sábado, 16 de enero de 2016

Día cero


En este preciso momento, en una hacienda salida de la cabeza de algún productor de Televisa, o para ser más específico, la hacienda donde se casó el hijo del presidente más nefasto en la historia de México, me encuentro ante de un juez, emperifollado (cola de grillo incluida), firmando un contrato en el que voluntariamente me comprometo a pasar el resto de mis días junto a otro ser humano.

Viéndolo con la frialdad con la que deben y tienen que mirarse las leyes, no es de extrañar que el matrimonio sea el contrato que los individuos quebranten con más facilidad. Ni siquiera los contratos de los jugadores del club América se residen tan rápido. ¿Quién en su sano juicio pagaría una fortuna para reunir a decenas de personas (amigos, familiares, extraños, incluso la prensa), y delante de un abogado, firmar un documento que te obliga a hacer algo de por vida?

Hipotéticamente, si existiera el mejor trabajo del mundo, que sería el de sentarse en un sofá a ver Netflix, ocurriría algo así:

Jiménez, ¿nos podría explicar el motivo de su renuncia?

Necesito estirar las piernas.

No sé preocupe, ahora mismo le instalamos una caminadora en su cuarto.

Bueno, la verdad es…

¡Hable, Jiménez, por el amor de Dios! Llevamos cuatro años juntos. ¿Acaso quiere un aumento de sueldo? ¿No está a gusto con todas nuestras series originales? Podemos producir más. Momento… ¿acaso se quiere ir con HBO?

Y aún así, la gente insiste en casarse. ¿Por qué? Si me tienen paciencia, en diciembre del año 2017 se los diré, con pelos y señales. El año más largo de tu vida es mi segundo libro, ilustrado por Pildorita Estudio; guía definitiva para que a todos les quede claro por qué siempre e irremediablemente (y sin que lo pidas) tenemos a un buen samaritano que se nos acerca en alguna reunión social y nos dice al oído, muy bajito, mientras mira a lo lejos con odio ancestral a su mujer: no te cases, cuando te casas, algo cambia, no sé qué es, pero tu novia se convierte en tu mamá”.


sábado, 15 de agosto de 2015

Otro Hugo Sánchez


Este mes ocurrió algo extraño en la televisión. Extraordinariamente similar a lo acontecido en el verano del 81, cuando Hugo Sánchez, con todos los pronósticos en contra, partió rumbo a Europa a intentar lo imposible para un mexicano: triunfar. 

La televisión mexicana es esperpéntica. Se le mire por donde se le mire. Y no me refiero a las lacrieróticas telenovelas o a las eroticomedias, refritos de refritos de refritos, envueltos en sketches con cómicos obligatoriamente disfrazados de clichés. Hablo de las series de televisión. No existen. Hasta este verano, cuando Gary Alazraki, el mismo judío que obró el milagro de hacernos reír en una sala de cine con Nosotros los Nobles, tomó un proyecto llamado Club de Cuervos, y en vez de llevarlo a Televisa o TvAzteca, se fue a Netflix y colgó de un tirón 13 capítulos.

¿De qué trata la historia? Es irrelevante. Por primera vez podemos estar ante nuestro televisor, cerrar los ojos y escuchar a personas de carne y hueso, con el corazón latiéndoles con fuerza, y no a un séquito de pedazos de carne leer diálogos impresos en un libreto. Por primera vez podemos reír por la nariz sorprendidos por un comentario fuera de lugar que rompe el silencio, sin la ayuda de risas enlatadas o de payasos con disfraces de peluche. Por primera vez quedamos boquiabiertos al ver a la mujer más hermosa del mundo desfilar en nuestras narices y lo último que deseamos es verla desnuda. Por primera vez nos cuestionamos si somos putos al ver al hombre más guapo del mundo, actuando como dios manda. Por primera vez los personajes terciaros son mágicos, sencillamente inolvidables, en especial uno.

Se llama Hugo Sánchez y es el equivalente (no exagero) al inmortal señor Smithers de carne y hueso. El Gutierritos por antonomasia. El sí señor hecho hombre. El empleado todo terreno, en apariencia, sin dignidad alguna. La suela fiel del zapato del imbécil del jefe. Disponible las 24 horas del día para ser humillado. Desgarradoramente trabajador. Hacedor de tareas y misiones imposibles. Ratón de biblioteca. Personaje que por misteriosas causas cósmicas apareció en mitad de un huracán. Y se convierte indispensable. Imprescindible. Necesario como las aspirinas (por el amor de dios, háganle un spin off). En pocas palabras, la otra cara de la moneda del Hugo Sánchez de la vida real. Humilde, diligente, de poquísimas palabras. 

Pero Hugo Sánchez no sólo es eso; es un rayo de esperanza, representa la primera piedra de un camino en el que sí se puede hacer televisión con dignidad, que nos llegue a conmover, cuestionar, excitar y hacer reír sin necesidad del albur o el chiste colorado.

viernes, 7 de agosto de 2015

La frialdad de la estadística


El comportamiento humano es curioso. La raíz de nuestros miedos está basada en lo opuesto a la frialdad de la estadística. A lo que más tememos, por obvias razones, es a la muerte. Pero no a la muerte rutinaria y silenciosa, sino a la que viene escrita en mayúsculas y en negritas, en titulares de ocho columnas, es decir, la muerte poco probable.

