jueves, 30 de enero de 2014

El motor del mundo


“Hola, ¿cómo estás?”, es una cortesía grabada en letras doradas en el manual de Carreño. Es el saludo que debes darle a tus compañeros del trabajo al llegar a la oficina. Es una regla de educación como decir “salud” cuando escuchas a alguien estornudar. Te lo enseñan tus padres desde pequeño.

-Saluda, que no soy un fantasma –te regañaban si no lo decías.

Pero lo que no te enseñaron tus papás, o mejor dicho, para lo que no te prepararon, es para reaccionar ante el peor escenario posible que desencadena la cortesía:

-Hola, ¿cómo estás?

-Mal.

¿Quién dice “mal”? ¿Qué inadaptado social podría responder que se encuentra mal? Muy pocos. Habrá uno o dos de ellos por cada país. Toparte con alguno es tan poco probable como sacarte la lotería. Tal vez por eso nuestros papás nunca se tomaron la molestia de enseñarnos a afrontar un “mal” por respuesta.  

Ayer me saqué la lotería.

Llego a la oficina, como cada mañana, un muerto viviente, saludando a todos por el pasillo:

-Hola, Claudia ¿cómo estás?

-Hola, Raúl ¿cómo estás?

-Hola, María Eugenia ¿cómo estás?

-Hola, Quique ¿cómo estás?

-Hola, Pigleta ¿cómo estás?

-Mal.

Esto es lo peor que te puede pasar en el mundo. Pigleta tiene que ser la única mujer en la Tierra en responder algo así. ¿En qué pensaban sus papás cuando la llamaron Pigleta? Maldito el día en que la engendraron. 

-Mal.

Seguro esa fue su primera palabra.

-Mal.

Se había tardado Pigleta. ¿Cómo no lo vi venir? Siempre caminando por los pasillos con sus ojos saltones como un par de huevos fritos de yemas suaves. 

-Mal.

“Hija de puta”, pensé, maldiciendo a mis padres por no haberme preparado para este momento. Qué se supone que hay que responder a eso. Incluso la gente en los funerales tiene la buena educación de responder lo que se espera que responda todo el mundo.

-Bien, gracias. Se me acaba de morir Ricardito, pero todo bien.

Así es como funciona la sociedad. A base de mentiras. De hipocresías. De falsas sonrisas. De “buenos días”, aunque te deseen la muerte. De “te ves preciosa”, aunque en realidad el espejo diga todo lo contrario. De “México tiene un sólido y robusto sistema económico”, aunque todos los presentes en el Foro Internacional Económico de Suiza tengan que contener las carcajadas.

Es mentira que hay que ser sincero. Nadie quiere a las personas sinceras. Nadie quiere escuchar a Pigleta decir que se siente melancólica, que por las noches araña las paredes del cuarto, que sueña con calamares de tentáculos luminosos que vomitan ángeles de fuego, que está cansada de tomar pastillas de colores que le provocan espasmos y le resecan la garganta por las mañanas, que su novio filipino ya no se conecta al Skype.


Lo que todos queremos es poder decir: “no lo puedo creer, tan contenta que se veía Pigleta todos los días”, cuando en la primera plana de los periódicos nos topemos con el titular: “Mujer se vuela la tapa de la cabeza luego de abrir fuego contra transeúntes en un centro comercial”.
     

martes, 21 de enero de 2014

La grandiosa fábula de Mamá Leopardo y el Hijo Babuino




2 años después.


Hijo Babuino: Mamá, ninguno de mis amigos del colegio quiere venir a jugar a la casa.

Mamá Leopardo: ¿Por qué?

Hijo Babuino: No sé, siempre me dicen que la maestra les marcó mucha tarea, que no tienen tiempo para jugar.

Mamá Leopardo: Pues ahí tienes tu respuesta, hijo. La educación es lo más importante si quieres sobrevivir en la sabana.

Hijo Babuino: Lo sé, pero yo llego a casa y en cinco minutos ya terminé todos mis deberes.

Mamá Leopardo: Eso es porque eres muy inteligente, debes comprender que a tus compañeritos les cuesta mucho trabajo memorizar la tabla del siete.

