto, al pedir el crédito bancario dio como referencia no el número telefónico de su casa nueva sino el número de casa de mamá.

-¿Bueno?

-Buenas tardes, por favor no cuelgue…

-Ya le dije que no vive aquí.

-Entiendo, pero en el sistema tenemos este número registrado…

No me dolería colgarle el teléfono a Jorge González si no eligiera llamar justo cuando estoy escribiendo. Incluso, hay veces que he llegado a pensar que mi cuarto tiene un circuito cerrado de cámaras bien oculto desde donde Jorge Gonzáles me observa en su cubículo del banco, mirando cómo intento escribir, cómo me rasco la cabeza, cómo miro y miro la pantalla de la computadora sin animarme a teclear nada gracias a mi poca creatividad, hasta que de repente, cuando estiro las manos y empiezo a darle a las teclas, se le ilumina el rostro, dibuja una sonrisa demoníaca y coge el teléfono.

-¿Bueno?

-Buenos días, Jorge González, de nuevo…

-Ya le dije que mi hermano no vive aquí.

-Lo siento señor, mientras tengamos registrado en el sistema este número…

Hay días que en vez de escribir, me quedo sentado, pensativo frente al monitor, sin mover un solo músculo, temeroso de que al estirar la mano, Jorge González haga acto de presencia. En mi mente lo he amenazado de muerte, le he dicho que si vuelva a llamar le voy a caer a trompadas, que voy a ir directamente a su oficina a reventarle el teléfono en la cabeza. De hecho, una tarde de inusitada inspiración, pude cumplir mi sanguinaria fantasía.

-Señor, tranquilícese.

-Ya me escuchó, Jorge. ¿Estamos claros?

-Clarísimos, señor, el problema es que las oficinas centrales de HSBC están en el DF y usted vive en Mérida.

He intentado ponerle rostro a Jorge González. Indagué por varias horas en Facebook pero existen más Jorges González que Juanes Pérez. Fue como buscar una aguja en un pajar. Mi intención era dar con la esposa, novia, o algún pariente cercano, alguien que viviera en Mérida y amenazarlo de muerte, decirle al amigo o pariente cercano mediante una carta anónima que si Jorge González volvía a llamarme por teléfono, lo destazaría como a una res.

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

La mayoría de las veces, tengo que ser sincero, mamá es la que contesta. Se enfrasca en batallas telefónicas por horas. Ignoro qué sea más molesto, si los gritos de mamá o los pitidos del teléfono.


3


¡Ding dong!

Esa es otra modalidad de alarma que tiene el Universo al activarse al descubrir que la inspiración me ha abordado ante la computadora.

¡Ding dong!

También así suena el timbre de casa de mamá. El clásico timbre de puerta de las caricaturas y/o tiras cómicas. Nada molesto, pero lo suficientemente irritante cuando se repite muchas veces y te obliga a levantarte de tu silla, bajar las escaleras y atender a la puerta.

-¿Tiene diez pesos que me regale? –dice un hombre mugroso con barba de chivo.

Me dan ganas de arrojarle objetos punzocortantes a la pantalla del televisor cuando aparece el presidente diciendo que el país va por buen camino, que en ningún sexenio como éste se generó tanto empleo, que vamos en vías de desarrollo, del primer mundo.

-Disculpe, no tengo ni un peso –digo, enfundado en ropa mugrosa, pelos disparejos por toda la cara.

-Gracias, perdone por las molestias –el vagabundo se disculpa, incluso se compadece de mí.

Regreso a la computadora. De ahí en adelante, no puedo escribir ni una sola palabra más. ¿Qué será de mí cuando expire mi beca y nadie quiera publicar mi novela? La ropa y la mugre no son problemas, lo único que debo perfeccionar es el gesto de dolor en el rostro para poder ganar unos cuantos centavos a costa de inspirar lástima en mis vecinos.


4


Pese a mi carácter cada vez más huraño y explosivo, Bucky me ha elegido como su amo y señor todopoderoso cuando su ama y señora todopoderosa, alias, Bicho, emigró a la gran ciudad en busca de fama, fortuna y reflectores.

