viernes, 31 de octubre de 2008

El cementerio del pudor


Todos los que parecen estúpidos, lo son y, además también lo son la mitad de los que no lo parecen.”
- Francisco de Quevedo


Estoy gratamente escandalizado. La vergüenza ha muerto. Resulta ser que ya nadie acepta el rol de feos que nos confirió la naturaleza. Los reality shows, MTV y toda esa retahíla de programas que nos repiten hasta el hartazgo que ser una calca de las estrellas que salen en la televisión (no importa lo horrendos que podamos llegar a ser) es el único sentido por el que hemos venido a este mundo, y si no me creen, por favor, se los ruego, visiten la siguiente dirección de Internet: www.sexyono.com

Si bien, como todo en la vida, algunos individuos son inocentes (los pocos), quienes aparecen por cortesía de amigos a los que se les hizo una buena idea subir al ciberespacio la fotografía del chico tímido que en la intimidad y seguridad de una reunión de amigos cometió el error de olvidar que vivimos en un mundo virtual, donde en cualquier instante en que te des licencia para travestirte o embriagarte hasta vomitar el cóccix por la boca es la oportunidad perfecta para que un teléfono celular (de esos que tienen toda la parafernalia tecnológica desde cámara fotográfica y cámara de video del tamaño de una aspirina) registre tan invaluable, y tal vez irrepetible, momento. El resto, el grueso de los parroquianos del sitio del que les hablo, está ahí por voluntad propia, orgullosos de sí mismos y de lo que representan.

La página “sexy o no”, como su nombre lo indica, tiene la finalidad de develar el misterio de si eres sexy o no para el público. La mecánica es simple, lo único que tienes que hacer es colocar tu fotografía y el resto lo hacen los visitantes de la página, quienes con expertos y catadores ojos califican tu sex appeal del uno al diez. 

Por principio de cuentas, uno pensaría que hay que tener un coraje fuera de este universo o estar desesperadamente solo para prestarse a subir una fotografía personal y que una bola de extraños decida si eres apuesto o no. También, uno supondría según dicta el sentido común, que si ya estas involucrado en tan penoso menester de exponerte como un fenómeno de circo en una vitrina, al menos te tomarías el debido cuidado en elegir una foto que resalte tu mejor perfil para no asustar a los exigentes jueces que siempre están dispuestos a poner la calificación más baja. Sin embargo, cuando empezabas a creer que dominabas el instructivo de cómo funciona este loco mundo moderno, te topas con la fotografía de un hámster humano, que desde el cyber café más rascuache que pudo encontrar desempolva su mejor mirada, y a leguas puedes adivinar que el pobre gordito estuvo una semana a dieta de Special K antes de atreverse a salir a la supercarretera de la información. “M nknta la musik. Me gusta el rap y el reg”, dice el roedor-hombre con sus ojitos soñadores. Francamente el gordito es del tipo de gorditos que jamás imaginarías rapeando las canciones de 50 Cent; más bien da la impresión de ser el clásico robusto caballero que, con su mochila de Bob Esponja a cuestas y sentado desde la primera fila del salón de clase, responde correctamente a cada una de las preguntas que formula la maestra.    

Si sigues mi consejo de visitar la página de Internet, durante tu recorrido seguramente tropezarás con un hato de jóvenes dignos de llamar tu atención, e incluso algunos dignos de que nos detengamos para hacer mención en ellos, como uno de cabellos parados que decidió retratarse junto a un Hummer; igual y pretende que asumamos que el ostentoso vehículo es suyo, porque eso sí, jamás dijo que le perteneciera. En fin, jamás terminaría si menciono uno a uno a todos los personajes inverosímiles que aparecen, que son casi todos, porque hay desde los gordos que subieron a la red en contra de su voluntad, el Kill Bill de guantes y espada en mano que se regodea frente a un espejo, a los que les da por hacerse peinados de piña y sentirse irresistibles; los de mohines coquetísimos; los que por primera vez en su vida lograron vestirse con traje sastre y decidieron que eran la elegancia ambulante (por ende, esa era la foto indicada para subir a la página); los que exhiben con orgullo su déficit de cuello; los de actitud meditabunda tirando rostro en plan intelectual; los que intentan a toda costa amedrentarte con su actitud de rufianes incorregibles, y así, hasta llegar a los que hacen tiernas caritas de cachorro frente al espejo del baño.

Al final del día uno pensaría que lo mejor de la página son las fotografías, sin embargo, las imágenes no son nada en comparación con la literatura que son capaces de regalarnos estos individuos, dueños de la ortografía más escalofriante jamás antes vista, como la de mi personaje favorito, que sale a bordo de una lancha sintiéndose Collin Farrel en Miami Vice, diciendo el siguiente pedazo de gloria: “ke paxo nenas? como veran soy amante dela aventura, y el buen gusto. pero la ultima decision es suya! estudio medicina en campeche, aunque soy de merida. esta de mas hablar. Nos vemos ojala pronto! besos!!”.

Obviamente si yo fuera una chica me derretiría ante semejante oferta de aventura y buen gusto.

Les digo, no hay pudor. La caja de Pandora de la fealdad fue abierta. Vivimos en una locura colectiva. Lo único rescatable de todo este asunto es que los padres de familia pueden estar tranquilos, pues las largas jornadas que sus hijos pasan encerrados en el baño no las invierten en masturbarse o en meterse coca, sino en tomarse la fotografía idónea, que les garantice un diez de calificación para poder irse a dormir tranquilos con el autoestima por las nubes. 




jueves, 30 de octubre de 2008

La dama de la fotografía


“El amor de los jóvenes no está en el corazón, sino en los ojos.”
- William Shakespeare



“A buena hora, Rodrigo, a buena hora”, pienso y me siento a escribir sin otro fin que el de exorcizar ciertos fantasmas del pasado, como el recuerdo de cuando era un adolescente ingenuo y egoísta, y con la misma ceguera de un niño que no puede concebir que un anciano haya podido ser joven alguna vez, ignoré al ser humano que era mi abuela en sus últimos días: una anciana de ojos enloquecidos que me sujetaba del brazo con manos temblorosas y fuerza que no correspondía al costal de huesos y pellejos que era me decía “No me dejes, me quieren matar, todos me quieren matar”. Su aliento podrido y el arrecife de dientes amarillos y torcidos que brotaban de sus encías moradas hacían apartarme en el acto para no vomitar sobre su silla de ruedas.

More...Hubo tiempos mejores.

De muy niño, casi todos los sábados mi mamá nos llevaba a mi hermano y a mí a dormir a casa de mi abuela. Por esas fechas mis padres, estrenándose en el matrimonio y viéndose por unas horas libres de sus pequeños monstruos, aprovechaban, supongo (y espero que así haya sido), para ir a cenar, para ir a bailar, para hacer el amor o para hacer lo que hicieran las personas de mediana edad a mediados de los años ochentas.

Recuerdo que no me la pasaba mal en casa de la abuela. Incluso tengo bonitos recuerdos de aquellos días. Mi abuela, venerable ancianita a la que sus nietos y conocidos llamábamos Icha, nos recibía con muchos abrazos y besos, y básicamente se dedicaba a consentirnos cada segundo durante nuestra estancia en su hogar. De aquellos días lo que recuerdo con más nostalgia y alegría era la hora antes de dormir. Mi abuela iba a su librero y sacaba unos delgados libros de pasta dura para luego sentarse al borde de la cama y con voz dulce y pausada leer cada una de sus páginas. La verdad es que no recuerdo de qué trataba ni uno sólo de aquellos cuentos infantiles, pero lo que sí recuerdo era el candor y ternura con que mi abuela leía. Era imposible no caer hipnotizado por la forma en que lo hacía, haciendo las pausas donde debía hacerlas y modulando la voz según lo ameritaba cada dialogo del relato como sólo puede hacerlo quien se dedicó a la docencia durante toda la vida. Uno se sentía marinero seguro y en buenas manos antes de zarpar al inmenso y misterioso océano de los sueños.

Lo mejor de aquellos días en casa de mi abuela era el despertarse muy temprano en la mañana. Abrir los ojos sólo podía significar una cosa: hot cakes. Mi hermano y yo salíamos disparados de la cama y nos íbamos a su cuarto donde nos sentábamos frente al televisor a ver a Chabelo mientras nos relamíamos los bigotes al olfatear el aroma que llegaba desde la cocina, de la pila de hot cakes que nos aguardaba para el desayuno. Mi hermano pedía los suyos término medio, es decir, que estuvieran chiclosos por dentro, yo en cambio los prefería bien tostados y de preferencia pequeñitos. Mi hermano y yo queríamos mucho a Icha; él la adoraba porque fue algo así como su mamá y yo la adoraba aún más porque era mi protectora. Icha me protegía de un ser siniestro que habitaba en su casa. Era un anciano calvo y feo que todos los días se levantaba antes del amanecer para calzarse unos guantes de boxeo y pegarle a un enorme saco durante largas horas; también se ejercitaba brincando la cuerda y golpeando una pera de boxeo a una velocidad tan asombrosa que me parecía difícil de creer el hecho de que ese mismo viejo alto y delgado fuese el esposo de mi querida Icha.

Al anciano le decíamos Papá Abu, y trabajó para un banco desde su infancia hasta el día en que se jubiló. Cuando nos sentábamos a la mesa a desayunar el viejo me escrutaba con su mirada amarga e inquisidora, y si descubría que yo estaba serio o melancólico me preguntaba qué por qué estaba tan triste, y si descubría que estaba contento, me preguntaba qué por qué estaba tan feliz, es decir, al anciano le enfadaba por igual cualquier estado de ánimo que yo pudiera experimentar. “Ya, déjalo en paz”, decía Icha tirándole una mirada de pocos amigos. “Míralo, este niño no está normal”, se defendía el viejo gruñón mirándome con recelo y adivinando la oveja descarriada en la que me convertiría con los años.

Después de desayunar y poco antes de que el viejo amargado nos llevara de vuelta a casa de nuestros padres, yo me escabullía hasta encontrarme con una misteriosa mujer. En la sala de casa de Icha, sobre una mesita, descansaba un portarretrato con su fotografía. Esta mujer era bellísima, y me le quedaba observando durante varios minutos. La mujer de la fotografía tenía los dientes blancos que apenas enseñaba en un esbozo de sonrisa. Sus labios estaban pintados de un color rojo carmesí que hacían un bonito contraste con su piel blanca y lozana. Sus ojos eran grandes y oscuros, pero más oscuros eran sus cabellos, aprisionados en un elegante sombrero negro. En la imagen sólo aparecía el rostro de aquella mujer, por lo que tenía que valerme de toda mi imaginación de niño para terminar la estampa. Imaginaba que esa mujer tan bella y distinguida sólo podía estar vistiendo un vestido de noche tan negro como su cabellera, y para protegerse del frío seguramente llevaba encima un grueso abrigo de piel que hacía juego con el tocado. A sus espaldas, ese difuso paisaje que no se alcanzaba a distinguir era de alguna glamorosa calle como las de las películas en blanco y negro que veía mi abuela. Así era como imaginaba el resto de la fotografía que acaparaba el rostro hermoso y elegante de la mujer que materializó para mí en una imagen lo que significaba de la palabra “dama”.