Hijo Babuino: No creo que sea eso, mamá.

Mamá Leopardo: ¿Ah, no?

Hijo Babuino: No.

Mamá Leopardo: Conozco esa mirada, cuéntame qué está pensando esa cabecita tuya.

Hijo Babuino: Pues…

Mamá Leopardo: Con confianza, cuéntamelo todo, que para eso soy tu madre.

Hijo Babuino: Escuché que mis amigos en vez de hacer sus deberes se reúnen todas las tardes en las copas de los árboles a tirarle popó a los elefantes.

Mamá Leopardo: ¡Jesús santísimo, qué asco!

Hijo Babuino: …

Mamá Leopardo: Perdona hijo, continúa, continúa, sin miedo.

Hijo Babuino: Todos ya se saben la tabla del siete.  

Mamá Leopardo: Y hacen bien. Uno nunca sabe cuándo te va a salvar la vida la tabla del siete.

Hijo Babuino: Lo que en realidad quiero decir… creo que me están evitando.

Mamá Leopardo: ¡Por Dios, qué tontería más grande estás diciendo, hijo! Nadie te está evitando. Nadie.

Hijo Babuino: Claro que sí.

Mamá Leopardo: Voy a contarte algo…

Hijo Babuino: Ya me has contado mil veces esa historia, que mis compañeros del colegio me tienen envidia porque tengo una mamá con genes superdotados.

Mamá Leopardo: Tampoco hay que exagerar las cosas, hijo mío, has conseguido ruborizarme.  

Hijo Babuino: No puedes seguir tratándome como a un niño.

Mamá Leopardo: Qué cosas dices, claro que no te trato como a un niño.

Hijo Babuino: Qué hay de la historia de la cigüeña que me trajo de París.

Mamá Leopardo: No me parece el círculo de amistades que estás frecuentando. ¿Me oíste? No me gusta nada.

Hijo Babuino: ¿Pretendes que siga creyendo también el cuento del Paraíso Terrenal donde los humanos se internaban en la sabana sin escopetas o cámaras de video?

Mamá Leopardo: Hijo, Adán y Eva eran diferentes. Eran otros tiempos.

Hijo Babuino: ¿Otros tiempos? ¿Qué hay del crucero que organizó Moisés? Espero no pretendas que crea eso también.

Mamá Leopardo: ¿Quién fue? Contéstame. ¿Fue ella, cierto? Esa sucia y pestilente culona patas cortas. ¡Lo sabía! Siempre envenenando a la juventud con sus historias.

Hijo Babuino: No quieras echarle la culpa de tus mentiras a la hiena.  

Mamá Leopardo: ¿Qué más te dijo esa pérfida intrigosa?

Hijo Babuino: Que no eres un babuino. Que es mentira eso de tus genes superdotados que te hacen parecer más grande, más rápida, más fuerte y tener más manchas.

Mamá Leopardo: ¿Le vas a creer a una hiena? ¿Sabes a qué se dedican en sus tiempos libres?

Hijo Babuino: No me interesa. Lo único que sé es que todos los papás de mis compañeros no te me miran con respeto sino con miedo.

Mamá Leopardo: ¿Miedo?

Hijo Babuino: Sí. Basta de cuentos de cigüeñas parisinas, quiero saber en qué circunstancias me adoptaste.

Mamá Leopardo: ¡Adoptarte?

Hijo Babuino: Quiero la verdad. Por una vez en tu vida háblame con la verdad.  

Mamá Leopardo: Muy bien, ¿quieres la verdad?

Hijo Babuino: Sí, la quiero ahora mismo. 


