jueves, 28 de mayo de 2009

El Youtube nos une


“A la gloria de los famosos se adscribe siempre algo de miopía de los admiradores.”
- Georg Christoph Lichtenberg


Me gustaba más el mundo cuando las celebridades eran inalcanzables. Cuando a los personajes de la farándula se les llamaba “estrellas” porque eran para nosotros (simples mortales) seres tan lejanos y misteriosos como los astros que brillan en el firmamento. Ahora no, por supuesto. Ahora cualquier hijo de vecino es una celebridad. Basta que Juan o Juana Pérez descubra que tiene una habilidad que puede ser del interés de millones de personas, sea esta eructar durante medio minuto mientras baila la macarena; tirarse pedos al ritmo del último éxito de Enrique Iglesias o de plano, si el público es más exquisito, eructar y pedorrearse en magnifica coordinación al compás de la novena sinfonía de Beethoven.

Salvo honrosísimas excepciones, las “estrellas” de hoy día son personajes funestos, incultos y bárbaros que al ver una cámara que les apunta reaccionan cual monitos de zoológico (con el perdón de los monitos de zoológico): chillan, gritan, se tiran de los pelos, se manosean, hacen señas obscenas e incluso uno que otro (los más refinados) tiene el detallazo de hacer sus necesidades fisiológicas en mitad de la calle. En fin, unas damas y unos caballeros muy modernos.

Creo que la mejor forma de resumir este punto es con un ejemplo, mismo que, sospecho, es el reflejo de nuestro mundo tan virtual, tan moderno y tan devaluado. Un chino, perdón, un joven norteamericano de alguna raza oriental (que no se diga que este espacio promueve la incorrección política) descubrió su gran talento en la vida: permanecer dieciocho segundos sin parpadear. Siendo esta una gran aportación para la humanidad, el joven decidió grabarse realizando tan loable proeza. ¿Qué hacer para que el mundo se enterase de este descubrimiento? Obvio. Subir el video al YouTube.

En pocos días el video fue visitado por más de un millón de cibernautas, porque el chico fue lo bastante astuto (¿o descerebrado?) para poner en él un cebo tan tentador que la gente no pudo evitar tragárselo: el joven retó a toda la humanidad para que algún valiente se atreviera a filmarse poniendo los ojos abiertos y secos como los pescados que venden en el mercado, rompiendo su record de no parpadear. Un fenómeno mediático el chino, perdón, el joven norteamericano de alguna raza oriental. Tanto así, que en vista del éxito obtenido decidió retar a la “estrella” Jessica Alba, mejor conocida como la Mujer Invisible en la película Los 4 Fantásticos, filme donde desde luego y como era de esperarse casi nunca sale invisible salvo por su ropa.

El Planeta giró y giró, y sabrá Dios cuántas vueltas dio (sospecho que muy pocas) hasta que en algún barrio glamoroso de Hollywood la famosa “estrella” vio frente a su computadora como un joven norteamericano de alguna raza oriental la retaba a romper el record de no parpadear. Y uno que es un ingenuo hubiera pensado que esto jamás ocurriría, pues pensábamos que una celebridad estaría con la agenda ocupada viviendo una vida deliciosamente decadente entre rodajes de películas, amores furtivos con apuestos hombres millonarios y de bar en bar en los rincones más exclusivos del mundo rodeada de gente bonita e intelectuales. Pero ya vemos que no. Jessica Alba estaba en casa desperdiciando gloriosamente su vida cual simple mortal frente al YouTube. ¿Y qué hizo al ver el reto del cual era presa? Pues lo que cualquier “estrella” de hoy día que se de a respetar haría. Sacó la cámara de video, abrió los ojos grandes y secos como los de un pescado y rompió la marca del joven norteamericano de alguna raza oriental para proclamarse como la Reina absoluta de no parpadear.

Como verán las estrellas ya no son lo que eran antes, aunque me pregunto qué hubiera ocurrido si el YouTube hubiese sido inventado en los años cuarentas: ¿acaso mi abuelo hubiera sido lo suficientemente hombre para retar a un duelo de pedos y eructos a Rita Hayworth?, y en tal caso, ¿Rita Hayworth hubiese aceptado tan galante reto?

Sin duda, incógnitas sin respuestas de este mundo tan moderno.

lunes, 25 de mayo de 2009

Mi chica favorita


“No salgo a buscarte porque sé que corro el riesgo de
encontrarte.”
- Andrés Calamaro



En el Jaxx, en una mesa junto a la pista de baile (si es que a aquel diminuto rectángulo de duela se le podía llamar de tal forma), dos borrachos se mal encararon. Uno miró feo al otro y el otro, sintiéndose agraviado, le devolvió la mala mirada. El primer borracho le preguntó al segundo si tenía algún problema. El segundo borracho le contestó al primero que qué le importaba. El primer borracho, ofendido su honor, lanzó un puñetazo al rostro de su etílico enemigo. El segundo borracho recibió el golpe, que apenas le rozó la mejilla, y se abalanzó sobre su ebrio agresor. Ambos borrachos se empujaron, maldijeron, jalonearon sus respectivas camisetas de diseñador y rodaron cual lagartos alfa sobre las mesas y el piso. La música, el humo y la gente apiñada a su alrededor fueron testigos de aquel fragoroso forcejeo que al instante provocó un caos. Un caos del cual estaba a escasos metros y decidí escapar cuando un cenicero pasó zumbando a un costado de mi oreja. Me oculté detrás de dos jovencitas, importándome poco que se pensara que era un cobarde, al fin y al cabo la igualdad de géneros me daba ese derecho. El combate se agudizó al intervenir un tercer borracho en la refriega. Un joven disfrazado de David Beckham retrocedió asustado. Una chica de cabellos castaños (es decir, una de las dos señoritas detrás de las que me mantenía a salvo) salió impactada contra mi pecho. Abracé a la chica. Nos miramos por una fracción de segundo. La tomé del brazo y empujé a otros dos David Beckhams para apartarnos lejos de la pista de baile cuando los guardias de seguridad llegaron tirando golpes a diestra y siniestra.

More...Probablemente el fragmento que aparece arriba sea uno de los pocos pasajes que he tomado prestado intacto de la realidad para plasmarlo en la novela que estoy terminando de escribir.

Y es que, perdonarán ustedes, pero la nostalgia es perversa. Es un ave negra de mal agüero que sobrevuela nuestras cabezas, e intenta sacarnos los ojos cuando bajamos la guardia. La chica de la que les hablo es mi mejor amiga. Un accidente del destino encontró a un par de extraños, frente a frente, mirándose y reconociéndose de toda la vida.

Fue la primera mujer a la que le dije que yo era escritor. Sin miramientos. Con una convicción inusual en mí. Sin dudar o hacer mofa del oficio. Ella me miró ladeando la cabeza. Sus ojos eran marrones como la tierra después de llover.

-Nunca había conocido a un escritor –dijo.

No me preguntó qué escribía. Se limitó a mirarme con un brillo de lo que bien podía ser algo parecido a la admiración. Luego agregó:

-Sos muy valiente.

Su afirmación contradecía por completo mi comportamiento de unos segundos atrás, cuando ella era una completa desconocida, sin rostro y sin nombre, un objeto, el cual utilicé como escudo para salvar mi pellejo de algún proyectil.

Cinco largos años después, tras múltiples, fallidos e inválidos intentos de entrelazar mi corazón sangrante al suyo, no puedo más que decirle, no a los ojos, espero perdone mi cobardía (en este instante surca los cielos de regreso a casa para nunca más volver), que ella es una Reina de verdad, más milagrera que la Virgen de Caacupé, mi chaleco antibalas, el huracán en días azules, la dueña de mis sueños más atrevidos e imposibles. Mi chica favorita.


viernes, 22 de mayo de 2009

No es lo mismo sin palomitas y refresco


En otra época, cuando era un hombre responsable, mi tiempo lo invertía en actividades loables y productivas. Una de ellas era la docencia universitaria, la otra jugar al fútbol con niños desamparados de una casa hogar. Desde luego, como era de esperarse en mí, duré poco menos de un año desempeñando ambas actividades.

More...Donde tardé menos fue en la casa hogar. Seis meses para ser exactos. Un día fui a la casa hogar, atravesé la puerta y me recibió la esposa del gobernador, o mejor dicho, su fotografía en tamaño gigante, colgada en lo alto de la pared. “¿Necesitan ayuda?”, le pregunté a una señora gorda vestida con una especie de traje de enfermera que revisaba unas carpetas detrás de la recepción. “¿Perdón?”, dijo la señora gorda. “Servicio social”, atiné a decir. La gorda dibujó un signo de interrogación en el rostro como si le estuviera hablando en mandarín. “¿Se encuentra el encargado de este lugar? Quiero hacer mi servicio social aquí”, dije ordenando un poco mejor mis ideas. Estaba nervioso y se me notaba. La gorda sonrió y me llevó a una oficina donde me presentó al encargado del albergue infantil.

