lunes, 29 de junio de 2009

Bicho es una Reina


Bicho es la mujer más hermosa del mundo. En mi familia, todos los saben. En especial mamá. Sin embargo, mamá necesita ver una corona de piedras preciosas de fantasía sobre la cabeza de su hija, símbolo inequívoco de la belleza máxima.

More...-¿Así vas a ir vestido? –pregunta incrédula al verme llegar a casa en jeans.

-Mamá, déjalo –dice Bicho, mi defensora.

Bicho se abalanza sobre mí.

-No te puedo besar –me dice-. Acaban de maquillarme.

-¡Nena, tu vestido! –dice mamá horrorizada.

Bicho se separa de mí y se alisa el vestido para dejarlo impoluto de arrugas.

Aparece P.

-¡Muñequita, estás preciosa!

Mamá inflama el pecho orgullosa.

P saca la cámara.

-Actitud pandilleril, preciosa –dice.

Bicho retuerce sus larguísimas extremidades superiores, encorva la espalda, flexiona las rodillas, tuerce la boca y frunce el ceño como un ruda negrata del Bronx.

Clic.

-¡Otra Bichito! ¡Otra! –exige P emocionado-. Ahora más pandilleril, como cuando eras niña.

-¡Anabel del Socorro! –dice mamá ofuscada-. Nada de fotos. Ahora eres Nuestra Belleza Yucatán. Compórtate.

Bicho sonríe. Una sonrisa enorme.

-Foto, foto –dice P apuntando con la cámara-. Foto de Miss.

Bicho endereza la columna vertebral, pone los brazos en jarras, las manos apoyadas en la cintura ligeramente ladeada, estira el cuello como un cisne inmaculado y sorpresivamente descubro que por primera vez en su vida es más alta que yo.

-Rodrigo, quítate –ordena mamá.

Clic.

Llegamos a una hacienda. En el enorme jardín hay desperdigados cojines blancos como en esos bares lounge minimalistas. A lo lejos, bajo unas carpas blancas, una decena de meseros vestidos de blanco sirven coca-colas y preparan cócteles multicolores.

El batallón de personas que es mi familia tomamos asiento.

-Una cuba –dice R.

-No hay cubas, señor, solo cócteles –dice el mesero.

Se escandaliza R. Me escandalizo yo. También mi hermano. Igual P y N y L y C.

-A mí tráigame un cóctel de maracuyá –dice la esposa de mi hermano.

Resignados, todos pedimos cócteles de diversas frutas mariconas.

Media hora después el mesero aparece.

-Esto no tiene alcohol –dice indignado R.

-Señor, todas las bebidas tienen alcohol –se defiende el mesero.

R sorbe de nuevo su cóctel de fruta maricona.

-¿Qué le echaste? –pregunta R- ¿Es Bacardí?

-Sí, señor –dice el mesero.

-¿No que no tenías cubas?

-En efecto, señor, no hay cubas.

-Tráeme una coca-cola –dice R-, pero eso sí, échale Bacardí.

-Nos prohibieron servir alcohol, señor –se excusa el mesero-, solo en los cócteles.

Mamá, que camina como leona enjaulada por todo lo largo y ancho del jardín, maldice al cielo con los puños levantados.

Se desata una lluvia.

Todos corremos a protegernos debajo de las carpas blancas donde sirven los cócteles y las coca-colas.

R llama a nuestro mesero, le susurra algo al oído y le extiende discretamente un billete.

Cesa la lluvia. Regresamos a nuestros asientos mojados. Inicia el evento.

-Agradecemos la presencia de la gobernadora del Estado –dice el conductor del evento.

Un achichincle de la gobernadora se levanta a saludar al público desde la primera fila, pues al parecer la señora de la cabeza descomunal y maquillada con toneladas de polvos tuvo cosas más importantes que hacer, como por ejemplo viajar a Campeche para apoyar al candidato de su partido rumbo a la gobernación.

Todos rompen en aplausos como si el achichincle fuese la gobernadora.

El conductor presenta una a una a las personalidades que nos acompañan. Las personalidades, una a una se levantan de sus asientos y saludan al público.

-¿Quién es ese travesti? –pregunta mi hermano.

-Sht, cállate –dice su esposa-. Es Lupita Jones, la que fue Miss Universo.

Se encienden las luces del escenario.

-Con ustedes, Nuestra Belleza infantil –dice el conductor.

Aparece una niña de nueve años, camina sobre el entarimado al ritmo de la canción Mundo de caramelo, esperpéntica telenovela infantil de Televisa.

-Ella es una niña muy buena –dice el conductor-. Muy aplicada, sus calificaciones son de nueve y diez.

La niña camina con desenvoltura. Sonriendo.

-Esta hermosa pequeñita será quien nos represente en Nuestra Belleza infantil en el concurso nacional –dice el conductor.

Quedo pasmado.

-No sabía que habían concursos infantiles –dice L leyéndome el pensamiento.

-Tampoco yo –dice N.

-Pues yo sí me la echo al plato –dice R.

-Eres un asco –dice la novia de R.

-Me pregunto quiénes serán los jueces de esos concursos infantiles –dice mi hermano.

-Me pregunto dónde estará el chingado mesero –dice R.

-A ella le gusta la picsa y los dulces –dice el conductor del evento.

Pum. Se va la luz.

-¡Aaahhh! –exclama compungido el público al unísono.

Todo queda en penumbra.

-Señor, aquí tiene la botella –susurra una voz-. Aproveche esconderla bajo la mesa ahora que desenchufé la luz.

La luz vuelve. La figura de una aterrada niña se materializa sobre el escenario. El conductor vuelve a recitar toda su biografía desde el principio. La niña imposta su mejor sonrisa y vuelve a la carga en su pasarela mientras menea su imberbe culito. El mesero regresa a nuestra mesa con una bandeja llena de coca-colas.

-Miren, ahí está Bicho –dice emocionada mi cuñada.

-¿Dónde? –pregunta R.

- Ahí, justo ahí, borracho –dice su novia.

El público rompe en aplausos. Bicho hace su pasarela con un vestido de manta que le deja al descubierto un vientre liso, recompensa de cientos de horas en el gimnasio y una estricta dieta de aire y vegetales. Por un instante no reconozco a ese hembrón que se pavonea por el escenario al ritmo de Single ladies, de Beyoncé.

De reojo veo petrificado como una estatua a mi cuñado, sentado en una mesa con sus papás. Me cruza por la cabeza llevarle una cuba bien cargada. La va a necesitar.

-Es el momento que esperábamos todos los caballeros –dice el conductor.

Bicho aparece en traje de baño. Por fortuna estoy borracho, pero no tanto como para subirme al escenario y romperle el hocico al conductor que dice:

-¡Mírenla! Con el traje de baño se pueden apreciar mejor sus formas.

En casa de mi hermano hacemos una fiesta (o mejor dicho, continuamos la borrachera) para celebrar a Bicho sin importar que ella no esté presente. Mientras nos emborrachamos, en un restaurante de lujo, Bicho firma el contrato que la convierte en la máxima soberana de belleza del Estado.

A la mañana siguiente, con una resaca de los mil demonios, en el café de un centro comercial, Bicho, más guapa que nunca, con mirada melancólica me dice como quien no quiere la cosa que una de las reglas más importantes de su contrato es nunca aparecer en público mascando chicle o drogada o ebria, pero en especial, nunca jamás aparecer con personas de dudosa reputación.

