lunes, 30 de abril de 2012

Vida de escritor (2 de ∞)



No es fácil asimilar un despido. Un despido se siente igual que cuando te informan que murió un ser amado. La noticia es inesperada. Esta madrugada (no por voluntad propia) das un paso al costado de la escuálida, raquítica o casi inexistente fila de sujetos (algunos se hacen llamar así mismos intelectuales) que pueden darse el lujo de presumir que reciben dinero a cambio de sus escritos. Nada es para siempre. Bien lo vaticinaron los economistas, gobernantes, empresarios y demás especialistas encargados de mover el dinero alrededor del mundo, que la crisis económica mundial no tardaría en mostrar su más perverso rostro. En tu caso, lo acabas de comprobar en carne propia al revisar tu bandeja de entrada del Hotmail.


Estimado Sr. columnista,
De acuerdo con los nuevos planes y reestructuración editorial del periódico, nos vemos en la penosa necesidad de informarle que a partir de este día damos por cancelado el servicio editorial que tan amablemente nos proporciona. Le enviamos un cordial saludo.
Atentamente,
Director Editorial del periódico.


¿Qué coño significa eso de nuevos planes y reestructuración editorial dentro del periódico? ¿Tan mala será tu columna para no entrar en los dichosos planes y reestructuración editorial? ¿Acaso existirá un oscuro trasfondo que desconoces?

En un acto desesperado, decides camuflar la realidad: envías una respuesta a al Director Editorial del periódico de la manera más distinguida que puedes, es decir, rogándole que por favor siga publicando tus escritos, que de ahora en adelante escribirás gratis, y de ser negativa su respuesta, estás dispuesto a pagar de tu propio bolsillo para que tu columna siga apareciendo en el periódico.

Nada más oprimas el botón enviar, fiel a tu naturaleza de pobre diablo, te arrepientes. Te invade una cruda moral. ¿A qué se deberá que seas una persona infatigable en el arte de la autohumillación?

Haces una lista mental:

1. El Director Editorial se percató que eres un escritor mediocre, sin el talento suficiente para persuadir a la gente que compre el periódico para leer tu desangelada columna.

2. La crisis económica mundial orilló a los patrocinadores del periódico a no invertir tanto dinero en anuncios, lo que provocó que la primera medida que los directivos del periódico tomaran al ver mermadas sus arcas fuera la de suspender tu exiguo salario de articulista.

3. El consejo editorial tiene la errónea creencia de que eres un buen escritor, aunque claro, no lo suficiente como para desembolsar un peso para publicar tus delirios de grandeza.

4. Los sagaces encuestadores del periódico finalmente le pasaron el reporte de sus encuestas al Director Editorial, que a groso modo podría resumirse de la siguiente manera:

Encuestador: ¿Conoce usted el periódico?

Encuestado: Sí.

Encuestador: ¿Cada cuando lo compra?

Encuestado: Nunca, la cacatúa de mi esposa es quien lo lleva a casa todos los días.

Encuestador: ¿Lee usted el periódico?

Encuestado: A veces.

Encuestador: ¿Cuál es su sección favorita?

Encuestado: Deportes.

Encuestador: De casualidad, ¿usted lee la sección de nuestros columnistas?

Encuestado: ¿Columnistas? ¿Tienen ustedes columnistas?


Llega un nuevo mail a tu bandeja de entrada. Todas tus conjeturas se hacen añicos. Con horror lees en la pantalla de tu computadora lo siguiente:


Estimado Sr. columnista,
De acuerdo con los nuevos planes y reestructuración editorial del periódico, lamentamos informarle que nos vemos obligados a prescindir de sus servicios. SIN IMPORTAR QUE QUIERA HACERLO DE MANERA VOLUNTARIA, GRATUITA O INCLUOS PAGANDO.  
Atentamente,
Director Editorial del periódico.

jueves, 26 de abril de 2012

¡Ya era hora!



Por una serie de eventos fortuitos que no viene al caso mencionar, el pasado día martes 24 me encontré ante de las escalinatas del H. Congreso del Estado de Campeche (la “H” abreviada significa honorable, aunque usted no lo crea), alias, La Sandwichera Más Grande del Mundo, sobrenombre que el amable lector comprenderá solo si se digna a visitar la histórica ciudad amurallada.

Media hora después de tomar asiento en el recinto, empecé a comprender (más no justificar) por qué a los diputados les cuesta tanto trabajo arrastrar su humanidad hasta su lugar de trabajo. Las sesiones no son más que lecturas y más lecturas de textos aburridísimos, insufribles, escritos por personas perversas cuya misión es encadenar palabras que al ser escuchadas todas juntas y de corrido dan la impresión de no tener sentido o coherencia alguna, como si se trataran de oraciones proferidas en otro idioma, robadas de una lengua sin chispa, sin alma.

A las dos horas descubrí que todos estos años los noticieros de la televisión me habían engañado. Asistí a la sesión de trabajo de los diputados con la esperanza de ver en vivo y a todo color las imágenes que todas las noches pasan en pantalla: hombres encorbatados mentándose la madre y vituperándose unos a otros. Nada más lejano a la realidad. Ni un solo grito. Ni un solo aspaviento. Incluso cuando hubo que votar por alguna propuesta, las decisiones eran unánimes. Me sentí en Suiza. Hasta que descubrí que los diputados estaban derogando los artículos 275 y 276 del Código Penal del Estado.

Por increíble que parezca, hasta el martes pasado, 24 de abril del 2012, en Campeche (y según entiendo, también en otros 9 Estados de la República: Baja California, Baja California Sur, Chiapas, Jalisco, Michoacán, Quintana Roo, San Luis Potosí, Yucatán y Zacatecas), si uno descubría que tenía en la mollera unos largos y puntiagudos cuernos, simplemente era libre de llegar a casa y darle una golpiza a su mujer, o, si uno es más drástico, meterle dos plomazos en el pecho. Asunto resuelto. Lavado el honor. Las leyes daban anuencia (o atenuantes) a este comportamiento medieval, cavernario, gracias a los susodichos artículos 275 y 276, mejor conocidos como “delitos contra el honor”.