Un día, cuando Icha me descubrió observando la foto, le pregunté quién era esa mujer, a lo que sonriendo me respondió “a que ni te lo imaginas”. Y como mi imaginación no me dio para tanto, le pregunté a mi mamá y ella me reveló que esa hermosa mujer era Icha.

Hay días como hoy en los que no puedo evitar sentir cierta culpa y repetirme a mi mismo: “a buena hora, Rodrigo, a buena hora”, porque de adolescente no pude encontrar en los ojos de una vieja deschavetada el candor de la mujer que de niño me protegió de todos los males del mundo, como ese anciano feo y calvo del cual lo ignoraba todo, como que nunca supo lo que era ser un niño al quedar huérfano de padre y madre casi desde la cuna, teniendo que ingeniárselas para trabajar desde pequeño en un banco de office boy y escalar desde el peldaño más bajo del escalafón hasta llegar a ser el gerente del banco, y esto gracias a que pudo encontrar las fuerza que le hacían falta en los días de flaqueza en una mujer, la mujer de su vida: la dama de la fotografía.


miércoles, 29 de octubre de 2008

Nos hacemos tontos


El mal uso de las drogas no es una enfermedad. Es una decisión, como pararte enfrente de un coche en movimiento. Podrás llamarlo un error de juicio.”
- Phillip K. Dick


Cuando uno ve que su presidente es un tipo chaparrito como un Pitufo, de escasa cabellera y que porta lentes de nerd, uno piensa, bueno, entre éste y cualquiera de los otros cuatro personajes bizarros que estuvieron en su momento contendiendo a la presidencia del país, me quedo con el chaparrito. Pero cuando nuestro menudo personaje se pone la banda presidencial (la cual al parecer tiene la cualidad estrambótica de volver loco a quien la porta por seis años) y se convierte oficialmente en nuestro presidente, y decide como primera medida de su mandato declararle la guerra al narcotráfico, a uno inevitablemente le entran las dudas postelectorales, igual y hubiera sido mejor regresar a la dictadura que nos calló la bocaza durante más de setenta años, o hubiera sido preferible elegir a una izquierda roñosa y populista.

Y es que, ¿de cuándo a acá es nuestra prioridad combatir al narco? Quizás si nuestro actual presidente en su campaña presidencial nos hubiera dicho que el punto número uno de su agenda era enfrascarse en una carnicería contra los narcotraficantes igual y no votábamos por él; igual y sí, pero por Dios, ¿cómo se van a sentir intimidados los malosos que distribuyen la droga si su presidente (porque créalo o no, también es su presidente) les declara un duelo a muerte disfrazado con una chamarra del ejercito que le queda gigante? Que yo sepa, el único nerd cuatro ojos que ha podido llegar realmente a intimidar a gente perversa y malvada es Harry Potter, y eso porque Harry es un mago, vive en un mundo de fantasía y jamás salió a un combate a muerte con una túnica tres tallas más grande.

¿Saben cómo se acabaría el consumo de drogas en México? Palabra que no es como cree nuestro presidente. No. Él cree, o eso nos está haciendo hacer creer que cree, que con su guerra y una estela interminable de cadáveres, hará valer el viejo y popular dicho: “Matando al perro se acaba la rabia”. Pero se equivoca. El problema del consumo de drogas en México se soluciona no consumiéndolas.

Claro, muchos pegarán el grito en el cielo asegurando que es una locura, pero miren, si nos dejáramos de hacer tontos, que nos encanta hacernos y pareciera que ese es el deporte nacional de este país, las cosas serían muy diferentes. Es decir, tenemos dos caminos. El primero de ellos es el de dejar de consumir drogas partiendo de la educación. Esa palabra que a los políticos parece sentarles tan mal como a Superman la kryptonita.

Si realmente nos dejáramos de hacer tontos nos percataríamos de que nuestros retoños al regresar a casa por las noches tienen las pupilas dilatadas no precisamente por estar frente a la pantalla del cine tres horas viendo a los Piratas del Caribe. O tal vez nos diéramos cuenta de que ciertas casas en nuestra propia colonia todos los días recibe a ciertos visitantes que solamente se detienen un par de minutos y se marchan. O quizás si no estuviéramos tan embrutecidos y embelesados contemplando el nuevo idilio carnal en el que se han enfrascado las putizorras de las telenovelas nos daríamos cuenta de que nuestra propia casa es a donde ciertos visitantes llegan un par de minutos y se marchan, mientras nuestros lindos querubines con celular en mano y block de notas en la otra van tomando nota de ciertos pedidos como pueden ser dos camisetas del Real Madrid, dos camisetas de la Selección Mexicana, etcétera, etcétera.

¿Acaso nuestras pequeñas criaturitas han montado una tienda de deportes? Seguro que sí, por eso siempre cargan dinero en los bolsillos a pesar de no dar un golpe en la vida. Les digo, es más fácil hacernos tontos. Y es que, ¿cómo pretendemos que nuestros jóvenes (esos jóvenes que durante tantos años nuestros políticos cacarearon eran el futuro de este país) no consuman drogas (o la distribuyan) para mitigar esa tremenda soledad y desasosiego en el que crecieron, donde sus grandes maestros fueron la televisión, las revistas de cotilleo y el Internet? Esos mismos jóvenes analfabetos (muy a pesar de que su certificado diga que aprobaron la preparatoria) a los que en su vida les presentaron un libro, una obra de teatro, una pintura… Luego entonces no nos debería extrañar que su único motivo en la vida sea emular a Paris Hilton, Lindsay Lohan y Britney Spears (mis queridos jinetes del Apocalipsis), mismas que están en todas partes siendo el modelo a seguir, drogadas, estrellando automóviles, intentando suicidarse, encerradas en una clínica de rehabilitación o recluidas en la cárcel.

El otro camino que nos queda, el cual considero por sentido común es el más viable, pues la guerra está más que perdida en eso de querer educar ahora a esos jóvenes que durante tantos años nunca fueron educados como era debido, enseñándoles por ejemplo que una película de Woody Allen o un libro de Harry Potter son más divertidos que una tacha o un ácido, es la legalización de las drogas.

El que quiera envenenarse que se envenene, y el que no quiera pues que no lo haga. Una persona bien educada, formada con un criterio amplio y armado con el sentido común desde luego que estará tentado a ir a la farmacia de su colonia con sus amiguitos a comprar unas buenas rayas de coca, pero su misma formación intelectual le hará ver que su nuevo pasatiempo es divertido, pero una diversión que le costará la vida tarde o temprano si es que decide meterse rayas con la misma frecuencia que sus tías ven las telenovelas. Es ahí cuando una persona puede apartarse de las drogas o consumirlas esporádicamente si es que cierta situación o evento lo amerita, o qué diablos, consumirlas con moderación, pues ¿acaso no dicen eso en los anuncios de cerveza, que se tome con medida, en letras bien chiquititas y transparentes en el rincón más oculto? Y no me digan que el alcohol no es una droga, porque ya vimos lo lindo e interesante que se puso el mundo cuando prohibieron la venta de alcohol. Si no, pregúntenle a las mafias cómo se hincharon de billetes los bolsillos al tiempo que se descuartizaban con la policía.

Si legalizaran las drogas (todas las drogas) nos evitaríamos tantas muertes inocentes y no tan inocentes. En vez de ver en los noticiarios los reportajes sangrientos de cómo se acribillan policías, soldados y narcotraficantes, veríamos los anuncios que patrocinan a esos noticieros diciendo:


“Cocaína Pfizer, nunca es tarde para redescubrir el sentido de la vida”.

“Tachas efervescentes Bayer, alivio a tu soledad casi instantáneo”.

“Marihuana del Doctor Simi, a mitad de precio por el mismo efecto”.


Incluso estas grandes farmacéuticas podrían patrocinar a la Selección Mexicana de fútbol, y el Kikín Fonseca tendría nuevamente la oportunidad de salir en los anuncios de la televisión así como cuando lo hizo en las elecciones presidenciales azuzando a los votantes futboleros para que votaran por nuestro actual mandatario, anunciando algo como lo siguiente:


“Ácidos XL3, con ácidos XL3, adiós al aburrimiento en un dos por tres”.


¿A poco no sería genial?, ¿a poco no es más fácil hacernos tontos, saltarnos la primera página de los periódicos donde todos los días aparecen las fotografías de gente masacrada por esta estúpida guerra contra el narcotráfico e irnos a la sección de sociales o de deportes donde aparece la foto de alguna estrella de la farándula o del fútbol (que para el caso viene a ser lo mismo) ensanchando la sonrisa, antes que sentarnos junto a nuestros hijos y emprender ese tortuoso calvario que es educarlos como es debido?  

A que sí. Les digo, nos hacemos tontos. ¿Verdad, Felipe?

Actualización:                  





Y contando.

lunes, 27 de octubre de 2008

El bartender


Tengo un amigo con un cerebro enorme, muchas ideas y hermosos edificios por construir en este mundo de concreto, pero que, sin embargo, lo cambiaría todo por ser campanero. Es decir, una mañana meterse a la ducha, jabonarse el cuerpo, perfumarse las mejillas y decirle a la chica que ama y quiere tanto, lo siento amor, olvida todas esas promesas de bonanza que te di, me voy a tocar la campana de una parroquia en una ciudad pequeña, todos los días, cada que despunte y se oculte el sol, esa es la única profesión que me hará feliz en la vida.

More...Podría seguir adelante con esta historia, pero dudo que le haga gracia a mi amigo, su novia sigue todas las semanas esta columna y puede que, con ese instinto femenino de sospecharlo y descubrirlo todo, desenmascare la identidad de este personaje que quiero y respeto mucho. Siendo así, mejor les voy a contar uno de mis sueños de profesión peregrina. Bartender. Perdonarán ustedes que no use la palabra en castellano, o sea, cantinero, pero desde que tengo uso de razón, misma que perdía en las barras de los bares y discos de Cancún (lugar donde descubrí mi afición por el alcohol), el fornido caballero que me servía los tragos adulterados se llamaba bartender.