Mamá Leopardo: La verdad es… que te amo, esa es la única verdad que debes saber. Y si eres lo suficientemente estúpido para andar creyendo en los rumores que se dicen por ahí, no sobrevivirás mucho tiempo en la sabana. Pero eres mi hijo y mereces una explicación. A los pocos días de haberte parido, en una tarde soleada, mientras te cantaba una canción de cuna detrás de unos arbustos, un horrendo leopardo apareció con la velocidad de un trueno. “Dame a tu hijo, no he comido en una semana”, me dijo con voz cavernosa. “Sobre mi cadáver”, le respondí protegiéndote con mi cuerpo. Todo ocurrió demasiado rápido. El amor de una madre hacia su hijo obra de formas misteriosas. No me preguntes cómo, pero logré sujetar del cuello al leopardo y lo estrangulé hasta matarle. Lo sé. La culpa me invade todos los días nada mas aparece el primer rayo del sol. Estas manchas, estos colmillos y esta cola que ves en mí son el fruto de mi pecado, mismos que cargaré hasta el día de mi muerte. Anda, ve, pregúntale a la hiena, ella fue testigo de aquel macabro día. Pregúntale quién es tu verdadera madre.



lunes, 13 de enero de 2014

Media noche


-¿Qué harías si empiezo a convulsionar?

-¿Cómo?

-Quiero saber qué harías si me ves con espuma en la boca, los ojos en blanco y chicoleándome como una licuadora.  

Los antibióticos que tomé antes de dormir me dificultan abrir los ojos del todo. Sospecho que es de madrugada. Padezco principios de fiebre por pasar todo el sábado trabajando. 

-Deja de ver al vacío –insiste Fiera-, quiero saber qué harías.

-¿Qué haría de qué? –me revuelvo en la cama, palpo mi frente, pongo cara de desahuciado para ganar un poco de tiempo y dar una respuesta que no tengo.

-Hablo en serio, qué harías si me ves al borde de la muerte.

-Te llevaría a un hospital.

-¿A qué hospital?

-…

Mi mente queda en blanco. O mejor dicho, recrea una película de terror en micromilésimas de segundo. Fiera convulsiona, escupe espumarajos como si tuviera dos Alka-Seltzers en la boca. Asustado, miro a todos lados. Mía, Taco y Bucky ladran enloquecidos. “Se muere”, “Ayúdala”, “Tu eres el que tiene extremidades largas, cárgala, llévala al hospital”, gritan en su idioma de perros. Salgo de la cama. No tengo idea de cuál es el número para llamar a una ambulancia. Navego por Internet pero mis dedos húmedos resbalan sobre la pantalla del celular. Logro dar con el número. Si pido la ambulancia seguro tardará mil años en llegar, además, me harán muchas preguntas como cuál es la dirección de mi casa y si contamos con seguro médico. No me sé mi dirección de memoria, tendría que ir a buscar mi cartera, encontrar entre los cientos de papelitos que hay dentro de ella, en cuál escribí la dirección de casa, para luego decirle a la operadora de los servicios de ambulancia que no tenemos seguro médico. Pienso en salir corriendo a pedir auxilio a mis vecinos. Reparo en otro problema. Son unos perfectos extraños para mí. La casa de la izquierda es habitada por un silencioso matrimonio de mediana edad. Sólo les he visto un par de veces. Sus coches, relucientes de limpios, siempre están en la cochera, las 24 horas del día. Tienen un perro yorkie. Nunca lo he escuchado ladrar. Los envidio, imagino que son una pareja de escritores que viven encerrados escribiendo todo el día, o una pareja de vampiros que salen por las noches a cazar. La casa del lado derecho es habitada por un matrimonio sexagenario que todo el tiempo emprende infructuosos negocios en su cochera: venta de muebles, ropa, helados, bolis y tacos. Con qué cara podría pedirles ayuda, jamás me he dignado a comprarles nada. Ni siquiera a decirles hola. Las casas de enfrente, una es habitada por una pareja de lunáticas lesbianas que viven con 25 gatos (los he contado), la otra por un ex compañero de la universidad del que siempre me escabullo para evitarnos la pereza de ponernos al corriente en nuestras aburridas vidas desde el momento en que nos graduamos y él tenga que verse obligado a presentarme a sus tres hijas y a su esposa y creemos un vínculo que desemboque en invitarnos mutuamente a cada reunión que hagamos en nuestras respectivas casas. Pienso en llamar a mi suegro, decirle que su hija está agonizando. Un escalofrío me parte el cuerpo en dos. Soy un hombre. El hombre responsable de la salud y felicidad de otro adulto. El relevo natural y milenario de un padre. Yo. Un ser incapaz de velar por mi mismo. Un escritor que ya no escribe. Un treintañero con tetas de colegiala y principio de alopecia. La peor pesadilla de la santificada de mi suegra. El que se llevó a su hija a vivir en el pecado mortal del concubinato hace más de dos de años. El hombre que mira pasmado el último aliento de la mujer que le da sentido a su vida. Incapaz de tomar una decisión. De levantarla en brazos, subirla al coche y dirigirse al hospital más cercano, porque de intentarlo, estrellaría el coche en el primer Oxxo del camino.              