Me alegra que las reformas de leyes en este país avancen tan rápido. No cabe duda que vamos camino al Primer Mundo.

miércoles, 25 de abril de 2012

La película que las monarquías deberían ver



Si A better life (Una vida mejor) es una película obligada para la administración de Obama, e incluso Demián Bichir aseguró que enviaron una copia a la Casa Blanca para que el Presidente se metiera en la piel de los inmigrantes latinos que son tratados como animales en Estados Unidos, Dirty pretty things (Negocios entrañables) tendría que estar por decreto popular en la sala de televisión de todos los castillos y casas reales de Europa.

Espeluznante película estrenada en el año 2002, que naturalmente nunca llegó a nuestros cines. Jamás la he visto en un videoclub, pero si por obra y gracia divina la distribuidora envió algunas copias, búscala en los anaqueles en los que nadie mira, donde están las películas cubiertas de polvo. O, sé una persona inteligente y descárgala de Internet, que para eso se inventó esta maravillosa herramienta.

Dirty pretty things narra de manera magistral el horror de vida que llevan los inmigrantes ilegales radicados en el país de su majestad la Reina Isabel II, que buscan encontrar no una vida similar a la de los nietos reales William y Harry, pero sí más digna que la que sus países de origen les pudo ofrecer. Un nigeriano, una turca, un ruso, un chino (no dijeron que era chino, pero se llamaba Gao Yi, así que asumo que lo era), un español y otra serie de personajes, todos ilegales y de todas las nacionalidades que enumera la canción Clandestino de Manu Chau, aunque algunos tienen fugaces apariciones, no por ello dejan de ser fundamentales en la historia. También aparecen ingleses, no vayan ustedes a creer que no: dos policías de la migra encargados de joderle la vida a la chica turca, un delincuente (al cual le es revelada al final del filme una de las verdades más grandes de este mundo) y una prostituta negra.

Ese es el bello panorama. Espero que algún día también puedan verla los amanes de las revistas Vanidades y Hola!, igual ocurre el milagro de que abran (solo un poco) los ojos y se den cuenta de la realidad en la que viven las personas que son “fantasmas” en los países del primer mundo. Fantasmas que doblan turnos y tienen dos trabajos diferentes (uno más horrible que el otro) para que los principitos y reyes puedan salir muertos de la risa en las páginas de esas revistas que no se pierden cada semana, mientras añoran llevar una vida como la de los hijos de la corona sin percatarse de que la mujer que limpia su mierda en el baño está a punto de largarse al otro imperio del norte en busca de una vida mejor, o, en el mejor de los casos, y de todo corazón espero sea la segunda opción, enterrarles un chuchillo cebollero en la espalda mientras endiosados y con sus estúpidas sonrisas ven orinar desde la proa de un yate a los herederos de este bonito planeta.

martes, 24 de abril de 2012

Brevísimo relato de la política


Clodomiro H. Pérez fue gobernador del Estado de Ayucatitlán y en su sexenio se cansó de talar hectáreas infestadas de molestos árboles y selvas bajo la obligación moral de que México es un país pujante y en vías de desarrollo y por tal motivo construyó sobre estas zonas vírgenes y protegidas planchas de concreto que ahora sirven de estacionamiento para centros comerciales y demás lugares de sano esparcimiento para la sociedad, como pueden ser ferias ganaderas que solo duran tres semanas al año, pues ya se sabe, México es, como se explicó en un principio, un país pujante y en vías de desarrollo.

Entonces no es hasta que el gobernador pujante Clodomiro H. Pérez termina su gestión cuando los ecologistas muy indignados publican artículos iracundos en los periódicos alarmando a la sociedad de que nos estamos quedando sin zonas verdes, y la sociedad (muy ecologistas ellos y ellas) se indigna con el ex mandatario Clodomiro H. Pérez diciendo que es un inconsciente y un bandido porque los estacionamientos fueron construidos por las constructoras de su familia.

Ante el poco ruidoso alboroto, como medida correctiva el Presidente de la República decide colocar al ex mandatario Clodomiro H. Pérez como el encargado de proteger las áreas verdes, mares y toda la fauna marina y terrestre del país, y todos los ciudadanos que poseen un civismo escandinavo a la décima potencia, fruncen el seño a manera de indignación y se van, unos a los gélidos aires acondicionados de los centros comerciales, y los otros, a rostizarse a las playas porque el calor es insoportable y le pone de muy mal humor a cualquiera. Y luego, los unos y los otros, miran unas amenazadoras nubes negras en el cielo, y los unos cruzan los dedos, y los otros chocan tres veces sus talones uno con otro deseando que no entre un huracán como Katrina y nos mande a tomar por culo a todos.
               

viernes, 20 de abril de 2012

Las disculpas de los reyes



En un acto inédito, sin precedentes, anuncia la prensa internacional, el rey Juan Carlos de España ha externado sus disculpas por irse a cazar elefantes a Botsuana. “Lo siento mucho, me he equivocado y no volverá a ocurrir”, ha dicho.

Sería injusto afirmar que sus disculpas son falsas, poco sentidas, como pensamos algunos. Hasta el día de hoy, que se conozca, nadie tiene la capacidad sobrenatural de introducirse hasta las fibras más sensibles del monarca para saber si en su corazón existe verdadero arrepentimiento. Sin embargo, hay algo que posee el ser humano llamado sentido común, y ese nos susurra al oído que los hombres con coronas en la cabeza pocas veces se arrepienten   

En cuanto al asesinato de los elefantes, verdaderos reyes de África, todo bien, gracias. Lo único que le importa a los españoles, por algo habrán pegado el grito en el cielo, es lo costoso que sale un viaje de cacería al sur del continente africano. Una falta de respeto, eso de andar despilfarrando el dinero justo ahora que la Península Ibérica enfrente semejante crisis económica (en la actualidad son vistos como el país más débil de la Unión Europea). El periódico El País publicó que el costo de un viaje de 15 días a Botsuana para cazar un elefante por lo general oscila entre 44,000 euros, es decir, cerca del doble del salario promedio anual en España.        