El mesero trae la cuenta. Bicho abre su bolso. Le digo que yo invito. Ella me dice que me quiere mucho. Pago el café. Probablemente el último café que podré tomar con mi hermanita.


viernes, 26 de junio de 2009

No sabes quién fue


“Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre.”
- Enrique Jardiel Poncela


Uno que es nostálgico de corazón, como era de esperarse, termina por sucumbir a la nostalgia. Ni manera. Es lo que hay. Incluso cayendo (mi memoria impidió que cayera) en la ridiculez de escribir de papá precisamente el Día del Padre, ese día que inventaron los fenicios modernos (al igual que el Día de la Sonrisa, el Día del Borrego Cimarrón, el Día del Fantasma Bubulín, etcétera) para que corramos a sus tiendas a comprar baratija y media para que no se nos ofendan los imbéciles que tienden a ofenderse si no les regalas algo en su día, pues no hay que olvidar que en este mundo tan moderno, el tamaño o costo del presente que uno entrega es sinónimo del cariño y/o afecto que se siente por el festejado.

More...El punto es que este escrito lo tenía reservado para publicarlo el Día del Padre, pero, ¡oh, sorpresa!, el domingo pasado cuando mi tío (que también es mi padrino, y ha fungido más de la cuenta con la definición de esa hermosa palabra) se me quedó observando raro cuando lo saludé sin el mayor aspaviento para seguir jugando con mi primo Pepe a ver quien era el primero en encontrarle parecido a la mayor cantidad de jugadores de la selección de Turquía de fútbol con amigos y/o conocidos de la infancia y la actualidad, descubrí con horror que el Día del Padre no se celebraba el último domingo del mes como yo pensaba:

-Doctor, le llama su sobrino Lalo de Mérida para felicitarlo por el Día del Padre -le informaron.

En otras circunstancias me hubiera avergonzado de mi falta de memoria y/o consideración. Sin embargo, en esta sociedad tan políticamente correcta, a uno le pasan por alto este tipo de deslices, al menos si eres huérfano de padre como yo. Uy, pobrecito, su papá se murió, el pobre infeliz, para no sufrir al tener que regalar pañuelos, calcetines y rastrillos para rasurar, se autobloquea olvidando que el Día del Padre se celebra el tercer domingo del mes de junio (como todo el mundo sabe) y no el último domingo del mes, siempre y cuando, ojo al dato, sea año bisiesto y una noche antes haya habido luna en cuarto menguante con la osa mayor apuntando con la cola al suroeste.

En lo personal, me cuadra perfecto que se compadezcan de mí, sobre todo la gente que apenas conozco, que pone cara de confusión cuando me preguntan a qué oficio se dedica mi papá y yo les respondo que a picar piedras en el Infierno porque mi papá se murió hace años, y luego disfruto como cerdo con mazorca verlos poner su mejor cara de tristeza al estilo Fernando Colunga en telenovela de Televisa cuando me dicen que lo sienten mucho, aunque en realidad no sea así porque nunca conocieron a mi papá ni tampoco qué tipo de persona fue en vida.

A decir verdad, ni siquiera yo sé quién fue mi papá.

-Tú no sabes quién fue papá -me dice mi hermano con un dejo de resentimiento en la voz.

-Tú no sabes quién fue tu papá -me dice mamá con los ojos tristes.

-Me hubiera gustado conocer más a papá -me dice con ternura mi hermana menor.

-Muchacho, no sabes que clase de persona fue tu papá -me dijo un hombre que en mi vida había visto, de aspecto rudo y manos callosas de mecánico, al estrechar mi mano a la salida del funeral de mi papá.

Supongo que papá fue muchos hombres en la vida, como todos. Alguien que le heredó una empresa en números rojos a su hijo mayor. Alguien que nunca se dio por enterado de que se sacó la lotería al casarse con una mujer con dentadura de caballo. Alguien que le rompió el corazón a una niña que estaba enamorada de él. Alguien quien le salvó el pellejo a un hombre que viajó sabrá Dios cuantos kilómetros para decirme en persona que no sé quien fue mi papá.


lunes, 22 de junio de 2009

Fui yo... ¿y qué? (II)


“Cada país tiene el gobierno que merece.”
- Joseph Marie de Maistre


Quien crea, asuma o sueñe que somos un país en vías del primer mundo, vaya viendo a mis vecinos, esos lords campechanos practicantes de las buenas maneras y formas que engrandecen a nuestra patria.

Los cavernícolas de la casa de junto son la representación más fiel de lo que en México se conoce como un buen ciudadano.

-¡Hola, vecino! –me saluda con una ancha sonrisa en el rostro la vieja chancluda eternamente disfrazada de Doña Florinda cada que se me cruza por delante.

-Vecina, ¿sería tan amable de mover su coche? –le digo, intentando aparentar ser un hombre civilizado.

Previos quince minutos de espera, un cromagnon en camiseta sport y shorts del América sale para mover el automóvil que se le ocurrió como todos los días estacionar en la salida y/o entrada de mi cochera.

El siguiente obstáculo a vencer es que la casa está ubicada en una de las avenidas más transitadas de la ciudad, y al parecer todos los conductores traen una prisa maldita por llegar a su destino, y a ninguno se le atraviesa por la mente ceder el paso de manera cívica para permitirme abandonar el garaje.

-Échales la lámina –me susurra una vocecilla y me aborda el recuerdo de un amigo defeño que todo lo solucionaba aventando el Tsuru a los conductores que osaban pasar por enfrente de él cuando se nos hacía tarde para llegar al destino que fuere.

Me persigno y encomiendo a todos los santos. Meto la revesa. Piso el acelerador a fondo. Ocurre el milagro. Abandono finalmente la cochera en medio de un mar cláxones.

Semáforo en rojo. Por fortuna tengo preferencia para doblar a la derecha, sin embargo, un camión de pasaje ha tenido la brillante idea de detenerse, bloqueando la circulación para recoger a unos jóvenes de cabellos alborotados. Antes de abordar, uno de ellos escupe en el pavimento su chicle con la gracia de un mono de zoológico. La larga fila de vehículos que se encuentra detrás del mí hace de mi conocimiento su inconformidad descargando otra lluvia de claxonazos que me crispa los nervios. La escandalera es tal que empiezo a sentirme culpable, como si fuera yo el chofer del camión que decidió romper 30 leyes de tránsito en un solo segundo.

-Duro el calor, verdad güero –me dice el amo y señor de la esquina, un gordo mugriento de lo más simpático que se gana la vida fingiendo locura, pues el gordinflón está más cuerdo que Freud, pero el desempleo y el hambre son tantas que tiene que bailar en la esquina, interpretando con maestría la cumbia que esté de moda en la radio al tiempo que agita unas botellas de plástico cargadas de aguas negras que vierte en los parabrisas de los incautos automovilistas que no pueden más que ahuyentarlo entregándole un par de monedas a cambio de que los deje permanecer con el vehículo limpio.  

Con alivio y con el coche hecho un asco por no cargar con monedas compruebo que estoy a tiempo de llegar al cine. Decido bajar la velocidad y disfrutar un poco de la hermosa vista del malecón. Al instante soy secuestrado en todos los pasos peatonales por jóvenes y botargas que me inundan de panfletos, calcomanías y gritos de que vote por una serie interminable de diputados y senadores. Intento arrollarlos, pero los muy desgraciados, como si hubiesen sido adiestrados por Mahatma Gandhi, logran detener mi volcho formando una muralla humana.