Gorda y encargado, luego de estudiarme por breves segundos de pies a cabeza (en los pies llevaba unas chancletas, y en la cabeza una frondosa cabellera de rizos enmarañados como rastas jamaiquinas mal hechas) asumieron que era yo un estudiante de alguna universidad de humanidades que quería realizar su servicio social en la institución. Sin embargo, rápidamente los saqué de su error provocándoles (a ambos) una mueca de horror mezclada con incredulidad cuando les confesé que en realidad era un profesor universitario cuya única intención era ayudar en lo que ellos creyeran conveniente en la casa hogar.

En aquellos días quería ser un prócer ciudadano. O mejor dicho, de alguna forma quería resarcir todos esos años (cuando estudiaba en una escuela católica) en los que hábilmente me escabullí para jamás ir a los pueblos más necesitados a llevar a sus habitantes bolsas de despensas y envenenarles la cabeza con la chiflada idea de que existe un señor barbón que nos protege desde las alturas.

“¡Hombre, gente como tú es la que necesitamos!”, dijo el encargado del albergue casi abrazándome. No pude evitar sentirme una mierda. Luego de diez minutos en su oficina acordamos que dos veces por semana iría a jugar fútbol con los niños. Al parecer mi pasado de futbolista semiprofesional les entusiasmó más que mi talento por la docencia.

Ese mismo día me presentaron a los niños del albergue. La mayoría de ellos se encontraban reunidos en una sala impregnada por un fétido olor a orines, hipnotizados frente a un televisor que proyectaba un programa infantil conducido por una mujer de mediana edad vestida en paños menores que contoneaba y frotaba rabiosamente su cuerpo al vertiginoso ritmo del reggaetón contra los también contoneantes y rabiosos cuerpos semidesnudos de un puñado de edecanes de alguna compañía de juguetes.

“¡Payaso!”, gritó uno de los niños. “¡Payaso!”, volvió a gritar y todos los demás niños salieron de su trance televisivo y dirigieron la mirada hacia donde un pequeño dedo índice señalaba. “No le hagas caso”, me dijo el encargado del albergue. Y todos los niños se echaron a reír. En especial el chico que me seguía apuntando con el dedo índice y gritaba “payaso” sin cesar al tiempo que se reía como una urraca. Por primera vez deseé haber cumplido el máximo deseo de la novia que tenía en aquél entonces: tener el cabello corto, bonito y escrupulosamente peinado hacia arriba como un mango chupado, es decir, como el de su metrosexual ex novio.

“No te dejes llevar por la primera impresión, son unos niños encantadores”, me dijo el encargado del albergue, llevándome lejos de los niños para que no se siguieran mofando de mi cabellera de Ronald McDonald. De vuelta en su oficina me advirtió que la mayoría de los niños no eran huérfanos, sino que sus padres estaban recluidos en la cárcel por algún delito terrible (y en mis adentros agradecí que no me hubiera dado detalles de sus crímenes); por ello, en su mayoría, los niños padecían algún trastorno psicológico.

Me asignaron cuatro chicos. Uno era idéntico a un alux: pequeñito, cabeza rapada, narizón, rasgos toscos, mirada virulenta y carácter explosivo. Casi nunca hablaba, se expresaba mediante chillidos como una comadreja. Su forma de demostrar afecto era metiéndole puntapiés a los otros niños. Otro, era un gordito con la cabeza perfectamente redonda como un melón. Todo el tiempo tenía las manos ocupadas: una la utilizaba para rascarse la cabeza infestada de piojos y la otra para juguetear con los dedos los depósitos de cebo dentro de su ombligo. No soy psiquiatra pero mi diagnostico fue que el niño padecía una especie de autismo; sin previo aviso se quedaba mirando a lontananza y no había poder humano que lo sacara de allí. El tercero niño era un niño como cualquier otro (si es que cabe este calificativo). Un niño vivaracho y bien despierto que un día tomó prestadas las llaves de mi coche, que para mi asombro y horror, encendió al primer intento casi estampándolo contra la barda del albergue. Fuera de eso era un niño encantador y sumamente inteligente. No en balde era el líder de los niños y mi gran salvador cuando había que tranquilizar a algún chico que de buenas a primeras empezaba a actuar de manera chiflada, como era el caso recurrente del último integrante del grupo que estuvo a mi cargo. Éste era un niño que padecía de estrabismo. Casi siempre tenía la lengua de fuera como un perro acalorado y le fascinaba comerse sus mocos y tirarse de pedos y eructos. También insistir en que yo era un payaso, y de vez en cuando gritar por los pasillos del albergue que se lo habían cogido por el culo.

Durante las primeras semanas jugamos con un balón ponchado que era el único balón que tenían en el albergue. Luego, unos alumnos de la universidad (considerados las ovejas negras por muchos maestros) en un hermoso acto de generosidad me regalaron un balón nuevo de fútbol para que se los entregara a los niños y así pudiésemos jugar como era debido. De allí en adelante mis alumnos no volvieron a entregar ni una sola tarea más en el semestre, porque consideraron que el balón fue una especia de soborno para que los aprobara. Por su parte, los niños al ver el balón nuevo corrieron, palmotearon y gritaron como unos malditos desquiciados. Luego se pelearon entre ellos proclamándose cada uno como el único, absoluto y legítimo dueño del balón; un infierno que a base de paciencia logré menguar, haciéndoles ver que el balón era de todos. En ese instante me prometí a mi mismo nunca más volverles a regalar nada.

Entusiasmados con su nuevo balón, los niños me pidieron que los llevara a jugar al campo de fútbol de la universidad que estaba a una cuadra de distancia de la casa hogar. Me negué rotundamente, pues más allá de que estaba prohibido sacar a los niños fuera de los muros del albergue temía que uno ellos se deschavetara y arrancara a correr en mitad de la calle y lo atropellara un camión o que uno de sus delincuentes familiares me navajeara por la espalda sin previo aviso. Pero fue tanta su insistencia en medio de chillidos y gritos enloquecidos que diez minutos después tenía el permiso del encargado del albergue para llevarlos a la cancha de fútbol. “En el auto, llévanos en el auto”, gritaron en coro como unas fierecillas y mientras los observaba por el retrovisor rebotar emocionadísimos sobre los asientos traseros de mi volcho, agradecí ser una persona proclive a todos los pecados excepto a los de violar y destripar niños.

En el campo de fútbol los niños se veían sumamente graciosos dando brinquitos como pollos espinados. Por desgracia había olvidado que eran niños desposeídos: sólo el niño vivaracho tenían zapatos deportivos. Así que para que no hubiera ventaja me despojé de mis tenis y jugué descalzo como ellos. Grave error. Durante una semana caminé por los pasillos de la universidad como un enorme pollo espinado gracias a las ampollas que me provocaron las piedras de la cancha. Por fortuna los dados giraron a mi favor, y en otro acto de generosidad una tía amante de la religión católica, al ver lo ridículo que caminaba por culpa de las ampollas, me regaló cuatro pares de zapatos deportivos para los niños.

Al ver sus zapatos deportivos, los niños volvieron a correr, palmotear y gritar como unos malditos desquiciados. Por dentro yo también empecé a correr, palmotear y gritar como un maldito desquiciado.

Esa misma tarde, para celebrar que ya no caminaríamos más como pollos espinados, decidí cumplir el deseo del niño vivaracho que con tanto fervor pedía cada que se subía al volcho: “vamos a las subiditas del fuerte”, dijo emocionado. Y así lo hice. En vez de ir al campo de fútbol fuimos a las subiditas del fuerte, que no es más que una calle llena de subidas y bajadas que llevan en dirección al fuerte de San Miguel (mejor conocido como “El Castillo de Drácula”); subiditas que en mi adolescencia recorrí mil y una veces en el auto de mis amigos a más de 100 km/hr en total estado de ebriedad, experimentando un vértigo alucinante. Experiencia que todo campechano que se dé a respetar ha vivido (y otros no, porque se han matado en el intento). “Más rápido, más rápido”, gritaban los niños cuando bajábamos la empinada colina. Con la adrenalina a tope, aceleraba y los niños gritaban eufóricos. De camino al albergue les hice prometer que no le contarían a nadie el paseo por las subiditas, de lo contrario ya no los dejarían salir a pasear en mi auto, y para asegurarme por completo de que no abrirían el pico para presumirles su aventura a sus otros compañeros desposeídos del albergue decidí comprar su silencio con coca-colas y sabritas que bebimos y comimos viendo el atardecer en el malecón. “Cuando sea grande quiero ser millonario como tú y tener un auto como el tuyo”, me dijo el niño vivaracho. Sonreí, y observando cómo desaparecía el sol detrás del horizonte de agua deseé que ese niño jamás creciera, y que el cielo quedase como una hermosa pintura naranja y púrpura.