Si en las noticias anuncian un brote de ébola en un pueblito de África, se nos corta la respiración e imaginamos a científicos con el rostro de Dustin Hoffman y Rene Russo, enfundados en trajes amarillos con mascarillas, mientras nuestros vecinos vomitan sangre. Si en la prensa leemos sobre la devastación ocasionada por un tsunami en playas asiáticas, se nos paraliza el corazón y miramos hacia el horizonte en busca de olas del tamaño de las extintas torres gemelas, aunque nuestra ciudad no colinde con el océano. 

Si la muerte viene por nosotros, damos por sentado que será a lo grande. En nuestra lista de miedos no existen nimiedades como la diabetes o enfermedades del corazón, principales causas de mortandad del país. Si acaso, de reojo miramos el puesto número ocho: los accidentes automovilísticos. Y eso, sólo porque la mayoría utilizamos un medio de transporte para llegar al trabajo, escuela, etc.

En caso de abordar camiones o combis, lo hacemos muy tranquilos, bostezando; incluso hay quienes han aprendido el arte de dormir de pie, aferrados a una barra de metal como canarios. ¿Han visto a algún pasajero persignándose mientras sube las escalinatas del camión? Deberían, pero nadie lo hace, pese a que todos los días, religiosamente, en la prensa amarillista exhiben fotografías de camiones y combis volcados en la calle, con algún titular chispeante para arrancar la macabra carcajada del lector.

Lo mismo ocurre al subirnos a un coche. Jamás veremos a nuestros vecinos, o a nosotros mismos, salir de casa y encomendarnos a todos los dioses, pese a que ayer, anteayer y toda la semana pasada, detrás de la ventanilla del auto, divisamos con mirada morbosa a patrullas y ambulancias rodeando un carro incrustado en un poste de luz, o dos vehículos prensados uno contra otro. Porque si hemos de morir, tiene que ser por el complejo despliegue de un operativo cosmogónico, cuando en realidad sólo tienen que haber dos factores: tú y alguien al otro lado del volante que ignore una señal de tránsito. 


domingo, 2 de agosto de 2015

Cómo afrontar la crisis


Llegó agosto y a nadie sorprende que el hombre más peligroso del mundo siga prófugo. Si algún día logran capturar a El Chapo, lo hará el cuerpo de inteligencia norteamericano; en México todavía permanecemos en estado de shock por la sorpresiva destitución del director técnico de la Selección Nacional de fútbol por cruzarle un bolado al cuello al narrador Christian Martinoli.

La verdad sea dicha, me subo al barco de los inconformes. Nunca antes los mexicanos tuvimos a un entrenador que nos representara tan fielmente: enano, con sobrepeso, lépero y en extremo violento. Miguel El Piojo Herrera no es culpable de nada más que de comportarse como Miguel El Piojo Herrera. En todo caso la culpa es de los federativos, en primera instancia por nombrarlo entrenador, y en segunda por hacer oídos sordos al agredido, quien en incontable número de ocasiones advirtió tanto en medios impresos como en entrevistas para la radio y televisión, que el día que se encontrara de frente con El Piojo sería víctima de insultos y golpes.

Entonces sucedió lo que todos sabíamos que sucedería. Pero el hubiera no existe. El Presidente de la Federación Mexicana de Fútbol (obligado por la presión de medios de comunicación y aficionados disfrazados de suizos) muy a su pesar anunció la destitución del hombre que acababa de darle un campeonato con nulo valor deportivo pero valuado en millones de dólares, cuando la solución era en extremo sencilla: lo único que tenía que hacer, antes que los perros comenzaran a ladrar, era convocar a una rueda de prensa para informar que un acto vandálico de esta índole era imperdonable, sin embargo, había que reconocer que éste fue un evento atípico, impredecible, con un alto grado de factor sorpresa, ya que las medidas de seguridad en las concentraciones de la selección mexicana incluían video vigilancia y monitoreo permanente conformado por más de 750 cámaras, puntos de revisión y módulos de aislamiento para directores técnicos de alta peligrosidad. Además de estas medidas, especialmente a El Piojo se le había colocado un brazalete preventivo para su localización en las concentraciones, y, dentro de su habitación se había instalado un sistema de vigilancia de circuito cerrado que siempre estuvo funcionando y monitoreando en 3 turnos durante las 24 horas del día. Por razones de derechos humanos y de respeto a la intimidad, todos estos sofisticados sistemas de seguridad dejaban de operar al momento que El Piojo ponía un pie fuera de su habitación. Por ello, de ahora en adelante, redoblarían esfuerzos para contener la cólera del técnico al momento que sea cuestionado por envidiosos periodistas parlanchines, porque los momentos de crisis son para afrontarlos, no para renunciar, sólo los cobardes huyen levantando las manos como nenitas en vez de plantarles cara y responder con puñetazos a la mandíbula, o sea, como todo macho mexicano que se dé a respetar.