Bucky es el perro más cariñoso que he conocido jamás. Si entrara un ladrón a casa de mamá (acto altamente probable de seguir la crisis económica), no dudaría en darle la bienvenida con cabriolas. Sería el perro perfecto, de no ser por dos motivos: uno, cada que empiezo a escribir (a escribir de verdad, o sea, con puntos y comas donde deben ir) se pone a gimotear, a mirarme con ojitos tristes para que lo saque a pasear, ya que su ex dueña tenía la sana costumbre de pasearlo todas las noches cuando ella salía a ejercitarse para mantener un cuerpo espectacular, digno de los certámenes de belleza; dos, cuando me digno a sacarlo a la calle (esto es después de leer los dos o tres párrafos que he escrito y descubro que no tienen pies ni cabeza) se vuelve loco, pone mirada de Jack Nicholson en El resplandor al ver que estoy yendo por su correa.

Bucky ama la calle tanto como un negro. Se emociona muchísimo al escapar de la monotonía de casa de mamá, a tal grado que es el único perro en el mundo (o que yo haya visto) en hacer recorridos de varias cuadras rebotando en dos patas, como un canguro pequeño.

He intentado seguir todos los consejos de Cesar Millan, alias, El Encantador de Perros, para que Bucky se comporte como todos los perros normales que salen a pasear en cuatro patas. Fracasé. Esto lo atribuyo a que no he tenía corazón para ahorcarlo con su correa de castigo. Por eso le compré una pechera. Para no partirle el cuello y para que sea precisamente él quien me pasee a mí. Al salir a la calle dejo que Bucky elija el camino que más le apetezca. Que se deje guiar por su olfato y sus deseos caninos.

Me da gracia ver que todas las noches Bucky elige ir rebotando en dos patas hasta el mismo lugar: NUERÓTICOS ANÓNIMOS A.C. Grupo: SERENIDAD ES BINESTAR. En un principio atribuí esto a una señal divina. Por un momento pensé que Bucky quería mostrarme la luz, el camino verdadero para ser una mejor persona, quizá un mejor escritor, un intelectual en paz. No fue así, pronto descubrí la verdad: a Bucky poco le importa tener un amo y señor todopoderosos capaz de sobreponerse a los ruidos e interrupciones del mundo exterior a la hora de crear obras de arte.

Bucky es un perro sabio: ve el bosque completo y no solo los árboles que tiene enfrente.

Su olfato canino le dice que ser neurótico es cosa seria. Significa ir al trabajo y contar hasta diez para evitar ahorcar con el cable del teléfono al explotador de tu jefe; llegar a casa y contar hasta diez para no acuchillar a la gorda y fodonga de tu mujer que ve las telenovelas cual Jabba the Hutt desparramada en el sofá; entrar al cuarto de tu hija y contar hasta diez para no romperle el hocico a la muy zorra que ya le salieron las tetitas y desde la webcam se las presume al novio (seguramente un sexagenario pedófilo usurpando la identidad de su hijo adolescente); salir a la puerta de casa y contar hasta diez para no partirle la boca a tu vecino que se estacionó en la entrada de tu cochera; dar volantazos y frenazos y contar hasta diez para no atropellar a los transeúntes que se atraviesan imprudentes por la calle; respirar profundo y contar hasta diez antes de bajarte del coche para que otros neuróticos crean que eres una persona sana, normal, es decir, el afable moderador de las sesiones; y finalmente (esta es la prueba de fuego) contar hasta diez para no pegar de gritos y mentar madres como el demente que en efecto eres y mostrar tu verdadero y horrible rostro al pisar un pedazo de mierda de perro en la entrada de NUERÓTICOS ANÓNIMOS A.C. Grupo: SERENIDAD ES BINESTAR.

Ver cagar a Bucky me relaja, me hace sentir una mejor persona, en comunión conmigo mismo. Me recuerda que Selva es la única mujer (por no decir ser humano) a quien le gusta que sea un hombre de muchos odios; que si dependiera de mi persona oprimir el botón para acabar con la raza humana no dudaría un segundo en apretarlo con todas mis fuerzas.

lunes, 11 de julio de 2011

Los culpables


“Los periodistas deben criticar, pero no azotar a nadie.”
- Luis Herrero


Por primera vez en la historia, México está virtualmente eliminado de la Copa América en la primera ronda. Sin embargo, algunos soñadores (los analistas de TvAzteca y Televisa) creen que los astros se alinearán para que la selección mexicana califique. Traducción: el camión de la selección uruguaya arderá en llamas minutos antes de llegar al estadio Ciudad de La Plata.