Ser bartender por arte de magia te hace el guapo de la película. Véase a Tom Cruise en esa peli llamada Cocktail. Todo bartender, en su loca imaginación, es Tom Cruise. Y las chicas, ebrias o no, con la transpiración, deshidratación y sed apremiante, empiezan a ver al bartender parecido a Tom. Los hombres, en cambio, vemos al caballero de detrás de la barra con cierto respeto. El capitán encargado de llevar a buen puerto nuestras borracheras. Por eso, cuando era un adolescente, en las barras libres, nunca dejaba monedas de propina en la lata del bartender, mejor le regalaba una sonrisa y le pedía por favor (siempre por favor) si era tan amable de servirme otra cerveza, misma que con mucho gusto me entregaba, bien fría. Y si llegaba a darse el caso de que el bueno del bartender apuntara con la mirada o el dedo su lata para que yo apoquinara dándole más dignidad a su oficio, le decía que era mi última noche en la ciudad y que en unas horas tendría que mendigar para completar el pasaje de autobús para poder regresar a casa. Nunca fallaba mi técnica y tampoco un guiño cómplice del bartender que se apiadaba de mis miserias.

Si se fijan, otro dato a resaltar del bartender es que siempre tiene una sonrisa sincera y fresca que sólo regala a las chicas bonitas. También un vaso de plástico lleno de agua mineral con algo de vodka que va probando de vez en vez mientras con mirada de francotirador observa las incidencias de la fiesta. Siempre sobrio. Siempre profesional. Por eso, sólo los tontos le tienen compasión a un bartender. Y esos, son los tipos que se acercan a exigir una bebida y creen que porque pueden pagar todas las rondas de cervezas que quieran tienen derecho a obtener su bebida al instante. A estos tontorrones de pacotilla, el bartender les agita constantemente la latita de propina y luego los mira con ojos de ciego y le sirve otra ronda a la chica guapa o al chico tímido que están a un lado del imbécil de los billetes.

Un bartender es como un director de orquesta. El DJ pone la música y él hace mover a los parroquianos al ritmo que desea. Según le tercie. Por ejemplo, si así lo desea puede obrar el milagro de hacer sentir al chico más inseguro de la fiesta alguien de respeto; sólo tiene que asentarle un par de tragos saltándose a todos los chicos lindos que esperan sedientos y desesperados su bebida, guiñarle un ojo y listo, el chico que antes era un ratoncito va convertido en todo un león a la mesa de la chica de sus sueños que no puede evitar sorprenderse de la eficiencia de su insignificante pretendiente, mientras los otros posturitas se desgañitan con miradas de súplica, rogando por una cerveza para que su chica no se vaya a bailar a la pista con otro hombre más ágil en los menesteres de embriagarla.

Dicho lo anterior, si les resta paciencia aún, les voy a contar la noche que fui bartender.

Tengo un amigo, muy rico y exageradamente popular, que de vez en cuando ofrece fiestas en su casa, donde desde luego asisten las niñas más guapas de la ciudad. También los jóvenes más influyentes que el día de mañana manejarán los hilos de esta sociedad. En su casa tiene una barra donde pone hielo, botellas y todo lo necesario para que uno se emborrache de lo lindo. Lo único que hay que hacer es servirse uno mismo. También tengo otro amigo, forrado en billetes, cuyo sueño, idéntico al mío, es ser bartender. “Rodro, juguemos a ser bartenders”, me dice mi amigo mirándome con el rostro de torero. “Venga”, le digo y sacamos a tres metrosexuales de la barra diciéndoles que nosotros les servimos con mucho gusto sus tragos. Cinco minutos después la gente nos empieza a reconocer como los bartenders oficiales de la fiesta y todos hacen fila para que les sirvamos sus bebidas favoritas.

Como es natural en una fiesta privada no falta el listillo desesperado que entra sin permiso a la barra a servirse él mismo, entorpeciendo el buen ritmo con que mi amigo y yo despachamos a todos los invitados. “Wil, ven a ayudarnos”, le digo a mi amigo Wil, que nunca antes había asistido a estas fiestas, y como no conoce a nadie (y nadie lo conoce a él, bendita su suerte), ni tampoco sabe hijo de quién es cada invitado, gustoso entra a la barra para desalojar a todos los ebrios desesperados. Diez minutos después nuestra eficiencia es absoluta. Y media hora más tarde descubro que amo este trabajo.

Las niñas más lindas me sonríen y me piden por favor que les sirva otra ronda. Más de una me sonríe más de lo debido. Sus novios, que no son tontos, me miran con desconfianza y ojos asesinos, y yo les sonrío amablemente y les pregunto que qué quieren tomar. A los que me siguen mirando feo les sirvo sus tragos con hielos y gusarapos que están tirados en el lodo. Naturalmente como en todo oficio hay sus inconvenientes, pues nunca faltan los déspotas y tontos que aporrean sus vasos exigiendo otro trago. A esos los ignoro de lo lindo hasta que piden clemencia y entonces les sirvo un trago fuertísimo (con lodo y gusarapos, desde luego) para que se emborrachen pronto y protagonicen un escándalo, sean hombres o mujeres, que en eso de la prepotencia no existe género. Tampoco faltan los buenos amigos con nobles intenciones que preocupados y sin conocer mis peregrinos sueños de ser Tom Cruise se acercan a la barra preguntando que qué coño hago ahí, que eso no es digno de un sujeto de tanta alcurnia como yo. Así que sonrojado les digo que sólo estoy ayudando a mi amigo para que salga chula su fiesta. Que en unos minutos salgo de la barra para pararme como ellos a mirarles el culo a las chicas lindas.

“¿Tienes servilletas?”, me pregunta una chica hermosa como un ángel que en mi vida había visto, y eso es mucho decir porque en Campeche todos nos conocemos de vida y obra, aunque nunca hayamos cruzado palabra alguna. “Toma”, le digo entregándole un paño mojado que estaba en el fregadero. “¡Qué asco!”, dice ella y pone cara de asco, pero aún así sigue pareciendo un angelito hermoso. “Es sólo un trapo húmedo, mucho mejor que una servilleta”, le explico. “Fuchi, me da asco”, me dice con cara de fuchi. Le digo que no hay servilletas y me dice que no importa. “¿Tienes limones?”, me pregunta. Le digo que para ella tengo todo lo que desee. Ella sonríe. Una sonrisa llena de dientes blancos, como seguramente sonreirían los angelitos en ese Cielo que te enseñan en el catecismo y en el cual no creo pero empezaré a creer. Reviso en las gavetas y no encuentro limones. “No hay limones”, me dice Wil. “No hay limones”, le digo al angelito. El angelito hace un puchero con la cara. Le sirvo un vaso con vodka y se lo entrego. “Cortesía de la casa”, le digo. El angelito abre la boca sorprendida y descubro que su cerebro ha hecho corto circuito. “Olvídalo, fue un chiste malísimo”, le digo. El angelito vuelve a sonreír. Le sonrío y luego le guiño un ojo aunque dudo que haya entendido mi chiste. Me jalan del brazo. De un empujón salgo proyectado fuera de la barra. “Rodri, sal de ahí”, me dice una amiga con mirada dulce y amenazadora. “Fuera de aquí, disfruta de la fiesta”, dice mientras me aparta de uno de mis sueños más anhelados. No la contradigo porque ella secretamente me gusta mucho. Sospecho que yo le gusto también. Pero como somos lo bastante inteligentes (en realidad sólo ella) nunca rebasaremos la barrera de la amistad, muy a mi pesar.

La gente baila en la sala que es una especie de pista improvisada de baile. Parado con mi vaso de vodka observo a todas las chicas que nunca serán mías. Al instante me arrepiento de no haber aceptado en su momento la oferta de un amigo político que me ofreció escribir a favor de su partido a cambio de ser un ganador como él y tener acceso a todas las bellas damas que se contonean a lo lejos. A unos metros de distancia descubro que el angelito me está mirando. Me acerco a ella. Le pregunto su nombre. Ella me pregunta el mío. Luego me pregunta cuál es mi apellido. No le suena muy rimbombante. Le digo que lo puede encontrar en la Sección Amarilla junto a otros cientos de miles de personas, que mi apellido es uno de los apellidos más comunes y corrientes de la ciudad. Ella sonríe. Cree que soy gracioso y que estoy bromeando. “Y dime, familiar de quién eres”, me pregunta. “De nadie”, le respondo. Ella abre los ojos grandes. Le digo que vi la puerta abierta y decidí entrar a la casa para conocer chicas lindas como ella y de paso hacerla de bartender porque un bartender siempre consigue a las chicas más guapas de las fiestas. Ella no sabe si sonreír o abrir los ojos más grandes. Opta por hacer ambas cosas mientras se despide con un toque de coquetería que sin lugar a dudas haría pecar al mismísimo Dios.

Regreso a la barra, pero sólo para servirme otro vaso de vodka. Al voltear descubro al angelito observándome fijamente y sé que esta noche seré más guapo que Tom Cruise.


viernes, 24 de octubre de 2008

Terrorismo literario


“No olvidemos nunca que el terrorismo es, en el fondo, en su naturaleza maligna, una guerra psicológica.”
- Norm Coleman


Confieso tener un problema. Este aparece en cuanto entro a una librería; específicamente al llegar a los estantes -o mejor dicho, al estante- donde buenamente colocan los libros de Arturo Pérez-Reverte, Mario Vargas Llosa, Mario Benedetti, Torcuato Luca de Tena, Gabriel García Márquez, José Saramago y otros geniales escritores más. El mal que padezco es más poderoso que mis propias fuerzas; algo dentro de mi irremediablemente me impulsa a coger uno de estos libros, y en vez de ir a la caja a comprarlo, me deslizo como silencioso terrorista por los pasillos hasta llegar a los estantes de los libros motivacionales donde lo deposito, justo delante de una pila de libros en cuya portada aparece la leyenda de: “más de 500,000 ejemplares vendidos”, o una cifra similar de seis o hasta siete dígitos. Confieso también que siempre termino arrepintiéndome de no haber dejado una bomba en el estante.

More...Eso es lo que hago cuando voy a las librerías. Y como bien dice el manual de los detectives policíacos, que el culpable siempre regresa a la escena del crimen, me encargo de confirmar la regla: regreso al día siguiente a la misma librería para descubrir que el libro que dejé en el estante de libros motivacionales ya no esta allí. Así que por breves instantes saboreo las mieles del éxito, de la gloria, y me permito dibujar una sonrisa en el rostro, engañándome a mi mismo de que algún incauto lector con el autoestima a punto de desgarrar la última capa de la Tierra compró Cien años de soledad creyendo que el tal García Márquez le daría cien ejemplos guiados para combatir su soledad. Desde luego que al observar la mirada de odio que me calva el dependiente de la tienda, comprendo que ya no le está haciendo ni puta gracia tener que estar regresando los libros a su estante original.