Repito, nadie en el mundo, que se conozca, ha podido meterse en las entrañas de otra persona para saber lo que siente en verdad, pero es más que obvio que de no ser por esa maldita fractura en la cadera en mitad del safari, ahora el rey Juan Carlos tendría empotrado en la pared de su sala un macabro souvenir: la cabeza de un elefante. Y es que la historia no miente. A través de los siglos, los reyes han vivido en un mundo paralelo al de los simples mortales. Creen sentir, sufrir y entender las miserias que vive su pueblo, pero eso es imposible. Las paredes de los castillos y casas reales son demasiado gruesas.

Véase el ejemplo de otro rey, el rey de reyes, el representante de Dios en la Tierra. Vive en un palacio con acabados de oro. Atraviesa multitudes menesterosas del Tercer Mundo en una pecera blindada (por algo será), y la gente le sonríe y le llora, en vez de reclamarle que predique con el ejemplo de la austeridad. Y no solo eso, el rey de sombrero y báculo de oro dice estar avergonzado por todas las atrocidades y violaciones cometidas por la institución que representa: “Pido perdón a nombre de la Iglesia”. La gente se traga sus palabras y él regresa a su palacio a seguir acumulando riqueza, cotizando en la bolsa, mientras sus fieles se mueren de hambre.

P.D. Si el rey Juan Carlos no fuera un anciano, ahora mismo tendría la carabina al hombro, listo para embarcarse a otra aventura de gente rica y sin moral. 

martes, 17 de abril de 2012

Un aventón



Estoy en la Avenida Circuito Colonias. Los 40 grados centígrados que reinan en el ambiente han convertido mi coche en un pequeño baño sauna móvil. El semáforo no muestra señales de querer cambiar su maldita luz roja. Tengo una idea: saco la cabeza por la ventanilla en busca de que la Madre naturaleza me regale una caricia de viento. Grave error. Un vaho incandescente me rostiza la cara como pollo frito. Delante de mí y a un costado una larguísima serpiente de hierro empieza a impacientarse. ¿Por qué se molestará la gente en tocar el claxon de sus coches? Imagino pensarán que con este irracional acto el semáforo se apiadará de ellos cambiando el color de su luz.

Empiezo a envidiar a algunos de mis compañeros de calvario, en realidad, solo a los que tienen el ánimo de tamborilear los dedos sobre el volante mientras tararean la canción del momento en la radio, ajenos al mundo en sus capsulas con aire acondicionado. “Mapas, mapas, mapas”, repite la voz de un hombre. Es un vendedor ambulante que carga unas enormes figuras de hule espuma con la forma del territorio nacional. Me asaltan algunas interrogantes: ¿Cuántos más niños le pedirán a sus padres que les compren un mapa del país? ¿Cómo puede sobrevivir un hombre vendiendo mapas de México? Y la más importante, ¿cómo puede un hombre pasar el día entero bajo este sol sin convertirse en una masa amorfa de piel y huesos sobre el pavimento?

Doy gracias de no ser el hombre de los mapas. También de no tener que ganarme la vida como el vendedor de raquetas mata mosquitos. O ser el otro sujeto que vende chipotes chillones del Chapulín Colorado. De inmediato me siento una basura por quejarme de la injusta vida que llevo en mi sauna de cuatro ruedas. Niego con la cabeza. Le digo a una señora que se me acerca a la ventanilla con un bote en la mano, que no, gracias, no tengo monedas en este momento para donar a su institución religiosa.

Del lado contrario de la avenida, sobre la acera, una figura encorvada llama mi atención. Es una mujer de mediana edad con las piernas en forma de paréntesis. Nunca había visto algo semejante. Sus extremidades inferiores son auténticas curvas. Otra mujer a su costado, sospecho su amiga o hermana, le ayuda a sostenerse. No son indigentes. No piden limosna. Sus rostros sudorosos transpiran urgencia. Ningún coche se detiene. Sean del año o carcachas como la mía, todos se siguen de largo. Salvo un taxi que amaga con detenerse, pero sigue su marcha al ver que sus potenciales clientes hacen un movimiento negativo de cabezas.

Indignado, sorteo la interminable avenida, doy una vuelta en U prohibida por la ley de vialidad. Todo sea por una buena causa. Me detengo frente a la mujer paréntesis y su amiga. Les pregunto si puedo llevarlas a algún lugar. Lo hago de corazón. No tengo intención de ganarme (si es que existe) el Cielo. Soy un ciudadano responsable y comprometido con las personas menos favorecidas. Un claxon me saca de mis ensoñaciones. El semáforo finalmente ha puesto su luz de color verde. Me digo a mí mismo que soy un conductor respetuoso de las normas y reglas de tránsito. Evito dar la prohibida vuelta en U. No puedo darme el lujo de perder más tiempo, debo escribir un artículo para el periódico para no morir de hambre. Sigo mi camino a casa. En el trayecto imagino (al igual que el resto de los conductores de la ciudad) que la mujer paréntesis y su amiga bien podían ser una banda de peligrosas asesinas descuartizadoras de buenos samaritanos que dan aventones a las personas discapacitadas y menos favorecidas.

lunes, 16 de abril de 2012

Un hombre honesto



Pocos gestos de honestidad pueden verse en el ser humano de hoy día. Y en un campo de fútbol, terreno fértil para las trampas, menos. Lionel Messi es el mejor jugador del mundo, eso es un hecho irrebatible. En términos generales se puede decir que es un jugador honesto. Nunca lo he visto fingir una falta, a diferencia del 99% de los futbolistas que apenas los roza un rival salen catapultados por los aires como si hubiesen pisado una bomba enterrada en el césped, para luego retorcerse de dolor frotándose todo el cuerpo menos donde supuestamente recibieron la patada. Sin embargo, el mejor futbolista del mundo tiene una mancha en su expediente. Algunos no lo llamarían mancha, sino más bien picardía. Cosas que se tienen que hacer dentro de una cancha de fútbol, todo sea por ganar.

Fue el 9 de junio del 2007, en el estadio Nou Camp. Se jugaba el clásico catalán, FC Barcelona frente al Espanyol de Barcelona. Arriba un gol a cero los visitantes. Hasta que al minuto 43 del primer tiempo vino un centro que fue cortado por un defensor del Espanyol, entonces Messi al ver que no alcanzaba la pelota, extendió la mano para anticiparse al portero y meter un gol que por increíble que parezca el árbitro dio por bueno. Eufórica, la gente tuvo otro motivo más para decir que había nacido el sucesor de Diego Armando Maradona.