Dos días antes del paseo por las subiditas había terminado la relación con mi novia. Fue de mutuo acuerdo. Paradójicamente fue la única vez que llegamos a un acuerdo en nuestra breve relación. Su sueño era ser diputada, el mío acabar con los diputados. Ahora que lo pienso, coincidíamos en otra cosa: ella le gustaba vestir con ropa de marca, y a mí también: todas mis camisas tenían logotipos de marcas de refrescos, cervezas, talleres mecánicos, etcétera. Eso la avergonzaba muchísimo. También mi cabello enmarañado y mis chancletas. Decía que le daba vergüenza presentarme con su papá. Pero me dijo que no me preocupara, que ella tenía la solución: para navidad me regalaría un guardarropa nuevo. También de ahora en adelante yo sería quien conduciría su automóvil último modelo, porque gracias a la desafortunada y azarosa combinación del estreno de la película Cupido motorizado y de que mi coche era un volcho blanco destartalado (al cual para su maldita suerte tuvo que subirse en una única ocasión), sus amigos acaudalados empezaron burlarse de ella apodándole “la Lindsay Lohan”.

No accedí a su caritativo plan y para mi sorpresa todo el mundo me dijo que estaba loco y que era un imbécil (ella no dijo esas palabras tan feas pero no volvió dirigirme la palabra nunca más). “¿Qué te pasa?”, me dijo el niño con cabeza de melón mientras se jugaba el ombligo con una sabrita. “¿Qué les parece si los invito al cine?”, dije en un arrebato de locura al ser pillado viendo el infinito como un autista.

Un mes después, parado a la puerta del cine, observé cómo de una camioneta bajaban más de cuatro niños acompañados de una jovencita. “Hola, soy la niñera del albergue”, dijo la jovencita. “Hola, mucho gusto”, estreché su mano. “Disculpa, tuve que traer a los otros niños también”, dijo la chica poniendo el rostro colorado de la pena. Le dije que no se preocupara. Fui a la taquilla y compré una cantidad grosera de boletos, incluido el de mi mejor amiga (a la que había pedido el favor de que me acompañara), cuyo glorioso trasero ceñido en unos ajustados jeans a la cadera fue víctima de todas las miradas de los niños.

Al hacer la fila para entrar al cine los niños daban brinquitos sobre la punta de los pies sin poder cerrar la boca del asombro que les causaba ver los enormes carteles pegados en la pared, de hombres y mujeres con cuerpos esculturales y sonrisas perfectas, o de monstruos y extraterrestres que amenazaban con comerse a otros hombres y mujeres de cuerpos esculturas, o el dibujo de un pollito con macrocefalia y gafas circulares vestido con ropa de niño, protagonista de la película para la que había comprado los boletos. Delante de sus ojos desorbitados de niños desposeídos, un nuevo universo se abrió. Un universo de colores y aromas que les hizo exclamar: “¡Palomitas, palomitas, cómpranos palomitas!”, al ver aparecer ante ellos la confitería.

Desde luego, tenía todo planeado. “Corran niños, ya comenzó la película”, les dije avanzando a toda velocidad hacia la sala de cine. Las palomitas y los refrescos serían una parte de ese nuevo universo que jamás conocerían, al menos no gracias a un profesor universitario que ganaba una miseria de salario. Mi plan, el cual rogué que funcionara y que desde luego no funcionó, fue que la pantalla los hipnotizara al punto de hacerles olvidar pedirme nuevamente palomitas y refrescos. Durante los cortos de otras películas funcionó, pero apenas dio inicio la película del macrocefálico pollito miope a nuestras espaldas comenzó un concierto de slurp, slurp, cronch, cronch, de niños que se atragantaban con refrescos y palomitas.

“¿Nos vas a comprar palomitas?”, preguntó el niño que me llamaba payaso. “¿Nos vas a comprar refrescos?”, preguntó el niño alux. “¿Nos vas a comprar palomitas?”, preguntó un niño que en mi vida había visto. El infierno se había abierto de nuevo bajo mis pies y en ese instante supe en lo más profundo de mí ser que había sido un error llevarlos al cine. Sin embargo, justo cuando la idea de pararme y salir huyendo del cine abordó mis pensamientos, una chica con unas nalgas monumentales llegó cargando como malabarista cualquier cantidad de vasos de refrescos y botes de palomitas, mismos que repartió a toda la fila de niños.

“No es lo mismo sin palomitas y refrescos”, me susurró al oído regalándome una sonrisa. Al mirarla a milímetros de mi rostro estuve apunto de estamparle un enorme y largo beso en los labios, como aquellos enormes y largos besos que le estampaba en los labios en las primeras semanas cuando la conocí y luego se marchaba al balcón de su cuarto y susurraba mi nombre al viento (que luego me enteré era el nombre de su ex novio que un día como cualquier otro la abandonó rompiéndole el corazón). No la besé. Ahora ella era mi mejor amiga. Una amiga que nunca quiso ser más que mi amiga porque nunca había tenido a un amigo de verdad. Desde luego, y como era de esperarse en mí, yo nunca quise ser su amigo, solo quería darle besos y estrujarle las deliciosas nalgas. “Si quieres tú come de las mías, no me alcanzó el dinero para más”, me dijo al ver que no le quitaba la mirada de encima.

Y así lo hice. Comí de sus palomitas y bebí de su refresco. Y esa tarde descubrí una gran verdad: la vida no es lo mismo sin palomitas y refresco.


domingo, 17 de mayo de 2009

Un libro malditamente divertido


Ignatius Reilly, protagonista de La Conjura de los Necios, es probablemente (rectifico: indiscutiblemente) el personaje literario del siglo veinte más desagradable, desquiciante y gracioso que la mente de un genio haya concebido jamás. Sí, más desagradable, desquiciante y gracioso que el propio Homero Simpson.

More...La Conjura de los necios es una obra maestra que en este instante debes salir corriendo a conseguir. Por tu bien. Por amor propio. Por dignidad. Por el bien de la humanidad. Por tus futuros hijos. Por salud mental. Por bienestar de tus chacras. Para que tu aura abandone ese color oscuro. Para que tu risa despierte en la madrugada al pesado del vecino. Para que tus compañeros del trabajo crean que te volviste loco. Para que de una buena vez tomes por amante a la literatura cada noche. Para seguir haciéndole justicia al autor de la novela.

Sí, John Kennedy Toole, autor de esta obra maestra, nunca pudo ver su novela publicada en papel. Esto gracias a que todas las editoriales a las que envió su manuscrito lo rechazaron, excepto la Simon & Schuster, que pareció entusiasmarse por el libro, aunque claro, al final, sus genios editores se echaron para atrás argumentando que la novela “no trataba de nada en concreto”. Derrotado, resignado a tantos fracasos, el genio creador de La Conjura de los Necios se quitó la vida.

Dato cultural: décadas más tarde, Jerry Seinfeld y Larry David harían una mina de oro y una horda de fanáticos con la serie televisiva Seinfeld gracias a la implementación de la comedia donde “no ocurre nada en concreto” (traducción: hasta el mínimo comentario o insignificante interacción que puedas tener con un desconocido puede acarrear consecuencias fatídicas en el rumbo futuro de tu vida).

