En este preciso momento, en una hacienda salida de la
cabeza de algún productor de Televisa, o para ser más específico, la hacienda
donde se casó el hijo del presidente más nefasto en la historia de México, me encuentro ante de un juez, emperifollado (cola de
grillo incluida), firmando un contrato en el que voluntariamente me comprometo
a pasar el resto de mis días junto a otro ser humano.
Viéndolo con la frialdad con la que
deben y tienen que mirarse las leyes, no es de extrañar que el matrimonio sea
el contrato que los individuos quebranten con más facilidad. Ni siquiera
los contratos de los jugadores del club América
se residen tan rápido. ¿Quién
en su sano juicio pagaría una fortuna para reunir a decenas de personas
(amigos, familiares, extraños, incluso la prensa), y delante de un abogado,
firmar un documento que te obliga a hacer algo de por vida?
Hipotéticamente,
si existiera el mejor trabajo del mundo, que sería el de sentarse en un sofá a
ver Netflix, ocurriría algo así:
—Jiménez, ¿nos podría explicar el motivo de su renuncia?
—Necesito estirar
las piernas.
—No sé preocupe, ahora mismo le instalamos una caminadora en su
cuarto.
—Bueno, la verdad
es…
—¡Hable, Jiménez, por el amor de Dios! Llevamos cuatro años juntos. ¿Acaso quiere un aumento de sueldo? ¿No
está a gusto con todas nuestras series originales? Podemos producir más.
Momento… ¿acaso se quiere ir con HBO?
Y aún así, la gente
insiste en casarse. ¿Por qué? Si me tienen
paciencia, en diciembre del año 2017 se los diré,
con pelos y señales. El año más largo de tu vida es mi segundo libro, ilustrado por
Pildorita Estudio; guía definitiva para que a todos les quede claro por qué siempre e irremediablemente (y sin que lo pidas) tenemos a
un buen samaritano que se nos acerca en alguna reunión social y nos dice al oído, muy
bajito, mientras mira a lo lejos con odio ancestral a su mujer: “no te cases, cuando te casas, algo cambia, no sé qué es, pero tu novia se convierte en tu mamá”.