¿Acaso la policía de la literatura vendrá a arrestarme, o será que Carlos Cuauhtémoc Sánchez, Og Mandino y los dos ratones de ¿Quién se llevó mi queso? vendrán a repartirme puntapiés? Tiemblo de miedo al imaginarme a Paulo Coelho dándome un paliza con patadas voladoras de Capoeira. Supero mi miedo y me dispongo a realizar mi rutina de siempre. Esta vez el atentado será como lo dictan los viejos cánones, volver al principio, a las bases. Me dirijo al estante de los libros clásicos. Medito unos minutos para decidir cuál debo elegir. De arriba a abajo busco cuál será el indicado. Durante la búsqueda, algo llama mi atención. Me paraliza, me deja helado. Una revista Tv y Novelas. Angustiado miro de un lado al otro el pasillo. No hay nadie. Estoy yo solo. Solo frente al estante de los libros clásicos y una revista Tv y Novelas. ¿Acaso me han estado siguiendo? Sí, el servicio de inteligencia de las revistas y libros basura me han descubierto, y no sólo eso, han imitado mis tácticas para combatirlos. Empiezo a sudar frío. Respiro hondo para tranquilizarme. Agarro el Tv y Novelas y descubro con horror que no se trata de un Tv y Novelas, sino del mismísimo libro de Alejandro Dumas, El Conde de Montecristo. Se trata de una nueva edición donde han colocado en la pasta la fotografía de un artistete de telenovelas, el tipejo que actúa de protagonista en la telenovela Montecristo, que según me contó el otro día mi santa madre es una telenovela maravillosa y muy fiel a la historia original del clásico de Dumas, aunque parado frente al estante puedo perfectamente escuchar cómo se revuelca el genial escritor francés desde ultratumba.

En vista de que las editoriales han contratado a genios mercadólogos con planes y métodos sofisticadísimos para acercar a los lectores de libros basura a los libros buenos, me dispongo a abandonar la librería sin ánimo de llevar a cabo mi rutina de cambiar los libros de estantes, pero antes de atravesar la puerta de salida, algo me detiene. Una pila impresionante de libros. Quiúbole con... tu cuerpo, el ligue, tu imagen, el sexo, las drogas y todo lo demás. No se deje engañar por el título interminable, todos los libros son el mismo, es decir, es una copia sobre otra copia sobre otra copia, así hasta formar una torre más alta que la pirámide de Chichén-Itza, escorada cuidadosamente en la sección de libros indispensables y que recomienda leer la librería, para que nadie abandone la tienda sin él. Sobra decir que en la portada del libro viene incluido el cintillo impreso de rigor donde dice que lleva tropocientosmil ejemplares vendidos.

Llego a casa, me recuesto y solo me queda desear que de entre esos cientos de miles de jovencitos que compraron el libro, ahora al menos uno de ellos tenga entre sus manos el libro donde aparece la fotografía del galán de telenovelas, para que de una vez por todas entienda quiúbole con esta mierda de mundo.

Les dije que tenía un problema: no pude evitar meter en la descomunal torre de libros la nueva edición de El Conde de Montecristo.


jueves, 23 de octubre de 2008

Lo bueno de los malos libros


“Ante ciertos libros, uno se pregunta: ¿quién los leerá? Y ante ciertas personas uno se pregunta: ¿qué leerán? Y al fin, libros y personas se encuentran.”
- André Gide


El otro día en un almuerzo familiar, me tocó sentarme frente al esposo de una prima. Su presencia frente a mi me incomodaba un poco, pues debo reconocer que soy uno de los peores platicadores del mundo con personas que casi no conozco. Supongo lo habrá notado, pues fue él quien inició la charla, teniendo la buena manera de tocar mis terrenos. “¿Qué libro me recomendarías leer?”, me preguntó. Sin embargo, su cortesía fue justo como la flecha disparada por Paris al de talón de Aquiles. Que me pregunten qué libros recomiendo equivale a ocasionar un desastre en mi sistema nervioso, en igual o peor medida a que me pregunten cuál es mi película o mi canción favorita; hay tantas y tantos géneros que me agradan que en un santiamén mi cerebro hace corto circuito dejándome ante mi interlocutor con la cara de tonto más grande que te puedas imaginar. “¿Es bueno el libro de Michael Jordan?”, preguntó el esposo de mi prima al ver que no tenía intenciones de cambiar mi semblante de perfecto imbécil.

More...“Michael Jordan, Michael Jordan, Michael Jordan...”, repitió mi mente, mientras mis neuronas con manos de archivista artrítico devanaron mi cerebro en busca de ese nombre que sólo encontraron en un viejo archivero con una etiqueta impresa con fecha de finales de los noventas en la sección de deportes. “¿Será posible que me esté hablando del mismo Michael Jordan que estoy pensando; del hombre que logró lo que ninguno otro, dar brincos tan descomunales que parecía suspenderse en el aire como si estuviese en una cámara antigravedad de la NASA, dándose todavía el tiempo de esquivar cualquier cantidad de manos y cabezas mientras escondía una pelotota que en su mano lucía del tamaño de una mandarina, para luego encestarla en un aro metálico a más de tres metros de altura del piso?”, eso es lo que yo pensaba, con mi mejor cara de tonto.

-¿El basquetbolista? –me animé a preguntar sin quitar la cara de bobo.

-Ándale –respondió entusiasmado el esposo de mi prima-; el de los Toros de Chicago.

Si la máquina más potente del universo que era el alaciador de una ex novia no pudo un día dejarme los pelos de punta, sí que lo hizo la noticia de enterarme de que la leyenda viviente de la NBA había incursionado en el mundo de la literatura, y no sólo eso, además con gran aceptación por parte del público. Esto lo supe gracias al esposo de mi prima, que no reparó en contarme hasta el último detalle. En tropel me soltó una lluvia de buenas referencias del libro: que había vendido millones de copias alrededor del mundo y que era de lo más fantástico, porque Michael Jordan te daba sabios consejos para nunca rendirte ante las adversidades y ser un ganador como él.

En silencio, con un trozo de arrachera atorado en el pescuezo escuché cuán genial podía llegar a ser aquel libro. En otros tiempos me hubiera indignado, desde luego, y groseramente hubiera exteriorizado mi inconformidad ante semejante sarta de aberraciones, diciendo que esos libros motivacionales son una mierda y que sólo buscan engañar a incautos con el autoestima en el subsuelo; la verdad es que todo eso lo sigo pensando, sólo que ya no lo digo, o más bien, lo digo pero de una manera más política. Así fue que le dije al esposo de mi prima que ignoraba si el libro de Michael Jordan era bueno o malo porque la verdad ni siquiera tenía idea de que había sacado un libro a la venta; también le expliqué que ese tipo de libros, aunque es verdad que intentan ayudar a las personas, no son más que aspirinas cuando padeces migraña, te alivian el dolor por unas horas, pero nada más, te hacen creer (quiero creer que con buenas intenciones, démosles el beneficio de la duda a estos sinvergüenzas) que eres una persona valiosísima e indispensable en este mundo maravilloso y que vale la pena vivir con una anchota sonrisa en el rostro y que uno lo puede todo si en verdad se lo propone; argumento, desde luego, totalmente falso. Nadie, absolutamente nadie puede ser Michael Jordan, él es único en un trillón de personas, y por más que te pongas a jugar al básquetbol desde la cuna y pases veinte horas diarias intentando volar como un extraterrestre jamás serás como él, a menos claro que seas un atleta de altísimo rendimiento, y aún así, no he visto a otro atleta que logre lo que Michael Jordan. Claro, pude oler a un kilómetro de distancia que el libro no trataba de cómo convertirte en el mejor basquetbolista del mundo, sino de darte consejos aplicables a la vida cotidiana para transformarte de la noche a la mañana en un ganador, en un hombre de éxito. Básicamente el mismo móvil que tienen todos los demás libros motivacionales que parten de esa misma premisa o de la de lograr la paz interior para sentirte bien contigo mismo. Sin embargo, es justamente ahí donde viene la falsedad de estos libros: nadie puede darte un manual para mejorar tu vida. Nadie pude.

De aquella comida han pasado algunas semanas y me quedé pensando en algo: en mi caso fue casi hasta cumplir los veinte años que me enamoré de los libros, y todo gracias a una ex novia que me regaló un libro llamado El Alquimista, del escritor brasileño Paulo Cohelo. Aquella ex novia además de esotérica era muy lista, sembró en mí la semilla de la lectura con un libro muy fácil de leer y con un mensajillo bastante claro. Igual y su intención no era que me convirtiera en un adicto a los libros, pero fue precisamente con la ayuda de ese libro –que amé en su momento, pero que ahora me parece horroroso y fraudulento- que hoy día con gran placer puedo leer los clásicos de la literatura y disfrutarlos como nada en este mundo; mientras que paradójicamente ahora son los libros motivacionales los que no puedo leer más allá del prólogo.

Supongo que eso ha de ser lo bueno de los malos libros, son como una droga introductoria, como la marihuana, por ejemplo, que no hace gran daño pero te mete la cosquillita para probar drogas más poderosas. Por eso, cuando alguien me pregunta si le recomiendo leer libros motivacionales o esas novelitas donde te aporrean la moraleja desde la primera página, nunca respondo que no, solo que no abusen de ellos, porque tarde o temprano terminan por achicharrarte las neuronas o haciéndote creer que Michael Jordan es la reencarnación de William Shakespeare.


miércoles, 22 de octubre de 2008

Mujer del siglo XXI


“Estamos tan condicionadas por los valores masculinos, que hemos cometido el error de emularlos al precio de nuestro propio feminismo.”
- Petra Kelly


La mujer desde los tiempos de Eva ha vivido bajo el yugo del hombre, a su sombra, victima de su imbecilidad y fortaleza física superior, soportando reproches y culpas ajenas, vejaciones, violaciones y toda suerte de horrores dignas de todo Adán que se de a bien respetar. También es verdad que durante el paso de los siglos la mujer a base de mucha inteligencia, coraje y ovarios ha ido poquito a poco haciendo entrar en razón al hombre en cuanto a que ella es un ser humano, y por ende debe ser tratada como tal, con los mismos derechos y obligaciones, y porque también es gracias a su persona que la raza humana sigue en pie en este mundo.

More...Y uno podría pensar que la cosa va de perlas, sensacional, que la mujer luego de tanto esfuerzo y sangre derramada logró ser igualita al hombre: derecho al voto, a estudiar carreras universitarias, a salir a la calle a buscarse la vida fuera de una cocina y a que nuestro querido ex presidente convirtiera al femenino todos las palabras masculinas y neutras, para que quede bien claro y clara que todos los mexicanos y mexicanas somos iguales e igualas en el más extenso y extensa sentido y sentida de la palabra.