-No gracias, no gracias –intento sin éxito decirles que no me interesa en lo más mínimo recibir propaganda partidista.

Ignorado, intento subir las ventanillas para no morir ahogado en una avalancha de papeles que arrojan al interior del vehículo. Los propagandistas anticipan mis movimientos, formando una montaña de basura de proporciones escandalosas a mi alrededor. Acelero. Metros más adelante se repite la operación: paso peatonal PRD, un kilo de basura; paso peatonal PRI, otro kilo de basura; paso peatonal PAN, otro kilo más de basura, y así hasta llegar al parque de Moch Cohuó, donde logro sacar la cabeza por la ventanilla para jalar un poco de aire hacia mis pulmones y ante mis ojos aparece una mano. Un candidato a diputado federal con una ancha sonrisa me extiende su mano diciéndome que cuenta con mi voto, y yo sólo puedo pensar en decirle que vaya contando los dientes que le voy a tirar cuando le rompa toda la boca si no mueve de enfrente su rolliza humanidad para que pueda llegar a tiempo al cine.

Llego al cine. Delante de mí sólo hay diez personas, a pesar de ser un estreno mundial. Al parecer a todos los cinéfilos se les ha hecho tarde gracias al vía crucis malecónpartidista, sin embargo, el problema radica en que también se le ha hecho tarde al sujeto encargado de abrir la puerta de la sala porque los once que llegamos a tiempo llevamos más de quince minutos esperando que nos dejen ingresar para tomar asiento.

Una multitud aparece sorpresivamente. El encargado de abrir la puerta de la sala no aparece y la cosa se vuelve un pandemonio. Alguien sugiere tímidamente que se respete la fila, pero de inmediato es mandado a callar en mitad de improperios. La masa humana empieza a empujarse unos contra otros. El cintillo que impide el ingreso a la sala es repentinamente removido y la gente corre como un hato de bestias desbocadas al interior de la sala. Quienes llegamos primero somos aplastados por una horda de salvajes pulcramente vestidos que nos empujan, patean y pisan.

-No es justo –dice una señora con el cabello revuelto que fue a parar al suelo.

Manejo a casa con un dolor infernal de cabeza. El único lugar del que pude hacerme fue una milagrosa butaca de la primera fila, misma que tuve que ganar literalmente con uñas y dientes pues los genios del cine decidieron vender más boletos de los permitidos por las butacas.

Atravieso el malecón en medio de un chiquero de papeles que tapizan las calles hasta llegar a casa para toparme con la buena nueva que los vecinos han dejado estacionado su coche nuevamente en la entrada de mi cochera. Vecinos que años atrás decidieron emprender un lucrativo negocio de pavos, criando a los plumíferos en su jardín trasero e importándoles muy poco dejar oliendo a mierda toda la cuadra. Mismos vecinos emprendedores que otro día montaron una taquería en su garaje sin preguntarnos si nos parecía buena idea oler a cebolla y a carne asada todas las noches. Vecinos que decidieron que era un buen momento asesinar al árbol de mangos de más de veinte años que tenían en el jardín, teniendo el bello detalle de dejarlo caer del otro lado de su casa, o sea, sobre nuestra tubería de agua. Vecinos que salen cada noche con su afable sonrisita diciéndome:

-Hola vecino, fui yo... ¿y qué?

viernes, 19 de junio de 2009

Una deliciosa mentira


“Toda mentira de importancia necesita un detalle circunstancial para ser creída.”
- Prosper Mérimée


Esta semana continuaremos con las mentiras deliciosas. Y no vaya usted a creer que esta columna se ha convertido en una glorificación de la mentira, no señor, es solo que hay días en los que vale la pena ir al baúl de los recuerdos, abrirlo y sacar una de ellas, desempolvarla y luego admirarla con cariño y orgullo como quien mira, luego de salvar el pellejo hace muchos años, una medalla ganada en la guerra, con coraje, justicia y honor.

More...Era el último día de clase en mi primer semestre en la universidad. Y cuando digo último me refiero literalmente a mi último día en la universidad porque tenía claro que me echarían de la escuela si no aprobaba el examen que tenía sobre mi pupitre. Faltaban tres cuartos de hora para que el maestro de matemáticas recogiera el examen y el mío estaba en blanco. Es decir, no había resuelto ni un sólo problema matemático. Cuando era niño y esto me ocurría, llenaba con los primeros números que me venían a la cabeza los resultados de las operaciones; con este método ingenuamente creía que la maestra se apiadaría de mí, pues al menos no había dejado en blanco la hoja.

Miré mi reloj y supe que tenía que actuar. Ignoraba la situación de mis demás compañeros, pero la mía era gravísima. Al estudiar en una universidad pública sólo tenía derecho a reprobar dos materias el primer semestre (cuota que ya tenía cubierta sin contar la materia de matemáticas). De reprobar más de la cantidad estipulada sería expulsado de la institución.

El maestro de matemáticas era un sujeto sin cuello, barrigón, moreno y feo como una cucaracha. Durante todo el semestre su mayor placer era contarnos historias de él y de su familia, en especial una en la que su hijo mayor anhelaba con todas sus fuerzas entrar al corporativo de una empresa transnacional. Pocas veces nos enseñaba algo de matemáticas, hecho que nos daba gran placer a la mayoría de los alumnos pues odiábamos las matemáticas. Otros maestros y alumnos de semestres avanzados decían que el maestro de matemáticas era un corrupto. Sin embargo, el maestro era tan feo e intimidaba tanto con su voz ronca que ni uno de nosotros se atrevió nunca si quiera a sugerirle una oferta monetaria para aprobar sus exámenes. Quizás por ello el maestro cada día parecía estar de peor humor y complicaba más y más sus exámenes. Un día el examen fue tan complicado que la mayoría hubiera reprobado de no ser porque un amigo de otro salón me dio las respuestas del examen, y yo que era un perfecto imbécil me apiadé de mis compañeros y les pasé un papelito con ellas.

Al día siguiente el maestro nos miró furioso (era evidente que todo el salón, sin excepción, habíamos sacado 10) y escribió en la pizarra los problemas del examen que habíamos presentado. Con mirada virulenta señaló al azar a un par de alumnos para que los resolvieran pero estos, temblando de miedo, ni siquiera se atrevieron a salir de sus asientos.

-Están fritos -dijo el maestro relamiéndose el labio superior e hizo una anotación en una carpeta donde guardaba la lista de asistencia con nuestros nombres.

Luego señaló con el dedo a Bibiana para que pasara al frente, y para mi sorpresa (y para la de todos, porque Bibiana no sabía sumar dos más dos) con mucho garbo y tiento pasó al frente, tomó la tiza y cuando estaba apunto de escribir sabrá Dios que barbaridad en la pizarra el profesor la detuvo.

-¡¿Cómo?! -exclamó Bibiana.

-Lo que oíste, tienes diez -dijo el maestro.

No pude reprimir una corrosiva envidia por mi amiga, aunque en su lugar, yo me hubiera quedado en mi asiento, muerto de miedo como los otros dos pobres diablos recién sentenciados.

-Tú -dijo el profesor señalando con su rechoncho y moreno dedo acusador.

Sin dar crédito me convertí en el protagonista de una terrible pesadilla al ver que el rechoncho y moreno dedo acusador del maestro me señalaba.

-¿Yo? -atiné a balbucear congelado del terror en mi asiento.