En el Mundial de México 1986, en semifinales, Maradona anotó el gol más sorprendente de todos las Copas del Mundo. Incluso más sorprendente que el que habría de marcar minutos más adelante ese mismo día al burlar a medio equipo rival. Fue un rechace de un defensor inglés que salió hacia su portería, fácil para que el experimentado guardameta Peter Shilton lo sujetara por todo lo alto con sus casi uno noventa de estatura, entonces fue cuando Diego se levantó por los cielos cual basquetbolista liliputiense tratando ganar un rebote en el tablero. Maradona se amparó en el “Creador” de todo lo visible e invisible para justificar la trampa más evidente de toda la historia de los Mundiales. “La mano de Dios”, le bautizó. Salvo los ingleses, todos le aplaudieron.

Toda esta extensa introducción la hice porque el pasado día 10 de este mes, ocurrió un acto inverosímil. Con el partido empatado a uno, restando 10 minutos de juego, a falta de 4 jornadas para que finalice la temporada, su equipo jugándose la oportunidad de ascender a la primera división del fútbol alemán (a un punto de jugar la promoción), con todos los millones de euros que implica subir a la máxima categoría, un señor llamado Marius Ebbers va y le reclama airadamente al árbitro: “Exijo que anules mi gol”. Atónitos, compañeros y rivales, aficionados y comentaristas, presenciaron lo inaudito. Un futbolista reconocía que su gol era producto de la trampa. El balón fue centrado con tanta potencia y elevación que el portero se vio techado, así que Marius Ebbers aprovechó para cabecear solo frente a la portería, con el pequeño detalle de que a él también lo sobrepasó la pelota y por eso tuvo que ayudarse con la mano para meter un gol que en primera instancia los árbitros dieron como legítimo por creer que el jugador lo había rematado con la cabeza.

Hace pocos meses, el sábado 28 de enero para ser exactos, aquí en México, ocurrió algo similar. Corría apenas la jornada número 4. El Cruz Azul iba abajo dos goles a uno en su visita a Cancún. Restaban 5 minutos de partido. Entonces el delantero argentino Emanuel Villa metió un gol con la mano que le dio el agónico empate a su equipo. Villa se sinceró, obviamente después del partido, declarando ante los medios de comunicación, que sí, había metido el gol con la mano (infracción más que evidente incluso sin la ayuda de las múltiples repeticiones en cámara lenta). Acto seguido, la Comisión Disciplinaria lo suspendió un juego y le impuso una multa de 5 mil 600 pesos. Todo un precedente pues nunca antes se había castigado a un jugador (amparándose en evidencia televisiva) por hacer trampa dentro del terreno de juego. Sobra mencionar que tras la sanción a Villa, jornada a jornada la Orwelliana Comisión Disciplinaria se hace de la vista gorda ante toda la evidencia de las cámaras que desnuda lo miserable y tramposos que son los futbolistas dentro del terreno juego.

El novelista y filósofo francés Albert Camus, afirmó que todo cuanto sabía con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debía al fútbol. Empiezo a creer que Camus tiene razón. El día en que todos tengamos el espíritu y el corazón impregnados con el 1% del valor y honestidad de Marius Ebbers, este país saldrá adelante. No son los políticos nuestros enemigos, somos nosotros mismos.

domingo, 15 de abril de 2012

El señor Freud de los perros



Los buenos samaritanos encargados de dirigir el suplemento Domingo del periódico El Universal, me encargaron hacer un reportaje. Les dije que nunca en mi vida había hecho uno. Me respondieron que no les importaba, que lo hiciera de todos modos, que tenían fe en mí. Entonces, la respuesta llamó a mi puerta y me salió la siguiente historia. 




AQUÍ puedes leer el reportaje.

sábado, 14 de abril de 2012

Vida de escritor (1 de ∞)



-Te habla Ricochet –anuncia mamá.

Haces la seña que siempre haces cuando alguien te llama por teléfono, es decir, aleteas como un avestruz, luego te inclinas y mueves las manos horizontalmente, hacia adentro y hacía afuera como un umpire de home emocionado de cantarle safe al beisbolista bañado en tierra tras la barrida.

-Ahora te lo paso, mi vida –dice mamá con el auricular pegado a la boca.

Se te saltan las venas del cuello, la cara se te pone toda roja, sacas los dientes, eres un gran Tiranosaurio Rex que vocifera en silencio.

-Hola Ricochet, cuántos siglos, qué gusto saludarte –dices con una ancha sonrisa como si estuvieras sumergido a mediados del siglo XXI donde los teléfonos tendrán (por fin) pantallas para ver en 3D a tus interlocutores.

-Primo, tengo un gran problema… –escuchas a Ricochet mientras mamá baja silbando por las escaleras y tú le regalas un corte de manga al más puro estilo de Cuauhtémoc Blanco cuando los árbitros no le marcan una falta.

En tu familia (como en todas las familias que se dan a respetar) subestiman la profesión de escritor, o más exactamente, la ignoran, hasta que tienen un problema que por ellos mismos son incapaces de resolver.

-Resulta que dejé  pasar diez años para titularme –continúa tu primo, al que curiosamente no has visto en una década-, entonces pensé, ¿quién está desempleado en la familia? De inmediato pensé en ti.

-No estoy precisamente desempleado –te defiendes-, escribo en el periódico.

-Por eso me animé a llamarte –explica tu primo-. Necesito que alguien que sepa escribir me haga mi tesis. 

Viajas en el tiempo: la última vez que le hiciste una tarea a alguien esa persona terminó mamándotela.

-Ahora estoy algo ocupado, ¿sabes? –intentas zafarte del encargo.

-Oh, primo, obviamente te pagaría –puedes sentir la indignación en cada una de las palabras de Ricochet escurrir por el auricular como una baba pegajosa.