Así que háganme caso y dénle una oportunidad a este libro, ya luego me lo agradecerán. Y no, ni crean que van a poder rentar la película y ahorrarse el trabajo (diría yo el placer) de leerla, pues la maldición de La Conjura de los Necios se ha encargado de frustrar todo intento de llevarla a la pantalla grande, y quien lo dude que eche un ojo a la lista de los actores que han estado cerca de interpretar el papel de Ignatius: John Belushi (q.e.p.d.), John Candy (q.e.p.d.), Chris Farley (q.e.p.d.), y Divine (q.e.p.d.), aunque en el caso de este último la maldición no fue responsable de la muerte del actor, sino que encontró una forma mucho más creativa de poner punto final al intento de llevar la historia al cine: al enterarse de que John Waters estaba afinando los últimos detalles para dar inicio a la producción de la película, con Divine como protagonista, el destino arregló una junta entre el director y uno de los productores de la cinta. Para sorpresa de todos, el hombre que aportaría el capital para el proyecto resultó ser uno de los mejores amigos del matrimonio LaBianca, quienes fueron asesinados por Tex Watson, mano derecha de Charles Manson y uno de los mejores y más infames amigos de Waters. El hombre, como era de esperarse, prefirió no involucrarse en la película, y ésta se vino abajo. Finalmente, un último intento de llevarla a la pantalla grande hace pocos años, con Will Ferrell en el protagónico y artistas como Lily Tomlin, Paul Rudd, Mos Def, Rosie Perez, Alan Cumming y muchos otros en los demás papeles tuvo que postergarse por el detalle de que la ciudad de Nueva Orleans fue destruida por un huracancito de nombre "Katrina".


jueves, 14 de mayo de 2009

Un honor informarle que usted perdió



1


Recién desembarcado de mi primer encuentro de escritores, asediado por una importante revista de circulación nacional que quería un texto de Campeche el cual no tenía idea de cómo redactar y en mitad de una posible beca que me otorgaría el gobernador de Campeche para escribir un libro que no pensaba escribir, manejaba como un demente por las calles para llegar a tiempo a mi cita con Martina, con la firme convicción de arrastrarme como un perro a sus pies en busca de perdón. Justo en ese punto, con la luz ámbar del semáforo delante de mí, llegó mi primer y único premio en un concurso literario en toda mi carrera, mismo que desafortunadamente no tenía idea de su existencia, o mejor dicho, ignoraba por completo que había participado en él.

More...-¿Bueno? –contesté el celular al tiempo que me pasaba de largo la luz roja del semáforo. No tenía intenciones de que se mantuviera invicta la reputación de que todos los escritores éramos unos impuntuales, además, en asuntos de faldas es poco inteligente hacer esperar a una ex novia que dice le urge hablar cara a cara contigo.

-¿El maestro Rodrigo? -preguntó una voz que en mi vida había escuchado.

-Sí, él habla -respondí mientras un camión me rebasó por la derecha.

-Maestro, muchas felicidades... -fue lo único que alcancé a escuchar gracias al pitorrotazo del camión que me dejó parcialmente sordo del oído derecho.

-Un momento por favor -dije mientras buscaba dónde estacionarme, resignado a llegar tarde una vez más a mi destino por culpa de mi curiosidad y/o de alguna compañía de teléfonos celulares que me felicitaba por seguir siendo fiel y buen cliente.

-¿Quién habla? -pregunté con el automóvil aparcado a un costado de la banqueta.

La respuesta me dejó francamente pasmado. Era el rector de la Universidad Autónoma de Yucatán, que me hablaba emocionado y honrado de felicitarme por el magnifico cuento que había escrito.

-¿Qué cuento? –dije sin salir de mi pasmo.

-Maestro, no sea modesto –dijo el rector con una risita un tanto incrédula-, pues qué cuento va a ser, el que mandó a nuestros sextos Juegos Literarios Nacionales Universitarios en la modalidad de cuento.

Fue inútil, por más que intenté explicar que se trataba de un error, que yo nunca había enviado ni un cuento a ni un concurso universitario, el rector siguió felicitándome por mi originalidad.

-¿Y a cuanto asciende la cantidad de mi premio? –pregunté de sopetón al darme cuenta de que no haría entrar en razón a mi excitado interlocutor.

-Bueno, ejem, en realidad, maestro –dijo el rector un poco incómodo por mi pregunta-, su cuento es tan original que decidimos darle algo más valioso que los veinte mil pesos del primer lugar…

-¿En verdad? –dije interrumpiendo al rector. Me vi en una patética escena revolcándome en el piso de mi cuarto con mil billetes de veinte pesos.

-Sí, maestro –prosiguió el rector retomando el júbilo-. Por unanimidad el jurado decidió hacerle justicia dándole la mención honorífica, esto significa que en vez de darle un absurdo cheque preferimos que su cuento aparezca publicado en los principales periódicos de la península de Yucatán, de hecho, hoy salió publicado, pensé que usted ya había leído su cuento allí en Campeche. –Quedé mudo, y el rector agregó luego de unos segundos de silencio-: Entiendo que esté mudo de la emoción. Ah, y en breve le haremos llegar una nutrida antología de los principales escritores yucatecos.


2


El portón eléctrico de la lujosa privada donde vive Martina se abrió. Mis manos húmedas resbalaban sobre el volante. Ella estaba cruzada de brazos esperando de pie junto a una banca del parque que está justo enfrente de su mansión. A juzgar por su postura, por mucho estaba equivocado en mis suposiciones de un acaramelado reencuentro que me revitalizara de la terrible noticia de la mención honorífica. Sus ojos verdes parecían los de una cobra que mide la distancia que la separa de su hipnotizada victima. Bajé de mi volcho. Me acerqué a ella y antes de poder darle un beso en la mejilla recibí un periodicazo en la nariz.


3


Salvo los esbirros del gobierno, es decir, alimañas rastreras de dedos entintados (en la mayoría de los casos directores editoriales de todos los periódicos campechanos) que viven de leer y censurar a periodistas y/o columnistas que no alaben al partido en el poder, probablemente ningún civil leyó mi cuento publicado en el periódico. O sea que, como es costumbre, sólo se escandalizaron los políticos. O mejor dicho, sólo uno. El directamente involucrado.


4


Hubo tiempos mejores con Martina. También con los funcionarios del gobierno. Esta época fue cuando era yo una sombra o un ser invisible tanto para Martina como para los funcionarios públicos.

Juan Camilo era el hijo del senador más importante de Campeche y además de ser un verdadero donjuán, era mi amigo. Nuestras mamás estudiaron juntas en la escuela de monjas Miguel Hidalgo. En su juventud Juan fue novio prácticamente de todas las adolescentes más hermosas de Campeche. Luego crecimos y se convirtió en el novio de las mujeres más exuberantes. Su afición y apetito por las féminas era insaciable. Jamás pasaba más de una semana formalmente soltero, de igual manera tampoco podía evitar poseer una envidiable cantidad de amantes, que por lo general eran las mejores amigas de su novia oficial en turno. Allí era en donde entraba yo en escena. Para poder tener satisfechas de alma a tantas mujeres había que alimentarlas con cursilerías baratas.

-Le gusta Ricardo Arjona, es muy sensible, tierna, aunque también se pone un poco loca cuando escucha a Luis Miguel –me decía Juan Camilo.

Eran tiempos anteriores a la existencia del Facebook. Donde todo era más complicado en materia de conocer la vida y obra de las mujeres. Así que Juan Camilo se encargaba de relatarme las biografías (algo pardas para mi gusto) de todas sus conquistas.

-Dile que la quiero mucho, que me encantan sus ojos verdes, la forma en que me mira, que sin ella me moriría –decía mordiéndose el labio-, pero sin sonar cursi, ya sabes, y tampoco muy intelectual, sin palabras rebuscadas del diccionario, se daría cuenta que no escribí yo la carta.

Así fue como conocí a Martina. Oculto. Anónimo. Detrás de mi monitor. Escribiéndole decenas de cartas a nombre del novio de su mejor amiga. No vale la pena detallar sus aficiones y fobias, que redactaba en interminables mails que a su vez Juan Camilo me reenviaba para darles una pronta, azucarada e igualmente interminable respuesta. Se podría decir que fui el escriba y poeta de uno de los cachorros más influyentes del poder hasta que éste se fue un año a estudiar a Europa, cortesía del erario público. Y fue justo en ese año, en la disco Chupis, cuando conocí en carne y hueso a cierta mujer de ojos verdes que fue para mí como un libro abierto.

-Oye, pareciera que nos conocemos de toda la vida –me dijo emocionada, moviendo las caderas al ritmo de una canción de Shakira.


5


A diferencia de lo que se pudiera creer, no fue tan sencillo conquistarla. En esencia porque todos sus gustos y aficiones me parecían francamente despreciables.

-Anda, vamos, muero por ver esa peli –me decía con sus ojazos verdes suplicantes mientras me corría un escalofrío en la columna vertebral al ver la cartelera del cine.

Durante el lapso que duró nuestro noviazgo no pude avanzar una sola página de mi novela. Mis neuronas parecían estar fundidas cada que regresaba a mi cuarto y me sentaba frente al monitor de la computadora luego de ir al cine o visitar la mansión de Martina, donde veíamos maratónicas jornadas de comedias protagonizadas por Adam Sandler, Ashton Kutcher, Martin Lawrence, Cameron Díaz, Matthew McConaughey, Sarah Jessica Parker y demás gentes funestas que merecen sin lugar a dudas la pena de muerte.