-Sí, tú -dijo el maestro disfrutando la escena y cuando vio que intentaba ponerme de pie para ir a la pizarra, con un gesto despótico de la mano me dijo que me quedara sentado.

El maestro señaló otro problema que estaba escrito en la pizarra y me pidió que le diera la respuesta desde mi asiento. Entorné los ojos como si mi cerebro estuviera trabajando en un complejo acertijo, pero la realidad era que mi mente estaba en blanco. Sólo un milagro podía salvarme luego de que aquel dictador tropical me dijera con voz burlona que la ecuación era tan simple que hasta un niño podría resolverla. Y el milagro ocurrió. Justo a mis espaldas.

-Treinta mil quinientos -susurró una voz milagrosa.

Y acto seguido, repetí en voz alta:

-Treinta mil quinientos.

El profesor estalló en risa meneando su enorme vientre de sapo de pantano y luego de decir que estaba frito (y que la respuesta era cinco) escribió algo en la hoja de su carpeta.

-Peor es nada -me susurró a las espaldas mi amigo Isidro, el estudiante más flojo de la clase e hijo de uno de los profesores más respetados de la universidad.

Al final del semestre la mayoría del salón había reprobado matemáticas. Así que cuando el maestro dijo que nos haría un examen final como muestra de su magnanimidad para que algunos pocos se salvaran, muchos nos ilusionamos aunque en el fondo sabíamos que sólo estábamos postergando lo inevitable: todos reprobaríamos pues nadie entendía nada de la materia.

-Maestro, tengo un problema -le dije al maestro que se sorprendió al verme de pie delante de su escritorio el día del examen final.

A lo largo de mi vida escolar crecí rodeado de buenas y malas compañías, y de estas últimas aprendí algo: mientras menos hables mejor. Mis palabras fueron firmes.

-Mi abuelo esta moribundo y yo he estado a su cuidado -mentí y en el fondo de mi ser le pedí disculpas a mi moribundo abuelo para que cuando muriese no me jalara los pies en las noches, ya que nunca cuidaba demasiado de él.

El maestro me observó con ojos imperturbables. Mi examen estaba en blanco y sólo un niño ingenuo podría creer que una excusa como la del abuelito moribundo podía salvarte el pellejo, así que se lo solté directo, justo frente a su cara de batracio de aguas puercas:

-Mi tío, el hijo de mi moribundo abuelo (al que yo cuido), es el director de recursos humanos del corporativo al que su hijo quiere entrar a trabajar, si me diera una tarjeta o su teléfono… yo podría ayudarle.

Esas fueron mis palabras textuales y no me avergüenzo de ellas. El mundo es un lugar sucio y a la suciedad la combates con suciedad, sobre todo cuando se da la combinación entre dos personas que saben que no tienen nada que perder (a esas alturas comprendí que no tenía nada que perder) y mucho por ganar. El maestro me pidió mi apellido y al buscarlo en la hoja de su carpeta se sorprendió al descubrir que a un costado de mi nombre aparecía un travieso asterisco.

-¿Qué será ese asterisco? -susurró rascándose la cabezota.

-Una tarea que le entregué tarde –inventé sin vacilar.

El maestro dudó un segundo y luego sacó una tarjeta de su cartera y me la entregó.

-Te agradecería mucho si me hicieras ese favor -dijo.

-Délo por hecho -dije yo estrechando su regordeta y sucia mano.

Esa misma tarde el maestro tenía que entregar calificaciones a la dirección, así fue que ante la mirada atónita de mis compañeros (ni Einstein hubiera terminado tan rápido el examen) abandoné el salón con la conciencia tranquila y con la certeza de que nadie, ni el más corrupto y vil de los maestros, me impediría graduarme de esa espantosa pero brutalmente educativa universidad donde me matriculé para intentar ser alguien en la vida.


lunes, 15 de junio de 2009

Fui yo... ¿y qué?


“Una democracia no es otra cosa que regla de la muchedumbre, según la cual el 51% de la gente puede arrebatar los derechos del otro 49%.”
- Thomas Jefferson


No tenemos escapatoria. Y el que crea lo contrario, sólo tiene que asomarse a la puerta de su casa para ver lo lindo que han decorado su calle, su colonia, su ciudad, el país entero.

El escritor y pensador vasco Fernando Savater planteó en el libro Política para Amador que la democracia es una paradoja, pues todos conocemos más personas ignorantes que sabias y más personas malas que buenas... luego es lógico suponer que la decisión de la mayoría tendrá más de ignorancia y de maldad que de lo contrario. Es decir que, si tal premisa la adaptamos a México, un país con una población de poco más de cien millones de habitantes donde el 50% vive en la pobreza y cuya prioridad es la de rajarse el lomo como burros para llevar un plato de frijoles a casa para que su familia no muera de hambre, no podemos esperar que esta mitad de la población (la cual tiene derecho al voto) tenga la capacidad de discernir qué diputado, qué senador, qué presidente municipal, qué gobernador y mucho menos qué presidente de la república es el idóneo para sacarlos de una maldita vez de la miseria en la que viven.

Por otro lado, el otro 49% de la población no es mucho más alentador: la clase media. Ya sea media baja, media media, media un cuarto, media tres cuartos, media alta o como quiera catalogarnos el INEGI, a fin de cuentas todas son medio idiotas, y quienes se sientan aludidos, vayan cambiando el canal de las telenovelas al canal de las noticias, donde nos relatarán un nuevo acto de desfalco e impunidad por parte de nuestros mandatarios, los cuales nos son tan ajenos y anónimos como lo son Octavio Paz o Carlos Fuentes, todo gracias a la glorificación de la que hemos hecho objetos a Maribel Guardia, Anahí, Maite Perroni y demás suculentas y plastilizadas putizorras de la farándula.

Y para muestra basta un ejemplo: pregúntale a la persona que tengas a un costado si está conforme con los políticos que nos gobiernan. La respuesta será obvia: “Todos los políticos son unos sinvergüenzas”, responderá el sujeto (por poner en un sus labios un calificativo decente), mitad indignado, mitad importándole un huevo el asunto. Y bueno fuera que la mitad más uno de su respuesta hubiera sido con indignación para que de una vez por todas el tipo apartara la mirada de las enormes siliconas que aparecen en la portada y en todas las demás páginas del TvyNovelas y empezara a preocuparle su condición de descerebrado.

Pero resulta que la desgracia de este país es que un idiota es bien visto socialmente. Es más, ser un idiota te califica en automático para aspirar a algún cargo público; a mayor grado de idiotez, mayor la envergadura del puesto. Y si no lo creen, paren oreja y escuchen a los políticos cómo nos dicen todos los días que somos unos tontos redomados:

“Tapizamos sus calles, sus colonias, sus ciudades y su país entero con nuestras horrendas y sonrientes caras y ni así son capaces de recordar nuestros rostros después de que votan por nosotros, y les robamos hasta el último peso de los bolsillos gracias a que están endiosados con los eventos que ocurren en el mundo de la farándula y de los deportes (que para el caso es lo mismo) que sólo embrutecen sus pequeñas mentes y les dejan sin neuronas para que les importe poco que el día de mañana terminemos de podrir a su país y sin tener siquiera que huir al extranjero, todo gracias a la democracia y a que no se tomaron la molestia de que les importara un bledo quién fue su diputado y su senador y su presidente municipal y su gobernador y su presidente de la república, y tenemos que agradecérselos tanto por ser tan palurdos y dejar que ahora seamos sus jefes y les digamos qué deben hacer y qué deben leer (aunque dudamos que lean en absoluto) y qué deben comer y qué deben vestir y cómo deben comportarse, pues son nuestros monitos cilindreros que bailan al ritmo que les toquemos, porque son unos cobardes a los que nunca les dio la gana de leer un libro para salir de la inopia y descubrir que nosotros los políticos somos simples empleados suyos y no al revés, y les repetimos sin el menor pudor que son tan palurdos e imbéciles que seguirán siendo nuestros empleados hasta nuevas elecciones, y no se preocupen, que en ese lapso su ignorancia crecerá tanto que ni cuenta se darán y nos elegirán nuevamente para que sigamos gobernándoles desde el anonimato mientras ustedes siguen elevando a la escala de semidioses a Lorena Herrera y a Jaime Camil y a Jorge Kahwagi, que aunque lo vieron en el Big Brother también en sus ratos libres es diputado o senador o lo que sea, y lo crean o no pero no nos importa siempre y cuando sigan votando por nosotros, así tengamos la osadía e inconciencia de arrancar hasta el último árbol de la biosfera para asfaltar de punta a punta la ciudad, y cuando te indignes y preguntes quién fue el responsable de tal acto de estupidez responderemos nosotros los políticos al unísono: fui yo... ¿y qué?”. 

viernes, 12 de junio de 2009

Mentiras deliciosas


“Es mentira que más de cien mentiras no digan la verdad.”
- Joaquín Sabina
           

No todas las mentiras son malas, como bien sabemos. Y no me refiero a las mentiras piadosas, esas de las que se echa mano cuando sin previo aviso te ves acorralado por una mujer entrada en kilos (por no decir gordísima, y me reservo mencionar el parentesco con la mujer) que te pregunta con voz melodiosa y llena de esperanza: “¿Cómo me veo?”. “Como una maldita piñata”, piensas, pero, desde luego, no lo dices, porque tu respuesta de hombre sensato, sabio y curtido por la vida es la de mirarla de arriba a bajo con ojos ensoñados y decirle: “Guapísima”.

Básicamente esa es la esencia o eje para que el mundo siga girando. La gorda sabe que tú le estas mintiendo, tú sabes que la gorda sabe que le estas mintiendo, y, si hay testigos de por medio, ellos saben que… bueno, creo que está bastante claro el punto de las mentiras piadosas.

Sin embargo, este escrito no trata sobre las mentiras piadosas, sino de las mentiras deliciosas. Mentiras cuyo fin último es iluminarle el día o los días (varía según el grado de ingenuidad) a la víctima de dicha mentira, y de paso (para qué les voy a mentir) salvar el pellejo y granjearle un beneficio al mentiroso. He ahí, damas y caballeros, la sutil diferencia entre la mentira piadosa y la mentira deliciosa.

Ahora bien, asumo que tendré que dar al menos un par de ejemplos de mentiras deliciosas para que no se ofendan los lectores puritanos y protectores acérrimos de la verdad por andar glorificando a la mentira. Digamos que estamos en guerra. Y, para no variar, nos dan una paliza. ¿Qué hacer para no sumirnos en depresión y vergüenza? Mentir, claro esta. La situación lo amerita. Por ello no basta una mentira piadosa como enviar cartas a los familiares de los soldados muertos explicándoles que sus hijos fallecieron cumpliendo con su patria, con fusil en mano, apretando los dientes y cargándose al Infierno a varios yanquis, o sea, los detalles justos y maquillados para evitar entrar en aspectos técnicos que francamente resultarían penosos. No. Aquí es cuando la situación amerita vestirnos de frac y echar mano de la chistera para encontrar una salida digna: le decimos al pueblo que nos enfrentamos al ejército más poderoso del mundo y que pese a que nuestros soldados eran unos niños, no por ello no se defendieron como leones adultos patas para arriba, dispararon hasta el último parque de municiones para luego con ballesta en mano defender el Castillo de Chicuilipec el Bajo hasta con el último aliento.

Ahí lo tienen, una historia verdadera que no sería lo suficientemente creíble e inolvidable si no se aderezara con una pizca de mentiras deliciosas como la súbita aparición de Juanito (el más joven de los soldados) en la azotea del Castillo. Atención, que aquí viene el redoble de tambores y la pregunta obligada: ¿Qué hacía Juanito en la azotea del Castillo? (Muy buena y válida pregunta). Juanito estaba en la azotea del Castillo descolgando la bandera del mástil para evitar su penosa caída en manos invasoras; por desgracia al terminar su tarea, Juanito se vio rodeado por los enemigos y supo que solo tenía una salida: envolverse como un tamal con la bandera y arrojarse al vacío como clavadista olímpico en plataforma de 100 metros. Como es de esperarse, incluso hasta para un niño, uno llega a la conclusión de que Juanito en realidad era un suicida, o, en el mejor de los casos, un loco, pues no hay que ser un genio para darse cuenta de que si la historia de Juanito llegó a nuestros oídos de generación en generación fue gracias a que los invasores enemigos lo único que tuvieron que hacer para obtener nuestra bandera fue bajar las escaleras (con toda calma) y recogerla en el patio trasero del Castillo en medio de un batidero de sangre. Aquí otra pregunta de rigor: ¿Acaso no hubiera sido más práctico e inteligente por parte de Juanito intentar escapar vivo con la bandera? Probablemente, pero nadie hubiera recordado la historia de la batalla y la bandera.

Moraleja: una mentira deliciosa deja conformes a todos; tanto a las victimas de la mentira que ahora se sienten con renovados bríos patrióticos, pues pese a ser unos perdedores no tienen por qué avergonzarse de ello ya que por sus venas corre sangre valerosa y heroica; de igual forma los mentirosos quedan satisfechos, esto al inflar los costos de construcción de monumentos, hospitales, escuelas, etcétera que llevan el nombre del heroico e inolvidable Juanito (y de otros héroes), que por supuesto son costeados con el dinero de las orgullosas victimas de la mentira deliciosa.

Otros ejemplos de mentiras deliciosas que me vienen a la mente son los casos de personajes como el del famoso viejo panzón disfrazado en terciopelo rojo que viaja alrededor del mundo regalando juguetes a los niños en un trineo tirado por renos voladores; o el caso de los tres Reyes de diferentes etnias y poderes mágicos que a bordo de animales viajan por todo occidente regalando juguetes y dulces; o (y este es el caso más famoso) el del hombre barbado que caminaba sobre el agua, multiplicaba los alimentos, transformaba el agua en vino y resucitaba al tercer día. En fin, todas ellas mentiras deliciosas, que desde luego no pondré en tela de juicio en esta columna (por el momento) para no herir susceptibilidades, sean patrióticas o de fe, que para el caso… son casi lo mismo. 

martes, 9 de junio de 2009

Todo un profesional



1


En la preparatoria te enseñan casi nada, pero sobre todo, cómo no hacerte responsable de tu propia vida.

More...Margarita, la psicóloga del colegio, una señora de cabello espantado y teñido de rubio, figura de garza vestida infaliblemente con pantalones de colores pastel, llegó a la disparatada conclusión de que yo era un muchacho idealista que siempre intentaba defender al más débil.

-Monina, tu hijo será un gran abogado –le dijo un día a mamá.

Mamá no cupo en júbilo y durante largo tiempo se le vio con una sonrisa de oreja a oreja, imaginándome en la carrera de leyes, con un título con mención honorífica y luego en un lujoso despacho impartiendo justicia, es decir, defendiendo y sacando de la cárcel a sus amiguetes políticos.