Los escritores suelen tener principios, y tú no eres la excepción: imposible cobrarle a los amigos, menos a la familia. Vuelves a viajar en el tiempo: 4 años atrás tu mejor amiga llegó rogando para que le ayudes con su tesis. Como era previsible, te negaste. Le dijiste que tenías mucho trabajo. “Oye, pero tú no trabajas, solo publicas unos articulitos en el periódico”, te soltó el berrinche. Dos horas de discusión más tarde (y de implorarte que le cobraras), tu mejor amiga finalmente entendió que un novelista como tú tiene bloqueos literarios cuando se trata de investigaciones académicas. “Te la mamo si me haces unos capítulos de la tesis”, escuchaste de sus labios, y en tu cabeza hubo un sonido mucho más bonito que el que hacen las monedas al tintinear unas contra otras.

-¿Exactamente de cuántos capítulos estamos hablando? –preguntaste por curiosidad.

Cuarto de hora de negociación bastó para llegar a un acuerdo. Sería de a capítulo por mamada. Una tesis gruesa, como marca la ley. Por desgracia tu inspiración y motivación fueron tantas, que los capítulos te salieron tan brillantes, tan luminosos y tan poéticos, que el profesor reprobó a tu mejor amiga por sospechar que la tesis solo pudo ser obra de un escritor profesional. Ambos terminaron perdiendo (solo a principio de cuentas): ella reprobó la licenciatura de ciencias políticas, y tú te quedaste sin la mitad de tus anheladas mamadas.

-Ese no fue el trato, yo cumplí con mi parte –reclamaste indignado.

Tu mejor amiga hizo oídos sordos. Se negó a dar las mamadas adeudadas.

-No te metiste bien en el personaje –te increpó-, debiste escribir como una inocente colegiala, no como un puto intelectual que quiere cambiar al mundo.

Dos semanas después, abriste el periódico. Justo a un costado de un artículo tuyo, aparecía tu mejor amiga. Se veía coquetísima con todo y toga. El encabezado anunciaba su graduación con honores en ciencias políticas. En la fotografía se le podía ver al rector de la universidad una inusual y ancha sonrisa, digna de un hombre al que se la han mamado con delicadeza y prestancia. Tu amiga había nacido para ejercer en la política.

-Entonces qué, ¿me vas a ayudar? –la pregunta de Ricochet del otro lado de la línea te aterriza en el presente-. ¿Cuánto me cobras? ¿Bueno? ¿Sigues ahí?

jueves, 12 de abril de 2012

El país de la libertad de expresión



Una de las máximas y pilares que en teoría sostienen a la democracia son las sabias palabas de Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”.

Estados Unidos se jacta de ser el país democrático por antonomasia. Es decir, en suelo norteamericano tienes la libertad (y derecho) de expresar cualquier idea o pensamiento sin temor a que el gobierno o la sociedad te censuren. Sin embargo, la realidad es otra. Un claro ejemplo de la hipocresía y doble moral de los estadounidenses ocurrió éste semana.

Ozzie Guillén, entrenador de los Marlines de Florida, declaró a la prestigiosa y laureada revista Time que él respetaba a Fidel Castro. “¿Sabes? Mucha gente quiso matar a Fidel Castro por al menos 60 años, pero ese hijo de puta todavía esta ahí”.

Los focos de alarma se encendieron en la Casa Blanca y la cacería de brujas dio inicio. Los propietarios de los Marlines de Florida emitieron un comunicado diciendo que Fidel Castro es un dictador brutal que ha causado inimaginable dolor por más de 50 años.  

¿Fue Fidel Castro un dictador? ¿Ha causado inimaginable dolor al pueblo cubano por más de 50 años? El sentido común (a mí) me dicta que sí. Pero esas no son las interrogantes que deberíamos plantearnos, sino la siguiente: ¿Si una persona tiene una opinión diferente a la mía debo sancionarlo, obligarlo que comparta mis mismas ideas? Por supuesto que no, eso solo lo hacen los dictadores.

Los Marlines (con la anuencia y presión del comisionado de las Grandes Ligas) han suspendido por 5 partidos a Ozzie Guillén. También montaron una rueda de prensa donde lo han hecho disculparse por sus declaraciones. “Les pido perdón con el corazón en la mano, de rodillas”, dijo Ozzie.    

No pudieron ser más reveladoras estas palabras. La oligarquía que maneja los hilos de Estados Unidos le gusta ver de rodillas a quienes no piensen como ellos. Y Cuba, para mal o para bien, durante el gobierno (o dictadura) de Fidel Castro ha declinado ponerse de rodillas. No como México, por poner un país de ejemplo. Que tiene a la mitad de su población sumergida en la pobreza gracias a un modelo económico que nos han impuesto durante décadas y que ha demostrado con creces no funcionar.

Dirán que es una exageración. Pero lo que acaban de hacer con un entrenador de beisbol es una muestra de intolerancia. De coartar lo más sagrado que tiene un hombre, que es su derecho de pensar y externar su opinión, le guste o no a las demás personas. Y si vamos a hablar de hombres horribles, los norteamericanos deberían avergonzarse de ellos mismos por permitir que su ex presidente George W. Bush siga tan campante por la vida luego de cometer fraude y genocidio. Durante dos administraciones. 

P.D. Una vez más queda comprobado que el mundo de los deportes es el más conservador, homófobo, misógino, retrógrada e hipócrita que existe, al menos en EEUU (¿recuerdan el circo que hubo entre la NFL vs la teta de Janet Jackson?). 

miércoles, 11 de abril de 2012

El hombre que espera un cambio



Esta es la historia del hombre que espera un cambio. El hombre que espera un cambio todos los días se queja de su mala suerte. De ahí su carácter avinagrado y huraño. El hombre que espera un cambio atribuye sus pesares a los gobernantes de este país. Vocifera cual politólogo aventajado que todos los políticos son unos ladrones sinvergüenzas. “Míralos, tan campantes, saqueando al país y sin que nadie les diga nada”, dice con la particular estridencia que tiene su voz.

Un día la suerte del hombre que espera un cambio, cambió. Fue un día de luto, murió su padre. La empresa de la familia cayó en sus manos. “Es una gran responsabilidad”, dijo a su madre y hermanos. “Pero acepto el reto”, agregó con el pecho inflamado.