También estaba el detalle de su papá. Me odiaba, como era de esperarse. Un picha loca con decenas de bastardos regados por diferentes ciudades y municipios, que se daba los más altos aires en materia de valores morales y familiares.

-¿Escritor? –le dijo a Martina-, esos son los peores, vagos sin oficio ni beneficio que viven para medrar, corromper y chantajear a los funcionarios decentes. Te prohíbo terminantemente ver a ese mequetrefe.

Por fortuna, Martina, alma rebelde y algo pasada de años para que le dieran órdenes, desobedeció a su papá por el simple hecho de que éste nunca estaba en casa ya que pasaba seis de siete días a la semana en la capital del país gracias a su eterna diputación federal. O eso es lo que decía el señor diputado, que contradecía por completo la lista de asistencia de la Cámara donde junto con otros diputados campechanos brillaban por su ausencia en cada una de las sesiones.


6


Aquella tarde del reencuentro, con la nariz adolorida y manchada de tizna negra, Martina no era más aquel libro abierto que me sabía de memoria. Al parecer nunca me perdonaría haberle confesado aquel único encuentro que tuve cara a cara con su papá. Y menos, encontrarlo impreso y firmado con mi nombre en la sección de espectáculos y cultura.

-Dime que es mentira –gritó.

-Sí, es mentira –mentí.

-Eres un mentiroso de mierda –volvió a gritar.

Allí, rodeado de los más estrafalarios caprichos de la clase alta política en materia de jardinería y parques, con mi maltrecha estampa afeando el verde paisaje, supe que escribir una historia en primera, segunda o tercera persona acarreaba exactamente los mismos problemas cuando los protagonistas involucrados se descubrían así mismos en una historia, sin importar ciertas licencias del autor.


7


Sábado en la noche. Oprimes el vientre. Ganas escasos centímetros en la fila. Compruebas en la lista de precios pegada en la ventanilla de acrílico de la taquilla que ha llegado el punto en el que ir al cine en cualquier noche que no sea un miércoles de dos por uno es tan costoso y desagradable como pagar la cuenta en un restaurante que no sea el puesto de tacos de perro de la esquina.
Vivir en una apacible y pequeña ciudad como es la ciudad y puerto de Campeche en definitiva tiene sus ventajas, pero también incontables inconvenientes: el cine, por citar un ejemplo.
Si hablamos de cines comerciales, sólo hay uno. Tiene seis salas, pero el problema radica en que basta ampararse en el sentido común para notar con angustia que las butacas no darán abasto a la inmensa fila de gente que se aglutina en la taquilla, en la búsqueda de un boleto para la película que con seguridad ha elegido ver esta noche la burguesa de tu novia.
El siguiente paso es poner en marcha el plan B: mirar el cartel luminoso plagado de faltas de ortografía, donde si tienes un poco de suerte, evitarás toparte con Rambo 28, Virgen a los 40 Recargado o Gigoló en Marte. No hay suerte. Hoy definitivamente no será tu noche de suerte. Creer que no te toparás con al menos un par de secuelas y un refrito es como creer que los candidatos a la presidencia municipal no pegarán a la hora de sus campañas carteles con sus horrendos rostros en cada uno de los espectaculares y postes de luz existentes en la ciudad.
Tras abrirte paso en una odisea de media hora entre empellones, codazos y pisotones, finalmente llegas a la taquilla. El dependiente saquea tus bolsillos y te hace formal entrega de un par de boletos. A tu novia, que ni reclusa en un campo de concentración nazi se formaría en una fila, le regalas una risa nerviosa al aproximarte a la pared donde se encuentra aparragada, y de inmediato te convierte en el protagonista de menudo escándalo al enterarse que has comprado boletos para la única función que quedaba disponible, pues los boletos para la película que ella moría por ver se agotaron en un suspiro. Su mirada virulenta y cargada de reproches te deja como el único culpable de haber tenido que aguardar cuarenta y cinco minutos en la sala de su casa, flanqueado de interminables silencios y escrutadoras miradas por parte de tus suegros, mientras “alguien”, absorta frente al espejo, se pistoleaba la cabellera y cambiaba quinientas veces de ropa como si la salida de esta noche fuese para ir a visitar a la Reina Isabel II en el Palacio de Buckingham.
Tu amorosa novia, para apaciguar los malos humores, decide que es una buena idea romper con la dieta, así que se hace de palomitas, nachos y un refresco “light” (extra grande). A pesar de que es millonaria y profesa feminista, no muestra señales de sacar la cartera de su bolso para pagar el pequeño aperitivo, así que la cuenta corre por tu cuenta una vez más.
En bancarrota y estoico, antes de ingresar a la sala, soportas eternos veinte minutos de una nueva fila y nuevos reproches por no conseguir las entradas para ver
Soltero en Casa, gracias a un enorme cartel donde aparece Sarah Jessica Parker (risa histérica y nalgas computarizadas, imposible tenerlas tan redondas para una mujer de cuarenta años) que empuja a un Matthew McConaughey vestido con elegante traje sastre color arena que parece regalarte (sólo a ti, hombre también soltero) una mueca despreocupada, aderezada con el levantamiento pícaro de la ceja izquierda en una clara seña de: “ey, mírame, vivo con mis padres y no me importa, ¡Hurra! ¡Qué ganador soy, aún así me ligo a cuarentonas ardientes!”.
El calvario ha llegado a su fin, supones, cuando encuentras dos butacas libres en la segunda fila. Sin embargo, grave error es andar suponiendo cosas. Con ojos achicharrados, ves proyectado en la pantalla el corto de
Soltero en casa que aviva los berrinches de tu novia. El corto de la película resultó ser tal como lo imaginaste minutos atrás gracias a los genios traductores: la historia trata de un tipo de más de treinta años que, por increíble que parezca, sigue viviendo en casa de sus padres. Payasos de Hollywood, piensas con profundo rencor cruzándote de brazos, se creen muy listos por seducir a la gente para que hagan interminables filas, y, además de eso, te granjean el odio de tu novia sólo porque tuvieron la brillante idea de presentar una comedia que es la triste realidad de la mayoría de los solteros campechanos, exceptuando el cuerpo del señor McConaughey, claro está, porque en Campeche todos los solteros de más de treinta son unos panzones de escasa cabellera adictos a los mimos y manutención de mamá.
Las luces de la sala del cine se encienden. Dos horas que se te han ido como agua (no así para tu acompañante), han dado paso al develamiento de un montón de rostros masculinos nerviosos. Tu novia, en el punto más álgido de su indignación, te recuerda que su papá le había prohibido ver tan horrible e inmoral película. Tus planes de llevártela como cada sábado por la noche al motel Kalá se esfuman ante tus ojos. La noche aún es joven, pero ella te ha pedido que la lleves a casa. No está de humor para soportarte, dice, y tan no lo está, que decide dejar de soportarte un día más de su vida: te manda al diablo; quién hubiera pronosticado que
Secreto en la Montaña sería el detonante de la ruptura de tu noviazgo.
Desconsolado, buscas desquitarte con alguien, y el único culpable que encuentras en tu cerebro son los idotas traductores de las películas. ¿Quiénes son ellos?, te preguntas. ¿Quiénes formarán ese comité maligno? ¿Quién podía imaginar que
Brokeback Mountain, la película de dos vaqueros homosexuales que semanas atrás habías visto gracias a la tecnología del Internet, era la misma que Secreto en la Montaña? Decidido a avivar las llamas de tu ira, recuerdas la traducción de The Lawnmower Man, un bodrio de principio de los noventas que archivas en tu memoria sólo porque los tarados del comité de traducción decidieron que era una magnifica idea llamarla El Jardinero: Asesino Inocente, en vez de la simple traducción literal: El Hombre de la Podadora. Anhelas algún día toparte con esos tarados y decirles todo lo que piensas de ellos; mejor aún, preguntarles por qué rayos decidieron que Jerry Maguire se llamara Amor y Desafío en vez de Gerardo Marcos, por ejemplo. Estás tan molesto y te hierve tanto la sangre que incluso imaginas ser parte del comité de traducción: eres tan brillante que eres el encargado de traducir Sixth Sense como El Psicólogo Fantasma.
Decides dar una vuelta por las afueras de la ciudad para olvidar que eres nuevamente un soltero que pronto llegará a casa para engrosar la lista de panzones pelones de Campeche. Para tu desgracia, tu mente ha estado tan ocupada creando nuevas y ridículas traducciones para que algún día te den trabajo en el comité de traductores, que sin darte cuenta, con horror, descubres que estás completamente perdido.
Perdidos en Campeche, piensas en un infructuoso intento por ahuyentar el miedo que empieza a erizarte la piel.
Llevas veinte minutos dando vueltas sin lograr orientarte. Doblas una vez más a la derecha y, de nuevo, otra calle cerrada. Sin embargo, aguzas la mirada y visualizas una moderna camioneta del año aparcada al final de la calle. Desde pequeño te han enseñado a no hablar con desconocidos, pero necesitas con urgencia salir de tan inhóspita colonia antes de que te descuarticen los Mara Salvatrucha. A bordo de la camioneta, con seguridad, gente decente te dirá cómo llegar a la civilización. Apagas el automóvil. Caminas unos cuantos pasos hasta llegar a la ventanilla polarizada de la camioneta. Tragas saliva y te decides a darle unos ligeros golpecitos con los dedos como quien toca a la puerta de una casa en horas inapropiadas. La ventanilla se desliza suavemente y descubres que has interrumpido el fragoroso faje de una pareja. Te disculpas por la impertinencia cometida y decides emprender la graciosa huida. El sentimiento de saberte un tonto por no imaginarte que cortarías el romance de otro importantísimo señor de sociedad en pleno desfogue con una de sus secretarias te embarga súbitamente. Intentas huir para no importunar más al par de enamorados, pero es demasiado tarde. La ventanilla eléctrica ha descendido en su totalidad. El daño está hecho. Avergonzado, balbuceas la pregunta de que si podrían decirte cómo encontrar la salida hacia el malecón. Un silencio denso impregna el ambiente. Te deja de importar cómo encontrar el camino a casa y lo único que te interesa es alejarte lo antes posible de la camioneta. Retrocedes discretamente. Mientras te alejas, escuchas murmullos dentro del vehículo. Te sorprendes al descubrir que el copiloto no es una apetecible secretaria como suponías, sino un hombre, y eso lo sabes por las agudas voces que se escuchan en la penumbra del interior de la camioneta. El miedo se apodera de ti y arrancas a correr a toda velocidad en dirección a tu coche, aparcado a unos cuantos metros. Las manos te tiemblan, experimentas en carne propia que las rubias tetonas de las películas de
Viernes 13 no eran tan tontas después de todo. Los faros de la camioneta se encienden. Desde el final de la calle, adviertes que unas potentes luces se aproximan peligrosamente hacia ti. El ruidoso motor del armatoste parece salido del mismísimo infierno. Es tarde, no te va a dar tiempo de abrir la puerta: eres otra tetona oxigenada que morirá. Ves pasar toda tu vida ante tus ojos en fracciones de segundo, así como te lo ponen en las películas. Sin tiempo para nada más, tu instinto de supervivencia te obliga a dar un descomunal salto sobre el capirote de tu volcho, eludiendo la inmensa camioneta que sólo logra rayar la pintura de la portezuela de tu coche. Nunca imaginaste que todos los cómics del Asombroso Hombre Araña leídos en tu infancia te salvarían el pellejo, al menos por el momento, porque descubres que estás tendido sobre la banqueta, indefenso, justo del lado opuesto de la portezuela desde donde, para tu sorpresa, diste el salto de tu vida. Aturdido, esperas que la camioneta regrese por el trabajo que no pudo finiquitar. Te imaginas brutalmente asesinado, pensamiento que se disipa a los pocos segundos al ver cómo la camioneta da vuelta en una esquina para no volver más. Has vivido para contarlo.
A la mañana siguiente te despierta una llamada telefónica. Es tu novia (en realidad, ex novia). Dice que es una tonta y que quiere regresar contigo, e incluso se disculpa en medio de un mar de llanto. Te ha invitado a disfrutar de otro horrendo e interminable domingo familiar en su casa.
Accedes a su invitación. Limas asperezas con ella y cierta tranquilidad recorre tu organismo: adiós a la terrorífica idea de ser otro
Soltero en Casa. Le has comprado un ramo de flores porque eres un perfecto imbécil. Pulsas el timbre de su casa, respiras hondo y piensas que la vida no es tan mala después de todo, incluso has olvidado que la noche anterior pudiste haber muerto a manos de una pareja de locos. Nada como el consuelo de tu amada novia. Todo será mejor de ahora en adelante, piensas ingenuamente, hasta que descubres que la ostentosa camioneta de tu suegro tiene una ralladura en la portezuela del lado del copiloto. Reparas en que el rayón es del mismo color que la pintura de tu automóvil. La respiración se te escapa. Das dos tambaleantes pasos hacia atrás. La puerta de la casa se abre abruptamente en tus narices. Eres hombre muerto. La sonrisa de tu novia aparece delante tuyo, se abalanza sobre ti en un efusivo y nunca antes visto abrazo. Asegura estar enamorada de ti. Te sujeta de la mano y te lleva al comedor de la casa donde se encuentra toda la familia reunida. Te sabes hombre bajo diez metros de tierra al ver a tu suegro sentado a la cabecera de la larga mesa, clavando sus negros ojos en tu cada vez más temblorosa humanidad.
Todos en la casa están de buen humor. Te niegas a comer argumentando que ya has comido. Te obligan a comer a base de mimos, mimos nunca antes vistos por parte de tu suegro. Moriré envenenado, es lo único que te cruza por la mente al probar el chilpachole que te ha servido tu suegra. Masticas un millón de veces el camarón que te has metido a la boca antes de engullirlo en espera de un milagro que bien sabes no llegará.
El timbre de la casa suena, no puedes creerlo. Esperas el momento justo para escupir el bolo de comida sin que nadie se percate. Suegra y novia no apartan los ojos de ti; malditas cómplices desgraciadas, sobre su conciencia rondará tu muerte. Estalla una algarabía en la mesa al ver la llegada del nuevo invitado. De la sorpresa te has tragado el camarón. Es él. El bastardo al que le preguntaste la noche anterior cómo salir del agreste fraccionamiento donde estabas perdido. Sin embargo, el recién llegado te estrecha la mano como si fueras un camarada de toda la vida, el maldito cabrón. Tu suegro te revela que el misterioso hombre es un viejo amigo de la juventud y compañero de pesca.
De inmediato te asalta el recuerdo de que pronto morirás envenenado, pero ocurre todo lo contrario. Antes de llegar al postre, gracias a los incontables elogios por parte de tu suegro, el desconocido te ofrece un nuevo trabajo: un tremendo puesto en el gobierno. Tu asesino resultó ser uno de los peces gordos de la política. Antes de marcharte de casa de tu novia, tu suegro, con un patético guiño de ojo, te dice que ahora podrás invitar las veces que quieras a su hija al cine.
A bordo de tu modesto y rayado volcho, recorres a vuelta de rueda el desierto malecón. La vida no es tan mala después de todo, piensas, mientras ves morir la tarde del domingo tras las aguas del Golfo y descubres el error en el que estuviste todos estos años: Hollywood sí que sabe apegarse a la realidad.