Esa no fue la primera ni la única vez que la psicóloga Margarita me metió en un aprieto. Un día se le ocurrió, como si no hubiese preparado su clase, psicoanalizar públicamente a algunos alumnos. Cuando llegó mi turno, se me quedó mirando con sus ojos de ave larguirucha, parpadeó un par de veces, y dijo:

-No entiendo cómo puedes estar soltero.

Todo el cuero cabelludo se me heló. Como si en vez de pelo tuviese un casco de hielo. Y allí no paró la humillación. Ignorando las risotadas de mis compañeros, la psicóloga (ahora que lo pienso, posiblemente infestada de barbitúricos) dijo que yo no era un adolescente cualquiera, sino el alma de un hombre viejo encerrado en el cuerpo de un adolescente, motivo que le hacía no poder comprender cómo ni una chica de la escuela daba sus huesos por mí.

-Si yo fuera estudiante, no te me escapabas vivo –sentenció con un guiño aviar.

El salón entero se fundió en una carcajada, salvo dos o tres niñas que se indignaron al tomar el comentario de la psicóloga como una postura completamente pagana, pues según la iglesia católica todas las almas debían tener la misma edad cronológica que los cuerpos que las albergaban.

Otro incidente se suscitó en el último semestre de la preparatoria, en la prueba de orientación vocacional. En ninguna de las casillas que debía llenar aparecía algo relacionado con el fútbol. Mi gran pasión. Motivo y motor en mi vida. Estaba clarísimo que ese era mi único destino. Ganar la Copa del Mundo. Sin embargo, el examen arrojó un resultado confuso. Según la psicóloga yo podía ser lo que quisiera en la vida. Sobra la aclaración que estamos hablando de un oficio que se ejerciera dentro de una oficina.

-¿Cómo qué? -pregunté alarmado.

-Pues lo que tú quieras –dijo-. ¿Qué te parece… abogado?

Francamente odiaba las leyes. Ni siquiera podía terminar de ver un sólo capítulo de las series de televisión donde aparecieran abogados sin aburrirme horrores. Ni siquiera Ally McBeal, aquella serie que veía endiosado mi hermano, protagonizada por la esposa de Harrison Ford, un esqueleto ambulante, esquizofrénico y vestido siempre en trajes y faldas cortas.

En casa manifesté mi deseo de ser futbolista profesional. Mamá casi se desploma de un desmayo. Mi hermano soltó una carcajada argumentando que era un futbolista malísimo. Papá no dijo nada y por esas cosas que tienen las amistades de cantina, un día me dijo que me presentara en el estadio Carlos Iturralde (mejor conocido como estadio Olímpico, aunque en Mérida jamás se ha llevado acabo una Olimpiada); o para ser más exactos, que él personalmente me llevaría al estadio, ya que por esos tiempos yo no sabía manejar a pesar de estar estrenándome en la mayoría de edad.


2


Los Venados de Yucatán era un equipo de segunda división. Sentenciado a esa categoría por los siglos de los siglos. Su estadio tenía una pista de atletismo alrededor de la cacha, si es que a aquella dona de terracería podía llamársele pista de atletismo. Más allá de la pista, antes de las tribunas, cual ruedo taurino había una fosa de varios metros de profundidad, trampa mortal de borrachos deshidratados. Luego venían las tribunas, que en realidad eran planchas de concreto donde bien se podían ferir o carbonizar bifes de chorizo bajo el inclemente sol de las tres de la tarde, no en balde los aficionados, valientes y masoquistas, permanecían dando saltos durante más de noventa minutos para que las suelas de sus zapatos no se derritieran como chicle cada quince días que había partido como local.

He de admitir que nunca fui aficionado a los Venados. Esto lo atribuyo a desagradables factores, entre los cuales destacan muchos. Por ejemplo, los colores del equipo: verde y amarillo. Camiseta verde y short amarillo. Un verde y un amarillo escandalosos. Colores que solo utilizarían en su vestimenta los payasos de circo, o en su defecto, cualquier selección de fútbol africana, hombres morenos con indumentarias brillantes calcinándose al sol. Otro factor era la ubicación del estadio. Para llegar a esta esperpéntica obra salida de alguna pesadilla de un pasante de arquitecto había que atravesar toda la ciudad. Traducción: ir a los barrios del sur, donde están las colonias más espeluznantes y horribles. El camino menos tortuoso era atravesando Circuito Avenidas, avenida interminable, atestada de tráfico (coches que no son más que chatarra en movimiento a vuelta de rueda), flanqueada a ambos lados de talleres mecánicos y demás negocios grasientos. Este paisaje apocalíptico y madmaxiano era partido en dos justo por en medio por un tren fantasmagórico que silbaba y crujía sobre una vía casi deshecha, cual espectro lastimero que arrastra sus cadenas dejando sordos a todos los tripulantes que se sancochaban lentamente dentro de sus vehículos.

En tercero de preparatoria a mis amigos les dio por ir a todos los partidos de los Venados. Esto se combinó con una buena temporada del equipo que se había hecho de los servicios del camerunés Emmanuel Tataw, ex mundialista y ex campeón de goleo en la primera división de Italia y México. Con el negro en la cancha ahora sí que parecíamos una selección africana hecha y derecha.

Dos sábados al mes íbamos al estadio. Para soportar el trayecto comprábamos varios six pack de cerveza que bebíamos con ferocidad. Igualmente el resto de la fanaticada que decidía ponerse en las tribunas del lado oriente del estadio. El lado oriente estaba reservado exclusivamente para la porra Ultrasol, es decir, personas mentalmente desequilibradas. Sitio donde convergía un hervidero de gente despreciable. Borrachos en su mayoría. De todos los estratos sociales. La cuestión allí era ser un bárbaro. Un barbaján. Convertirse en animales erguidos en dos patas, con las espaldas erizadas y los hocicos babeantes. Siempre dispuestos a corear y proferir las peores bajezas, ya fuera al equipo rival, al árbitro, a nuestros propios jugadores o, especialmente, a los aficionados de las tribunas de enfrente (zona de sombra o tribuna poniente) donde estaba el palco del dueño del equipo (blanco de toda serie improperios irreproducibles).

¿Por qué me sometía a ese infierno dantesco? Lo ignoro. Era un adolescente ex burgués dispuesto a experimentar los calvarios de la vida. Apiñado entre una serie de hombres olorosos y pegajosos por el sudor, intentaba ver las incidencias de los soporíferos partidos. Era inútil. Más preocupado estaba en salvaguardar mi propia vida y esquivar la lluvia de orines que volaba por los aires desde las tribunas más altas del estadio cada que un borracho quería aliviarse los riñones y/o a manera de celebración cuando el espigado negro marcaba un gol.

Se corría el rumor de que el camerunés Tataw cobraba una fortuna. Esto gracias a sus viejas glorias vividas como ex mundialista y ex estrella de la primera división. Decían que toda la venta de cerveza del estadio era destinado para pagar su sueldo. De ser así, el negro debía ser el hombre más rico de la ciudad.


