El comportamiento
humano es curioso. La raíz de nuestros miedos está basada en lo opuesto a la frialdad de la estadística. A lo que más tememos, por obvias
razones, es a la muerte. Pero no a la muerte rutinaria y silenciosa, sino a la
que viene escrita en mayúsculas y en negritas, en titulares de ocho columnas, es
decir, la muerte poco probable.
Si en las
noticias anuncian un brote de ébola en un pueblito de África, se nos corta la respiración e imaginamos a científicos con el rostro de Dustin
Hoffman y Rene Russo, enfundados en trajes amarillos con mascarillas, mientras
nuestros vecinos vomitan sangre. Si en la prensa leemos sobre la devastación ocasionada por un tsunami
en playas asiáticas,
se nos paraliza el corazón y miramos hacia el horizonte en busca de olas del tamaño de las extintas torres
gemelas, aunque nuestra ciudad no colinde con el océano.
Si la muerte
viene por nosotros, damos por sentado que será a lo grande. En nuestra lista de miedos no existen
nimiedades como la diabetes o enfermedades del corazón, principales causas de mortandad del país. Si acaso, de reojo miramos el puesto número ocho: los accidentes
automovilísticos.
Y eso, sólo
porque la mayoría utilizamos un medio de transporte para llegar al trabajo,
escuela, etc.
En caso de
abordar camiones o combis, lo hacemos muy tranquilos, bostezando; incluso hay
quienes han aprendido el arte de dormir de pie, aferrados a una barra de metal
como canarios. ¿Han visto a algún pasajero persignándose mientras sube las escalinatas del camión? Deberían, pero nadie lo hace, pese
a que todos los días, religiosamente, en la prensa amarillista exhiben
fotografías
de camiones y combis volcados en la calle, con algún titular chispeante para
arrancar la macabra carcajada del lector.
Lo mismo ocurre
al subirnos a un coche. Jamás veremos a nuestros vecinos, o a nosotros mismos, salir de
casa y encomendarnos a todos los dioses, pese a que ayer, anteayer y toda la
semana pasada, detrás de la ventanilla del auto, divisamos con mirada morbosa a
patrullas y ambulancias rodeando un carro incrustado en un poste de luz, o dos
vehículos
prensados uno contra otro. Porque si hemos de morir, tiene que ser por el
complejo despliegue de un operativo cosmogónico, cuando en realidad sólo tienen que haber dos factores: tú y alguien al otro lado del volante que ignore una señal de tránsito.
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