El hombre que espera un cambio, ahora empresario, fiel a su naturaleza, empezó a maldecir su suerte. “¡Qué mala suerte tengo!”, decía a los cuatro vientos, dándose golpes de pecho. Se le podía ver lloriqueando en cada esquina diciendo que en realidad a él le hubiera gustado ser otra cosa. “¿Qué te hubiera gustado ser?”, le preguntaba su familia. La respuesta era un silencio denso.

No pasó ni un año cuando el hombre que espera un cambio le informó a su madre y hermanos que la empresa estaba en números rojos. “Papá es un irresponsable, nos heredó una empresa quebrada”, se quejó con amargura. En consecuencia, el hombre que espera un cambio dejó de darle dinero a su madre. Ni un solo peso. Los hermanos, no hicieron esperar sus reclamos. “Si la empresa está en números rojos, ¿cómo le has hecho para comprar casa, coche, etc.?”

Indignado por los cuestionamientos en su contra, por que se pusiera en tela de juicio su honestidad, el hombre que espera un cambio dijo que esa casa y ese coche y esa televisión de plasma de cincuenta y tantas pulgadas y todo lo demás, había sido fruto de su arduo trabajo en manejar las finanzas de la familia, que cómo se atrevían a contravenir su autoridad al frente de la empresa.

Hombre previsor, el hombre que espera un cambio, le hizo firmar a su madre unos papeles donde le cedía todos los bienes que le dejó su difunto esposo, entre ellos unos terrenos que raudo y veloz vendió a unos constructores.

El hombre que espera un cambio, hoy día se queja amargamente de su suerte pues nadie lo entiende, en especial su familia, que injustamente lo acusa de robo y le ha retirado el habla. “No es justo, maldita mi suerte, yo sacrifiqué mi vida por ellos”, le dice bajo las sabanas a una mujer de paga, quien le cobra hasta el último peso de todos sus desfalcos por soportar sus insufribles y eternos soliloquios.

martes, 10 de abril de 2012

Regáleme su dinero



No sé ustedes pero yo, antes de que el mundo se virtualizara, tenía un sobrepeso de 5 kilos (todos ellos en metálico). Por fortuna MC Hammer y Vanilla Ice eran los artistas del momento, y usar pantalones bombachos era bien visto. Sin embargo, las cosas han cambiado gracias a las bondadosas empresas que todos los días me piden que done uno, dos o cinco pesos, so pena de quedar en vergüenza ante del resto de la fila de clientes en minisúpers, supermercados, cajeros automáticos, etcétera.

Habrán notado que prácticamente no existe empresa en el mercado que no esté afiliada a alguna causa altruista. “Dona para combatir el cáncer de mama en los koalas”, “Dona para reforestar los bosques de Madagascar” “Dona para….”. Desde luego, más de uno saltará indignado para decir que esas son causas muy nobles e importantes, o que tales causas no existen en la vida real. En cualquiera de los casos lo cierto es que millones de personas han sido condicionadas y aleccionadas para donar por costumbre, sin detenerse a pensar a quiénes están ayudando.

“¿Qué es un peso?”, pensamos. “Sí señorita, acepto redondear mi cambio”, decimos orgullosos de nosotros mismos y seguros de que San Pedro está tomando nota en su iPad celestial mientras en algún recóndito resquicio del mundo los eufóricos koalas con cáncer de mama nos lo agradecen, aunque claro, no tanto como las corporaciones transnacionales que gracias a nuestros donativos pueden deducir sus impuestos, ya que según el artículo 31 de la Ley de Impuestos Sobre la Renta, las empresas pueden deducir de sus impuestos todo el dinero que den para la construcción de obras que debería hacer el gobierno, quedando ellos ante Hacienda como los buenos samaritanos.       

-Nueve con cincuenta, señor –me dice el cajero del minisúper.

Pago con una moneda de 10 pesos.

-¿Le gustaría redondear? –el cajero esboza una sonrisa angelical.

-No, gracias –respondo.

El dependiente abre la caja registradora (no sin antes regalarme una mirada que solo se le regala a un genocida) y me dice:

-No tengo cambio.

Los clientes se empiezan a amontonar a mis espaldas. Por una extraña razón el otro cajero del minisúper es como esos árbitros que la UEFA ha colocado detrás de las porterías, es decir, funge como autentico objeto decorativo: en sus manos está evitar una tragedia pero él, impávido, observa pero no mueve un dedo.

-Entonces deme un… –barro con la mirada los estantes abarrotados de chicles, chocolates y otras golosinas de tamaños diminutos; todos sobrepasan el valor de 50 centavos.

-¿Quiere que le redondee? –insiste el cajero.

-No –digo.

-Es que no tengo cambio de cincuenta centavos –el cajero pone cara de cachorrito. 

-Tengo una idea –digo en un momento de luminosidad-, hagámoslo a la inversa, deme un peso de cambio y así ustedes me redondean cincuenta centavos a mi favor.     

-Eso está prohibido, señor –dice indignado el cajero.    

-¡Por Dios, son cincuenta centavos! –reclama un cliente a mis espaldas.

-¡No sea usted miserable!

-¡Redondee, tengo prisa!

-¿Desea usted redondear? –presiona el cajero.

-No –digo.

Una señora se me para delante, abre su bolso, saca una moneda de 50 centavos y me la entrega en la mano.

-Le debería dar vergüenza –me dice. 

viernes, 6 de abril de 2012

Perros de la calle



El pasado 4 de abril se celebró el Día Internacional del Perro Callejero. Y, como era de esperarse, la noticia se convirtió en Trending Topic mundial, es decir, fue una de las 10 cosas de las que más habló la gente en Twitter. Sin embargo, al igual que los niños indigentes que vemos en la calle pidiendo limosna, observamos a los desamparados mejores amigos del hombre y decimos, uy, pobrecitos. El corazón se nos estruja y seguimos de largo.

Hace dos años hubo alguien que no se siguió de largo y nos recordó una historia desgarradora ocurrida a principios del siglo pasado. El artista multifacético armenio-francés Serge Avédikian nos regaló un cortometraje animado de 15 minutos titulado “Chienne D´Histoire” (Historia de perros), que en el 2010 increíblemente fue ignorado por la Academia en la terna final rumbo al Oscar.