3


Un señor obeso, rosado como un puerco, saludó efusivamente a papá cuando llegamos al estadio. No recuerdo de qué hablaron, yo estaba más preocupado por disimular mis nervios. El utilero colocaba unos conos naranjas fosforescente sobre el césped. De ahí en fuera no supe más. El utilero del equipo me entregó un uniforme todavía más feo que el uniforme oficial con el que jugaban los Venados. Picaba. Y con el sudor se adhería a la piel como una materia viscosa. Nacho Jiménez, el entrenador del equipo, saludó con afecto al gordo rosado y luego le dio un apretón de manos a papá. Intercambiaron unas pocas palabras. Acto seguido, Nacho, un hombre enorme, de casi dos metros de altura, el rostro descuadrado, como si hubiese sufrido un derrame cerebral o una parálisis facial en su juventud o como si hubiese visto el mismísimo Infierno en persona, me dio una palmada en la espalda y dijo que entrara a la cancha con el resto del equipo.

Entiendo que para cualquier aficionado a los Venados hubiera sido un lujo aquello, codearse (literalmente) con sus ídolos. No para mí. Más nervioso de verme de golpe y porrazo en un equipo profesional, lo que me erizaba la piel era no saberme de memoria los nombres y apodos de casi todos los integrantes del equipo local.

Como un cervatillo asustado me integré a la fila de jugadores para hacer los ejercicios de calentamiento. Nadie me presentó. Uno que otro jugador murmuró a mi alrededor, supongo preguntándose quién diablos era yo. El resto me ignoró como si no existiera. Como un don nadie. Cosa no muy alejada de la realidad. Un reportero (el único que cubría los entrenamientos del equipo) le preguntó al entrenador si era yo otro refuerzo extranjero. El entrenador bufó e hizo una mueca burlona. El reportero anotó algo en su libretita al tiempo que reía como un bobo. Admito que aquello hirió mi amor propio. Decidí darle una lección a todos. Correría como un diablo. Pasaría, remataría y cabecearía como un jugador europeo de la Premier League inglesa.

-¿De que club vienes? –me preguntó un jugador moreno en mitad de mis ensoñaciones.

Mi propia respuesta me ubicó en la realidad. Venía de una preparatoria católica de clase media cuyo equipo siempre ocupaba en la liga amateur de media tabla para abajo. Terminados los calentamientos jugamos un partido amistoso. Titulares contra suplentes. Nacho de inmediato me mandó con los suplentes, dijo querer ver cómo me desenvolvía en la cancha. Los suplentes utilizábamos unas casacas duras y rasposas como lijas. Me coloqué en la media de contención. Ignoro por qué. Toda mi vida jugué de defensa central atrasado. O adelantado, y eso, rarísimas veces. Siempre fui defensa. El último de la cancha antes del portero. Aquello fue un impulso. Quise experimentar la sensación de jugar en la media cancha. Desde luego, tirando más a labores destructivas que creativas. Ahora que lo pienso, puede que mi decisión de no jugar en una posición que supuestamente dominaba fue para evitar enfrentarme mano a mano con el negrote camerunés que jugaba en la delantera. Mi sentido común me alertó a no quedar como un pobre diablo a su lado.

Comenzó el partido, los primeros cinco minutos no toqué la bola. Me dediqué a flotar en media cancha. Y luego pasaron otros cinco minutos más y tampoco toqué la pelota. Pese a lo que creía, que los extranjeros del equipo correrían como gamos, no fue así. Tanto Bertoni como Rodríguez, los dos argentinos, y Escaloni, uruguayo, flotaban como espíritus errantes por toda la cancha. Se deslizaban lentamente por el campo. Sin ninguna prisa. Tocaban lateralmente. Toques de balón verticales, la mayoría de las veces hacia su propio campo. Luego, como si la pelota fuera una granada de tiempo, se desentendían de ella lanzándola desde su mitad de la cancha hasta nuestra área, pelotazos que siempre terminaban cortando nuestros dos defensas centrales. Un par de indios, posiblemente del bajío o quizás de la Sierra Tarahumara. Agradecí no haber dicho que jugaba como defensa central, de lo contrario, seguro que se me fracturaba el cráneo de tantos cabezazos.

Cuando hubo terminado el partido, un aburridísimo cero a cero, se podría decir que toqué dos veces el balón en todo el juego. El primero, un pase errado del equipo rival que cayó por torpeza de Bertoni en mis pies, que de inmediato me deshice tocándolo al jugador más próximo. El otro fue un balón que me entregó un compañero en un saque de banda, el cual pasé en el acto a un defensa al presentir una peligrosa sombra negra a mis espaldas. Al voltear, el camerunés caminaba en la banda contraria de la cancha como si fuese un antílope aburrido pastando en el Serengueti.

Así transcurrió la primera semana. Sin sobresaltos aparentes. Salvo que mi piel empezó a tomar un color rojo escarlata. El doctor dijo que eran síntomas de insolación. Me volví adicto a las aspirinas. Tomaba de 6 a 8 pastillas diarias para poder soportar la migraña que me atacaba bajo el inclemente sol de los entrenamientos. Pero el sol ni por asomo era un tormento equiparable a las lúgubres mazmorras de los vestidores. Terminando de entrenar, nos dirigíamos allí, y en el acto, todos se desnudaban de la forma más grotesca. Por lo general los jugadores sólo se despojaban de sus pantaloncillos como si fueran personajes animados de Hanna-Barbera. Y así, con sus partes íntimas al descubierto se sentaban abiertos de patas (con sus calcetas y zapatos de fútbol puestos) en los bancos de concreto, con sus huevotes peludos reposando en la superficie tibia.

El horror se presentó cuando me dijeron que debía ducharme. Me negué rotundamente. Dije que tenía que irme a la escuela, que no tenía tiempo para duchas. Por suerte no me insistieron. Salvo el uruguayo Escaloni, que de inmediato me arropó como a una especie de sobrino.

-Che, Ro, mirá que todos aquí tenemos la trola más chica que la del negro –dijo señalando a Tataw que estaba bajo unos chorritos de agua que apenas salían de la regadera.

Me reí con una mueca descompuesta, pero lo hice más por compromiso que por otra cosa, o mejor dicho para no dejar al descubierto mi asombro. En efecto, la verga del negro era tan larga que si llegaba caérsele el jabón al piso (un piso asqueroso, lleno de verdín), al agacharse a recogerlo corría el riesgo de dejar su kilométrica masculinidad atorada en el desagüe putrefacto.

Luego llegó la segunda y última semana de entrenamiento. Al menos para mí y para el africano. Mi situación seguía sin estar clara. No tenía idea de por qué estaba entrenando con los Venados. Papá, con una sonrisa en el rostro, orgulloso de mí, se limitaba a llevarme y traerme de los entrenamientos, sólo diciéndome que siguiera entrenando duro. Lo único que logré sacarle fue que un amigo suyo (sospecho el gordo parecido a un puerco rosa) era representante de algunos jugadores.

El partido de titulares contra suplentes seguía cero a cero, y mi promedio de toques de balón seguía siendo de dos por partido. Entonces llegó el fatídico tiro de esquina. Ese que describieron escandalosamente en todos los periódicos de la ciudad con encabezados como “Emmanuel Tataw fuera el resto de la temporada” o “Venados jugará la liguilla sin su goleador” o “Venados en graves problemas”.

Yo no tuve nada que ver. Lo juro. Sólo estuve en el lugar y momento equivocado de la cancha.

-Güero, cubre a Tataw –me dijo Ruiz, un veracruzano bastante jacarandoso que salió detrás de la portería a cambiarse los zapatos, desentendiéndose de marcar al africano.