Pero luego uno se da una vueltecita por el mundo real, que es el que nos muestra la televisión -aunque usted no lo crea-, y cae en la cuenta de algo. El plan que montaron ciertos hijos de la gran puta fue muy sencillo. Irse a los extremos. Si los musulmanes tienen a sus mujeres aterrorizadas, amaestradas y cubiertas por velos y con el clítoris amputado, pues en occidente los hombres, bajo la falsa bandera de libertad y democracia, dijeron a sus mujeres que está muy bien que salgan a la calle semidesnudas y con el clítoris por delante como Paris Hilton. Llenaron la programación televisiva -comerciales incluidos- de mujeres ejecutivas en minifalda muy seguras de ellas mismas. Crearon grupitos musicales de niñas que le cantan a la rebeldía en paños menores. Saturaron todos los medios de comunicación con mensajes sexuales explícitos. Y las mujeres se tragaron el anzuelo, o mejor dicho, no les quedó otro remedio que tragárselo. Para triunfar en la vida hay que emular a esas artistillas rellenas de silicona que dicen luchar por los más altos valores y libertades pero invariablemente terminan contoneándose en lencería.

“Pero si tenemos a la Merkel en Alemania y a la Bachelet en Chile, eso comprueba de sobra que la mujer está a la par con el hombre, incluso en el manejo del poder político”. Eso piensan y dicen los imbéciles de toda la vida, hombres sin escrúpulos que descubrieron la fórmula para tener de nuevo a las mujeres en el redil como sus esclavas, con la autoestima en el subsuelo para que puedan regresar a gatas a comer de la palma de su mano. Seres moralistas todo terreno que cacarean con cifras en mano que en este nuevo siglo el número de mujeres ha incrementado en las empresas, pero que ojalá se dieran una vuelta por las calles para que vieran cómo ha incrementado el número de agencias de edecanes, que hasta para promocionar un cepillo de dientes tienen que entubar a las mujeres en vestidos microscópicos para que los ojos de los hombres derrapen en sus curvas en vez de estrellarse en sus dientes amarillos.

Vivimos en un mundo de espejismos. Hoy, que las mujeres se sienten en el pináculo de la igualdad social, la realidad es justamente la contraria: han entrado a las fauces del lobo, y Sor Juana Inés de la Cruz, Oriana Fallaci, Frida Kahlo, Simone de Beauvoir y demás mujeres ejemplares han de estar revolcándose y maldiciendo en lo más profundo y oscuro de sus cenizas.


lunes, 20 de octubre de 2008

Historia de un motel


“El sexo sin amor es una experiencia vacía. Pero como experiencia vacía es una de las mejores”.
- Woody Allen



Matilda me ha propuesto ir a un motel. Pocas mujeres son tan aguerridas como Matilda. Por lo general, con otras mujeres, para llegar a donde quiere llegar Matilda tengo que recurrir a toda suerte de indirectas para terminar tristemente en un callejón oscuro e intransitado y con la preocupación latente de que un vagabundo me asalte mientras toqueteo a la chica en turno.

More...Naturalmente le he dicho a Matilda que sí. Que vayamos al motel. El problema es que la mayoría de los moteles están a las afueras de la ciudad y en las afueras de la ciudad hay retenes policíacos antinarcoterroristas las 24 horas del día revisando a todas las personas que salen y entran a la ciudad. Así que de inmediato me aborda la imagen de mi amiga casada y de su amante que fueron detenidos y obligados a salir de su vehiculo para una minuciosa revisión de rutina mientras una hilera de automóviles a sus espaldas se deleitaban con la bonita escena. Por fortuna ni Matilda ni yo tenemos pareja, así que en teoría podemos hacer lo que nos plazca sin remordimiento ni temor a los miramientos reprobatorios de la gente. Sin embargo, como hemos bebido algunas cervezas en el malecón sospecho que los oficiales estarán encantados de la vida de quitarnos hasta el último peso que llevamos encima para dejarnos ir libres y alcoholizados.

Como no todos los días una chica hermosa me pide que la lleve a un motel, le digo a Matilda que conozco un camino para salir de la ciudad evadiendo los retenes. No es que yo sea un aficionado a los moteles. Mis amigos, todos ellos católicos, acaudalados y amorosos novios, en cada reunión cuentan con lujo de detalle sus travesuras con chicas de dudosa moral (la mayoría, amigas de sus novias). Así que, con el tiempo, me he hecho un mapa mental de la ruta de sus correrías. Media hora después estamos en la carretera rumbo a Champotón. No hay señales de moteles, ni de civilización alguna. Mi amiga me dice que cree que nos hemos perdido. Este es un acto piadoso y de una consideración enorme en una mujer, pues Matilda no me ha dejado cargar solo con mi torpeza. “Nos hemos perdido”, repite en plural. La besaría pero estoy más preocupado en mirar el tablero del coche que indica que estamos apunto de quedarnos sin gasolina.

Matilda, para reconfortarme, dice que el destino no quiso que nos acostáramos. En parte eso es bueno porque siendo ella Libra y yo Acuario hubiéramos causado un desastroso agujero negro en el universo zodiacal. Le digo que no tengo idea de qué diablos me está hablando y ella me dice que mejor la lleve a su casa. Que ya será para la próxima. Maldigo mi suerte acuariana y para mis adentros pienso que no tengo que consultar a Walter Mercado para saber que no habrá una próxima vez en el que el Universo conspire alienando los planetas y colocando el suficiente alcohol en las venas de Matilda para que vuelva a pedirme que la lleve a un motel. Frustrado, tomo una desviación y aparezco de nuevo en la ciudad. “Mira, ahí hay un motel”, dice Matilda. Al parecer está escrito que el Universo sufra un colapso zodiacal.

“¿Qué te pasa?”, pregunta Matilda. Le confieso que nunca antes había estado en un motel. No me cree. Le digo que es verdad. Que jamás había llevado a una chica a un motel porque estoy seguro que en todos los moteles hay cámaras ocultas en los cuadros y en los focos y en las lámparas y luego los dueños venden los videos de sexo aficionado a empresarios filipinos. Matilda me tranquiliza diciéndome que duda que haya cámaras en este motel. Luego me pide que por favor mate a una enorme y repugnante mariposa negra que está pegada en la pared. Le digo que no puedo, que me dan mucho miedo y asco los insectos. Matilda se quita la blusa. “Voy a apagar la luz”, digo. “¿Por qué?”, pregunta ella. Le respondo que para mantener secreta nuestra identidad cuando suban el video al Porntube. Matilda me besa. “Me fascina que seas tan gay”, me dice. “¿Por qué crees que soy gay?”, le pregunto sorprendido. “No sé, tu ídolo es Bayly, intentas patéticamente escribir como Bayly y eres un chismoso como Bayly”, me explica. “Bayly es bisexual”, la saco de su error. “¿Entonces eres bisexual?”, me pregunta dibujando una sonrisa esperanzadora. “La verdad es que no, ya quisiera”, respondo y luego me hago al chistoso robando esa frase de Woody Allen que dice que le gustaría ser bisexual para que las probabilidades de llegar solo a casa los sábados en la noche no fueran tan altas. “Eso no es gracioso”, dice ella. “Lo sé”, respondo.

Matilda me vuelve a besar. Matilda me quita la camisa. Yo intento quitarle el brassiere a Matilda, pero no puedo. Fracaso. “¿Seguro que no eres gay?”, me pregunta. “Seguro”, respondo. “En ese caso, mejor vámonos”, dice. “¿Por qué?”, pregunto confundido. “Perdona, es que mi fantasía era acostarme con un gay”, me dice y sale de un brinco fuera de la cama. “¿Has visto mi blog?, es de color rosa”, digo. “Eres patético”, dice Matilda y se marcha de la habitación.


viernes, 17 de octubre de 2008

Esos Springbreakers


“¡Pobrecito México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos!”
- Porfirio Díaz


Qué bonito sería estar sobre la blanca arena, con la mirada clavada en un libro y dejándote arrullar por las olas cristalinas del mar Caribe. Sería lindo. Lástima que los dueños de este país crean que para mantenerlo a flote tienen que abrir los brazos y ensanchar la más grande de sus sonrisas a esos seres atestados de esteroides, de rasgos simiescos, colorados como camarones y de mujeres rubias de pechos prominentes y nalgas descomunales, o diminutos y escuálidos como el de sus anoréxicas e idolatradas musas de las revistas de cotilleo; personillas cuyo común denominador es ser norteamericanos y ensordecedoramente escandalosos.

More...Son tantos y tan ubicuos que no dejan resquicio alguno. Con su grito de guerra a flor de garganta: “Yu-es-ei, yu-es-ei”. Conquistando las playas, las tiendas, las calles, el silencio. Todo cuanto sea visible e invisible.

Allí están, semidesnudos, blandiendo sus dólares al aire con la exigencia de ser tratados como grandes señores. Y nosotros, diligentes, obedientes, educados para agachar la cabeza, nos arrodillamos y extendemos la palma de la mano para recibir nuestra propina. Y eso que ni siquiera tuvieron que tomarse la molestia de traer sus buques de guerra. Ahora les evitamos ese costoso trámite. Para eso tenemos a la Secretaría de Turismo: “Welcome to Cancún, the sin city, the place where everything is allowed for the white trash”.

Henos aquí. Impasibles. Mudos. Aprendiendo a imitar toda su podredumbre. Con nuestros políticos relamiéndose los bigotes, sacando cuentas de a cuánto va a ser la tajada esta vez, firmando convenios, concesiones, construyendo más y más hoteles en zonas vírgenes, prohibidas, para que las basuras blancas vengan a chapotear y a refocilarse en sus vicios, en este paraíso donde los cobijamos con los ojos haciendo cling, cling, con un signo de dólar. Don´t worry, nosotros somos felices, ustedes limítense a no tener límites, hagan todo eso que les tienen prohibido hacer en su país, my friends, que para eso somos un país en vías de desarrollo y también democrático. Un país con un presidente empeñado en no sólo combatir sino erradicar de raíz el narcotráfico, pero no se preocupen, que aquí en Cancún ustedes pueden traficar y consumir todas las drogas que quieran, que para eso somos vecinos.

“Yu-es-ei, yu-es-ei”, gritan sobre la música ensordecedora de las bocinas que esparcen hasta en el último rincón de las playas para que pueden bailar a su antojo su horrenda música gangsteril. Se contonean erotizados. Hacen concursos de ver quién bebe más cerveza y qué mujer tiene los pechos más grandes. De ver quién se calienta más. Ver cómo las mujeres se lengüetean unas a otras frente a una multitud eufórica que grita: “Gou, gou, gou”. Un encanto mis amiwis. Tan cultos ellos. Tan dueños de sus instintos. Y son tan geniales y tan universales que ya ni te das por enterado de quién es mexicano y quién es gringo. Todos drogados, ebrios y excitadísimos se embadurnan unos contra otros en un ritual precioso. Bellísimo.