Constantinopla, 1910. Una de las ciudades más importantes del mundo se ve asediada de perros. Están en todas partes. En cada esquina, callejón. Olisquean basureros. Lloriquean a los transeúntes por un pedazo de carne. Se gruñen entre ellos. Las perras dan a luz bajo los árboles. La gente empieza a temer que puedan hacerles daño. “Más de 60,000 perros en las calles de la ciudad. Las autoridades lanzan una oferta para eliminar a los perros”, se lee en la primera plana de los periódicos.

En un palacio a las orillas del estrecho de Bósforo, el gobierno, recién instalado e influenciado por el modelo de sociedad occidental, consulta con expertos europeos sobre la manera más eficaz de deshacerse de la plaga. Uno de ellos es el doctor Remingler, director del Instituto Pasteur, quien intenta mostrarles la solución. Mataderos fuera de la ciudad. Cámaras herméticas. Talleres de formación de piel. Clasificación y recuperación de grasa, pieles y huesos. La operación duraría 2 meses. Valor comercial: 80,000 perros igual a 300,000 francos. Beneficios asignados a instituciones de beneficencia de la ciudad.

El gobierno se niega a adoptar esta medida. Deciden que una mejor idea es perseguir a los perros. Los encierran en jaulas. Los perros luchan ferozmente. Sucumben ante la fuerza del humano. Algunos, los pocos, son escondidos y protegidos por los ciudadanos. Los prisioneros son transportados en cajas dentro de barcos. Los navíos zarpan rumbo al mar Mármara. Los políticos, satisfechos, desde la costa contemplan el exilio marítimo. Tras los barrotes de sus jaulas, los perros miran el vaivén del paisaje. Ladran. Chillan. Lloran. Sus lamentos se funden en la brisa salada. Los marineros toman las cajas de madera, las lanzan sobre las afiladas rocas de una isla desierta. Algunas cajas se rompen. Otras no. Miles de perros corren aterrorizados alrededor de una prisión cercada de agua. Están condenados. Lo saben. Aúllan. Claman auxilio. Las ráfagas de viento transportan los lamentos hasta la ciudad. En el palacio, los políticos pueden escuchar a los miles de perros. Fingen sordera, siguen comiendo. Aseguran bien las ventanas para que el remordimiento no los corroa.

Un buque cargado de gente aristócrata pasa cerca de una isla. Los tripulantes, estupefactos no dan crédito a lo que ven. Cientos, miles de manchitas corren hacia el agua. Se arrojan. Nadan. Patalean. Son perros. Los pasajeros se cubren los ojos. No quieren ver el horrible espectáculo. Un fotógrafo registra la escena dantesca. Un pintor inmortaliza en una hoja la espeluznante y nunca antes vista imagen. Cientos de perros no claudican. Siguen la estela del buque. Esperanzados de ver a los humanos. Uno a uno van desapareciendo. Devorados por el mar. Un perro da media vuelta. Comprende que nadar es inútil. Los humanos no los rescatarán. Mejor morir en la isla.

En las calles de la ciudad siguen escuchándose ecos de los ladridos. La gente se tapa los oídos. Gaviotas sobrevuelan la isla. Un cementerio de huesos y cadáveres putrefactos es lo único que queda.

En 1910, cerca de 30 mil perros fueron deportados de Constantinopla. Condenados a una muerte horrenda, que ningún ser vivo merece.

P.D. Hablando de perros más afortunados, este domingo, en el suplemento dominical del periódico “El Universal” aparecerá un ilustrativo reportaje que le hice al único psicólogo de perros de Yucatán. No se lo pierdan, en especial los que tienen al mejor amigo del hombre en casa.

jueves, 5 de abril de 2012

El volcho y mi suegra



Mi suegra está indignada. Ha dicho que es una vergüenza cómo me expreso de la Iglesia y de los políticos en los periódicos. “Dijo que por eso no vas a salir nunca de tu volcho”, me cuenta mi chica.

Mi volcho es del año 95. Blanco. Par de abolladuras en la defensa trasera y una más en el guardalodos del lado izquierdo. No le funciona el claxon, pero ni falta que hace, a un kilómetro de distancia se le puede oír venir por el ruido infernal que emite nada más piso el pedal del acelerador.

En el año 99 papá me lo regaló. “Un coche es libertad”, me dijo. Hasta los 19 años yo era un hombrecillo temeroso. Me aterraba el mundo. La vida. Y en especial manejar. Ver a mis amigos y familiares al volante se me hacía la cosa más extraordinaria. ¿Cómo lo hacían?, pensaba. Qué valentía la de esquivar a otros automóviles, acelerar, frenar, estacionarse en espacios diminutos sin reventar las llantas en la banqueta. Al imaginar que vencía a mis demonios y me veía detrás del volante no pasaban ni dos segundos cuando ante mis ojos aparecía la imagen del accidente más aparatoso, cristales rotos, acero retorcido, miembros mutilados, niños, ancianos y madres embarazadas desangrándose.

Me sentí un imbécil al descubrir que manejar no tiene ninguna ciencia. “Muévete”. “Idiota”. “Aprende a manejar”. Cierto, fue humillante al principio. En cada esquina se me apagaba el coche. Manejaba a vuelta de rueda porque sentía que las banquetas y los transeúntes se me venían encima. A los dos meses empecé a pasar inadvertido. Era un automovilista más en la ciudad. Seguro y confiado de que llegaría a su destino.  

Papá murió en el año 2000, pero no fue sino hasta años después que entendí sus palabras. “Un coche es libertad”. Durante 19 años dependí de los demás para ir a donde yo quería. “¿Para qué quiere ir allá?”. “Qué flojera, luego te llevo”. “No puedo”. Mi volcho me abrió nuevas posibilidades. Me dio independencia. Y lo más importante, dejé de hincharle las pelotas a los demás pidiéndoles favores. Gracias al regalo de papá pude ir y venir de la universidad; llenarlo como una lata de sardinas de compañeros. Ir y venir de un trabajo rimbombante que odiaba. Escapar de la policía en una persecución al más puro estilo hollywoodense. Ir a la playa y hacer el amor con una sudamericana. Dejar atrás mi vida de hombre corbata y deslizarme por la carretera que me llevaría a una ciudad pequeñita frente al mar. Llevarme a una universidad donde me volvería maestro; convertirlo nuevamente en una lata de sardinas con alumnos que me pedía aventón. Reconocer a las mujeres de noble corazón de las interesadas que ponían cara de espanto al descubrir el carro que conducía. En mi volcho he dormido, viajado, guarecido de la lluvia, me han roto el corazón, recibido sexo oral, emborrachado, he amado, escapado, pero lo más importante, descubrí que soy un hombre libre.     