Por mi cabeza atravesaron las escenas más terribles. El negro rematando un certero cabezazo al fondo de las redes gracias a mi deficiente marcación de niño de escuela católica y Nacho en medio de gritos echándome del estadio por incompetente. Decidí impedirlo, pegándome muy de cerca a él. Aunque no mucho, apestaba agrio. Luego recordé su verga interminable, así que me coloqué a sus espaldas, dándole toda posibilidad para que rematara justo como había imaginado. Rodríguez cobró el tiro de esquina por la banda derecha. Un centro elevado y suave, por fortuna, pensé al ver aquella pelota flotar como un globo perezoso y errante, y más al oír el grito de nuestro portero que decía, mía, y ver de reojo cómo brincaba justo delante del negro y de mí. Ambos (Tataw y yo) habíamos brincado, creo, por compromiso, para que se viera que no dejábamos por perdido ningún balón. Entonces ocurrió la desgracia. El portero ya con el balón en su poder, en vez de despejar rápidamente para tomar a nuestros rivales en contragolpe, agitó desesperado la mano llamando al doctor del equipo. Éste, un hombre rechoncho y de bigotito como Mario Bros, atravesó la cancha con dificultad cargando un botiquín.

Tataw se sujetaba la rodilla derecha con ambas manos, retorciéndose de dolor.

-¿Qué pasó? –me preguntó un jugador del equipo de los titulares.

-No sé, no vi –dije sorprendido, viendo como todos se me quedaban mirando como si fuese yo el culpable de la tragedia.

El ambiente se enrareció. El único sonido dentro de la chancha que se escuchaba eran los chillidos del negro. Se lo llevaron en una camilla a los vestidores. El entrenador dijo que no pasaba nada, que siguiera el partido, pero era evidente que sí pasaba algo, su rostro se transfiguró (aún un poco más) y sus ojos negros presagiaban lo peor. El resto del partido siguió sin incidencias. De hecho todos seguimos jugando pero en realidad nuestras cabezas estaban rememorando una y otra vez las muecas de dolor Tataw. Sobre todo yo, que no sé porqué pero me sentía el directo responsable de su lesión, muy a pesar de que no lo había tocado siquiera. Pero la forma en que me miraba el entrenador y otros jugadores me convertía sin duda alguna en el chivo expiatorio.

Terminado el partido, todos nos fuimos a los vestidores, como siempre. Emmanuel Tataw no estaba. Nos dijeron que se lo habían llevado al hospital a hacerle unas resonancias magnéticas a su rodilla.

Al día siguiente, apareció la fatídica noticia en los periódicos que seguramente más de un aficionado a los Venados recuerda con desazón. Al llegar al entrenamiento, Nacho Jiménez me llamó y me dijo que no era necesario que me cambiara. Dijo que me esperaba para el próximo torneo. Desde el inicio. Ahora no veía caso que siguiera entrenando pues los registros de jugadores estaban cerrados desde hacía un par de meses. Palmoteó mi espalda, y eso fue todo. Así terminó mi experiencia como jugador en un equipo profesional.

No regresé al siguiente torneo. Ese mismo año, los Venados, sin el africano, se fueron a pique y los eliminaron en la primera ronda de la liguilla. Decepcionado, el dueño del equipo vendió el club a una ciudad del norte del país.

miércoles, 3 de junio de 2009

El hombre que desentona


“En ningún sitio aprendí tanto de mí y de los demás como en una cancha.”
- Jorge Valdano


Hace tiempo que el fútbol dejó de apasionarme. De quitarme el sueño horas antes y después de un partido. De empaparme las palmas de las manos de sudor. De hacerme vender mi alma al Diablo para que el árbitro compense cuatro minutos más de partido. De dejarme afónico luego de un gol. Naturalmente, salvo en honrosas, honrosísimas excepciones.

Lo que ocurrió el domingo pasado es una lección de vida. Es justicia en la máxima expresión de la palabra. Para amarrarse un nudo bien grande en la garganta. El que tenga cierto kilometraje en la vida sabe que estas cosas (en cualquier ámbito de la vida) nunca ocurren, o casi nunca.

La escena fue la siguiente: sobre una tarima improvisada una masa de hombres sudorosos y eufóricos saltan y gritan; reporteros y camarógrafos se reparten a diestra y siniestra puntapiés, codazos y arañazos para lograr la mejor fotografía y/o entrevista; edecanes semidesnudas blanden gallardas y sonrientes en todo lo alto sendos cartelones de cerveza cual legión romana; federativos y directivos intentan repartir unas medallas; y en mitad de este caos de cuerpos, cabezas y anuncios de cerveza emerge (el público coreando su nombre y apellido) un hombre de casi cuarenta años, de cabellera platinada como el trofeo que carga orgulloso entre sus manos enguantadas.

Evidentemente no es Cristiano Ronaldo, ni otra superestrella fuera de esta galaxia que gana millones de euros anunciando toda suerte de productos inservibles y que son el ejemplo a seguir de todos los niños que desde temprana edad se tatúan los bracitos, se perforan las orejitas, se depilan las cejitas y le hacen mil y un pucheros y mohines a los adultos pare demostrarles quién manda.

Se llama Sergio Bernal. Un hombre sin carisma. Serio. Muy serio. De pocas palabras. Poquísimas. Hace menos de dos semanas cumplió 20 largos años como profesional (y ni perro que le ladrara). La mitad de ellos sumido en la banca. Sin protestar. Sin decir esta boca es mía. Dedicado a los suyo. Perfeccionando (dentro de lo que cabe) sus lances. Sus reflejos de guardameta. Haciendo oídos sordos a las mentadas de madre que la porra Ultra y Rebel le regalaban cada que por obra y gracia divina salía a la cancha a suplir la lesión del portero titular. Comiéndose los goles más increíbles. Salvando los goles más imposibles. Luego fue enviado por una breve temporada a Tamaulipas. Después a Puebla. Donde siguió calentando la banca. Finalmente regresó a casa. A Ciudad Universitaria. Y siguió en la banca, donde todos pronosticábamos colgaría los guantes de una desangelada y gris carrera. Pero las temporadas siguieron pasando. Hasta que un día salió como portero titular y nunca más regresó a la banca. Llegó el famoso bicampeonato. Hugo Sánchez, el entrenador y ególatra más grande de todos los tiempos acaparó los reflectores y todas las portadas de los periódicos. Como si él hubiese sido el único artífice de los campeonatos.

Llegaron temporadas grises. Oscuras. El equipo estaba a punto de descender a la segunda división. Trajeron a la dirección técnica al Tuca Ferreti, ex compañero de Bernal. Un hombre sabio, que pinta canas en el bigote y cabellera. De inmediato le entregó el gafete de capitán a Sergio. El equipo se salvó del descenso. Y no sólo eso, llegaron a una final y la perdieron. Pasaron dos años más. Y finalmente, este año, el técnico dijo que no haría ni una sola contratación. Algo insólito. Nunca antes visto en el putiferio que es el fútbol actual. Todos se burlaron de los Pumas. Un equipo plagado de jóvenes y capitaneado por un viejito. El desenlace, como ya mencioné líneas arriba, el viejito cargando el trofeo de campeón. La prensa resistiéndose a ponerlo en primera plana en sus periódicos, el deportista que ninguna compañía de electrodomésticos o cereales ha contratado y contratará como portavoz de sus productos porque el hombre no tiene carisma, tatuajes, aretes, cejas depiladas, un léxico de carretillero y por pareja a la zorra de moda del TvyNovelas. En pocas palabras un deportista que desentona terriblemente en este mundo tan moderno.