8


Derrotado, humillado, una piltrafa humana fue lo que se depositó en la hamaca de mi cuarto. Cerrar los ojos significaba ver los ojos verdes de Martina, extasiados, grandes, llenos de luz, que en una fracción de segundo habían cambiado del odio más profundo al éxtasis más sublime cuando a mis espaldas vio aparecer a un hombre que estacionaba su Hummer.

-¡Juan Camilo, regresaste! –gritó emocionada para hacerme a un lado, lanzarse a sus brazos y darle el más húmedo de los besos.

Abrí los ojos. Recordé el artista torturado que era y decidí abalanzarme hacia mi computadora para dejarlo libre.

En la pantalla del monitor, pegado, un post-it fosforescente decía lo siguiente:

Felicidades, Mención Honorífica, te dije que era el mejor representante literario. Pedro.


viernes, 8 de mayo de 2009

Un empujón



1


-Siéntese allí –dijo la secretaria sin disimular su desprecio hacia el género humano, señalando con el dedo unas sillas al fondo del corredor, cuando le informé que tenía una cita con el gobernador.

More...Quizás debí vestirme un poco más decente. Mis chancletas definitivamente no ayudaban a darle seriedad y garbo a mi porte. Tampoco el nido de cigüeñas que llevaba en la cabeza. ¿Cuántas veces me dijo Martina que me cortara los matorrales ensortijados de la cabeza? La pobre ilusa incluso intentó un día alaciarme el pelo. El resultado fue desastroso, naturalmente. Su maquina alaciadora comenzó a escupir humo. “Tienes demasiado pelo”, dijo. “¿Qué, nunca te lo cepillas?, tienes bollos de pelo por toda la cabeza”, me reprochó exhausta, mirando cómo humeaba su maquinita.