-Yo no sabría qué hacer si un día te da un derrame cerebral como a tu papá –me dice Fiera con los ojos bien abiertos-. Me quedaría paralizada del miedo hasta que te murieras. 
  

jueves, 2 de enero de 2014

Primer día


-¿No hay uvas?

-¿Cómo que no hay uvas?

-¿En verdad no hay uvas?

No han pasado ni dos segundos del Año Nuevo y Fiera ya me ve con ojos asesinos, al tiempo que se disculpa con todos sus invitados que ponen rostros de consternación al no encontrar por ningún rincón de la casa una sola uva.

-Dime que es broma eso de que no tienes uvas –me increpa mamá con los ojos empañados de angustia.

Horas atrás, en la kilométrica fila de pago de Walmart, tocándose el pecho como si le estuviera dando un preinfarto, Fiera me dijo: “¡Las uvas, se me olvidaron! ¡Corre, no te quedas ahí paradote, quítale a la anciana del pelo morado el último racimo que queda!”.

-¿Ya terminaste con tu broma? –insiste mamá-. ¿Dónde están las uvas?

-No es broma, no hay uvas –intento zanjar de tajo la conversación para no entrar en penosos detalles o justificaciones de que por culpa de la operación de ligamentos cruzados que tuve el año pasado en la rodilla, fue la anciana quien terminó llevándose un montón de falsas esperanzas a casa.

-¿Quién organiza una fiesta de Fin de Año y no da uvas, por el amor de Dios, hijito? Si me hubieran dicho que no darían uvas, jamás hubiera venido.

-Mamá, la gente sobreestima el poder de las uvas. El único poder que tienen, científicamente probado, es cuando un montón de campesinos las meten en un barril gigante, las pisotean con sus pies descalzos, las fermentan y las guardan en barricas durante años, y por obra de algún caprichoso milagro, la gente abusa de ellas utilizando unas ridículas copas de cristal para sentirse un par de peldaños por encima del estrato social al que realmente pertenecen, o lo que es lo mismo, para olvidar la miseria de sus vidas.     

-¿Estás borracho, de qué hablas? –mamá se frota las manos ansiosa-. Ese ni siquiera es el proceso correcto para hacer vino; yo lo único que quiero saber es dónde están mis doce uvas.

-¿Para qué? ¿Para que se te concedan tus doce deseos? ¿Acaso sigues creyendo en Santa Claus?

-¿Qué tiene que ver Santa Claus? Dame mis uvas, aún estoy a tiempo de pedir mis deseos.

-Dime un deseo de Año Nuevo que se te haya concedido, sólo uno.

-Salud.

-El año pasado te diagnosticaron cáncer.

-Era un tumor benigno.

En un acto desesperado, tomo del tazón botanero un puñado de Quesabritas y las coloco sobre la palma de la mano de mamá. 

-Igual y tienen el mismo efecto mágico que las uvas, prácticamente tienen la misma forma, además están más buenas. Tienen queso.

-Rodrigo, respeto que te hayas vuelto ateo y que no guardes ningún respeto por nada, pero no tener uvas en Año Nuevo es el colmo.

-¿Qué tiene que ver mi ateísmo con las uvas?

-¿Tienes uvas, sí o no?




1:00 a.m. La casa se encuentra absolutamente desierta.


-No puedo creer que le hayas repartido Quesabritas a los invitados –me reprocha Fiera-. Qué estúpida fui al pensar que el año pasado sería el peor año de nuestras vidas.