Si tan sólo la invasión fuera europea (que también los ciudadanos del otro lado del charco tienen su puntito, no vaya usted a creer que no), por lo menos veríamos a uno que otro despistado asoleándose solitario y entre las manos un libro de Octavio Paz traducido al francés, alemán o la maldita lengua que hablen, en silencio, que eso ya es ganancia, pero como eso no ocurrirá ni soñando, me conformo y doy gracias al Todopoderoso de que existan los traficantes de alcohol adulterado que puntualmente abastecen a los hoteles y a las discos (previo soborno de toda la cadena alimenticia hotelera y agentes de salubridad) para que mediante fantásticas barras libres puedan cargarse al infierno a uno que otro antiterrorista, democrático y pacífico vecino del norte.


jueves, 16 de octubre de 2008

Piratas con baja autoestima


“Deben buscarse los amigos como los buenos libros. No está la felicidad en que sean muchos ni muy curiosos; sino pocos, buenos y bien conocidos.”
- Mateo Alemán



Lo tengo en frente, a un par de palmos de distancia. Sus ojos muertos ahora están llenos de vida. Parece mentira que hace tres semanas (parece fue ayer) yacía tendido en una cama del hospital debatiéndose entre la vida y la muerte, con el cráneo roto y un derrame cerebral; también con la muñeca del brazo derecho y un pie fracturados, pero eso lo descubriría días después de haber sido dado de alta, cuando al caminar cojeaba y se frotaba constantemente la mano, diciendo con una mueca entre dolor y risa: “el colmo sería que los tuviera rotos también”.

More...Allí está, con su laptop, navegando por el Internet. Se ha convertido en un marino experto. Con eso de que tiene licencia para no hacer nada en mes y medio por su accidente, se la pasa todo el santo día izando velas y conquistando terrenos que antes desconocía, o conocía poco, como el Emule y el Hi5.

Para el lector poco avezado en materia tecnológica (que como va este mundo virtual supongo será la inmensa minoría) el Emule es uno de los tantos programas que pululan en el Internet, que existen para hincharle las pelotas a los ejecutivos de las casas disqueras y a los magnates dueños de los estudios de Hollywood, porque con sólo escribir el nombre de la canción y/o película de tu preferencia en el espacio en blanco, rachachan, la obtienes gratis. Gracias a ello, a estas alturas de la rehabilitación de mi amigo, la memoria de su computadora está con los microchips, megabytes, gigabytes, o como se llame lo que tiene adentro un disco duro, rajándose el lomo horas extras con la bomba de achique trabajando al límite para evitar que naufrague la computadora por el sobrepeso de canciones y películas que le están metiendo a velocidades endiabladas.

“Mira, esta está buenísima”, dice con ojos abiertos como platos frente al monitor. En esta ocasión no se refiere a una canción, sino a una chica italiana de inmensos ojos azabache como el color de sus cabellos, en una pose de fierecilla indomable a la Mónica Bellucci. El capitán ha cargado velas y fondeado el ancla en las aguas del Hi5. Este programa, a diferencia del otro, no le hincha las bolas a nadie, o al menos eso creo. El Hi5 es un programa donde debes describir minuciosamente tu perfil, es decir, nombre, apellido, raza, tipo de personalidad, canciones preferidas, color de piel, de ojos, de pestañas, de cejas, de labios, de prepucio, de escroto, etcétera y más etcéteras. Todo ello aderezado con un álbum de fotografías personales. La cuestión es agregar al mayor número de “amigos” a tu cuenta, y lo interesante de ello es que puedes acceder a la cuenta de tus amigos para ver a las pocas o muchas amistades que ellos tienen, desde luego con la opción y libertad de invitar, anexar o suplicar a esos perfectos extraños que pasen a engrosar tu lista de nuevos amigos, así hasta que des con las cuentas de personas donde creías inexistente la vida civilizada. Traducción: el paraíso de los fisgones.

“Ahora sí que me jodió este idiota”, dice mi amigo explotando en una carcajada. “Resulta que tiene en sus contactos a Shakira”, agrega mitad incrédulo, mitad sorprendido (no conoceré yo esa mirada). Y desde luego, ese fue el límite de tolerancia que podía soportar mi curiosidad. Al instante dejé de teclear el capitulo de la novela que estaba por terminar (poco me importó estar inspiradísimo) para dejar en libertad al fisgón que llevo dentro y presenciar con ojos propios al sujeto que tenía a la colombiana de las caderas que nunca mienten como su amiga cibernética. De pie frente al monitor, por las escamas de Poseidón que era una proeza contener la risa. La fotografía de Shakira refulgía sobre todos los demás contactos, con su cabello indómito y oxigenado, la sonrisa sincera llena de blanquísimos dientes y toda su biografía de pe a pa. Las cosas con las que se topa uno, me dije, habría que ser ingenuo para creer que un artista con la agenda atiborrada de conciertos alrededor del mundo desperdicia su tiempo creando su cuenta de Hi5; sin embargo, uno nunca sabe. “Veamos a quiénes tiene de amigos Shakira”, dijo mi amigo divertidísimo. Al instante una cantidad grosera de fotografías hizo acto de presencia. Quién se hubiera imaginado que ni Alejandro Sanz ni Emilio Estefan figurarían en su círculo de amistades, y sí en cambio Juan Pérez, Pedro Gutiérrez, Gustavo Urdapilleta y otro séquito de ilustrísimos desconocidos dueños de su mejor pose y sonrisa.

Así transcurrieron largas horas de la mañana, mi amigo con timón en mano y explorando tan hipnóticas aguas, con un polizón a sus espaldas que gozoso se deleitaba incrédulo de todo la fauna marina que aparecía antes sus ojos. Como un par de niños con juguete nuevo. Él seguía muerto de la risa (ignoro si eso le hará bien a su cerebro) mientras yo me perdía en mis pensamientos de cómo hemos evolucionado los humanos, a tal grado que hoy día es una necesidad básica e imperativa tener cientos de amigos virtuales (mujeres despampanantes de preferencia, aún cuando al otro lado del monitor se encuentren hombres o mujeres que nunca son Mónica Bellucci o Shakira) antes que cultivar amistades sinceras de carne y hueso, como las amistades de mi amigo, que dejaron escapar un pedazo de vida al enterarse del accidente que estuvo a milímetros de arrebatarles a un insustituible compañero y obligarlos a tener que recordarle sólo por sus fotografías.


miércoles, 15 de octubre de 2008

Cómo no acabar con el imperialismo


“Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis.”
- Michel Eyquem de Montaigne



Perdonarán ustedes que sea la cantaleta de cada semana en este espacio, pero más que comprobado está que la ignorancia es el arma más peligrosa que existe, misma que curiosamente utiliza por excelencia el ser humano para desenvolverse en sociedad. Hace un par de semanas el presidente del mundo, George W. Bush, y un servidor coincidimos en mi ciudad natal, Mérida. Esa de la que, cada que regreso, no me canso de decir que los genios de los políticos y los bienintencionados empresarios la están convirtiendo en una gigantesca plancha de concreto, a lo que mis conocidos (y uno que otro lector) responden que me he convertido en un pueblerino que no entiende las necesidades del mercado y del superdesarrollo urbano.

More...Nadie me lo contó, lo vi con mis propios cuatro ojos. La ciudad fue sitiada. Nunca en mi vida había visto tanto policía en las calles, trabajando. En cada esquina había sujetos uniformados, con linternas, placa, pistola y toda la parafernalia que un oficial que se dé a respetar debe cargar consigo. Policía federal y estatal coordinadas para repeler a todo terrorista que quisiera con tirahule en mano ajustar cuentas con Bush. Ya saben, siempre hay héroes anónimos que reclaman la mitad del territorio nacional robado hace más de siglo y medio por los yanquis.

Helicópteros, aviones de la fuerza área, portaaviones en las costas, la CIA, el FBI y un enorme muro metálico cercando el hotel donde pernoctaría el presidente de los democráticos Estados Unidos de Norteamérica fueron algunas de las pocas medidas de seguridad del gobierno americano para mantener a raya a los mexican curious. Palabra, la idiotez del mexicano no tiene fronteras. Esta vez no fueron pocos los que salieron a las calles. Y no fueron pocos por que de muchos puntos del país viajaron los siempre presentes oportunistas a protestar, a gritar, a levantar la voz para que se sepa que en México somos bien nacionalistas y que no se la vamos a dejar tan fácil al terrorista del Jorge. No señor. Latinoamericanos somos y con pancartas y manifestaciones (muy a la mexicana, es decir, con rigurosa desorganización), tuvimos que hacer ver y sentir lo solidarios que somos con el resto de América Latina, esa que un día Bolivar tuvo el sueño de unificar. Así que a las calles, incluido uno que otro funcionario público de izquierda haciéndose al mártir mientras le sacaban la foto cuando un par de polis lo cargaban cual indefenso corderito, muy sonriente él. En su mayoría, jóvenes habrían de ser los inconformes, horda de ignorantes y pusilánimes que enfundados en riguroso uniforme (pasamontañas, camisa del Che Guevara y bandera de la ex Unión Soviética) no son más que títeres de su propia imbecilidad. “Fuera Bush, asesino, genocida, dictador…” Etcétera y más etcéteras. Los insultos de rigor. Ya hasta para eso de las blasfemias tenemos déficit de ingenio, gracias a que los jovencitos de hoy día no se han leído un condenado libro en su vida. Pero si los hubieras visto, te vas de espaldas, pero de la risa. Los que no llevaban pasamontañas parecía que los hubieran troquelado en la misma fábrica: peinados despeinados, barbas y ropitas hippie. Todos ellos unos rebeldes con mucha causa. Con su amor y paz incluidos. Con su ideología bien definida, socialista o comunista o marxista o leninista o trotskista o guevarista o bolivarista o como se llame ese rollo de ser todos igualitos iguales. A fin de cuentas en su miserable y materialista vida tuvieron interés alguno de leerse algo de esos señores. Mejor y más fácil es calarse una idea de oídas. Del pobrecito de nosotros y los imperialistas hijos de Satán que nos siguen dando por el culo. Gritos y más gritos. Alguien sugiere ir al Palacio Municipal a destruirlo. Y como todos son unos pacifistas solidarios, pues ya estás. A destruir uno que otro vidrio. Gritos y más gritos. Otro prócer sugiere pintarrajear los monumentos del Paseo de Montejo. Sobres, que para eso somos muchos y más que solidarios. Más gritos, muchos más: “Acabemos con el imperialismo yanqui”, se escucha en las calles.