-¿Cuál es el motivo de la cita? –preguntó la secretaria mirando de reojo con cierto asco y fascinación mis desnudos, largos y cabezones dedos de los pies.

Respondí, no sin cierta vergüenza, que la publicación de un libro. La secretaria no se sorprendió, al parecer estaba acostumbrada a todo tipo de visitas y solicitudes desagradables. Se limitó en hacer unas anotaciones en una libretita. Luego de una pausa, sin apartar la mirada de la libretita, volvió a preguntarme mi nombre. Se lo repetí. Ella regresó a su libretita, escarabuteó algo, dio un giro en su silla con rueditas y finalmente, como un zombi, perdió la mirada delante del monitor de su computadora. No dijo ni una sola palabra más, ni siquiera la típica y recurrente frase de todas las secretarias burocráticas campechanas cuando tienen la firma intención de dejarte pudrir un par de horas en la sala de espera: “en un minutito lo atiende el licenciado”.


2


Dos horas después había acabado de hojear las decenas de periódicos y revistas que tapizaban la superficie de la mesa de la sala de espera. Todas ellas, odas al gobernador. Encabezados en letras gigantes en donde nos informaban a los ciudadanos no analfabetos de los avances y el crecimiento del Estado, aderezadas con fotografías a color o en blanco y negro (por si uno era analfabeto) donde el protagonista siempre era el diminuto mandatario enfundado en su pulcra guayabera, sonrisa resplandeciente, cabello engominado y recortado a la Benito Juárez, ya sea abrazando a ancianos desdentados, niños desamparados, o inaugurando peluquerías, veterinarias, tiendas de pinturas, etcétera.

-¿El señor gobernador? –preguntó un campesino.

Era el duodécimo de la mañana. La secretaria, sin apartar la mirada del monitor de su computadora, lo mandó a sentarse (o mejor dicho, a pararse) junto a los otros once indios zarrapastrosos que me bombardeaban con sus fétidos aromas de hombres de campo. Bastante apretujados, en la sala de espera había también un par de ancianos desdentados igualitos a los de las fotografías de los periódicos, una señora obesa (o posiblemente embarazada) que amamantaba sin el menor pudor a un niño en brazos y sostenía a otro un poco más grandecito en sus rodillas, un par de licenciados, una cuadrilla de ocho albañiles y una comitiva de cinco pescadores que decidieron cargar consigo, muy a pesar de la temporada de veda, su delictivo botín: un cubo lleno de pulpos frescos.

¿Acaso se trataba de una prueba de mamá para hacerme ver lo dura e injusta que era la vida allí afuera, lejos de las cuatro paredes de mi habitación? Si se trataba de eso, bien, mamá había ganado. Menuda, asquerosa lección. No pensaba pasar ni un minuto más rodeado de gente salida del Infierno de Dante. Ya me las arreglaría para sobrevivir y terminar esa novela por la que tanto había luchado. Aunque por otro lado, a quién quería engañar, buscar un trabajo de verdad me daba escalofrío, me robaba el sueño e incluso espantaba mi inspiración para escribir.

Haciendo una recapitulación, breve y concisa, llevaba casi un lustro desempleado, viviendo como un mendigo de la caridad y buena voluntad de mis familiares y amigos. Pero más específicamente de mamá, que siempre, con esa misericordia infinita que guarda en el corazón, luego de recriminarme, derramar lágrimas, pedirme perdón, darme besos, recriminarme de nuevo, volver a llorar (todo en ese riguroso orden), me extendía algunos billetes diciéndome que soy y seré siempre su bebé.

Por otro lado, mi hermano mayor, que no es nada tonto y al parecer se ha declarado mártir y en bancarrota perpetua, ha empezado a menguar mi economía, o lo que es lo mismo, le ha empezado a negar a mamá su quincena completa.

-No hay dinero, entiéndelo –dice rabioso, los ojos desorbitados, ojerosos de tanto jugar Xbox-, papá dejó la empresa en números rojos. Tal vez si dejaras de mantener al buenoparanada de tu hijo te alcanzaría el dinero que gano todos los días con el sudor de mi frente.

A decir verdad, incluso siendo un administrador descuidado y perezoso como yo, uno puede intuir que esto no es del todo cierto. Sobretodo viendo ciertos lujos que se permite mi querido hermano. Departamento nuevo. Camioneta del año. Pantalla de plasma de 50 pulgadas. Todas las consolas de videojuegos salidas al mercado. Entre otros caprichos tecnológicos y carnales.


3


Oculto tras uno de los trascabos de papá, observo a la gente arremolinada en torno de un altar donde sobresale una enorme estatua multicolor de la Virgen de Guadalupe.

-Son unos idiotas esos huiros –dice mi hermano-. Rezarle a un invento del hombre blanco, por eso están jodidos.

Me estremecí. Siempre me estremecía cuando mi hermano se refería de tan blasfema manera a la madre de Dios, tan milagrera y en la que yo creía y a quien rezaba ferviente todas las noches y días para que me protegiera de las obligaciones escolares y de su tiranía en casa.

-Odio esta fábrica. No sé cómo papá puede disfrutar trabajando en este horrible lugar –continuó mi hermano, frunciendo el entrecejo mientras miraba un interminable páramo donde aparecían algunos trascabos y varios montículos de tierra y grava-. Cuando sea grande me voy a ir vivir a Disney. Voy a trabajar de caricaturista. Ni loco trabajo en este infierno.

-Yo igual –dije, sudando bajo un sol abrasador.

-No, tú vas a trabajar aquí –me ordenó mi hermano-. Yo voy a ser caricaturista. Tú serás ingeniero como papá. Vas a trabajar aquí, rodeado de estos macehuales.

-Oye..

-Shhht. Cállate. Ahí viene mamá. Sal tú –me empujó-. No le digas que estoy aquí.

Mamá me dijo que estaba preocupada. Preguntó dónde estaba. Le dije que jugando a los ingenieros. Allí, detrás de aquel trascabo, con mi hermano.

-Luis Arturo, sal de ahí inmediatamente –ordenó mamá-. Creas o no en Dios, tienes que venir a misa.

Mi hermano, con mirada asesina, entrecerró sus ojillos, oprimió sus manazas de luchador y contuvo toda su ira con un bufido.

-Así me gusta mi vida –dijo mamá-. Que mis dos niños sean obedientes. Vamos un rato a misa y luego nos vamos a la tranquilidad de casa mientras su papá –mamá siempre lo decía con amargura- se emborracha como un albañil con esas gentes.


4


Cuando creí que el gobernador nunca me recibiría, con el auricular del teléfono pegado en una oreja, la secretaria dijo mi nombre. Salí catapultado de mi asiento.

-Permiso –dije esquivando a la señora de la teta al aire llena de leche y a un par de pescadores que se entretenían viendo el cubo lleno de pulpos ya no tan frescos.

La secretaria sacó de un cajón de su escritorio un sobre cerrado y me lo entregó.

-Baje a finazas –dijo sin mirarme si quiera a los ojos-. Entrégueselo al licenciado Sánchez. Cuarto piso.

-¿Y el gobernador?

-En junta. Baje al cuarto piso.

Increíble. Dos horas y media sentado esperando ver al gobernador y ni siquiera se dignó a recibirme. Sabría Dios si de verdad estaría en junta. De hecho su oficina daba la impresión de estar vacía. Por otra parte, aquella no era del todo una mala noticia. Me había librado de tener que inventarle en su propia cara al hombre más importante del Estado que escribiría un libro turístico de Campeche. Además, la secretaria me había enviado a finanzas. Quién sabe, igual y mamá resultó ser gran amiga del gobernador y el tal licenciado Sánchez me daría un jugoso cheque con el cual podría escribir sin preocupaciones y a mis anchas un bonito libro de Campeche, patrimonio cultural de la humanidad.

Las oficinas de finanzas resultaron ser un viaje al pasado. Específicamente a los años setentas. En vez de computadoras, había maquinas de escribir sobre los escritorios alineados uno detrás de otro. El licenciado Sánchez no fue difícil de ubicar. Era el único hombre rodeado de secretarias que devoraban tamales y sandwichones en un escritorio al fondo de la oficina.

-Buenos días, ¿se encuentra el licenciado Sánchez? –pregunté para remarcar que era yo un hombre de buena cuna.

-Para servirle –dijo un hombre de cara ratonil lleno de migajas sobre sus hombros y pecho-. Disculpe, es la hora del desayuno.

Quedé helado ante tan grotesco espectáculo. Las secretarias cuchicheaban entre ellas mientras devoraban sus tamales y hablaban de la falta de profesionalismo de una tal Lupita.