-Debido a este horrible accidente –dirá con rostro de luto el presidente de la Conmebol en rueda de prensa-, sumado a la explosión de los camiones de Chile y Perú, México avanza a cuartos de final como líder absoluto del grupo C con cero puntos.

Naturalmente este perverso sueño no es exclusivo de los achichincles del duopolio que controla al país y al fútbol nacional, sospecho que más de un directivo argentino también fantasea con autobuses en llamas para sortear el ridículo y el desprestigio histórico en casa.

Pero el mundo no está hecho de sueños o deseos, sino de hechos. Y los hechos son que a los jugadores de la selección mexicana de fútbol (como al resto de la población mexicana heterosexual y lésbica) les encantan las mujeres y/o los hombres disfrazados de mujeres (el y/o es un porcentaje mayor del que todos piensan o sospechan).

Otro hecho (o alta probabilidad) es que en el grupo C calificarán Chile, Uruguay y Perú. Mi humilde pronóstico es que estas tres selecciones sumarán 5 puntos. Es decir, no habrá camiones calcinando a jugadores y cuerpo técnico de tres naciones diferentes. Traducción: el duopolio se indignará a través de sus merolicos por el fracaso de la selección (o sea, por menguar sus arcas al no poder televisar más que 3 míseros partidos de México) culpando a los 8 jugadores que fueron separados del equipo días antes de arrancar la Copa América por andar de calientes pidiendo putas luego de un partido amistoso contra Ecuador (ojo, sabias lenguas aseguran que los jugadores también se fueron de putas durante toda la gira de preparación por Sudamérica).

¿Acaso este escrito busca la justificación o defensa de los 8 seleccionados libidinosos?

Levanten la mano los que no sean libidinosos. Levanten la mano los que no sean calientes. Levanten la mano los que no piensan en sexo cada media hora, es decir, en horas de oficina. Levanten la mano los que no vean televisión. Los que no lean los periódicos, los que no miran las revistas del corazón. Los que no tienen Internet.

Es curioso ver los golpes de pecho que se dan las marionetas de las televisoras exigiendo profesionalismo, rectitud, pero en especial, respeto por la camiseta verde.

-Qué vergüenza, los futbolistas son un ejemplo para la niñez –dicen con el rostro compungido, con un par de buenas tetas a un costado-. ¿No te parece abominable el comportamiento de los jugadores, Marigol?

Pfizer me libre de tener hijos, pero si Pfizer falla, tendría que ser un retrasado mental para poner en manos de un futbolista la educación de mis hijos: el piso de la casa (que no tengo) estaría llena de escupitajos y de mocos. O tendría que ser un reverendo imbécil para creer que mis hijos no van a ser educados (o altamente influenciados) por los medios de comunicación. 

¿Acaso no es Televisa quién tiene un programa familiar donde se busca explotar el talento infantil conducido por una presunta ex teibolera y una ex presidiaria sentenciada bajo el cargo de corrupción de menores?

¿Acaso el duopolio no tiene revistas donde expone semidesnudas a sus luminarias de la televisión?

¿Acaso los periódicos y páginas web deportivas (traducción: de fútbol) no tienen una (o varias) secciones donde aparecen mujeres mostrando piel cual suripantas?

¿Acaso el duopolio no se ha cansado de rebajar a la mujer a categoría de objeto cada que la lleva a conducir algún evento deportivo para subir el rating?

¿A caso el rating no es el número de personas que miran la televisión?

-El problema con los futbolistas es que se creen semidioses –dicen indignadísimos los analistas deportivos.

Más preguntas: ¿Quiénes son las personas que se la pasan cacareando el día entero que no nos perdamos los partidos de la selección? ¿Quiénes son los encargados de poner a los jugadores en las tapas de las revistas, periódicos y comerciales de televisión? ¿Qué diferencia existe entonces entre una luminaria de la farándula con un jugador de fútbol?

-¡Qué desfachatez! –exclaman acalorados-. Los futbolistas deben entender que jugar fútbol es como cualquier otro trabajo del mundo.

Francamente no conozco a ni un solo abogado o licenciado o doctor que luego de trabajar lo encierren en un hotel y le prohíban tener visitas durante un mes.

-¡Estaban concentrados! –siguen su perorata interminable-. ¡Representando a México!

Si ese el meollo del asunto, yo felicitaría a los jugadores castigados, vaya que nos representaron, y muy bien. No tengo un solo amigo o conocido que no se haya ido (y se siga yendo) de putas.