Al final del día, lo de siempre. Unos cuantos borrachines detenidos, una obra de arte (dicen que de arte) tirada en mitad de la calle, el monumento a Justo Sierra grafiteado (supongo que los encargados de velar por la cultura dirán que ese acto vandálico es una ineludible muestra artística de algún anónimo artista) y los gabachos del otro de la frontera cómodamente sentados en la Casa Blanca, juar, juar, juar, asfixiados de la risa viendo desde sus satélites ultrasupertecnológicos como en todo Latinoamérica la gente se debate entre la pobreza, la ignorancia y las interminables filas de consumidores en sus McDonald´s, Burguer King, Sams y Walt Mart.


lunes, 13 de octubre de 2008

Tres historias breves de una fugaz visita a casa


“Aunque la mona vista de seda, mona se queda.”
- proverbio mexicano (o eso creo)


1


Mi amigo Juancho, reconocido artista de Mérida, se ha ofrecido a ir por mí a la estación del ADO. Como lleva tiempo sin verme desea parar en un bar a tomar una cerveza. Yo en cambio, solo deseo ir a casa a dormir. Así que de inmediato me arrepiento de no haber tomado un taxi. En la avenida del Paseo de Montejo, detenidos en un semáforo en rojo, Juancho me señala con el dedo un montón de cajas de madera apiladas una sobre otra en mitad de la acera. “¿No te parece genial?”, me pregunta. “Increíble”, miento. “Mira esa otra obra de arte”, me señala una casita de madera hecha pedazos. “¿Qué pasa, no te gusta?”, me pregunta descubriendo en mi rostro un atisbo de duda. Silencio. En mi cerebro busco un calificativo rebuscado para que mi amigo no piense que no soy un artista tan genial como él. “Me parece muy abstracto”, digo a la desesperada. Juancho me mira con un dejo de desprecio. ”Mira qué genuina esa de allá”, digo apuntando con el dedo al azar una de las decenas de obras regadas por la avenida. Juancho endurece el semblante. “Ese es un vagabundo durmiendo en una banca”, me dice. “No seas tonto, Juancho”, le digo y señalo otra obra al azar rezando en mis adentros para no caer de la gracia artística de mi amigo. “Rodrigo, esa es una letrina”, me dice Juancho indignadísimo y me lleva directo a casa. En silencio doy gracias a Dios por la existencia del arte moderno.


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Mamá está viendo Señorita México. Hipnotizada ante la pantalla del televisor apenas repara en mi presencia. La saludo y no puedo evitar decir un chascarrillo desagradable: “A esas chicas deberían ponerles precio como a las reses de las ferias ganaderas”. Mamá endurece sus habituales dulces facciones del rostro. “No digas esas cosas horribles; tu hermana va a ser Señorita Mérida el próximo año”, dice. “¿Cómo estás tan segura de que va a ganar?”, pregunto. “Esta vez comerá menos y hará más ejercicio. Mucho más ejercicio”, responde. “Creí que mi hermana quería ser comunicóloga”, digo. “Las mujeres podemos hacer muchas cosas al mismo tiempo”, dice mamá (en plural). “¿Como tener cerebro y ser una tonta al mismo tiempo?”, pregunto. “Para tu información, Sarah Palin fue reina de belleza”, dice mamá. “Sarah Palin le pide a sus votantes que le recen a Dios para que se construya por obra y gracia divina un oleoducto en Alaska”, digo. “¿Cuando veas a tu hermana concursando pensarás que es un pedazo de carne?”, me pregunta. Suena el claxon del auto de Gustavo. Le digo a mamá que han venido por mí, que regreso en un par de horas. “No respondiste a mi pregunta”, insiste mamá. “No, yo no la veré como un pedazo de carne pero todos los jueces y todos los televidentes y Donald Trump, sí”, respondo. Sospecho que mamá llorará toda la noche.


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De regresar a casa, Gustavo se detiene en el Oxxo. Lo espero en el auto. Una patrulla último modelo y de apariencia futurista se estaciona del otro lado de la calle. Sus brillantes luces azules me ciegan por unos instantes. Del auto se baja un policía impecablemente uniformado. Armado hasta los dientes. Entra al Oxxo. Su pareja se queda en la patrulla. Gustavo sale del Oxxo y entra al auto. Un par de esquinas adelante, justo a una cuadra de llegar a casa, la patrulla futurista nos detiene. “Revisión de rutina”, dice el oficial gallardo y profesional. La pareja del oficial gallardo y profesional también es un oficial gallardo y profesional que nos dice que su intención no es molestar a ciudadanos responsables y buenos como nosotros, pero debido a que las placas del auto de Gustavo no son de Mérida y gracias la ola de asesinatos cometidos por el narcoterrorismo, uno nunca sabe, es necesario este tipo de cateos de rutina, si no es mucha la molestia. “Identificaciones, por favor”, nos dice el oficial. Entregamos nuestras identificaciones. El oficial lee nuestras identificaciones. “¿A dónde se dirigen?”, nos pregunta. “A mi casa”, respondo. “Tu identificación dice que vives en Campeche”, me saca de mi error el oficial. Le digo que vine a visitar a mamá. Que su casa está en la esquina, así que en teoría puedo decir que esa también es mi casa. El oficial me mira con recelo y desconfianza, así que le digo que si lo desea nos puede escoltar hasta casa de mamá para que la despierte en mitad de la madrugada y pueda identificarme como su hijo legitimo y no como un sicario peligroso. “No es necesario”, dice el oficial. Secretamente me alegro, porque a estas alturas dudo que mamá quiera reconocerme como su hijo. “Gracias, oficial”, le doy las gracias al oficial. “Nada de gracias, ustedes dos están borrachos”, dice el oficial. Gustavo se indigna. Justificadamente. Probablemente en dos horas estemos ebrios, pero no ahora. “No lo complique más, joven”, dice el oficial acariciando la funda de su pistola. Palidezco. Gustavo también. La pareja del oficial va a su patrulla y pide refuerzos por la radio. En un parpadeo llegan dos camionetas de lujo con oficiales uniformados con chalecos antibalas y metralletas de grueso calibre. Gustavo vacía su cartera y los oficiales desaparecen. Gustavo me lleva a casa.

En la soledad de esa casa (que ya no es mía) me siento miserable y solo.


viernes, 10 de octubre de 2008

Urban Remix


“La moda es una forma de fealdad tan intolerable, que cada seis meses tenemos que modificarla”.
- Oscar Wilde


“¡El asfalto está que arde! ¿`Look hippie´, oriental chic o `bohemian cool´? Tú eliges. Esta temporada todo vale. La top española Ariadne Artiles te muestra cómo acertar en la ciudad”.

More...No me sorprende. Ese es el encabezado del artículo de portada del número 1011 de la revista española El Semanal, publicación que sigo todos los domingos vía Internet con disciplina religiosa gracias a que allí publican a dos monstruos de la literatura hispanoamericana: Arturo Pérez-Reverte y Juan Manuel de Prada, y cada quince días (no entiendo por qué no cada semana) a mi sudamericano sueño platónico, Carmen Posadas. La top española de la que hablan en la revista es una mujer larguirucha y más delgada que un fideo. Un ser humano en los huesos, sería una descripción más exacta. Pero para no entrar en detalles de la raquítica modelo, que a fin de cuentas es sólo la imagen de la moda, lo que me sorprende es el contenido de la nota. Ese nocivo contenido de los medios de comunicación que se empeñan en dictar cómo te debes vestir, hablar y comportar en este pantanoso y fétido mundo.

La casi invisible modelo aparece en la fotografía retratada en un pie, con el brazo derecho en escuadra levantado en el aire y con el cuello doblado, muy mona ella, ataviada con un vestido (asumo que lo que lleva puesto es un vestido) que para qué describírselos, si para eso están los expertos de la moda, que dicen es “Sofisticación salvaje. Top con estampado animal, de José Miró. Pantalón maxi, de Antik Batik. Pulsera de piel, de Helena Rhoner. Pulseras de madera con aplicaciones de oro, plata y coco, todo de Chesco”. Supongo que está de más agregar que en realidad la modelo más bien parece una libélula con alerones multicolores. En la siguiente fotografía la describen como Una tarde bicolor, es decir, Ariadne viste pantalón estampado con cinturón y camiseta de punto blanco con ribete negro, de Gucci. Chaleco negro, de Designers Remix Collection. Cadena con colgantes, de Tantra. Bolso negro, de Le Tanneur. Pulseras de aros plateados y gorra negra, de H&M. Como no estoy autorizado para emitir critica en materia de moda, asumo que no es válido decir que lo que yo veo en realidad es a un costal de huesos enfundado en una cachucha negra, un chalequito negro como los que usaban los chambelanes de los quince años en los años ochentas y un pantalón también de color negro con vivos en tonos plateados brillantes, acompañado de un cinturonzote negro que envidiaría el mismísimo Santa Claus. Lo olvidaba, también lleva un gigantesco bolso negro que no le caería nada mal a Santa en vez de esa pequeño costal donde nunca le alcanzan los juguetes para los niños pobres.

La siguiente imagen la describen con el nombre de 100% metalizado, y ya podrán hacerse una idea de la pinta que lleva la chica. La que sigue es una foto donde aparece la mujer palillo envuelta en un llamativo empaque amarillo de regalo de fiesta infantil, que sin embargo, los expertos titularon con el nombre de “Inspiración oriental”; traducción: vestido amarillo floral, de Josep Font. Zapatos en colores flúor, de Stuart Weitzman. Pulsera dorada con colgantes, de H&M. La última del repertorio es una donde aparece la jovencita con una mirada ausente y mordiéndose el dedo índice de la mano, que el arriba firmante hubiera titulado “Caperucita roja con mucha hambre”. El titulo y descripción originales son: Aires de niña buena. Trench rojo, de Tara Jarmon.

Palabra, ya no hay dignidad en este cochambroso planeta. Ya no existen publicaciones, programas televisivos o cualquier otro medio de comunicación visual donde no te digan hasta el hartazgo cómo tienes que vestirte. Y el problema no es que te lo digan, sino que la gente es tan imbécil que se traga el cuento y se arrancan literalmente la vida en los gimnasios y en estúpidas dietas y en inconcebibles modas, para luego sentirse unos dioses del Olimpo cuando salen a la calle en los huesos (pese a que gracias a Satán tienen que comer) disfrazados como unos arlequines o como unos repollos. Y ahí es cuando no me cabe el menor resquicio de duda de que si el fantástico escritor danés Hans Christian Andersen saliera de su tumba a darse una vuelta por nuestro barrio, se vuelve a morir, pero de risa cuando vea que después de más de un siglo se quedó cortísimo al retratar a la sociedad con su genial y profético cuento El traje nuevo del emperador.


jueves, 9 de octubre de 2008

Malditas correcciones políticas y otras malditas cosas


A P y a Eduardo Huchín

 “La corrección política no legisla la tolerancia; organiza el odio.”
- Jacques Barzun


De entre las contadas cosas que me agradan de la raza humana, una de ellas es su diversidad. Su diversidad de pensamiento, siempre y cuando esté sustentada en la inteligencia; esa que puede llevarte a invaluables charlas en la mesa de una cantina y a emborracharte alegremente con tipos de una ideología política, filosófica y sexual diametralmente opuesta a la tuya. Misma diversidad que se convierte peligrosa y deambula sobre una filosísima hoja de acero cuando es portada por asnos (que siempre resultan ser la apabullante mayoría) que basados en su inagotable ignorancia creen ser los poseedores de la verdad absoluta: que todos pensamos igual, o lo que es lo mismo, que todo el mundo debería pensar, actuar y hablar como ellos.