-Disculpe, me envió la secretaria del gobernador –dije con timidez por haber interrumpidos los santos refrigerios del licenciado Sánchez-. Tenga, me dio este sobre para usted.

El licenciado Sánchez ignoró el sobre que le extendí. Sus ojitos de rata hambrienta se posaron sobre el plato de plástico que sostenía con una mano para después, con la otra mano libre, tomar una rebanada entera sandwichón que no dudó en engullir con ferocidad.

-Esperé allí –dijo señalando con un meneo de cabeza hacia el frente una silla mientras masticaba.

Un cuarto de hora después, el licenciado Sánchez, aún impregnado de pequeños restos de comida en la camiseta, me preguntó en qué podía servirme. Le entregué la carta que me había dado la secretaria del gobernador.

-Oh, gracias –tomó la carta y sin atreverse a abrirla, la puso a contraluz para espiar su interior.

Lo que sospeché. El licenciado Sánchez no tenía la menor idea del porqué de mi visita.

-Verá, estoy escribiendo un libro turístico de Campeche –mentí-. Y la verdad es que me citaron para hablar de ello con el gobernador.

-Ajá, sí –dijo el roedor.

-Quería saber si el gobierno puede ayudarme en su publicación.

El rostro de Sánchez se contorsionó en una mueca que parecía ser una carcajada reprimida justo a tiempo. Luego, guardando la compostura, se limpió las migajas que le cubrían la camiseta, me explicó que todo el presupuesto en cultura había sido invertido ya. Me entregó de nuevo el sobre y me sugirió bajar al tercer piso. Debía hablar con la contadora Ordóñez.

Como era de suponerse, la contadora Ordóñez me repitió lo mismo que el licenciado Sánchez, sólo que ella me mandó bajar al segundo piso para hablar con el licenciado Gómez. El licenciado Gómez (otra especie de roedor), se vio un poco sorprendido al enterarse de que se siguieran escribiendo libros sobre la ciudad y me recomendó bajar a la planta baja donde debía platicarle mi situación al químico Rodríguez, mismo que me envío a las oficinas del Instituto de Cultura con el licenciado Alonso Ezequiel, director del mismo.


5


Si el reloj marcaba las nueve de la noche y las llantas del coche de papá no se oían chirriar contra el garaje, todos nos poníamos a temblar.

Durante un tiempo, los buenos tiempos, la mejor estrategia era apagar las luces de las habitaciones de la segunda planta y hacernos los dormidos. Si bien nos iba, papá amanecía dormido en una silla de la cocina. O tirado en mitad de la sala con un sándwich en la mano lleno de hormigas. Luego llegaron los tiempos malos. La crisis del 94. Papá decidió que debía despertar a mamá para que le hiciera la cena como bien merece un hombre que se rompe el lomo en una fábrica. Tenía dos métodos: uno, aventarle un almohadazo; el otro, levantarla a punta de insultos.

Una noche, pasadas las once de la noche, escuchamos las llantas del coche. Mamá nos pidió a mi hermano y a mí que nos quedáramos a dormir en su cuarto. Solo yo accedí. Papá entró en la habitación, apreté con furia mis parpados. Él encendió la luz y comenzó su ritual de palabrotas. Tímidamente intenté calmarlo. Papá ni siquiera me dirigió la mirada. Toda su atención era para mamá. Le regaló un repertorio de florituras dignas de un trailero. Ante este escenario, con mamá llorando sobre la cama, lo único que se me ocurrió fue ir a sentarme junto de ella y abrazarla. Y llorar como la hija que siempre quiso y finalmente tuvo, pero que dormía placidamente en otra habitación.

-Vas a despertar a la niña –dijo mamá en medio de sollozos.

-Cállate pendeja –dijo papá aventando un cenicero que se hizo pedazos contra la cabecera de la cama-. Todo es tu culpa. Todo es tu maldita culpa.

Papá nunca le pegó a mamá, pero esa noche tuve mis dudas. Él se acercó a nosotros, mamá y yo llorando abrazados como unas magdalenas desamparadas, la sujetó del brazo y le volvió a decir:

-Todo es tu culpa, pendeja.

Los ojos desorbitados y llorosos de papá eran los de un borracho capaz de todo.

-Suéltala o te mato –dijo una voz en la habitación.

Era mi hermano. En pijama. Con su cuerpo de linebaker de los acereros de Pittsburgh.

Papá ignoró a mi hermano como lo hizo conmigo. Grave error. Mi hermano, sujetó a papá por los brazos y lo empujó como un muñeco de trapo contra la pared.

Nunca supimos si papá se desmayó o se quedó dormido o simplemente fingió dormir o caer desmayado al perder su honor a manos de su primogénito. Fuera lo que fuera, mi hermano tomó de la mano delicadamente a mamá y la llevó a nuestro cuarto.

Apagué la luz del cuarto y en vez de irme con mamá y mi hermano, subí a la azotea de la casa y me quedé allí preguntándome la noche entera qué demonios eran los que despertaba el alcohol dentro de ese señor que podía ser un ángel de día y un diablo de noche.


6


Después de medio día desperdiciado literalmente en cada una de las oficinas del palacio de gobierno, lugar fértil para tomar desayunos y ver en la pantalla del televisor a mujeres contorsionándose en paños menores mientras resumían las tramas de las telenovelas, me interné en las adoquinadas calles del centro rumbo a las oficinas de cultura con la certeza absoluta de que no recibiría ni un céntimo para escribir un libro.

-Rodrigo –me llamó alguien.

Me detuve en la entrada de un establecimiento que parecía ser una librería. De los anaqueles apareció una silueta robusta, con gafas de pasta gruesa.

-Eutimio, hola. ¿Qué haces por aquí?

-Nada, revisando qué tal va la venta de mi libro.

-¿Y?

-Siguen todos aquí.

Entré a la librería y en efecto, allí estaban todos los libros de Eutimio Estrella. Decidí cambiar el rumbo de la conversación. Le platiqué mi travesía de la mañana y se me ocurrió, siendo él un autor publicado, embarcarlo en la publicación del ficticio libro turístico.

-Encantado –dijo-, si el gobierno piensa pagar, yo entro.

Luego le expliqué la procedencia del misterioso sobre que tenía en mis manos y a quién debía entregárselo.


7


La oficina del director de cultura era tal como me la había imaginado. Tapizada de libros y folletos por todos lados. Con el riguroso busto de Beethoven a un costado de un largo escritorio de madera cromada, y en el otro extremo, una figurilla de Don Quijote de la Mancha.

-Eutimio Estrella, qué milagro, maestro –saltó de su silla de cuero el director de cultura estrechando con ambas manos la mano extendida de Eutimio-. Qué me cuentas, para cuándo la próxima obra maestra. Oye, antes que lo olvide, déjame felicitarte. Me dijeron que te fue maravillosamente bien en el encuentro de Villahermosa. Ya sabes, salvo el texto que leíste, pero, por Dios, qué van a saber esos incultos de la nueva corriente literaria campechana.

Terminado el monologo de quince minutos del director de cultura, Eutimio finalmente pudo abrir la boca para presentarme.

-Ah, mucho gusto –dijo el director extendiéndome sólo una de sus pezuñas rosadas y delicadas que apreté y se me escurrió de la mano como si fuera un jabón mojado.

Tras otros quince minutos de cháchara interrumpidas por supuestas llamadas telefónicas de diversas embajadas, entre ellas la alemana, la chilena y la cubana, el director le dijo a todos los embajadores que los esperaba ansioso para el mes cultural.

-Eutimio, ya sabes cómo es la cultura, uno trabaja como loco –dijo acariciándose sus mejillas coloradas como un par de manzanas-. Pero bueno, ¿qué te trae por aquí, mi estimado poeta?

Con una elocuencia envidiable, Eutimio le explicó al director de cultura que estábamos trabajando en un libro turístico de la ciudad. Que el gobernador nos había mandando personalmente esta mañana a hablar con él.

-Qué raro, pensé que el gobernador estaba en el DF –dijo el director mirando con curiosidad el sobre que yo sostenía entre mis manos.

Pude ver de reojo como Eutimio estuvo apunto de salir corriendo de la oficina.

-En realidad –intervine quemando las naves-, este sobre me lo entregó ayer, luego de almorzar.

El director tomó el sobre y repitiendo el mismo procedimiento del licenciado Sánchez lo levantó sobre sus hombros y lo puso a contraluz para intentar ver su contenido.

-Veo que el sadwichón sigue siendo la perdición del gober –dijo con una sonrisa nerviosa señalando una mancha naranja embadurnada en el sobre-. Dense una vuelta la próxima semana y ya veremos qué se nos ocurre.