Quitando el romanticismo, un coche sirve para llevarte de un punto X a uno Y, la carrocería es pura vanidad. Y si mi católica suegra, a la cual quiero y respeto (juro que no es sarcasmo) cree que un volcho es sinónimo de vergüenza, le tengo noticias: si el hombre de la cruz al que tanto idolatra viviera en este siglo, no podría darse el lujo de tener un volcho, viajaría en camión o a dedo, que son dos de las cosas más horribles que existen.

miércoles, 4 de abril de 2012

Diario de un vendedor de libros



La corbata te aprieta. La chaqueta te hace sudar. Estás gordo. Pronto vas a jadear y oler como un cerdo. Trabajas en un centro comercial de cien mil metros cuadrados. Hay 700 centros comerciales, exactamente iguales que en el que trabajas, repartidos por las principales ciudades del mundo. Todos pertenecen a la misma empresa.

Tienes la certeza de vivimos en una dictadura secreta. Dentro de poco tiempo, la empresa dueña de los centros comerciales concluirá su ambición suprema: convertir cada rincón del mundo en un gran centro comercial y, a sus habitantes, en máquinas programadas para consumir. Tu ya lo eres, al igual que tus compañeros de trabajo, la totalidad de tu sueldo lo gastas en pagar las facturas que, al final de mes, te presentan por las compras no necesarias que realizas casi a diario en el centro comercial.  

Los clientes se acercan. Luego de observarlos durante casi dos años sabes qué tipo de libros buscan antes de que te dirijan la palabra. Por ejemplo, las amas de casa vienen siempre a comprar libros de autoayuda o de Danielle Steele. Los hombres bajitos, calvos, con barriga y barba canosa buscan libros de historia. O de yoga. Las chicas jóvenes, sagas juveniles tipo Twilight. Los niños solo leen “Harry Potter”. Imposible mostrarles cualquier otro título, te miran con odio si, por ejemplo, les invitas a leer “El fantasma de Canterville” de Oscar Wilde. Los chicos, de 15 a 34 años, no leen, compran dvds o discos compactos. Y si compran libros es por razones de estudio o porque tienen muchos granos o algún defecto físico.

Pero, sin duda, los mejores clientes son los hombres de estatura alta que vienen vestidos con zapatos elegantes, jeans, camisa de marca y chaqueta de terciopelo. “Estoy buscando un buen libro”, te dicen. Y se llevan una pila de libros de cualquier autor a quien hayan encuadernado elegante y qué esté bien considerado. Sabes que nunca se los leerán, si fueran verdaderos lectores comprarían, alguna vez, libros de otro tipo. Estás seguro que se limitan a colocarlos en sus bibliotecas para hacer creer a las visitas que son cultos.

La librería donde trabajas, literalmente es una mierda. Tienen cualquier novedad publicitada del momento, sin embargo, es imposible encontrar buenos textos, como “Nueve Cuentos” de Salinger o cualquier libro de Thomas Bernhard. No hay espacio físico en los estantes. La gente compra lo que el televisor les dice.

Tú, un amante de la verdadera literatura, de la que se escribe desde la razón o el sentimiento, de la que se escribe sin ánimo de lucro, sinceramente, te has vendido. Si alguien te pregunta por un buen libro, has de ocultar “El extranjero”, “El amante” o “Las flores del mal”, se venden muy baratos y apenas haces caja. Es mejor enganchar a los clientes con bestsellers.

Si trágicamente te preguntan por un libro que dé algo qué pensar, top secret, te atragantas, ni nombrar “Trópico de capricornio”, “Siddharta” o la sobrecogedora profunda simpleza de “El principito”. Les observas, si es un hombre de negocios alabas las características de la bazofia, “¿Quién se ha llevado mi queso?”; si es una ama de casa es el momento de “El caballero de la armadura oxidada”; y si es un estudiante: “El Alquimista”.

Con esos títulos, lo sabes, los volverás locos, te convertirás en su gurú personal. Acudirán habitualmente a la librería para preguntarte por nuevos textos que comprar. Se gastarán una fortuna tratando de convertirse en guerreros de la luz, como pretende Paulo Coelho. Y no será hasta años después que se darán cuenta, quizá en un momento de luminosidad senil, que son los seres más estúpidos del mundo, que esos libros les han rellenado de mierda.

P.D. Este escrito es dedicado a Raúl Ucán, joven que se me acercó al final de mi charla en la FILEY pidiendo que le recomendara leer un libro que lo enganchara y no le hiciera dormir. Lo que acaban de leer es una pequeña adaptación o recopilación de párrafos que hice del libro “Diario Secretos de Sexo Libertad”, de mi gran y querido amigo Rafael Fernández. Ninguna editorial (entre ellas las más prestigiosas) se ha animado a publicar sus libros por que dicen que son pornográficos. Háganme ustedes el favor. Por fortuna, él se ha montado su propia editorial. Esta es la dirección: micabeza.net

¿Por qué es importante que lean este libro? Bueno, porque el protagonista refleja a la perfección como somos nosotros en este mundo moderno y capitalista.

“Nunca he vivido ninguna guerra, tampoco un cambio de sistema político, ni siquiera una depresión económica, en la nevera de mi casa siempre ha habido comida… cuando he leído por curiosidad sobre el fascismo, las guerras mundiales o la hambruna, leo como si se trataran de comics, los informativos son programas de entretenimiento, imágenes que observo con la cabeza vacía mientras almuerzo, la única historia que me importa es cómo estaba YO hace años, en qué trabajaba YO, a que chica me gustaría follar YO, YO que pensaba YO, YO en que lugar me encontraba YO, si YO estoy mejor YO o peor YO que antes YO y YO que voy hacer YO mañana. SOY YO EL QUE ME IMPORTA. YO”.