Estos bellacos que menciono y que, repito, son la mayoría, están en todas partes, sobre todo ocupando cargos que ni por error deberían ocupar: presidencias de países, gobernando Estados, creando y aprobando leyes desde senadurías y diputaciones, dirigiendo Institutos de Cultura, educando a niños de primaria y dictando desde la dirección de los periódicos con mano enérgica y doblemoralina qué se debe y qué no se debe publicar en la prensa escrita.

Para muestra, un botón. Resulta y se los juro por Jesús en taparrabos, que en un lugar llamado Campeche (ciudad donde vivo) decretaron que la “Reina Gay” del Carnaval ya no debe llamarse así, sino “Reina de Eventos Especiales”. Qué tal con mis amigos. Qué bendición y qué tranquilidad es saber que exista un comité encargado de salvaguardar los valores de la sociedad, que prohíbe que la palabra “gay” sea escuchada por nuestros niños. Ya era hora de que hicieran algo. Ahora espero que cada que tengan un “evento especial”, como suelen ser cumpleaños, bodas, primeras comuniones, bautizos y confirmaciones, inviten a la nueva monarca para que presida con todo y vestido de plumas las pomposas ceremonias especiales.

Les digo, la gente idiota está en donde menos debería estar y uno termina por mal acostumbrarse a sus idioteces. Como por ejemplo, que las personas que sufren síndrome de Down sean llamadas “personas con capacidades diferentes”. Al decir que tienen capacidades diferentes a las de todos los demás, los están marginando de una forma peor. Pero claro, a alguien se le ocurrió (seguramente a un político, muy correcto él) decir para que no se oiga feo, “llamémosle a esos mongolitos personas de capacidades diferentes, no sea la de malas y se nos enturbie la sopa”. Y en atronadora caravana de aplausos todos los demás imbéciles le hicieron caso, y de ahí en adelante las personas con alguna discapacidad (que ese es el nombre correcto) son llamadas “personas con capacidades diferentes”.

Y ahí no para la cosa, se los aseguro, es cuestión de tiempo para que queramos ser tan políticamente correctos como nuestros inteligentísimos y primerísimo-mundistas vecinos del norte, con sus demandas y sus sálvese quien pueda si por la boca utilizas un adjetivo que suene rarito para calificar a una persona. Por citar otro ejemplo, si le dices “negro” a una persona de raza negra, eres un racista; sólo basta ver lo ridículo que se ven los comentaristas deportivos cuando ven a los negrazos meter cientos de goles o apabullar todas las marcas olímpicas y no encuentran las palabras políticamente correctas para decir que el negro es una maravilla. “El atleta neg… ejem, perdón, el atleta de raza de color es un fuera de serie”. Lo mismo pasa con los indígenas, que ahora ya no son indígenas, sino nativos de su ciudad natal. Vaya estupidez. Y lo peor es que lo aceptamos como sin nada, no vaya a ser que nos llamen intolerantes y racistas, y vengan las ONGs y los derechos humanos a señalarnos con el dedo acusador y justiciero por expresarnos de forma incorrecta.

A nada estamos de que estos idiotas (entre ellos los editorialistas mojigatos, que son casi todos, y los primeros en poner en primera plana la fotografía de un ebrio descuartizado en mitad de la calle, flanqueado por Maribel Guardia y Lorena Herrera en lencería invisible, mismos que jamás ponen las fotos de los niños desmembrados por la guerra de Irak) nos digan que está prohibido utilizar el adjetivo “feo” para calificar a una persona que es fea, lo correcto será referirse a ellos como “personas de apariencia”, y a los “gordos” (no vaya a ser que se nos ofendan) los llamaremos “personas de tamaño”, o “de talla”.

Por eso, al paso que vamos, no es de extrañar que en los gloriosos Estados Unidos de Norteamérica, una senadora negra, perdón, afroamericana, exigiera indignadísima ante el senado que los huracanes debían llevar más nombres negros, como por ejemplo, “Shaniqua” o “Jamaal”.

miércoles, 8 de octubre de 2008

La chusma exige ganar


“Por primera vez van a poder ver a los perdedores ponerse verdes.”
- Bob Hope, presentador de los premios Oscar en 1965, el primer año que fueron transmitidos a color


Hay días en que perder significa ganar. Eso es lo que no ha entendido esta sociedad de quita y pon, plagada de oportunistas, que erróneamente vive bajo la máxima anglosajona de que siempre ha de haber un único y absoluto ganador irrebatible. Vivimos obsesionados (en cualquier actividad, hasta cuando se juega a las canicas) en la encarnizada batalla por ser the number one o the winner is...

El arte no puede rebajarse a caer en esa imbecilidad. Es repugnante cuando cualquier tipo de arte es expuesto ante un jurado para que se elija a un vencedor. Para mayor ejemplo de este tipo de prácticas tenemos la ceremonia de los premios Oscar. Más que una ceremonia, resulta ser un concurso donde la comunidad creativa de Hollywood a la maldita fuerza quiere que exista un ganador; de lo contrario pareciera que no podrán dormir tranquilos el resto de su existencia.

En México, que somos los campeones de colgarnos del triunfo ajeno como si fuese propio, cacareamos a los cuatro vientos que nos merecemos un premio de la Academia, al menos uno. Claro, lo cacareamos después (no antes) de que han nominado a una retahíla de talentosísimos artistas mexicanos de los que, desde luego, en nuestra vida hemos escuchado hablar. Y allí estamos, exigiendo la estatuilla. Con manos sudorosas y preparando el discurso en la mente como si nuestro nombre fuera el que se va a escuchar en la ceremonia, invitándonos a subir al escenario a recibir el premio más famoso y codiciado del cine.

Siendo como somos nos mostramos más solidarios que nunca, porque en este país con el superávit de sinvergüenzas más elevado del planeta (aunque mi amigo don Arturo crea que ese lugar es España) nadie duda a la hora de solidarizarse para exigir. Nominados los artistas mexicanos, no hay medio de comunicación que no lleve la cuenta regresiva hacia los premios minuciosamente.

“México se merece un Oscar”, se escucha hasta por debajo de la cama, y sólo porque los imbéciles cayeron en su propia trampa de las correcciones políticas no dicen: “México exige un Oscar”. Y tampoco faltan los idiotas con voz autoritaria e intelectual por tener delante un micrófono que les respalde, además de muchos tontos que les creen y que les escuchan, dicen, segurísimos de ser unos sabelotodos y todopoderosos, que en México vaya que se hace buen cine, que ya era hora de que nos voltearan a ver, que el problema es la gente que no apoya al cine mexicano, ese tan nuestro, tan nacional, que siempre con poderosa narrativa relata excepcionales historias, tan mexicanas que es imposible no identificarse con ellas y llorar al filo de la butaca, como nos pasó a todos con esa obra maestra llamada Cansada de besar sapos o aquel otro pedazo de gloria titulado Matando Cabos.

Cuando escucho esta sarta de idioteces donde se culpa al incauto espectador y se le motiva para que apoye a “nuestro cine” (así le llaman, y será de ellos, porque mío en absoluto lo es) pagando carísimas entradas para ver bazofias como las arriba mencionadas, al igual que todas las que no mencioné, por el simple hecho de ser mexicanas (aquí el 99% de lo que se produce y se hace en materia del séptimo arte es una basura que a los espectadores le sabe al más exquisito manjar gracias a que su único bagaje cultural son las telenovelas) tengo que hacer un esfuerzo supremo para no morir de un derrame de bilis.

Pero estábamos en la parafernalia de los Oscares, y de cómo convertimos en un arte eso de colgarnos del éxito ajeno. El día de los premios llegó y las luminarias hollywoodenses y no hollywoodenses caminaron por la alfombra roja con sus mejores garras de diseñador de nombre y apellidos impronunciables mientras las cámaras de televisión transmitieron hasta el último rincón del mundo sus falsas sonrisas que intentaban sin éxito disfrazar su anhelo de hacerse de la estatuilla que les colocara en el selectísimo grupo de ganadores.

Al final, ocurrió lo inesperado: dos mexicanos fueron reconocidos con el galardón de la Academia. Y luego, se vino lo que se veía venir en nosotros. La indignación general: “¿Cómo que nada más dos Oscares? Esto es un atraco. Malditos gringos malinchistas”.

Claro, como también somos los campeones en eso de estar inconformes, pues nos inconformamos, faltaba más. Fotografía y Dirección de Arte, que basuras de categorías, si lo que queríamos en realidad era ganar el Oscar a Mejor Película Extranjera, o de perdido, a Mejor Director. Y se suelta la avalancha de berrinches y bellaquerías de los críticos nacionalistas e ignorantes que dicen que no es posible que la película alemana le ganara a la mexicana, mismos comentarios sustentados en la inopia y la estupidez pues sus pupilas jamás de los jamases vieron la película en cuestión, misma que en este país no llegó a exhibirse en las salas de cine, y aunque se hubiese exhibido, le apuesto al Diablo las cenizas de papá a que todos los inconformes hubieran preferido entrar a ver cualquier película de Adam Sandler.

Así de idiotas somos aquí, y también de idiotas son del otro lado del muro; nosotros por ignorantes y aquellos por ambiciosos. Por eso detesto los Oscares, pero más detesto a quienes creen que hacerte de una estatuilla es el aval a proclamarte como el mejor de todos, o que no conseguirla te acredita oficialmente a ser un perdedor. Pero y por fortuna, dentro de toda esa gran podredumbre existen los poquitos hombres buenos que logran nominar (por no decir rescatar) grandiosas películas para que los carroñeros medios de comunicación les dediquen un rinconcito de su espacio, y de tal suerte, algunas personas se den por enteradas de la existencia de estos tesoros fílmicos.

Por todo ello es que en vez de andar lloriqueando porque El Laberinto del Fauno no ganó el Oscar a Mejor Película Extranjera, alegrémonos de que La vida de los otros fue la galardonada, pues conozco bien a mi raza, ambiciosa como es, va a querer aprovecharse de los cinco minutos de fama de la cinta teutona para traerla a los videoclubes, o si es que existe Dios, a los cines, dando a los espectadores de ver, aprender y disfrutar de una de las mejores películas que fueron realizadas el año pasado.

El arte no tiene nacionalidad. El arte es único y universal, y como muestra de ello tenemos a una película alemana que al igual que la mexicana es magnífica. Imposible decidir cuál de las dos es mejor, pues el arte no es un partido de fútbol donde se congregue chusma para mentar madres y vociferar por la derrota, como ya los estoy escuchando gritar: “Hijos de puta alemanes, nos volvieron a ganar”.